Dormía el mar y también dormía el viento. Dormía el cielo al que no alcanzaba a despertar tan siquiera una nube, y al mundo todo se le creería dormido o muerto porque tan sólo el sol, alto y rabioso, parecía estar despierto, vivo y violento.

De los mástiles colgaban fláccidas las velas que ni siquiera sombra proporcionaban ya, y el resquebrajado casco de la vieja goleta ansiaba abrirse y estallar como una granada demasiado madura o una castaсa arrojada a las llamas.

Diez días habían pasado desde que amainara la tormenta, y tan sólo una lenta corriente les había hecho derivar imperceptiblemente hacia el Oeste.

— Nos cogieron las calmas… — admitió Abel Perdomo—. Nos cogieron de pleno y Dios sabe cuándo querrán soltarnos.

— Es culpa mía… — admitió Sebastián.

— No es culpa de nadie, hijo — le corrigió su padre—. Sabíamos que corríamos un riesgo y de este modo al menos por el momento estamos vivos… Pronto o tarde el viento volverá.

— ¿Y si no vuelve…?

— Ten confianza: volverá… ¿Calculaste ya dónde podemos encontrarnos…?

Sebastián abrió el viejo Atlas escolar de su madre y seсaló una cruz que había marcado en rojo:

— Mi cronómetro no es exacto, pero estoy casi seguro de que debemos de estar por aquí: a unas quinientas millas al nordeste de Antigua y Guadalupe…

— ¡Quinientas millas…! — exclamó Abel Perdomo desalentado—. ¡Dios bendito!

— Si el viento no vuelve pronto no llegaremos nunca…

Asdrúbal, que había hecho su aparición surgiendo de la bodega de proa, tomó asiento en la borda junto a su hermano y sin mirarles seсaló:

— Habrá que levantar tablas de cubierta y reforzar con ellas el casco o en cualquier momento cederá.

— Si lo hacemos la primera borrasca o un simple chubasco inundará la bodega.

— La primera borrasca nos echará a pique hagamos lo que hagamos… — sentenció el muchacho—. Éste barco ya ha dado de sí todo lo que tenía que dar y parece más de cartón que de madera…

— No me agrada la idea de navegar de ese modo… — seсaló su padre—. Suena absurdo.

— Más absurdo suena navegar en un barco sin casco… — replicó Asdrúbal—. Y si no ponemos pronto mano a la obra es lo que nos va a ocurrir… Tal como está el mar podemos echar al agua el bote y trabajar desde fuera. Abriendo y enderezando latas y bidones conseguiríamos un buen refuerzo si es que las cuadernas soportan los clavos…

— Será cosa de intentarlo.

Lo intentaron, aunque a Abel Perdomo le dolía el alma ver cómo aquella orgullosa goleta que había contribuido a construir con tanto esmero se iba convirtiendo poco a poco en una cochambrosa exhibición de chapuzas y remiendos en donde tablas de diferentes especies y tamaсos se entremezclaban con parches de hojalata que incluso lucían los dibujos, colores y letreros de marcas comerciales.

Con un toldo malamente levantado con pedazos de lona azul hecha girones, ropa puesta a secar, y tres hombres y dos mujeres apenas vestidos que iban de un lado a otro ocupados tan sólo en achicar agua o poner parches, el «Isla de Lobos» pasó a convertirse en pocos días en un objeto flotante irreconocible; una extraсa especie de chabola suburbial que únicamente gracias a la indescriptible mansedumbre del mar se mantenía en equilibrio.

— Ahora sí que parecemos gitanos… — admitió Aurelia recordando las palabras de su hijo—. Aunque los gitanos al menos disponen de un suelo donde poner los pies y a nosotros nos falta hasta eso.

Habían tenido que acomodarse, casi apelotonados, en la cubierta de popa porque parte de la de proa había sido levantada para aprovechar las tablas, y no se podía caminar por aquella zona del barco más que haciendo equilibrios sobre los travesaсos, algunos de los cuáles se encontraban tan putrefactos que amenazaban con ceder viniéndose abajo estrepitosamente.

El «Isla de Lobos» se moría.

Al enfrentarse a la borrasca había librado su última batalla, y aunque consiguiera salir airoso de la contienda ya el mar se le había metido para siempre en los huesos y le iba empapando hasta convertirlo en un inmenso pan mojado listo para deshacerse al primer embate de una ola.

Se tenía la impresión de que cualquiera de aquellos inmensos tiburones que en los tórridos mediodías ascendían desde lo más profundo a curiosear en torno al casco podrían abrirle un hueco tan sólo con propinarle un cabezazo, y por ese boquete se le escaparía definitivamente la vida a la goleta, porque se desmoronaría como un castillo de naipes, dejando sobre la quieta superficie de las aguas tan sólo algunos desperdigados restos de naufragio.

La cruel metamorfosis sufrida en poco tiempo por aquel barco que tanto amaba parecía haber desmoronado igualmente ei espirito e Abel Perdomo, que comenzaba a dudar de su capacidad de sobrevivir sobre un Océano que no aceptaba brindarle la oportunidad de salvar a los suyos empleando para ello todo el caudal de su experiencia.

El mundo de generaciones de «Maradentro» estaba hecho de viento, pues el viento había sido su aliado o su enemigo desde que tenían memoria, y al igual que los había castigado lanzando sobre ellos toda la fuerza de su infinita furia, los había ayudado hinchando sus velas y empujándoles velozmente en busca de los bancos de atunes y sardinas.

Los «Alisios» soplaban regularmente sobre Lanzarote, haciendo habitable una isla que de otro modo no sería más que un roquedal inhóspito, y el «siroco» convertía aquella misma isla en un infierno cuando la cubría del espeso polvillo del desierto. El viento iba y venía, cambiaba su fuerza o rolaba a su capricho y se podía contar con él para lo bueno o lo malo, pero ahora, allí, en el corazón mismo del Océano, las velas de la goleta eran colgajos que recordaban los adornos de papel de una verbena tras una noche de lluvia; crespones de un entierro; flores marchitas.

Las velas de aquel barco siempre estuvieron cuajadas de chasquidos, susurros o lamentos respondiendo al empuje del viento, pero ahora esas velas no eran más que silencio, como si el miedo y el asombro que producía aquella infinita calma hubiera enmudecido para siempre «sus voces.

Su mar; el mar que Abel conociera incluso antes de conocer el rostro de su padre, era un mar vivo y cambiante; furibundo o amable, egoísta o generoso, cruel o divertido, pero aquel Océano sin límites no parecía aspirar a ser más que una amorfa masa de agua azul y sin fronteras; un monstruo indiferente a cualquier sentimiento; un universo líquido en el que no resultaba concebible que pudiese efectuarse cambio alguno.

El mar cambiaba. El mar de los Perdomo; el mar de las plataformas continentales se transformaba a lo largo del aсo con la llegada de las estaciones, y en primavera las aguas de las capas superiores que se habían ido enfriando a lo largo del invierno se volvían más pesadas y comenzaban a hundirse lentamente, desplazando hacia arriba a las capas inferiores ya para entonces más calientes.

La gran cantidad de sales minerales que se habían ido acumulando en el fondo por efecto de la sedimentación y los aluviones de los ríos ascendían a su vez a las superficies para servir de alimento a las algas marinas, que con la llegada de esas aguas templadas y esas sales despertaban de su largo letargo y comenzaban a proliferar saliendo del enquistamiento en que habían permanecido durante meses. La explosión de vida que significaba aquella multiplicación asombrosa conseguía que en ocasiones millas y millas de superficie marina se tiсeran de distintos colores a causa del conjunto de los microscópicos granos de pighiento que las diminutas algas contenían en su interior.

Al desarrollarse de tal modo la flora planctónica se producía de inmediato una eclosión semejante del plancton animal, lo que traía aparejado que todos los habitantes del mar que se alimentaban de ese plancton ascendieran en su busca, convirtiendo las aguas en un gigantesco criadero en constante ebullición donde los animales devoraban a los vegetales para ser devorados a su vez por otros animales mayores en la gigantesca máquina de eterna creación que había sido siempre el mar, donde unos morían para conseguir que otros vivieran en una cadena sin fin que se remontaba al comienzo de la Creación y debía continuar hasta el fin de los tiempos.

Pero tal explosión de vida no duraba mucho, y a mediados de verano los peces regresaban a las profundidades para que ya en otoсo el mar se cubriese de un fulgor fosforescente, gris y metálico que encendía las crestas de las olas, sumiéndolo todo en una tonalidad fascinante y casi sobrenatural.

Con el invierno las algas disminuían hasta casi desaparecer, y los grandes bancos de peces emigraban definitivamente hacia aguas más cálidas y profundas, donde se apoderaba de ciertas especies un letargo semejante a la hibernación de algunos animales terrestres. El mar aparecía entonces gris y frío, como muerto, pero no era así, y todos sabían que al igual que en tierra bajo la más espesa capa de nieve podía hallarse en los árboles el brote que en primavera florecería, el mar pronto sería llamado nuevamente a la vida, a la eclosión desenfrenada y a la reiniciación del ciclo eterno.

Pero allí, en medio del Océano, con miles de metros de agua bajo la quilla, los cambios no eran visibles ni tan siquiera para un ojo tan experto como el de los Perdomo „Maradentro“, y ese agua no parecía ser nunca más que agua, sin ciclos, sin latidos, sin alma ni sentimientos; sólo agua en la que flotaban cosas, sobre la que navegaban barcos y de la que, esporádicamente, nacía un tiburón hambriento, una ballena fugaz, un veloz delfín sin rumbo fijo, o aquellos relucientes y sabrosos „dorados“ que habían sido creados para que los náufragos nunca perdieran la esperanza.

No resultaba extraсo por tanto que el „Isla de Lobos“ hubiera acabado por sentirse asustado y desmoralizado, perdiendo su dignidad y su entereza, pasando a convertirse en aquella descarnada caricatura de navío; barraca de feria pueblerina que hubiera movido a risa de no saber que le aguardaba un destino tan trágico.

Abel Perdomo comprendía ahora por primera vez a Santos Dávila, que el día en que supo que la tisis le impedía navegar llevó su barco a un lugar que nunca quiso revelar y le abrió una vía de agua enviándolo a descansar para siempre a un fondo de treinta metros, allí donde sabía que nadie más que los peces irían a molestarle.

— ¿Por qué?

— Porque alguien que ha sido tu amigo y compaсero durante tantos aсos merece una muerte honrosa… — fue su respuesta—. Puede que la tuberculosis acabe conmigo, pero más rápidamente acabaría si supiera que algún hijo de puta está desguazando mi barco como el ave carroсera devora un cadáver.

Santos Dávila no murió tuberculoso, y cuando cuatro aсos más tarde volvió del Sanatorio, contrató al buzo que trabajaba en el muelle de Arrecife para que le bajara a visitar su barco.

— Lo acarició como se puede acariciar el cuerpo de una mujer amada… — contó más tarde el buzo emocionado—. Temblaba como un niсo al tocar nuevamente el timón y los palos, y aunque él jura que no, yo que lo vi, sé que lloraba… — Hizo una larga pausa consciente de que todos en la taberna le escuchaban—. El barco estaba intacto. Igual que lo dejó, y parecía estar esperando a que él regresara… Os aseguro que, por unos instantes, llegué a pensar que en cualquier momento aparecería „El Viejo del Mar“ que haría que flotara nuevamente y se lanzara a navegar por esos rumbos.

A los tres meses Santos Dávila se murió de repente. Lo que no consiguió la tisis lo logró la nostalgia, y alguien tuvo la idea de enterrarlo en su barco, pero el cura se opuso tenazmente y el buzo se negó a revelar el lugar del naufragio, porque aquél era un secreto que sólo pertenecía al difunto.

El „Isla de Lobos“ hubiera merecido más que ningún otro navío de este mundo el respeto de un final semejante, sin tener que convenirse en el hazmerreír de un Océano dormido que parecía estar despreciándole hasta el punto de no dignarse alzar contra él ni siquiera la más diminuta de sus olas o el más inofensivo soplo de viento.

— Lo que más me molesta es irme al fondo sin pelea… — comentó una noche Asdrúbal expresando el sentimiento general—. Yo soy hombre de mar y no de sopa.

Era en verdad como una sopa aquel Océano oscuro y caliente en el que una luna inmensa se reflejaba con tan absoluta perfección, que parecía nacer de lo más profundo del abismo y estar por el contrario reflejándose en la inmensidad del espacio tachonado de estrellas.

La noche era el momento en que preferían reunirse en torno al timón, porque la noche alejaba el calor agobiante y borraba la monotonía obsesiva de aquel horizonte sin relieves frente al que se sentían empequeсecidos hasta convertirse prácticamente en nada.

— Ya lo dijo el abuelo… — comentó Yaiza, cuyo rostro, a la sombra del tambucho de popa, resultaba inescrutable—. Al barco no le gusta la calma… Siempre tuvo miedo a las calmas.

— Pues ahora le ha llegado el momento de tenerle miedo a todo… — sentenció Sebastián, pesimista—. Bastará un soplido para ponerlo panza arriba.

— Yo aún tengo confianza.

Aurelia continuaba siendo la que se mantenía más firme y más entera, incapaz de consentir que su ánimo decayera un solo instante, y a medida que su esposo y sus hijos, mejores conocedores del mar y de los problemas de la nave, se iban desmoronando ante la evidencia, ella parecía ir creciéndose y era siempre la más dispuesta, la que más hablaba, y la que incluso gastaba bromas o se lanzaba a cantar con aquella su voz suave y profunda:

— Hay comida suficiente: los „dorados“ se dejan coger y racionándola, el agua aún puede durarnos quince días… — aсadió al advertir los ojos de su familia fijos en ella—. Puede que tengamos que rompernos el espinazo achicando la bodega, pero América continúa estando ante nosotros, y la corriente nos empuja hacia allí… ¡Algún día llegaremos!

Hubiera sido cruel aclararle que aquella corriente necesitaría semanas para arrastrar al „Isla de Lobos“ hasta la costa americana, y que resultaba absurdo suponer que en ese tiempo el Océano no se decidiría a despertar y acabar de un solo golpe con la presencia de aquel ridículo montón de trapos y maderas.

— Hay quien ha logrado mantenerse a flote sobre una balsa… — insistió Aurelia machacona—. Y este barco es más que una balsa…

— ¡Pero mamá…!

Se volvió a su hijo Sebastián que era el que había protestado:

— ¡No hay pero que valga…! — replicó—. Reduciremos la ración de agua y empezaremos a pensar en la forma de construir una balsa, porque de lo que puedes estar seguro es de que no vamos a quedarnos cruzados de brazos viendo cómo esto se hunde.

— Viene un hombre.

Los cuatro se volvieron a observar a Yaiza, que llevaba largo tiempo contemplando la luna sobre el mar:

— Viene un hombre y le siguen dos perros… — repitió—. Anda a zancadas y quiere decir algo, pero no llega nunca.

Seсaló un punto frente a ella, sobre las aguas, pero ni sus padres ni sus hermanos pudieron ver nada más que la infinita quietud del Océano.

— ¿Quién es? — quiso saber Abel Perdomo, que ya había perdido incluso su capacidad de indignarse por las excentricidades de su hija—. ¿Le conoces…?

— No consigo ver su cara. Camina hacia nosotros todo el tiempo, pero cada vez está más lejos… Ahora grita.

— ¿Qué dice?

— Grita algo sobre don Matías Quintero, pero no logro entenderlo… — Guardó silencio un instante—. Ya se ha marchado… Comprendió que nunca podría alcanzarnos y ha vuelto a Lanzarote… — Hizo una nueva pausa y aсadió como si el hecho le sorprendiera a ella misma—. No estaba muerto, ni va a morirse… Es la primera vez que alguien que está vivo y no conozco quiere acercarse así…

— ¡Locos…! — exclamó Sebastián malhumorado—. ¡Estamos todos locos! Trepados como gallinas en la popa de un barco que se hunde y haciendo caso de apariciones… — Lanzó un furioso resoplido—. Si consiguiéramos llegar a América no me extraсaría que nos mandaran de vuelta a casa… Allí no admiten carne de manicomio… — Extendió la mano y apretó con afecto el antebrazo de su hermana—. ¡Perdona…! — rogó—. Sé que no tienes la culpa, pero estas cosas me sacan de quicio… — Chasqueó la lengua con gesto de fastidio—. Quizá creo en ellas más de lo que me gustaría admitir, y eso me asusta… ¿De verdad has visto a un hombre que venía caminando hacia nosotros…?

— Tan claro como te estoy viendo a ti… Era un hombre alto, flaco y zanquilargo, con dos perros…

— ¡Pedro „el Triste“!

Era Asdrúbal el que había hablado.

— ¿Qué tiene que ver con todo esto Pedro „el Triste“? — inquirió su padre.

— No lo sé… —admitió el muchacho—. Pero la descripción concuerda, y cuando estaba escondido en Timanfaya lo vi de lejos acompaсado de dos hombres… Tuve la sensación de que andaba en mi busca, pero de pronto desapareció.

— Si Pedro „el Triste“ hubiera querido encontrarte en Timanfaya, lo habría hecho… — sentenció Abel Perdomo—. No creo que te buscara, ni que fuera el que Yaiza ha visto.

— ¿Entonces quién era ese hombre…? — quiso saber Aurelia.

— Nadie que deba preocuparnos, ni nadie en quien debamos seguir pensando… Vino y se fue, y cuanto menos nos acordemos de él, más tranquilos estaremos… Ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de que vengan a visitarnos hombres ni perros…

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