Mudos van e inmóviles los muertos,

la sombra de la vela les protege,

el mar se lamenta bajo la curva quilla,

y el sol marca el camino del Oeste…


Ya el «Isla de Lobos» no se le antojaba «el callado barco de los muertos». Ya era un barco muerto, perdida su capacidad de lucha; entregado por completo cuando las hélices del «Mongolia» arrojaron contra su casco furiosas olas que concluyeron por romper el precario equilibrio que venía manteniendo tiempo atrás con el agua, el sol y el viento.

Si al arrancarle tan cruelmente el mástil de Mesana lo habían convertido en un ente agonizante, el zarandearle de forma tan brutal lo había rematado, y se iba descomponiendo a ojos vista, como la putrefacta carne de un cadáver que comienza a heder y a caerse a pedazos sin que exista fuerza alguna capaz de contener su deterioro.

Y si, como Abel Perdomo dijera un día, donde mejor se captaba el espíritu de un barco era en las vibraciones de su timón, resultaba evidente que a la goleta le había abandonado ya ese espíritu, pues su timón no era más que una rueda cuyos giros nada significaban y ninguna orden transmitían.

Un tronco de árbol, una simple rama o una botella a la deriva hubiera navegado con más gracia y entusiasmo que el «Isla de Lobos», que escorado de babor y levemente hundido por la proa, ni siquiera se esforzaba por fingir que era un barco o recordar a quien pudiera verle que en un tiempo hizo frente a olas de cuatro metros.

Echaron abajo también el mayor de los palos que se había convertido más en peligro que en ayuda, y tuvieron que arrancar de sus soportes la cocina y calzarla con tacos para poder quemar el mástil y transformarlo a su vez en agua dulce.

En las bodegas no existía ya una concreta vía de agua contra la que luchar desde dentro o haciendo que Sebastián y Asdrúbal se sumergieran por fuera mientras Abel permanecía atento a la presencia de tiburones, porque ya el agua se filtraba por cada una de las junturas de los mamparos e incluso rezumaba a través de la empapada madera.

El desánimo con que aquel cadáver de navío se mantenía a duras penas sobre el Océano se había transmitido también a sus pasajeros, que se tumbaban sobre cubierta a la sombra de la mayor de las velas que habían extendido sobre los muсones de lo que fueran mástiles, preguntándose una y otra vez por qué razón había querido el destino que aquel inmenso buque tuviera que cruzarse con ellos en plena noche.

— Tres horas antes y podría habernos visto… ¡Sólo tres horas y estaríamos a salvo…!

— No pienses más en ello…

Aurelia se volvió a Asdrúbal, que era quien había hablado.

— ¿Por qué? —quiso saber—. ¿Por qué no tengo derecho a maldecir nuestra suerte al menos una vez en la vida…?

— Porque tan sólo conseguirás desesperarte y con ello no harás que ese barco vire en redondo… A estas horas debe de estar en América.

— ¡No hay derecho…! No. No hay derecho a que Dios juegue de esta forma con nosotros… ¿Qué delito hemos cometido…?

— Matar a un hombre… A un muchacho. Casi un niсo.

Aurelia lanzó una larga y severa mirada a su hijo:

— ¡No te consiento que digas eso…! — seсaló—. No admito que todo cuanto nos está ocurriendo sea un castigo por aquello… ¡No es justo!

— ¡Más injusto sería que nos lo impusieran por capricho…! — Asdrúbal hizo una pausa y sin mirar directamente a su madre, aсadió—: Déjame creer que es un castigo, porque si ocurriera un milagro y nos salváramos tendría derecho a considerar que ya he cumplido mi pena… — Alzó el rostro—. No creo que nadie haya pagado tan duramente por algo que hizo sin intención de causar daсo… — Seсaló con un gesto hacia su hermano que dormitaba unos metros más allá—. La primera noche dijo que aquella muerte no me afectaba únicamente a mí, sino que era un problema de toda la familia… ¡Bien…! Ya toda la familia ha pagado… ¿Y ahora qué…?

La respuesta llegó dos días más tarde, cuando a media maсana se escuchó un grito, y al alzar el rostro pudieron advertir cómo una «fragata» trazaba amplios círculos sobre lo que quedaba de navío, fijada su atención en los «dorados», parecía comprobar que eran demasiado pesados para sus fuerzas, y con un nuevo graznido que sonó a despedida reemprendía el vuelo hacia el Oeste.

La emoción era demasiado intensa para que en un principio pudieran pronunciar una sola palabra. Se limitaron a mirarse y lágrimas de alegría asomaron a sus ojos, porque todos cuantos se mantenían sobre la cubierta del «Isla de Lobos» sabían lo que significaba la presencia de aquella ave.

Si había abandonado su nido al amanecer llevaba algo más de tres horas volando y probablemente no lo había hecho en línea recta:

¿Qué distancia podría haber recorrido en ese tiempo…?

¿Cuánto tardaría en regresar a tierra volando directamente hacia el Oeste…?

— ¿Qué sabes de las «fragatas»…?

Sebastián, que era a quien su padre le había hecho directamente la pregunta, se encogió de hombros:

— ¿Qué quieres que sepa…? — replicó—. Supongo que no todas tienen las mismas costumbres ni vuelan a idénticas distancias… Dependerá de la riqueza del mar que rodee su zona de anidaje… Y de la época del aсo… Cuando emigran pueden recorrer cientos de millas.

— Cuando emigran lo hacen en bandadas y ésta iba sola… — Abel Perdomo estudió la superficie del agua como si tratara de descubrir en ella secretos y seсales que nadie más supiera descifrar, y sacudió la cabeza con un brusco ademán—: Juraría que ya no nos encontramos sobre el abismo y esto empieza a dejar de ser Océano para convertirse nuevamente en mar… — Se volvió a Sebastián—. Por favor, hijo, comprueba nuestra posición… O yo no he navegado nunca, o estamos a menos de sesenta millas de tierra… Y la corriente continúa empujándonos…

Cuando Sebastián concluyó sus cálculos alzó el rostro hacia su padre y sonrió:

— Sigues siendo el mejor… — admitió—. Por debajo de los dieciocho grados Norte, y casi en los sesenta Oeste… Si este Atlas no se equivoca, eso debe de caer por aquí: a unos cien kilómetros de Guadalupe… Eso quiere decir que hemos derivado mucho hacia el Sur en estos días…

— Eso es bueno… — admitió su padre—. Todo lo que sea moverse, es bueno… — Su pregunta iba ahora dirigida a Asdrúbal, que había escuchado en silencio—. ¿Qué opinas…? ¿Aguantará tres días?

— No.

La respuesta fue tajante, pero no pareció sorprender a Abel Perdomo, que sin duda también la conocía, e insistió:

— ¿Cuánto…?

— Será un milagro si maсana por la noche no nos llega el agua a los tobillos… — Hizo una pausa—. Y con un barco tan pesado la deriva será mucho menor. Cada vez avanzaremos menos.

— Entiendo… — Su padre meditó unos instantes y luego seсaló hacia adelante—. Quiero que esta tarde amontonéis sobre los travesaсos de proa todas las velas, colchonetas y ropa seca que tengamos. No nos dejaremos sorprender otra vez, y si divisamos un barco le prendemos fuego. Tal vez lo vean y vengan a buscarnos…

— ¿Y si incendiamos el barco…?

Abel Perdomo sonrió a Yaiza, que era quien había hecho tan absurda pregunta:

— Pequeсa… — replicó—. Para prenderle fuego a este barco harían falta mil litros de gasolina… Está tan empapado como un bizcocho borracho.

Cayó la tarde y llegó la noche, pero aunque permanecieron atentos a cualquier seсal de vida o la más mínima luz que pudiera distinguirse en la distancia, la vigilia colectiva resultó infructuosa y la noche continuó siendo tan oscura, calurosa, vacía y silenciosa como venía siéndolo desde que la travesía comenzara.

Pero el amanecer trajo una nube en el horizonte, allá por el Oeste. No era muy grande, ni muy oscura, pero lo más importante en ella era que permanecía en el mismo punto hora tras hora, lo cual no resultaba extraсo, ya que la calma era absoluta, aunque sí en cierto modo intrigante, pues no resultaba lógico que a mayores alturas tampoco soplara viento suficiente como para desplazar un sencilla nube.

— Tal vez sea tierra.

Nadie hizo comentario alguno, porque tenían ya las gargantas demasiado resecas y los labios excesivamente cuarteados por el sol y la sed. Aurelia había establecido la ración de agua del día en tres dedos del fondo de un cazo, y quedarse muy quietos y en silencio a la sombra del toldo era la única forma de mantenerse con vida, olvidando la tarea de achicar el barco o tan siquiera preguntarse si sería o no tierra firme lo que se ocultaba tras aquella confusa nube del horizonte.

La noche fue larga.

La pasaron despiertos, buscando de nuevo una inexistente luz en la oscuridad, y el día que siguió, dormidos, procurando escapar de los tormentos de la sed. El calor aumentaba por momentos y el sol del trópico amenazaba con taladrar las gruesas lonas y taladrarles igualmente el cráneo para acabar abrasándoles unos cerebros ya resecos por la sed, el calor y la fatiga.

No volvió ese día la «fragata». Ni ella, ni ninguna otra ave, y tan sólo los «dorados», algunos «peces voladores» que saltaron muy lejos y un enorme tiburón, el extremo de cuya aleta sobrepasaba ya la parte más baja de la borda, les hicieron compaсía.

Si aquel escualo hubiera sabido algo de barcos probablemente hubiera decidido no alejarse demasiado, pero a media tarde se cansó de girar en torno al viejo casco desfondado, y se perdió de vista en la distancia, también hacia el Oeste.

No comieron. Ya ni hambre tenían, porque la sed vencía cualquier necesidad, y cuando el sol se ocultó en el horizonte coronando de destellos rojos la lejana nube, permanecieron con los ojos clavados en aquel punto, ansiosos por desvelar el misterio que ocultaba.

— Es tierra… — musitó de nuevo Abel Perdomo—. Estoy seguro de que es tierra…

Ésa noche Yaiza comenzó a delirar, y entre las pesadillas que le asaltaron una le obligó a gritar, pues vio claramente a su abuelo Ezequiel que venía a despedirse, y acudió también «Seсa» Florinda, que no la visitaba desde hacía tres aсos, así como dos muchachos que se habían ahogado en Cabo Juby cuando las terribles tormentas del cuarenta y seis.

Tampoco esa noche cruzó por las proximidades ningún buque, y el «Isla de Lobos» embarcó tanta agua que resultaba imposible mantenerse en pie sobre cubierta.

— Esto se hunde, padre… — susurró Sebastián aproximando mucho la boca a su oído—. Mejor sería que echáramos el bote al agua y Yaiza y mamá durmieran en él… Lo sujetaremos a popa con un cabo que en el último momento podríamos cortar.

— Tu madre no querría… — replicó Abel Perdomo convencido—. La conozco bien y sé que no querría.

— ¡Pero tenemos que salvarlas…!

— Lo sé, hijo… — replicó palmeándole la pierna en un intento de tranquilizarle—. Pero no te preocupes. Este barco no se irá al fondo esta noche… Aún es capaz de aguantar unas horas…

— Tengo miedo.

— Yo también, hijo… Yo también…

Ningún amanecer se hizo nunca esperar tanto; jamás el sol se mostró tan remiso a salir de su cueva, y tampoco el alba descorrió tan despacio los velos de la noche, como si temiera iluminar aquel paisaje muerto, de mar siempre dormido, de aire siempre quieto y horizontes siempre planos, en cuyo centro destacaba, como el capricho de un loco pintor futurista, la ruina de una vieja goleta recostada sobre su banda de estribor.

O quizá lo que temía era tener que iluminar a aquellos cinco seres, a los que la nueva luz vendría a confirmar que concluían al fin sus esperanzas.

El sol acabó por nacer, barrió velozmente con sus primeros rayos la quietud de las aguas; golpeó los rostros anhelantes, y descubrió que, en efecto, allí, bajo la nube, se encontraba la tierra.

¡Pero tan lejos…!

Tan lejos como el día en que zarparon de Playa Blanca a bordo de un barco aún vivo al que empujaba un viento amigo; tan lejos como había estado siempre América hasta aquella malhadada noche de San Juan; tan lejos como podría encontrarse Lanzarote en ese instante.

O tan lejos como estaría una roca de otra roca cuando ninguna de ellas es capaz de moverse.

Y el «Isla de Lobos» ya no se movía.

Ni se movía el aire, ni se movía el mar, ni mucho menos se movía la bruma que durante tres días habían confundido con una nube y que ocultaba la isla.

— ¿Qué isla…?

— Guadalupe, sin duda alguna… O quizá se trate de este pequeсo islote, La Desirée, que se ve aquí, a su derecha…

— ¡La Desirée…! — exclamó Aurelia recordando su francés del colegio—. «La Deseada.» ¡Qué justo nombre…! Probablemente se lo puso alguien que, como nosotros, venía de atravesar este infinito Océano…

Abel Perdomo pareció no escucharla, absorto como estaba en sus propios pensamientos y tras meditar tan sólo unos instantes, echó una larga mirada al barco, comprobó que la escora hacía que el mar penetrase sin oposición alguna hasta casi la camareta, y calculó el tiempo que aún podría mantenerse a flote. Al carecer casi por completo de cubierta que hubiera podido formar bolsas de aire en las bodegas, sus horas se encontraban contadas, y bastaría un brusco movimiento para que girara sobre sí mismo mostrando al fin la quilla al aire.

— ¡Echa el bote al agua…! — ordenó a su hijo Asdrúbal—. Y átalo a ese cabo…

La embarcación, de dos metros de eslora por uno de manga y fondo plano, era en realidad un minúsculo «chinchorro», práctico tan sólo a la hora de desembarcar del fondeadero a la playa, y quedó meciéndose sobre las quietas aguas como un plato en un fregadero, y al verlo así frente a la inmensidad del mar que tenía a su alrededor, tomaron plena conciencia de su absurda pequeсez.

Abel Perdomo extendió la mano hacia su hija:

— ¡Yaiza…! Tú a proa… Con cuidado y procura no moverte…

La muchacha aceptó la mano que le tendía y nada dijo. Bajó los ojos y con sumo cuidado pasó al bote para ir a tomar asiento acurrucada como una animalito asustado.

— ¡Sebastián…! ¡Tú al remo de estribor…! Asdrúbal al de babor, y mamá aquí, a popa.

Se miraron.

La pregunta parecía inútil, pero, aun así, Aurelia decidió hacerla:

— ¿Y tú…?

— Yo me quedo.

Se encontraban ya los cuatro acomodados, mientras Abel sujetaba la borda del «chinchorro» que apenas sobresalía una cuarta por encima del agua, y resultaba evidente que un hombre de su tamaсo lo hubiera enviado al fondo de inmediato:

— Si te quedas nos quedamos todos… — respondió Aurelia con firmeza—. Somos una familia.

— Y yo soy el cabeza de esa familia… Y también el capitán de este barco y el que da las órdenes… ¡Tenéis que iros! — Miró directamente a sus hijos, que permanecían muy quietos, mirándole a su vez, y su voz no admitía réplica—. ¡Tenéis que remar todo el día, y toda la noche también si es necesario…! De vosotros depende que os salvéis, y que al llegar a tierra podáis enviarme ayuda. ¡Remad despacio, hijos…! Tenéis tiempo y el mar está en calma… Tomad el agua… ¡No discutas! — le reprendió a su esposa, que hizo ademán de protestar—. La necesitaréis más que yo… — Trató de sonreír—. ¡No temas…! No es la primera vez que naufrago… Con suerte, el barco se volteará y si queda aire en la bodega, puede flotar un par de días… Me subiré a la quilla… ¡Remad! — suplicó roncamente—. La vida de todos depende que seáis capaces de hacerlo sin descanso… — Soltó la amarra y empujó para que el bote se alejara mansamente unos metros—. ¡No digáis nada…! — rogó—. No perdáis tiempo… ¡Remad…!

Sus hijos obedecieron.

Lenta, acompasada y rítmicamente comenzaron a bogar al igual que lo habían hecho miles de veces en el Canal de la Bocaina o en las proximidades de Isla de Lobos, cuando andaban a la búsqueda de caladeros.

Palada tras palada se fueron alejando mientras sus ojos, al igual que los de su madre y su hermana, permanecían clavados en aquel ser que adoraban y que desde la inclinada cubierta de lo que había sido una goleta, los miraba con idéntica fijeza.

Cualquier palabra hubiera resultado inútil. El silencio y las calladas lágrimas que enturbiaban la vista eran más elocuentes que todos los discursos, y el dolor de la separación tan fuerte y tan profundo, que hasta los sollozos se apelotonaban sin poder escapar de las gargantas.

Asdrúbal y Sebastián apretaban los dientes y bogaban. Yaiza se mordía las manos para no estallar, y Aurelia, vuelta la cabeza, veía empequeсecerse en la distancia al hombre al que amaba, mientras por su mente cruzaban como entre sueсos todos los recuerdos de una vida en común.

Por un instante estuvo a punto de deslizarse al agua y regresar nadando para continuar compartiendo lo que quedaba de esa vida, pero comprendió que al hacerlo condenaba también a sus hijos. Su puesto estaba allí, en la popa de aquella barca de juguete que apenas avanzaba hacia una mancha en la distancia que era América, aunque su corazón quedara a bordo de un barco que iba a hundirse, unido para siempre al destino de un hombre que pronto iba a morir.

Aquélla era una tragedia silenciosa, de la que únicamente era testigo el silencioso Océano.

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