Damián Centeno y Justo Garriga decidieron pasar su última noche en „Casa de la Húngara“, en la calle Miraflores de Tenerife, en una especie de homenaje a las muchas noches de putas que habían compartido a lo largo de sus aсos en la Legión.

A la maсana siguiente el primero embarcaría en el „Montserrat“ con destino a La Guaira, y dos días más tarde Justo Garriga lo haría en el „Villa de Madrid“ rumbo a Cádiz, desde donde continuaría hacia Ceuta y Teman, pues sentía nostalgia de aquel Marruecos en el que había transcurrido la mayor parte de su vida.

Ninguno de los dos había planteado la posibilidad de continuar juntos la aventura de dar caza a los Perdomo „Maradentro“, pues para el alicantino aquélla era una empresa en la que no tenía ninguna confianza y le repugnaba la idea de tener que matar a una muchacha cuyo único delito era haberse convertido en una mujer demasiado hermosa demasiado pronto.

Damián Centeno no deseaba tampoco compaсía, porque había llegado al convencimiento de que lo que empezara como simple trabajo rutinario se había convertido en una cuestión personal entre él y los Perdomo „Maradentro“, a los que estaba dispuesto a perseguir y aniquilar aun en el caso de que don Matías Quintero renunciara para siempre a su venganza.

Fracasar a su edad tan estrepitosamente como estaba fracasando frente a aquella estúpida familia de palurdos, hubiera significado para el ex sargento perder la confianza en sí mismo, ya que después de haber desperdiciado la única oportunidad que la vida le había ofrecido de ser alguien, no se hubiera sentido capacitado más que para continuar siendo durante unos cuantos aсos matón barriobajero o chulo de prostíbulo y acabar de un navajazo o pidiendo limosna en una esquina.

Había un momento y un estado de ánimo para todo y aquél era el momento de atravesar el Océano y buscar en la inmensidad de América a tres personas a las que debía matar. Y tenía que hacerlo solo, porque la necesidad de soledad era su actual estado de ánimo. Soledad para tomar las cosas con calma, para meditar cada movimiento sin sentirse presionado, y para ir y venir con aquella paciencia que únicamente eran capaces de desarrollar los cazadores solitarios para los que la persecución llegaba a ser tan importante o más que la consecución misma de la pieza.

El dinero de don Matías Quintero estaba a su disposición, y tal como había comprobado durante su última visita, el viejo había perdido toda esperanza de ver cumplida su venganza. El día que regresara a Lanzarote probablemente no estaría ya allí para pedirle cuentas de sus actos, y por lo tanto poco importaba el tiempo que empleara en llevar a cabo su misión.

Tan sólo de una cosa estaba seguro: jamás traicionaría la confianza que su antiguo capitán había puesto en él, y no abandonaría América hasta que los hijos de Abel Perdomo hubieran muerto. El, que en tantas ocasiones se había jugado la vida por cumplir unas órdenes con frecuencia inaceptables, estaba decidido a cumplir aquella última orden que era la única que se le antojaba lógica de cuantas le habían dado a través de los aсos.

— ¿Y si ni los encuentras nunca…? — había preguntado Justo Garriga mientras cenaban, tuteándole por primera vez desde que se conocían—. ¿Te quedarás para siempre en América…?

— Aún no lo sé… —admitió—. Pero puedes estar seguro de que si un día llego a la conclusión de que nunca daré con ellos renunciaré a todo y volveré a mi vida de antes… — Abrió las manos en un gesto claramente fatalista y sonrió levemente—. Un trato es un trato, y sabes mejor que nadie que siempre cumplo los míos.

— ¡Imagina que han muerto…! — insistió el otro—. Imagina que esa vieja baсera no aguantó la travesía y están ya en la barriga de los peces… ¿Cómo vas a encontrarlos…? ¡Puedes pasarte un siglo buscando cinco fantasmas por todo el Continente…! ¿Es que no te das cuenta…?

Damián Centeno, que masticaba lentamente, asintió con un gesto, tragó lo que tenía en la boca, bebió un sorbo de vino y replicó:

— Sí; me doy cuenta… Me doy cuenta y lo he pensado. Si no consigo ninguna evidencia de que están en América y llego a la conclusión de que se ahogaron, dentro de diez aсos daré por concluida la búsqueda y tomaré posesión de la herencia.

— ¡Diez aсos…! — se asombró el alicantino—. ¿Serás capaz de esperar diez aсos para apoderarte de algo que es tuyo…? ¡Tu estás loco…!

— No estoy loco, Justo… No estoy loco… — replicó su ex sargento suavemente—. Soy así; ésa fue siempre mi forma de actuar, y gracias a ella un hombre como el capitán Quintero confía en mí y seguirá confiando aun después de muerto… Tengo mis propias leyes y mi sentido del Honor y me guío por él sin importarme lo que otros piensen… — Bebió de nuevo muy despacio y dejó la copa ante él con infinito cuidado, como si se tratara de la cosa más importante que tuviera que hacer en esta vida. — Tal vez dentro de quince días el viejo haya muerto, y yo no tendría entonces más que presentarme en Lanzarote y disfrutar de todo lo que tenía, pero te garantizo que no lo podría disfrutar porque sería como haberlo robado, y tú sabes bien lo que pienso de los ladrones…

— Sí. Lo sé. Pero lo que no comprendo es que no seas capaz de quedarte con esa casa y esas tierras sin hacer daсo a nadie, pero no te importe rebanarle el pescuezo a una chiquilla.

— Esa es otra cuestión y tú lo sabes, Justo… — le hizo notar—. Yo he matado a cientos de personas, algunas incluso más jóvenes e igualmente inocentes y ni siquiera las maté por mis propias razones, sino porque a algún general incompetente se le metía en la cabeza que había que hacerlo… ¡Son muchas guerras ya, Justo…! Demasiadas… Y en nuestras guerras lo que menos murieron fueron soldados… ¿Qué importan tres cadáveres más, sean jóvenes o viejos…? Yo ya estoy vacunado contra eso… Pero si nunca acepté robar un céntimo a nadie, no pienso empezar ahora, sea lo que sea lo que me pongan al alcance de la mano… — Se encogió de hombros como si a él mismo le costara trabajo entenderlo—. Sé que para mucha gente resulta una actitud incomprensible, pero es la mía; la que me diferencia del resto de los hijos de puta que pululan por el mundo y con ella continuaré, aunque a mí mismo me joda… ¿Lo entiendes?

El alicantino, que había concluido de comer y encendía un cigarrillo, aspiró una bocanada, sopló la cerilla y aventuró una mueca que podía significar cualquier cosa.

— Trato de entenderlo… — admitió—. Lo intento, pero te juro que me cuesta un trabajo enorme… — Sonrió divertido—. Al fin y al cabo; ¿a quién le importa…? Es tu vida, y haces con ella lo que quieres… Ahora lo único que importa es reunir a las cuatro mejores putas de la ciudad y corrernos una juerga como la de aquella semana de permiso en Rifien… ¿La recuerdas…?

Damián Centeno sonrió a su vez, se entreabrió aún más la verde camisa de corte militar que siempre usaba, pese al tiempo que hacía ya que había abandonado la Legión, y pasó un dedo por la profunda cicatriz.

— ¿Cómo que si me acuerdo…? — replicó—. Es lo primero que recuerdo cada maсana… ¡Qué bien manejaba el cuchillo aquél segoviano…! Si no ando listo me hubiera dado allí mismo el peor de los disgustos… ¡Y todo por una guarra que ni siquiera sabía mamarla…! ¿Qué habrá sido de ella?

— Supongo que a estas alturas andará vendiendo caramelos a la puerta de algún colegio… O cigarrillos en cualquier esquina… Siempre acaban igual.

— Parece mentira que tipos como aquél se dejaran matar, por semejantes zorrastrones… — sentenció Damián Centeno—. O que tantos compaсeros se dejaran matar en tantas guerras tontas que ya ni siquiera recordamos… Visto así, de lejos, resulta absurdo.

— Peor debe de ser pasarse la vida cargando ladrillos y matarse un día cayendo desde lo alto de un andamio… O bajar a una mina a sacar carbón y que acabe sepultándote… Elegimos la Legión y sabíamos que el precio era morir en cualquier guerra sin sentido o en una riсa de prostíbulo a cambio de no cargar ladrillos ni picar piedra… — Pidió dos coсacs al camarero, y mientras se los servían, aсadió—: Y a mí aquella vida me gustaba… Me gustaba incluso cuando nos moríamos de frío en Rusia o nos freían a caсonazos en el Ebro… — Paladeó el coсac con innegable delectación—. O cuando aquellos malditos rifeсos nos tendían emboscadas… Ahora por lo menos mi vida está llena de recuerdos… Buenos o malos, pero recuerdos al fin y al cabo… De otro modo tan sólo estaría repleta de aburrimiento.

— Pero probablemente tendrías mujer e hijos… Una familia.

— Mi concepto de la familia no es muy bueno… — admitió Justo Garriga—. Mi casa era un infierno del que escapé para no acabar tan loco como mis padres… — Sonrió—. „¡El buey solo bien se lame!“ — exclamó—. Y tú y yo somos lobos solitarios… Lo único que necesito es un amigo con quien echar una parrafada de vez en cuando y una puta a quien follarme un par de veces por semana… Lo demás, es mierda…

— ¡Bien…! — admitió Damián Centeno—. La parrafada ya la hemos echado… Ahora únicamente queda pendiente el asunto de las putas…

Fueron en efecto cuatro; las cuatro más golfas del lupanar, con las que se encerraron en una inmensa habitación que no tenía más que un colchón de pane a parte con una puerta que conducía a un pequeсo bar y un cuarto de baсo, y enormes espejos que cubrían el techo y las paredes.

Damián Centeno pagó por adelantado con órdenes rigurosas de que a las doce del día siguiente lo subieran al „Montserrat“ sereno o borracho, vestido o desnudo, vivo o muerto, y colgando su ropa en una percha gritó: „¡A mí la Legión!“, y se lanzó de cabeza sobre las cuatro barraganas seguido con idéntico entusiasmo por su fiel compaсero.

Fue ésa probablemente la última vez en su vida que se vieron, o al menos que se vieron con auténtica conciencia de que se estaban viendo, pues a los pocos instantes ambos se hallaban sumergidos en un mar de brazos, culos, senos y piernas, y dos horas más tarde se encontraban tan borrachos que les resultaba incluso difícil reconocerse a sí mismos.

Y ya no eran desde luego los mismos de aquella lejana semana en Rifien, cuando el flaco y fibroso Damián Centeno era capaz de echar seis polvos con el único requisito de cambiar de mujer un par de veces, o el impertérrito Justo Garriga se mantenía en gloriosa erección tres horas seguidas aceptando apuestas con las putas para ver cuál de ellas conseguía que eyaculara.

Ya no eran los mismos, y pasada la medianoche las cuatro golfas pudieron incluso irse a cumplir otros „servicios“, dejándoles durmiendo espatarrados sobre el mullido colchón, reflejados una y otra vez — ellos y sus ronquidos— en los infinitos espejos de la estancia.

Por la maсana, entre la dueсa y el mariquita del lugar vistieron al ex sargento y casi a rastras lo subieron a un taxi en el que „la loca“ lo acompaсó hasta la pasarela del barco donde lo confió a las amorosas manos de un camarero igualmente afeminado que se entusiasmó por la idea de pasarse el viaje atendiendo a un hombre tan macho y tan cuajadito de cicatrices.

Caía la tarde y el sol extraía destellos cobrizos de los acantilados de la isla de La Gomera que se iba alejando por la banda de babor, cuando Damián Centeno hizo su aparición sobre cubierta y se acomodó en la barandilla a aspirar un denso olor a mar que le despejó la cabeza de los últimos vapores del alcohol, mientras contemplaba aquel Océano azul e ilimitado que se extendía ante él, y del que únicamente sabía y quería saber que ocultaba a sus enemigos; aquellos que constituían el último obstáculo que le impedía convertirse en un hombre rico.

Cuando el sol se ocultaba ya sobre el recto horizonte le vino a la memoria aquel otro atardecer que disfrutaba desde el porche de la Hacienda de Mozaga, cuando aquel mismo sol descendía sobre la cadena de cráteres de Timanfaya extrayendo mil destellos de los muros de negra piedra, los viсedos, los cultivados campos, las higueras, o las multicolores buganvillas del jardín.

Se sorprendió a sí mismo al advertir que constantemente se sorprendía a sí mismo pensando en Lanzarote; recordando aquella isla maldita, pedregosa e inhabitable por la que experimentó un rechazo instintivo desde el primer momento, incapaz entonces de entender su paisaje o sus gentes, pero que ahora parecía reclamarle de continuo luchando por abrirse un hueco en su corazón y en su memoria y atrayéndole con la fuerza de un poderoso imán irresistible.

No le desagradaba la idea de dejar transcurrir el resto de sus días en el caserón de la colina disfrutando de aquella calma infinita lejos de todas sus aventuras y sus guerras, pues constituiría, sin duda, un glorioso colofón para una vida tan intensa como había sido la suya; vida en la que partiendo de ser hijo de una „mechera“ de mercado y tranvía había llegado a un punto en el que podía viajar en el camarote de lujo de un gran trasatlántico, teniendo en el bolsillo los títulos de propiedad de una Hacienda, unas bodegas, tres casas en Arrecife y un hermoso y reluciente „Buick“ de color guinda.

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