Mario Zambrano regresó de Pointe-á-Pitre mucho antes de lo previsto, pues llegó cuando aún se encontraban los cuatro sentados al fresco contemplando la hermosa luna que había hecho su aparición sobre el tranquilo Caribe, reflejándose en el agua y recortando en blanco las siluetas de las palmeras de la punta sudoeste de la isla.

El pintor venía feliz, y lo primero que hizo fue lanzar sobre la mesa el montón de papeles que traía en la mano:

— ¡Su documentación! — dijo—. ¡Todo arreglado…! Tienen permiso de residencia por tres meses, y su pariente ha sido notificado de que se encuentran bien, aquí, y a salvo.

— ¿Pariente…? — se alarmó de inmediato Aurelia—. ¿Qué pariente…? Nosotros no tenemos parientes…

El pintor se volvió a ella un tanto perplejo:

— Eso me pareció que habían dicho el primer día… — admitió—. Pero Duvivier asegura que en Guadalupe tienen un pariente que se interesa por ustedes…

— ¿Cómo se llama…?

El otro se encontraba desconcertado, como si le costara un gran esfuerzo entender la razón del miedo que se leía en todos los rostros.

— Pues no lo sé… Creo que me lo dijo, pero no recuerdo su nombre…

— ¿Damián Centeno…?

Era Yaiza quien había hecho la pregunta, y Mario Zambrano sintió una inexplicable angustia al asentir:

— Sí… Sí, creo que ése fue el nombre que dio… En estos momentos se encuentra en Barbados, y la Comandancia de Marina de Martinica le envió un telegrama… — Les miró uno por uno y al fin se atrevió a inquirir—: ¿Hicieron mal…?

Tardó en obtener respuesta, y fue Sebastián el que decidió que un hombre que se había comportado tan generosamente con ellos, merecía conocer la verdad, por lo que hizo un amplio resumen de los acontecimientos desde el momento en que todo comenzara aquella trágica noche de San Juan.

— Yaiza asegura que don Matías ha muerto… — concluyó—. Pero, por lo que se ve, ni siquiera eso basta para detener a Damián Centeno. ¡Cielo Santo! — exclamó—. América nos pareció tan grande, y, sin embargo, ya sabe dónde encontrarnos…

— Pero esto no es Lanzarote… — protestó el pintor—. Aquí no puede hacerles nada… La policía…

— Las policías no existen para Damián Centeno… — intervino Aurelia—. Si ha atravesado el Océano para matar a mi hijo, se las arreglará para eludir a todas las policías de este mundo.

— Duvivier hará que le impidan la entrada a la isla.

— ¿Cómo? ¿Vigilando todas las costas…? ¿Registrando todos los yates que se aproximen…? ¿Durante cuánto tiempo…? El llegará… Por avión, por mar, a nado o incluso caminando por el fondo del Océano, porque ignoro la razón por la cual para ese hombre no existe otro objetivo que matar a Asdrúbal… ¿Cómo puede nadie llevar tan lejos una venganza? ¿De verdad don Matías cree que porque muera Asdrúbal su pobre hijo va a encontrar más paz en el otro mundo…?

— El no cree nada, madre — le recordó Yaiza—. Don Matías ya sabe que no hay descanso, ni para su hijo, ni para él, ni para nadie, pero supongo que aunque quisiera no podría detener a Damián Centeno.

— ¿Por qué?

— Porque está muerto, y Damián Centeno vive… — Hizo una pausa en la que se diría que estaba tratando de captar algo que no tenía demasiado claro—. ¿Recuerdas el tatuaje que Centeno llevaba en el brazo…? ¿El corazón atravesado por una bayoneta? Anoche don Matías tenía ese tatuaje en la mano que apoyó en los barrotes de mi cama… — Se volvió a sus hermanos—. ¿Qué significado puede tener…?

Era una pregunta que no tenía respuesta. Ninguna clase de respuesta fuera de la que cada cual quisiera dar según su propia interpretación, y lo que en verdad les preocupaba en aquellos momentos no era el tatuaje que luciera un aparecido, sino el hecho incuestionable de que el hombre que les había acosado hasta el punto de obligarles a abandonar el lugar en que habían nacido continuaba hostigándoles.

— ¿Estará solo…?

Sabían que en Lanzarote le acompaсaban seis hombres, y por lo menos otros tantos debían de tripular la lancha que les buscó en alta mar. Tal vez seguían con él; tal vez únicamente le acompaсara ahora su lugarteniente, o tal vez, Damián Centeno consideraba que no necesitaba a nadie para seguir la pista a alguien y matarlo al otro lado del Atlántico.

Solo o acompaсado, ¿qué importaba? Damián Centeno era temible por sí mismo y por su capacidad de hacer daсo, aun sin contar con nadie que le secundara.

— ¿Qué vamos a hacer ahora…?

— Irnos… ¿Qué otra cosa podemos hacer…?

— Plantar cara y acabar con esto…

Aurelia se volvió a Sebastián, que era quien lo había dicho.

— ¿Cómo? ¿Matándole…? Tú sabes que ese hombre sólo se detendrá cuando esté muerto y no quiero más sangre sobre las manos de mi familia… Buscaremos la forma de salir de esta isla e internarnos en el Continente… América continúa siendo muy grande… ¿Cómo va a seguirnos la pista…?

— Hasta ahora ha sabido hacerlo… — seсaló Asdrúbal.

— Porque conocía el nombre del barco… No pensamos en ello y fue un error. Pero lo cometimos porque nunca imaginamos que fuera capaz de llegar hasta aquí… Nos habíamos hecho la ilusión de que al salir de Lanzarote todo había acabado, y no ha sido así… ¡Bien! — admitió Aurelia—. Algo hemos aprendido… De ahora en adelante borraremos nuestro rastro…

— ¡No…! — Sebastián se había puesto en pie y paseaba de un lado a otro de la amplia galería como una bestia enjaulada—. Esa no es la solución, madre… Por lejos que vayamos siempre viviremos con el miedo a que Damián Centeno encuentre nuestro rastro… Ese hombre es como un perro de presa decidido a llegar hasta el fin… ¡No! — insistió con tozudez—. No quiero pasar el resto de mi vida mirando a todas partes, esperando verle aparecer… — Seсaló a su hermano—. ¿Y Asdrúbal…? ¿Qué futuro le espera…? El es su víctima, y ni siquiera le ha visto nunca la cara… ¿Cómo va a vivir sabiendo que cualquiera que se siente a su lado en un autobús puede ser Damián Centeno…? ¡Será un infierno! ¿Es que no te das cuenta…?

— Me doy cuenta… — admitió su madre—. Pero más infierno sería vivir con otra muerte sobre su conciencia… O sobre la tuya… Asdrúbal mató a aquel chico… ¡De acuerdo…! Fue un accidente y en ese momento no podía hacer otra cosa… Ya ha pagado por ello… Todos hemos pagado por ello, perdiendo cuanto teníamos y perdiendo sobre todo a vuestro padre… ¡Pero matar a otro…! ¿Cuánto más tendríamos que pagar entonces?

— Una vida como la de Damián Centeno no merece castigo… — sentenció Sebastián seguro de lo que decía—. Alguien que mata por dinero busca que lo aplasten sin remordimientos de conciencia… — Se detuvo en la baranda a contemplar la noche y la inmensa luna, y dándoles la espalda, aсadió—: Puedes estar segura de que no me sentiré culpable si acabo con él… Por el contrarío. Me sentiré orgulloso de haberle hecho un bien a la Humanidad…

— No quiero que un hijo mío se sienta orgulloso de haber matado a nadie… — replicó inquebrantable Aurelia—. ¡Ni siquiera a Damián Centeno…! Vivo, algún día se cansará de buscarnos. Muerto, nos perseguirá hasta nuestras propias tumbas… ¡No…! — aseguró convencida—. Nos vamos… Está decidido…

— ¿Cómo? — la pregunta de Asdrúbal había sido hecha en voz muy baja, casi inaudible—. Yo estoy de acuerdo contigo, madre: maté a aquel chico y sé lo que eso significa… No quisiera tener que volver a hacerlo por nada de este mundo, pero Sebastián tiene razón: ¡No podemos huir eternamente!.. Y lo que es más importante, no tenemos a dónde ir con ochocientas pesetas en el bolsillo.

— ¡Dios! — aulló casi sollozando su madre—. ¿Hasta cuándo nos vas a poner a prueba? ¿Por qué te empeсas en convertir a mis hijos en asesinos…? ¿Qué es lo que quieres de nosotros…? ¡Dilo de una vez! ¿Qué es lo que quieres…?

— Pueden irse en el barco…

Todos observaron a Mario Zambrano que había hablado por primera vez desde hacía más de una hora…

— ¿Cómo ha dicho…?

— Que si está en condiciones de navegar pueden llevarse la balandra… No hay más que cuatrocientas millas hasta Venezuela… Si me escriben diciéndome dónde la han dejado enviaré a alguien a buscarla o iré yo mismo a por ella — Podría creerse que le costaba un gran esfuerzo lo que iba a decir—. Una vez en Venezuela pueden adentrarse en el Continente… Allí nadie, ni siquiera ese tal Damián Centeno, logrará encontrarlos…

Se hizo un largo silencio en el que todos tenían la mirada fija en él, aunque para Mario Zambrano tan sólo contaban los ojos de Yaiza, que parecían quemarle…

— ¿Por qué hace esto por nosotros…? — inquirió al fin la muchacha.

— Porque «Mamá Shá» tiene razón, y nunca sería capaz de pintarte… O porque no quiero que maten a nadie por muy asesino que sea… No merece que la culpa de su muerte les siga para siempre… ¡Váyanse…! — suplicó—. En la despensa hay provisiones y les prestaré algún dinero… Sé que me lo devolverán en cuanto puedan… Echen esa sucia carraca al agua y váyanse de aquí… Si les lleva a Venezuela será la única cosa útil que haya hecho en su vida… ¡Por favor! — insistió—, aléjense cuanto antes de esta isla que puede convertirse en una trampa…

Los cuatro se miraron y le miraron.

Por último, con voz que no admitía engaсos, Aurelia inquirió:

— ¿Podéis hacerlo navegar…?

Sebastián inclinó la cabeza en sumisa afirmación.

— Si el «Isla de Lobos» recorrió tres mil millas, te garantizo que conseguiremos que éste recorra cuatrocientas.

Su madre se volvió al pintor, y su tono de voz tenía la misma seguridad.

— Le garantizo que antes de seis meses recibirá el dinero y el valor de las provisiones que nos llevemos… ¿Me cree, verdad…?

— Estoy absolutamente convencido… — Se puso en pie sonriente—. Y aсora, si están de acuerdo, lo mejor que pueden hacer es prepararlo todo… Me sentiría más tranquilo por ustedes si, al amanecer, se hicieran a la mar.

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