Yaiza Perdomo se despertó gritando en medio de la noche, y cuando el viejo Rufo Guerra acudió presuroso con un quinqué en una mano y un largo machete en la otra, la encontró sentada en la cama, empapada en sudor y con los ojos dilatados.

— ¿Qué ocurre, niсa? — inquirió buscando a un posible agresor—. ¿Quién ha sido?

La muchacha tardó en tranquilizarse, cerró los ojos, respiró profundamente y aferró con fuerza la mano del hombrecillo que había tomado asiento a su lado.

— He visto a dos hombres que aullaban de terror — dijo—. Van a morir y es por mi culpa.

Rufo Guerra lanzó un suspiro de alivio y dejó sobre la mesa, junto al quinqué, su herrumbroso machete:

— ¡Puff! — exclamó— ¡Vaya susto me has dado… ¡¡Cálmate…! No ha sido más que un sueсo.

Ella negó convencida:

— No ha sido un sueсo… — dijo—. Lo he visto claramente, tal como veo a los que se están ahogando, o veo los bancos de atunes y sardinas… ¡Está ocurriendo!

— ¡Tonterías…! — protestó el viejo—. Te tienen asustada con todas esas historias que te han inculcado desde niсa… ¿Cómo es posible que con una madre tan culta puedas creer en supersticiones de viejas de pueblo? Nunca debiste escucharlas…

— ¿Qué culpa tengo si los que agonizan vienen a contarme que se están muriendo? Yo no les llamo.

Rufo Guerra hubiera deseado encontrar argumentos con los que demostrar a la chiquilla que aquello resultaba ridículo, pero no podía olvidar que la había visto nacer y había sido testigo, como la mayoría de los habitantes del pueblo, de la casi absoluta precisión con que se cumplían sus predicciones. Muchos duros había ganado saliendo a la pesca cuando Yaiza pronosticaba que llegaban los cardúmenes, y muchas horas había perdido también — aunque nunca se atreviera a confesarlo— buscando en los libros una explicación lógica a semejantes fenómenos.

— ¿Quiénes eran? — inquirió al fin.

— No he visto sus rostros — replicó—. Estaba muy oscuro, y lo que les aterrorizaba era esa misma oscuridad. Pero tuve la impresión de que se trataba de dos de los hombres que llegaron al pueblo.

— Por lo que me has contado de ellos no creo que la oscuridad pueda asustarles. ¿Por qué gritaban?

— Van a morir.

— ¿Estás segura?

— Completamente. Y unos perros ladraban.

— ¿Perros…? ¿Qué perros?

— Perros… No podía verlos. Únicamente los oía.

— ¿Quién tiene perros en el pueblo?

— Usted sabe que hay muchos perros en el pueblo… Casi más perros que gente.

— Sí, eso es cierto, demonios… — Agitó la cabeza en un ademán de impotencia—. Bueno, ya todo ha pasado… Olvídalo y duerme.

Yaiza negó convencida:

— En cuanto cierre los ojos aparecerán de nuevo… Ocurre siempre. No quiero dormir más esta noche.

— ¡Pero si aún faltan dos horas para que amanezca…! — protestó Rufo Guerra.

— Trataré de leer si no le importa que gaste petróleo, o saldré a dar un paseo por el campo… Cuando ocurren estas cosas mi madre se queda contándome historias… Es la mejor forma de calmarme.

— ¿Contarte historias…? ¡Rayos…! Nadie puede contar historias a estas horas de la noche… Ni siquiera Maestro Julián, que es el tipo más novelero y fantasioso que conozco… — Hizo una pausa y cambiando bruscamente de tono inquirió—: ¿Qué tipo de historias te gustan?

— ¡Oh, no! — protestó Yaiza—. No quiero que se pase el resto de la noche en vela por mi culpa… Vayase a dormir.

El viejo negó convencido:

— Tu padre me mataría si te dejara en un momento como éste… Te confió a mí y debo protegerte incluso contra tus propios sueсos… ¿Te gustan las historias de amor?

— Me gustan las de aventuras… Aventuras en el mar… El Pirata Negro, Sandokán y todo eso… ¿Ha leído a Salgari?

— No. A Salgari debe de ser al único escritor que no he leído en mi vida. Pero me gusta mucho Julio Verne. Sobre todo las aventuras del capitán Nemo… — Sorbió por la nariz con gesto brusco—. ¡Diablos! La verdad es que si me hubieran dado a elegir en esta vida lo que más me hubiera gustado es ser capitán Nemo… ¡Sabía de todo!

— Pero era muy desgraciado… Le habían matado a la familia.

— Yo eso nunca podré entenderlo… No he tenido familia… Sólo mi hermano y una tía loca. Adoraba a mi hermano y siempre lo cuidé como a un hijo. Tu padre le salvó una vez de morir ahogado… Luego se fue a América y nunca escribió… ¿Te imaginas? Yo hubiera dado la vida por él, y no fue capaz de escribirme ni una sola línea en treinta aсos…

— Tal vez no pudo hacerlo. Tal vez murió.

— Eso no me consuela. Prefiero pensar que es un mal hermano, pero al menos está vivo… Así tal vez un día me escriba.

— Si se fue a hacer fortuna y no lo consiguió, le daría vergьenza admitirlo.

— ¿Ante su propio hermano…? No todos los que se van a América logran hacer fortuna… De lo contrarío aquí no quedaría nadie… Le hubiera bastado volver y compartir lo que tengo… Esta casa y el huerto sobran para los dos… — Se había recostado en la pared a los pies de la cama, abrazándose las rodillas y observando fijamente a la muchacha—. Pero no hablemos de mí —dijo—. Me he acostumbrado a que los libros sean mi única compaсía y no necesito a nadie… Ahora quiero saber cosas de ti… Siempre me intrigó ese poder que tienes para saber las cosas anticipadamente… ¿Estás segura de que esos hombres han muerto?

Yaiza se encogió de hombros:

— Aún no — admitió—. Pero van a morir y lo saben. Y me culpan por ello…

— ¿Y tú? ¿Te sientes culpable?

— Maestro Julián asegura que morirán muchos hombres por mi causa.

— ¿Eso te inquieta…?

— No quiero hacer daсo. Quiero seguir como hasta ahora, y que no me miren ni me molesten.

— A la mayoría de las mujeres les halaga que los hombres las miren y les digan que son bonitas.

— A mí no. Supongo que algún día me gustará que un hombre me lo diga, pero aún falta mucho…

Rufo Guerra meditó largo rato sin dejar de mirar a aquella chiquilla a la que se esforzaba en ver como a la hija pequeсa de su mejor amigo; quizá la hija que a él mismo le hubiera gustado tener y con la que no había cruzado nunca, pese a que la había visto nacer, más de media docena de palabras.

— ¿Te gusta el mar…? — inquirió de improviso.

— Sí, claro… Es lo que más me gusta en este mundo.

— Pues imagínate de pronto que el mar no quisiera que nadie le mirara. ¿Resultaría injusto, no crees?

Ella torció la cabeza, le miró de medio lado y sonrió burlona:

— ¡Oh, vamos! — exclamó—. Al mar nadie intenta manosearlo, ni tumbarlo sobre una cama en cuanto se descuida… Me parece precioso que me compare con el mar, pero no me sirve. Si el mar tuviera que oír las cosas que yo escucho, puede estar seguro de que siempre habría tormenta.

El viejo rió divertido:

— Lo imagino… — seсaló hacia afuera—. Levántate — dijo—. Prepararé un buen desayuno, y nos iremos a tomarlo a lo alto del cerro viendo amanecer sobre el mar y el valle… Te garantizo que es un espectáculo inolvidable.

Tenía razón el viejo, y Yaiza recordaría toda su vida cómo salía el sol recortando contra el horizonte la aislada silueta del peсasco del Roque del Este y cómo la sombra del Volcán de la Corona se iba descorriendo sobre el cerrado valle por el que se derramaba. Haría, sin duda el pueblo más hermoso de la isla y uno de los más bellos que pudieran existir en lugar alguno de la Tierra, pues en él se daban cita las altas montaсas, los verdes campos cultivados, la peculiar arquitectura típica lanzaroteсa de muros impecablemente blanqueados y, sobre todo, aquel prodigioso bosque de altísimas palmeras que parecían barrer las nubes con sus copas.

Luego, muy a lo lejos, los manchones de lava y la verde extensión de líquenes y tabaibas del «Malpaís del Corona» morían en unas playas de arena llegada directamente desde el desierto del Sahara, para concluir en un mar de sotavento, azul y calmado como una plancha metálica que reflejase la bóveda del cielo.

Los cernícalos surcaban ya ese cielo, siempre inmóviles, suspendidos en el aire al acecho de un ratón, una lagartija o a una cría de conejo, mientras los primeros pájaros se despertaban en la arboleda, y en el fondo del valle los gallos invitaban al pueblo a levantarse.

Rufo Guerra sirvió café en su vetusto termo de pescador, y comieron queso, uva, higos, y unas redondas galletas que crujían al partirse.

Quien hubiera podido contemplarlos desde cierta distancia, los habría confundido con una pareja de enamorados, porque la muchacha se hallaba tendida sobre la hierba contemplando el paisaje, mientras el viejo la atendía solícito revolviendo incluso el azúcar del café y ofreciéndole grandes trozos de dulce de guayaba.

— Dice mamá que en las ciudades hay gente que nunca ve amanecer — comentó Yaiza mientras sorbía su café aún muy caliente—, que se acuestan tarde y se levantan entrada la maсana… ¿Puede imaginarlo?

— Naturalmente que puedo imaginarlo — admitió Rufo Guerra—. Y para lo que allí amanece, más vale quedarse en cama. En las ciudades o es de día o es de noche, y eso es todo lo que hay que ver…

Ella no respondió. Concluyó su desayuno, observó cómo el rojo disco del sol se alzaba sobre el horizonte, y luego muy suavemente, musitó:

— Uno ha muerto.

Rufo Guerra la observó con fijeza.

— ¿Cómo lo sabes? — inquirió.

— He oído un disparo y tuve la impresión de que me llamaba.

— ¿Quién lo mató?

— Su miedo.

— ¿Su miedo?

— Estaba solo y perdido.

— Pero eran dos, ¿dónde está el otro?

— No lo sé… Este se acurrucó en un rincón como si se encontrara a punto de nacer, llorando como un niсo, y luego sonó un disparo. — Se volvió a su acompaсante—. ¿Por qué me castiga Dios con estas cosas? — quiso saber—. ¿Por qué me buscan siempre los ahogados y los muertos?

— Porque eres «médium».

— ¿Soy qué…?

— «Médium». Es el nombre que se les da a las personas que pueden ponerse en comunicación con los muertos… He leído algo sobre ellas en algún libro.

— ¿Y eso es bueno o malo?

— No lo sé. Pero parece ser que ganan mucho dinero… Todo el mundo quiere ponerse en contacto con los muertos.

— ¿Para qué?

— Para saber qué es lo que existe más allá…

— Los muertos no lo saben.

— ¿Qué quieres decir?

— Que no deben de saberlo, porque vienen a preguntármelo… Tienen miedo y se limitan a continuar a nuestro alrededor tratando de hacerse la ilusión de que están vivos.

— ¿Estás segura?

— No… — Agitó la cabeza con gesto de profundo pesar—. Es lo malo de todo cuanto ocurre… Me asusta, y ni siquiera me sirve para estar segura de nada… — Lanzó lejos una pequeсa piedra y aсadió Convencida—. A veces creo que me estoy volviendo loca… Ьn chico me dijo que no soy más que una histérica engreída… Nunca he entendido muy bien lo que significa ser histérica… ¿Es una especie de loca?

— Nunca había oído esa palabra. Y si la he leído, como no sabía lo que significaba, no me he fijado en ella… Desde que tu madre no me explica las cosas muchas se me pasan. Y me estoy haciendo viejo. Empiezo a pensar que tanta curiosidad por saber más no conduce a nada… Ya casi siempre prefiero leer un libro conocido a empezar uno nuevo, y eso es mal síntoma… — Rió entre dientes—. A los niсos muy niсos, y a los viejos muy viejos tan sólo nos gusta lo que ya conocemos… La auténtica curiosidad es cosa de jóvenes…

— Echa de menos a mi madre, ¿verdad?

— No puedes imaginarte cuánto.

— ¿Estaba enamorado de ella?

Rufo Guerra había comenzado a recoger las cosas, guardándolas en su macuto.

— Supongo que sí… —admitió—. Casi todos los alumnos se enamoran de sus maestras, y ella fue mi maestra. ¿Sabías que me enseсó a leer?

— Nunca me lo dijo.

— Fue mucho antes de que tú nacieras… Aún tenía esperanzas de que algún día mi hermano me escribiera, y quería leer yo mismo sus cartas. Ella tuvo mucha paciencia y me enseсó, y luego me enseсó a elegir libros. — Hizo una pausa mientras la ayudaba a levantarse de la hierba e iniciaban el camino montaсa abajo—. Yo, de jovencito, era muy pendenciero y borrachín, y desde que se marchó mi hermano me pasaba la vida en la taberna. Allí perdía el jornal y los amigos, porque con todos me peleaba… Estoy seguro de que si no hubiera aprendido a leer hubiera acabado siendo un viejo solitario al que todos odiarían. — Le guiсó un ojo con picardía—. Ahora soy viejo y solitario, pero sólo me echo un copetazo de cuando en cuando… Y nadie me odia, aunque no sé si eso es bueno.

— Debe de ser bueno… A mí la mayoría de la gente me odia… No les he hecho nada, y pretendo ser siempre amable y cariсosa, pero advierto que me odian.

— No creo que te odien… — replicó Rufo convencido—. Lo que ocurre es que te ven distinta y les asusta.

— ¿Y por qué tengo que ser distinta?

Se encogió de hombros.

— ¡Cualquiera sabe…! La Naturaleza gasta esas bromas… Fíjate en esta isla… Desde aquí podemos verla entera: desde los Farallones de Famara hasta la punta del Papagallo… No es nada, y sin embargo, la Naturaleza ha concentrado aquí más volcanes que en todo un Continente, y una vez leí que Lanzarote es uno de los lugares de la Tierra por el que cruzan más líneas magnéticas.

— ¿Qué son líneas magnéticas?

Rufo meditó unos instantes y resultaba evidente que no se sentía muy seguro de cuál era la respuesta, pero al fin, casi tímidamente, seсaló:

— Al parecer, el mundo está cruzado por una serie de ejes o líneas de fuerza magnética que a veces coinciden en un mismo punto provocando extraсos fenómenos e influyendo sobre hombres y animales. Los antiguos creían mucho en eso, pero el cristianismo se preocupó de abolir o de hacer que se olvidaran las teorías de los campos magnéticos por creer que se trataba de una forma de brujería… Irlanda también tiene líneas magnéticas que se entrecruzan… Y la India. Y Birmania… Pero en ningún lugar hay tantas como aquí… Por eso, hacia donde quiera que se mire sólo se ven cráteres de volcanes, y la tierra arde bajo nosotros… ¿No es eso un capricho de la Naturaleza? ¿No es un capricho nuestro continuar aquí, expuestos a que todo reviente y borre del mapa otra tercera parte de la isla, como ocurrió hace dos siglos? ¿Por qué? ¿Por qué nos quedamos, si la vida es más dura que en ningún otro lugar, a menudo no tenemos ni siquiera agua para beber, y cualquier día los volcanes pueden enviarnos a volar por los aires.

— Porque es nuestra tierra… Y es hermosa.

— ¿Qué tiene de hermoso…? ¿No son más hermosos los bosques siempre verdes, o esos campos por los que corren auténticos ríos de agua dulce? Dime, ¿cuántas veces has logrado darte un auténtico baсo de agua dulce? Imagino que nunca… Y, sin embargo, nos bastaría con cruzar a la isla de enfrente, a Tenerife, para disfrutar de bosques inmensos, lluvia, manantiales, e incluso nieve… ¿No es todo eso muchísimo más hermoso que esta tierra sedienta, estas rocas y estos volcanes pelados?

Yaiza Perdomo recordó las veces que había estado con su madre en Tenerife; evocó la fina lluvia en La Laguna; los tupidos bosques del monte de la Esperanza; la blanca nieve reluciente de las laderas del Teide; los fríos manantiales que se precipitan entre peсas y flores, y el verdor incomparable del Valle de la Orotava tapizado de plataneras desde el borde del mar hasta las faldas del inmenso volcán, y por último negó muy despacio, pero segura de sí misma:

— No… No lo es.

— ¡Mierda…! — replicó Rufo Guerra—. ¿Por qué tendremos que ser siempre tan testarudos los lanzaroteсos? ¿Por qué…?

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