— Anoche vino a verme don Matías.

Aurelia se detuvo en su tarea de restregar con un grueso cepillo de cerdas el mugriento suelo de la cocina, y alzó el rostro hacia su hija que planchaba unos viejos pantalones que Mario Zambrano había regalado a Asdrúbal.

— ¿Qué te dijo…?

— Nada… No dijo nada. Se limitó a quedarse muy quieto a los pies de la cama, mirándome con esa fijeza con que miran los muertos.

— ¿Estás segura de que está muerto…? ¿No podría ser simplemente un sueсo?

— Yo estaba despierta… Comenzaba a clarear y diste dos vueltas en la cama como si también le vieras…

— No vi nada… Ni soсé nada.

— Pero yo sí lo vi. Estaba muerto, pero no se murió solo. Alguien lo mató.

— ¿Quién?

La muchacha se encogió de hombros, mientras volvía su atención a la plancha.

— No lo sé… Ya te he dicho que lo único que hizo fue mirarme.

— ¿Pudo ser Damián Centeno?

— No tengo ni idea…

Su madre tomó asiento en una silla como si de pronto hubiera perdido todo interés por adecentar aquel suelo de imposibles losetas rojizas, y se pasó el dorso de la mano por la frente con el cepillo aún empuсado.

— Pudo ser el propio Damián Centeno… O Rogelia y el borracho de su marido… ¿Seguro que está muerto?

— Seguro.

— ¡Dios bendito…! Está mal que lo diga, pero tenían que haberlo matado tres meses antes… Tu pobre padre aún seguiría con nosotros y no hubiéramos tenido que irnos de casa… — Hizo una pausa—. Si don Matías ha muerto podremos volver cuando las cosas se calmen.

— No. No podemos.

— ¿Por qué?

— No lo sé; pero no podemos… — Dejó los pantalones en el respaldo de una silla y tomó asiento en el alféizar de la ventana. A veces miraba a su madre, pero a veces hablaba mirando al mar—. Yo nunca había visto antes a don Matías… — dijo—. No sé qué aspecto tiene, pero sé que el hombre que vino a verme anoche era él.

Y no era un muerto tranquilo… Los muertos tienen un aspecto «definitivo». Como si supieran que todo ha acabado, aunque la mayoría de las veces no tienen idea de por qué ha acabado ni lo que eso significa… Aunque pregunten cosas nunca esperan nada; ni siquiera respuestas… Pero tuve la impresión de que don Matías Quintero estaba allí, a los pies de mi cama, esperando algo…

Aurelia Perdomo se encaminó al fregadero, dejó a un lado el cepillo y comenzó a lavarse las manos. De espaldas comentó con voz amarga:

— ¿Cuándo perderás esa maldita costumbre de atraer a los muertos…? Ya has vuelto a inquietarme… ¿Es que no basta con todo lo ocurrido incluida la muerte de tu padre…? ¿Es que aún hay más…? — Su tono subió y se hizo casi violento—. ¿Qué más…?

Yaiza miraba la lejanía.

— Si lo prefieres no vuelvo a contártelo…

— ¡No…! Eso no… — Se estaba secando las manos en un paсo y con él aún en las manos se aproximó a su hija y la tomó por la barbilla, obligándola a que le mirara a los ojos—. Yo adivino cuando guardas algo, porque para mí no puedes tener secretos… Te conozco demasiado… Y eso me pone más nerviosa aún… ¡Como lo de tu padre…! Sabías que iba a morir, ¿verdad…? Me di cuenta en el barco… Sabías de antemano que era el único que no se salvaría, pero no dijiste una palabra… — Le acarició levemente el cabello—. Te quiero, hija mía… — musitó—. Te quiero más que a nada en este mundo, pero maldigo ese espantoso «DON» que te dieron, y maldigo a quien te lo transmitió… Hasta que no lo pierdas tu vida será un infierno…

— ¿Y qué puedo hacer…? ¿Conoces la forma de librarme de él o traspasárselo a alguien que lo quiera…? ¡Hay tantas cosas que la gente me envidia y que yo regalaría agradecida…! — Apoyó la frente en el pecho de su madre y ahogó sus deseos de florar—. ¡Éramos tan felices cuando veíamos llegar la barca y los chicos hacían seсas de que la pesca había ido bien…! ¡Éramos tan felices cuando nos sentábamos por la tarde en el patio, papá encendía su pipa, y yo me sentaba en sus rodillas a escuchar las mentiras de Maestro Julián!

— ¿Ocurre algo…?

Las dos mujeres se volvieron a observar a Mario Zambrano que había hecho su aparición en el quicio de la puerta con el cabello revuelto y aspecto de haber dormido poco y mal.

Aurelia negó con un gesto:

— ¡Nostalgias…!

El pintor se encaminó al fogón, alzó la cafetera y apuntó con ella a la muchacha:

— ¡No permito que estés triste…! — advirtió—. Cuando las modelos están tristes los cuadros se velan…

— ¡Eso es una tontería…! Lo único que se velan son las fotos…

— ¡Y los cuadros, jovencita…! ¡Y los cuadros…! ¿Conoces «La Gioconda…»? Bueno, pues «La Gioconda» es un cuadro velado a causa de que la modelo estaba triste… Lo que ocurre es que Da Vinci era un «manitas» y pudo arreglar la cosa dejándolo en ese «si es no es» que todos conocemos… Porque dime…: ¿en realidad «La Gioconda» está sonriendo, o le está mentando la madre a Leonardo por tenerla allí sentada…?

— Esta maсana se ha despertado un poco loco…

— ¡Cualquiera no…! Al alba se alborotaron los ratones del sótano y los murciélagos del desván… ¿Es que no los oyeron…? Hubiera jurado que un «zombie» había entrado en la casa… Únicamente un «zombie» es capaz de inquietar de ese modo a los animales…

— ¿Qué es un «zombie»?

— Un muerto que camina… Como yo a las siete de la maсana, pero sin resaca, negro y más flaco… — Sonrió mientras revolvía la taza de café que se había servido—. ¿Dispuesta para el trabajo…?

— Cuando quiera…

— Pues ve a cambiarte de ropa, porque en cuanto desayunes te quiero en tu puesto… Sólo tenemos dos horas. Tengo que ir a Pointe-á-Pitre a solucionar lo de sus papeles… Espero que Duvivier los tenga listos.

Cuando Yaiza hubo salido, y mientras Aurelia preparaba las tostadas para el desayuno, Mario Zambrano seсaló con un gesto hacia la puerta.

— ¿De verdad no ocurre nada…? Si quiere suspendemos la sesión… Tampoco hay tanta prisa.

Ella negó con un gesto:

— Aún está afectada. Eso es todo… Es una muchacha demasiado sensible, y adoraba a su padre… Tardará en reponerse…

— Usted le está dando la ayuda que necesita… — agitó la cabeza—. Me pregunto por qué el destino se complace en destruir una familia tan hermosa como la suya, y, sin embargo jamás prestó atención a aquella caja de grillos en la que todos se odiaban que era la mía…

— ¿Por eso no se ha decidido nunca a fundar una propia…? ¿Porque en la suya todos se odiaban…?

— Tal vez… o tal vez porque nunca encontré una persona con la que me sintiera capaz de pasar el resto de mi vida… — Alzó el rostro hacia ella y sonrió—. Aunque aún estoy a tiempo… — le hizo notar—. No tengo más que treinta y cinco aсos…

— Pero hay que casarse más joven… — seсaló Aurelia, convencida—. Es la única forma de estar seguros de ver crecer a los hijos… Mi Abel parecía casi el hermano de Tos chicos…

Fue a decir algo más pero la interrumpieron unos leves golpes en la puerta de la cocina, y al otro lado de la tela metálica que la cubría hizo su aparición un negro rostro sonriente.

— ¿Se puede pasar? — preguntó en un pésimo francés.

— ¡«Mamá Shá»…! — exclamó Mario Zambrano sorprendido—. ¿Qué le trae tan de maсana por aquí…? Se supone que a estas horas debería estar en la cama… ¡Adelante, adelante…!

La negra abrió la puerta y tuvo que entrar de costado para que su enorme humanidad consiguiera colarse a través del estrecho vano sin dejarse parte de los pechos o el gigantesco trasero en el quicio.

Mario Zambrano se había puesto en pie trayendo de la terraza un inmenso sillón de mimbre de alto respaldo que era el único lugar de la casa en el que la portentosa humanidad de la negra podía acomodarse.

— ¡Gracias, hijo…! — fue lo primero que dijo—. Tú siempre tan atento… ¿Quién es esta hermosa seсora…? ¿Una modelo o una nueva novia…?

— Ni una cosa ni otra, «Mamá Shá»… Es una amiga espaсola.

— Eso es bueno… — apuntó la recién llegada—. Odio pasarme la vida hablando en francés a estos estúpidos «Musiús». Yo soy dominicana… — aсadió con orgullo, dirigiéndose a Aurelia—. Del mismísimo Puerto Plata, la ciudad más bella de la isla… — Hizo una pausa mientras buscaba en su desmadejado bolso de tela de cortina asta encontrar un grueso habano que se colocó entre los labios, y lanzó una. inquisitiva mirada a su alrededor—. ¿Ha ocurrido algo…? — quiso saber.

— ¿Como qué…? —inquirió Mario Zambrano mientras le alargaba una caja de cerillas.

— Algo interesante… «Interesante para mí…» — recalcó con manifiesta intención—. Al alba mis perros y mis gatos se despertaron al mismo tiempo y en lo primero que pensé fue en esta casa… — Encendió el apestoso cigarro cuya punta parecía una alcachofa y, tras tragarse el humo de un golpe y sin pestaсear, aсadió—: Hace tres días que, tu casa me viene de continuo a la mente… — Observó con fijeza a Aurelia como si estuviera estudiándola o buscando algo en ella, y por último inquirió—: ¿Habría un poco de ese oloroso café para una pobre negra que aún no ha desayunado…?

— ¡Oh, sí, desde luego…! — Aurelia se apresuró a colocar ante ella tostadas y el último pedazo del bizcocho que preparara el día anterior—. ¿Azúcar…?

— No, que engorda… — Rió su propio chiste, y luego continuó mirándola fijamente mientras su pregunta iba dirigida a Mario Zambrano—. ¿Seguro que no ha ocurrido nada…? — repitió.

— ¿Al alba?

— Al alba… — admitió «Mamá Shá».

— Me desperté… —aceptó el pintor—. Y si hubiéramos estado en su país hubiera jurado que me había visitado un «zombie».

— Los «zombies» no entienden de países… — replicó la negra—. Pero tampoco viajan… — Trazó muy despacio un amplio círculo ante ella con el puro y observó con detenimiento los movimientos del humo al diluirse… — . ¡No…! — seсaló—. Aquí no ha habido «zombies»… Pero hay «algo»…

— ¿Qué clase de «algo»…? — inquirió Mario Zambrano, divertido.

— ¡No te burles, espaсolito…! ¡No te burles…! — le advirtió la negra extraсamente seria—. Conozco mi oficio, y cuando mis perros y mis gatos se despiertan tiene que ser por algo… — Hizo un corto paréntesis—. Este bizcocho está muy bueno… — admitió—. Tendrá que darme la receta… ¿Hay alguien más en la casa?

— Mi hija…

— ¿Blanca…?

— Naturalmente.

— ¿Por qué naturalmente? — se sorprendió la gorda—. ¿Acaso no podía haber tenido un padre negro…?

— Sí, claro… — Aurelia se encontraba un poco perpleja—. Pero es que de donde nosotros venimos no suele haber negros… Alguno que otro de paso únicamente… No es como aquí…

— Entiendo… — aceptó «Mamá Shá»—. ¡Oiga…! Este bizcocho es realmente magnífico… — insistió—. ¿Le pone canela…?

— Una pizca…

— Ya me parecía a mí…

Súbitamente guardó silencio con los ojos clavados en la puerta en la que acababa de hacer su aparición Yaiza, y la mano que sostenía el habano comenzó a temblar como atacada por un espasmo incontrolable.

— ¡Dios es grande! — exclamó—. ¡Dios es hoy más grande que nunca…!

Se puso en pie con un brusco salto impropio de una persona de su tamaсo y peso, e inclinó sumisa la cabeza sin apartar la vista de Yaiza.

— ¡Bendíceme, niсa…! — imploró casi sollozante—. ¡Bendíceme para que esté bendita por el resto de mi vida y aun de mi muerte! ¡Bendíceme…!

Como advirtiera que la muchacha había quedado sorprendida, incapaz de hacer otra cosa que mirarla estupefacta, se apoyó en la mesa y postrándose de rodillas comenzó a avanzar bamboleándose y como en éxtasis hacia ella:

— ¡Bendíceme, oh tú, la elegida de Elegbá; la amada de Dios; aquella en quien los muertos buscan consuelo…!

Resultaba en verdad cómico, pero al propio tiempo angustioso y sobrecogedor, verla arrastrarse como una monstruosa bestia paticorta a punto a cada instante de caer de costado y agitando los brazos para impedir que tanto Aurelia como Mario Zambrano consiguieran detenerla.

Al fin se lanzó sobre los pies de Yaiza y se aferró a ellos como si fueran la única tabla de este mundo que consiguiera salvarla de morir ahogada:

— ¡Bendíceme! ¡Bendíceme! — aulló histéricamente.

Загрузка...