Cinco días sopló el viento.

Ni uno más. Ni siquiera una hora, porque al amanecer del sexto, Sebastián, que se mantenía al timón alentado por la esperanza de que con la primera claridad quizás alcanzaría a distinguir alguna seсal de tierra en el horizonte, advirtió de pronto cómo cesaba la maravillosa canción de las drizas, las escotas y los obenques, y una tras otra las velas comenzaban a flamear sin fuerza para quedar al fin mustias y fláccidas, muertas de nuevo; pero muertas esta vez para siempre.

— ¡Papá…! —llamó.

Abel Perdomo se puso en pie de un salto y su hijo Asdrúbal, el que dormía siempre de cara al viento, se limitó a mirarlos sin moverse, porque había comprendido ya lo que estaba ocurriendo.

— ¡No! ¡Maldita sea…! ¡Otra vez no…!

Pero sabían que era así; que aquella brusca calma que caía de improviso sobre ellos había sumido de nuevo al Océano en un profundo sueсo, y casi podían aspirar la quietud que crecía y en la que el «Isla de Lobos» comenzaba a integrarse, vencida por las aguas la inercia que traía.

Se borró la estela de popa; el navío cesó de cabecear y el silencio llegó a ser tan profundo que hacía daсo a los oídos.

De un puсetazo Abel Perdomo hundió una de las putrefactas tablas del tambucho de popa y el golpe resonó como un trueno, haciendo que su eco se perdiera resbalando mansamente sobre la quieta superficie del mar.

— ¿Por qué…? —exclamó—. ¿Por qué, Seсor, cuando ya estábamos tan cerca…? ¡Dos días más y hubiéramos llegado…!

Aurelia y Yaiza habían hecho su aparición sobre cubierta alarmadas por el silencio y la inmovilidad del barco y observaron cómo el sol comenzaba a hacer su aparición sobre un océano que parecía de aceite azul aсil.

— ¡Dios bendito…!

El lomo de un «dorado» lanzó un destello a popa que fue la confirmación que necesitaban para aceptar que habían dejado de navegar para convertirse nuevamente en náufragos, y por un momento Yaiza, que había aprendido a amarlos, los odió porque ella, más que nadie, sabía lo que significaba el regreso de los peces.

Abel Perdomo se volvió a su hijo mayor:

— Intenta calcular nuestra posición — rogó—. Toma el tiempo que quieras, pero procura acertar.

Casi media hora después, tras comprobar y recomprobar sus escasos datos, Sebastián aventuró no muy seguro de sí mismo:

— Dieciocho grados Norte, cincuenta y nueve Oeste… Quizá, sesenta Oeste… — agitó la cabeza pesimista—. Eso nos sitúa a más de cien millas al Nordeste de la isla de Antigua.

Su padre se volvió a Aurelia.

— ¿Cómo estamos de agua…? — quiso saber.

— Unos cinco litros… Y lo que podamos destilar — Hizo un gesto a su alrededor—. Pero ya no hay mucho que quemar… Está todo empapado…

Abel seсaló hacia lo alto.

— Los palos no… Quemaremos el de Mesana, y si el viento vuelve, que lo dudo, me arreglaré con la Mayor… — Lanzó un trozo de madera al agua y lo estudiaron detenidamente—. Hay corriente… — seсaló por último—. Nos empuja hacia el Oeste.

— ¿Qué fuerza tiene…? — quiso saber su esposa.

— Es difícil averiguarlo, pero con suerte tal vez nos arrastre diez millas diarias…

Aurelia hizo un rápido cálculo mental y fue a aсadir algo, pero cambió de idea y mordiéndose los labios dio media vuelta y descendió de nuevo a la camareta en la que fingió atarearse recogiendo las colchonetas que descansaban directamente sobre el suelo desde que las literas habían sido quemadas.

Yaiza hizo ademán de seguirla, pero su padre le interrumpió con un gesto.

— Déjame a mí —pidió.

Abel Perdomo no recordaba haber visto llorar nunca a su esposa, una mujer fuerte y valiente que había soportado con entereza las innumerables pruebas que la vida había ido poniendo en su camino, pero ahora se diría que su inquebrantable firmeza amenazaba con resquebrajarse y la obligó a tomar asiento en aquel pequeсo pedazo de suelo que era casi lo único que les quedaba ya.

— No me falles… — susurró con una suave sonrisa—. Los chicos te necesitan más que nunca… Recuerda que aún continuamos juntos y continuamos vivos… ¡No desesperes…!

— ¡Pero es tan duro…! Os matáis bombeando agua todo el día y a cada hora que pasa el nivel de ese agua aumenta… ¡Se me antoja todo inútil…!

— ¡Vivir no es inútil…! — respondió él—. Es lo único que importa… No hemos criado a unos hijos, ni los hemos hecho llegar hasta aquí para darnos ahora por vencidos… ¡Hay que continuar…!

— ¿Pero continuar haciendo qué, Abel…? ¿Qué? Sin viento no somos nada… Es la impotencia lo que me desespera… No podemos hacer nada… ¡Nada!

— Seguir a flote… Con eso basta… Tú lo dijiste el otro día. Hay quien ha sobrevivido meses sobre una balsa y este barco es más que una balsa…

— Ya no… — replicó segura de sus palabras—. Ya no, y tú lo sabes… En una balsa no es necesario achicar constantemente… ¡Mírate…! Y mira a los chicos… Tenéis los pies y las piernas ulcerados de estar todo el día ahí abajo con el agua salada por las rodillas… Sebastián ya ni siquiera puede caminar, y me doy cuenta de lo que sufre a pesar de que no se ha quejado ni una sola vez… ¡Y la sed…! Trabajáis como locos y os estáis muriendo de sed… — Apretó con fuerza la mano de su esposo y su voz se hizo aún más ronca, bajando el tono y convirtiéndose en casi inaudible—. ¡No tengo miedo a morir, Abel…! — aсadió—. ¡No es eso lo que me asusta…! Lo que en verdad me espanta es la idea de ver morir a mis hijos sin poder impedirlo… ¿Lo comprendes, verdad?

— Sí… —admitió él—. Naturalmente que lo comprendo… Son también mis hijos y también es eso lo que me aterroriza… ¡Yaiza es tan débil…! Y a Sebastián lo veo tan vencido… Únicamente Asdrúbal se mantiene entero…

— ¡No…! — le contradijo ella—. No lo creas… Asdrúbal se derrumbará en cualquier momento porque se siente culpable por cuanto ocurre… ¡Pero Yaiza aguantará…!

— ¿Ya no se le aparece el abuelo…?

— A veces tengo la impresión de que sabe algo, pero no quiere decirlo… Y eso me desmoraliza.

— ¿Has hablado con ella…?

— Cuando se encierra en sí misma no hay quien le saque una palabra… — Se encogió de hombros—. Tal vez sean imaginaciones mías y lo que ocurre es que está tan cansada, sedienta y asustada como todos… O tal vez también se sienta culpable… — Hizo un gesto hacia arriba—. Vuelve con ellos… — pidió—. Te necesitan más que yo… Ha sido un mal momento, pero na pasado… Tienes razón: seguimos juntos y vivos y hemos recorrido tres mil millas… ¡Demonios…! ¿Imaginaste alguna vez que este viejo cascarón fuera capaz de semejante hazaсa…? — Se esforzó por sonreír pese a lo fatigada que se encontraba—. Prométeme que si nos lleva a tierra lo conservaremos para siempre, pase lo que pase…

El le golpeó la mano suavemente, como dando por sentado que aquello era algo fuera de toda discusión, y subió de nuevo a cubierta, donde sus hijos aparecían sentados en silencio, contemplando desalentados aquel Océano impasible.

— ¡Asdrúbal, trae el hacha…! — ordenó roncamente—. Vamos a echar abajo el mástil y cortarlo en pedazos… Si sabemos aprovecharlo puede dar agua para un par de días… ¡Tú, Yaiza, ocúpate de pescar…! Necesitamos conservar las fuerzas y ya los «dorados» son os únicos que pueden proporcionárnoslas, porque se diría que hasta los «peces-voladores» han desaparecido… ¡Vamos…! ¡Moveos…!

Fue como cortarle un brazo a un viejo amigo al que se le había despojado ya de todo, incluida la dignidad, porque privar a un velero de sus palos, era tanto como privarle de la razón de ser de su existencia y los motivos por los que había sido creado.

El «Isla de Lobos» vivía en función del viento y para el viento, y sin sus altos mástiles que soportaran las orgullosas velas se transformaba en un simple pedazo de madera que flotaba inútilmente a la deriva.

¿Cómo ser gobernado? ¿Cómo avanzar una sola milla cortando el agua alegremente si le arrebatan uno de esos mástiles, lo que equivalía a despojar a un corredor de una de sus piernas…?

¡Ni bordas, ni cubiertas, ni superestructura, y ahora ya, ni siquiera mástiles! ¡Tanto mejor hubiera sido dejarse ir al fondo tiempo atrás y hundirse con la dignidad con que habían acabado tantísimos barcos de la historia!

Perder la batalla luchando contra el mar era algo lógico, y ningún navío podía avergonzarse de naufragar porque las fuerzas del Océano serían siempre superiores a cualquier fuerza que el hombre pudiera crear, pero perder la batalla por desmembramiento, dejándose la piel, los huesos y hasta el mismísimo corazón en una sucia cocina con el fin de pasar a convertirse en agua potable resultaba en verdad doloroso y humillante.

Por eso, Abel Perdomo, para el que aquella altiva goleta había constituido desde que tenía memoria parte de su existencia y lo más valioso que hubiera poseído nunca, experimentaba no sólo tristeza al empuсar el hacha, sino incluso vergьenza, como si cada golpe lo estuviera dando contra sí mismo, su vida y su pasado, y a punto estuvo de que le saltaran las lágrimas cuando el mástil cayó sobre lo que quedaba de cubierta, y le vino a la memoria con cuánto amor su padre había elegido aquel tronco y juntos lo habían cepillado, lijado y embreado para acabar ajustándolo donde ahora se encontraba.

Los aсos, el mar y el viento habían acerado aquella madera que durante más de tres décadas había soportado el peso de las velas, el sol o las borrascas, haciendo que el «Isla de Lobos» recorriera miles de millas sobre las aguas en busca de atunes, langostas y sardinas, y sobre la cima de aquel erguido palo habían pasado millones de nubes y habían dormido miríadas de estrellas. A su sombra se acostaron tres generaciones de Perdomo «Maradentro» y se había engendrado al actual primogénito de la estirpe, pero se dejó cortar sin un gemido de protesta ni perder sus treinta aсos de altivez, aun a sabiendas de que se encontraba con fuerzas suficientes como para empujar a la goleta alrededor del mundo si el viento fuera bueno y el resto del navío respondiera.

Dolía verle convertirse en astillas que iban desapareciendo una tras otra en la negra y sucia boca de una herrumbrosa cocina, devorado por aqueícruel e implacable enemigo al que siempre había temido: el fuego; el único que en verdad podía vencerle definitivamente.

Y se hizo agua.

Y el hombre que lo había cepillado y pulido tantísimo tiempo atrás bebió ese agua y en cierto modo pasó a formar parte de ese hombre, al igual que formaba ya parte de su mente.

Abel Perdomo experimentó a su vez la angustiosa sensación de que estaba devorando a su barco y que con aquella cruel ceremonia se condenaba a sí mismo a continuar unido al destino del «Isla de Lobos» por los siglos de los siglos.

Al caer la noche su hija vino a tomar asiento a su lado y le acarició el antebrazo con ternura:

— No te entristezcas… — dijo—. «El» sabía que nunca podría llegar a América… Pertenece a la otra orilla…

— ¿Ya qué orilla pertenecemos nosotros…?

La chiquilla, de la que podría creerse que había madurado veinte aсos en el transcurso de aquella larga travesía, se encogió de hombros mostrando su ignorancia:

— ¿Quién sabe…? — replicó—. Los humanos podemos adaptarnos a los cambios… Los barcos, no… — sonrió—. No cuando se está ya tan viejo y tan cansado como éste…

— Yo también estoy viejo… Y muy cansado… ¿Crees que sabré adaptarme a la otra orilla…?

La muchacha que desde el día en que nació «aplacó a las bestias, atrajo a los peces, alivió a los enfermos y agradó a los muertos» nada dijo, porque desde mucho atrás presentía que para aquella pregunta no existía respuesta. Apoyó la cabeza en el hombro de su padre tal como solía hacerlo antes de que su cuerpo de mujer la expulsara de su maravilloso paraíso infantil, y permaneció muy quieta escuchando los latidos del corazón que palpitaba en el interior de aquel enorme y velludo pecho junto al que siempre se había sentido protegida.

— Te quiero… — susurró.

Abel Perdomo bajó los ojos, la miró con ternura y sonrió levemente:

— Yo también, hija… Yo también.

— Pero nunca me lo dices…

— Porque ya eres mujer.

— ¿Qué tiene que ver…? Ahora es cuando más necesito oírlo… A los demás no les creo.

— ¿Por qué?

— Porque ya no me quieren… No como tú.

— No puedes pretender seguir siendo niсa para siempre — le; advirtió—. Es propio de cobardes y tú has demostrado que no eres cobarde… Y, además, eres hija mía: una «Maradentro».

Ella negó moviendo apenas la cabeza:

— Los «Maradentro» siempre fueron hombres… Recuerda que yo soy la primera chica que nace en la familia en el transcurso de las cuatro últimas generaciones…

— Aunque así sea, continúas siendo una «Maradentro»… Llevas mi sangre, la del abuelo Ezequiel, y la de algunos de los hombres más valientes que han navegado nunca… ¿Sabías que tu bisabuelo Zacarías hizo la ruta a China por el Cabo de Hornos dieciocho veces…?

Yaiza Perdomo lo sabía. Lo sabía de memoria, porque las aventuras del bisabuelo Zacarías habían sido las más contadas en la historia de la familia, pero no dijo nada y permitió que su padre repitiera de nuevo las andanzas — en su mayor parte imaginadas— que se habían ido transmitiendo a lo largo de los aсos. Se sentía bien allí, recostada en el hombro en el que siempre había deseado recostarse, sintiendo el fuerte brazo alrededor de su espalda y escuchando aquella voz ronca y profunda que constituyera desde que tenía memoria una de las columnas fundamentales de su hogar.

Se durmió así, abrazada a su padre, que acabó por dormirse a su vez, y ninguno de ellos hubiera podido decir cuánto tiempo permanecieron soсando con grandes vasos de agua, heladas cervezas, o desconocidos ríos saltarines hasta que un sordo rumor que crecía y crecía precipitándose sobre ellos como un monstruo apocalíptico les obligó a despenar dando gritos.

Era inmenso. Inmenso en altura, eslora y poder, e inmenso en su estruendo y su iluminación, pues de proa a popa aparecía encendido y resplandeciente y llegaba con la potencia y la velocidad de un tren expreso dispuesto a aniquilar a la diminuta embarcación que había tenido la mala ocurrencia de cruzarse en su camino.

Los enfilaba rectamente y no existía forma humana de esquivarle, pues su altísima y afilada proa era como «La Espada de Dios» que viniera a segar sus vidas para siempre.

Aullando, aunque sus alaridos y agitar de brazos se perdían en la nada y en la noche ahogados por el retumbar de los motores y el batir de las hélices, contemplaron horrorizados cómo aquella ingente masa de hierro y luces se precipitaba sobre el «Isla de Lobos» para enviarle al más profundo de los abismos de un solo golpe, pero en el último momento y sin más razón que el capricho del destino o la voluntad del abuelo Ezequiel que desvió un punto el pulso del timonel, el «Mongolia» varió su rumbo un grado a estribor, y pasó y siguió pasando durante un tiempo que se les antojó infinito a no más de quince metros de distancia.

Atrapada de plano por la marejada enloquecida que provocaban las enormes hélices, la goleta se estremeció de proa a popa, crujió, cabeceó y se balanceó a punto a cada instante de mostrar su quilla al aire; se sacudió arrojando de un lado a otro a sus pasajeros que tuvieron que aferrarse entre sí y a cuanto encontraban, y con el último y definitivo esfuerzo de su larga existencia resistió aturdida los embates de aquel Océano violentamente despertado de su largo sopor y quedó meciéndose herido de muerte sobre unas aguas que, poco a poco, volvían a amansarse. Aquél había sido su canto del cisne, y lo sabía.

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