Damián Centeno llegó a Tinajo a primera hora de la maсana y en el molino de gofio le aseguraron que Pedro «el Triste» había subido como siempre al monte con las cabras, por lo que se lanzó en su busca por los más endemoniados caminos que hubiera recorrido aquel viejo automóvil en toda su vida de traquetear por la isla.

Tuvo que preguntar aquí y allá, en caseríos aislados o a algún solitario campesino que reconstruía, como todos, los muros de piedra que el viento se empeсaba en derribar una y otra vez, y al fin, cuando ya el sol caía a plomo y el calor agobiaba, el último rastro de sendero desapareció y llegó a la conclusión de que no le quedaba más remedio que continuar a pie.

Lo vio de lejos; sentado en la ladera de un viejo cráter contemplaba la silueta de las Montaсas del Fuego que se recortaban en el horizonte, y de tanto en tanto silbaba a sus animales o lanzaba una piedra para que no se alejaran demasiado.

Las cabras ramoneaban aquí y allá los resecos matojos que apenas acertaban a asomar por entre las rocas y la lava, y los «bardinos» dormitaban junto a su amo siempre atentos — con un ojo entreabierto — a las evoluciones del ganado.

Pedro «el Triste» no hizo gesto alguno y se diría que ni siquiera movió un músculo durante el tiempo que Damián Centeno tardó en ascender por la pendiente, limitándose a saludarle con una leve inclinación de cabeza cuando el otro se detuvo frente a él.

— ¡Buenos días!

— ¡Buenos días!

— ¿Es usted Pedro «el Triste»?

— Así me llaman.

— Busco a dos amigos…

— Por aquí no están…

— Ya lo veo… Pero vinieron a hablar con usted y no han regresado.

— Tal vez cambiaron de idea.

— ¿Quiere decir que no vinieron?

El cabrero le miró largamente, impasible, pero al fin hizo un gesto de asentimiento:

— Venir, vinieron… — admitió—. Si es a esos a los que se refiere… A uno le mentaban «Milmuertes» y al otro, Dionisio, si mal no recuerdo… Me pidieron que les llevara a Timanfaya, les llevé y no les gustó.

Damián Centeno intentó leer más allá de los inmutables ojos de su interlocutor, pero le resultó imposible, pues no se sentía capaz de discernir si se encontraba frente a un disminuido mental, o un astuto cazurro.

— ¿Qué quiere decir con eso de que no les gustó…? ¿Qué hicieron?

— Irse… Dijeron que allí hacía mucho calor y había demasiadas piedras… ¡No…! — repitió—. No les gustó.

— ¿Ya dónde fueron…?

El cabrero ladeó la cabeza levemente:

— ¿Es usted amigo suyo…? — inquirió, y ante el mudo gesto de asentimiento, aсadió con naturalidad—. Pues si usted, que es su amigo, no lo sabe, ¿cómo quiere que lo sepa yo, que no los he visto más que una vez en mi vida…?

Damián Centeno tomó asiento sobre un peсasco, buscó un cigarrillo, le ofreció otro y tras encender ambos, aspiró una profunda bocanada de humo y seсaló:

— Tengo la impresión de que está tratando de ocultarme algo… No me dice todo lo que sabe…

El otro se encogió de hombros.

— Cada cual piensa lo que quiere… ¿Por qué tendrían que haberme dicho adonde iban…? ¿Qué me importaba a mí?

— Tal vez no fueron a ninguna parte.

— Es posible… — Si hubiera sido capaz de sonreír alguna vez en su vida, Pedro «el Triste» hubiese sonreído en ese momento—. También es posible que me los haya comido… ¿Tengo aspecto de comerme a la gente…?

— No me hable en ese tono — le advirtió Damián Centeno cambiando el timbre de su voz que enronqueció de improviso—. No me gusta.

— A mí tampoco me gusta el suyo… — fue la respuesta—. Yo estoy aquí, tranquilo con mis cabras y mis perros y es usted quien viene a nacerme preguntas. Ya le he dicho lo que quiere saber…

— Aún no me ha dicho nada.

— Pues se me antoja que fue mucho… Se fueron, y si quiere saber adonde, cuando los encuentre, les pregunta…

Resultaba evidente que mentía, pero Damián Centeno pareció comprender que no obtendría nada en claro con semejante interrogatorio. Observó al cabrero, flaco, casi escuálido, con aspecto de grulla zanquilarga y el aire de no haber roto un plato en su vida, y recordó a Dionisio y el «Milmuertes». Hubiera puesto la mano en el fuego por cualquiera de ellos, consciente de su capacidad de hacer frente a situaciones difíciles, y le constaba que se encontraban armados puesto que les había dado órdenes precisas de acabar con Asdrúbal Perdomo si lograban echarle la vista encima. Se le antojaba a tanto incongruente que, sin razón válida alguna, aquel tipo se iera enfrentado a sus dos hombres. Aplastó la colilla del cigarrillo con la punta del zapato e inquirió:

— ¿Le ayudarían mil pesetas a recuperar la memoria y decirme adonde fueron mis amigos?

— Ayudarían mucho si lo supiera… — fue la socarrona respuesta—. Pero le repito que no dijeron nada…

Hizo un último intento aunque lo consideró también inútil:

— Tal vez la Guardia Civil resulte más convincente.

— ¿Usted cree…?

Damián Centeno se sentía impotente ante la cazurronería de su interlocutor, y eso le enfurecía. De buena gana hubiera echado mano a su larga y afilada navaja, pero desde el primer momento había reparado en la presencia de los perros, y le constaba que aquellos animales podían llegar a ser muy peligrosos y saltarían sobre él a la menor indicación de su amo.

— ¡Bien…! — dijo al fin poniéndose en pie dispuesto a marcharse—. Volveremos a vernos.

— Como guste… Yo suelo estar siempre por aquí…

Mientras descendía, resbalando, por la pendiente, Damián Centeno agradeció el hecho de no haber traído una pistola, pues en aquel momento se hubiera vuelto a pegarle cuatro tiros al cabrero, provocando con ello una muerte inútil que no le hubiera acarreado más que problemas.

Algo había ocurrido entre Pedro «el Triste» y sus hombres, pero se suponía que éstos sabían andar por la vida y él no tenía por qué convertirse en su guardián. Los había contratado para que le ayudaran, no para ocasionarle problemas, y si el cabrero los había matado, quizá para robarles, no tenía la menor intención de ejercer de detective. Bastante tenía con continuar buscando a Asdrúbal Per domo.

Damián Centeno había visto morir a muchos hombres en su vida, pues había luchado en las campaсas de Marruecos, la Guerra Civil, e incluso la Segunda Guerra Mundial formando parte de la División Azul que se enfrentara a los rusos, por lo que había aprendido a olvidarse aprisa de los muertos aunque fueran amigos, ya que acordarse de ellos jamás resucitó a ninguno y a lo único que conducía ese recuerdo era a tomar conciencia de que estaban aguardando impacientes a la vuelta de la esquina.

Mil veces había enviado exploradores y patrullas que nunca regresaron, y pronto perdió el hábito de preocuparse por lo que podría haberles ocurrido, pues desaparecer como si se las hubiera tragado la tierra, era probablemente el destino lógico de toda avanzadilla.

Su auténtica furia se desató por tanto al llegar al automóvil, porque descubrió que uno de los neumáticos se había deshinchado, y como esa misma maсana otro de ellos había reventado también en los infernales caminos de la montaсa, carecía ahora de repuesto.

A solas, sabiendo que nadie podía verle, comenzó a patear la rueda y soltar reniegos con toda la intensidad de su peor vocabulario cuartelero, maldiciendo a aquella isla pedregosa y desolada en la que todo parecía ponerse siempre en contra suya, porque Damián Centeno, ex sargento de la Legión, cuatro veces condecorado por su valor y su extraordinaria sangre fría, experimentaba la desagradable sensación de que Lanzarote parecía tener la maldita virtud de destrozarle los nervios ya que no era hombre de mar, ni era aquél su paisaje, ni comprendía a sus gentes.

Sufridos, distantes, callados y absurdamente apegados a una tierra inhóspita, los «conejeros», como se llamaban a sí mismos los lanzaroteсos, se le antojaban en cierto modo seres de otra galaxia que no respondían a los mismos estímulos a que estaba acostumbrado a que respondieran el resto de los mortales.

Ni el dinero, ni las amenazas, ni incluso la violencia le habían servido de nada hasta ese instante y aquella misma madrugada, cuando Justo Garriga regresó con los muchachos de su aventura nocturna con la mujer del pescador, su encogimiento de hombros y su expresión de desencanto le desconcertaron una vez más.

— No hizo nada — le había contado—. Entramos en silencio, la sorprendimos en la cama, y en un principio pataleó y trató de resistirse, pero cuando comprendió que resultaba inútil, se quedó muy quieta, como muerta y aguantó sin protestas… — Hizo una pausa mientras se servía café—. Cuando nos fuimos pensé que iba a gritar como una loca, pero aún no ha rechistado, y mi impresión es que no piensa abrir la boca.

— ¿Le pegaste?

— ¿Para qué? No hizo falta…

Justo Garriga parecía no haber comprendido que no les había enviado a pasar un rato divirtiéndose con una estúpida pueblerina, sino a intentar que todos en Playa Blanca llegaran a la conclusión de que no sólo estaba dispuesto a quemar barcas, apalear pescadores, o interceptar el camión del agua, sino que podría llegar muchísimo más lejos si no obligaban a los Perdomo «Maradentro» a que su hijo Asdrúbal diera la cara.

Mientras caminaba, perdido, sudoroso, muerto de sed y hambriento, en busca de un camino que le condujese a algo que remedase una carretera y le pudiera llevar al fin a algún lugar habitado desde el que llegar a Mozaga, continuaba preguntándose en qué había fallado y cuál debía ser su actitud para conseguir un objetivo que cada día parecía más distante.

El viejo comenzaba a impacientarse y le constaba. Quería resultados y no había sabido ofrecerle nada que pudiera tan siquiera calmarle de momento. Si además le contaba que dos de sus hombres habían desaparecido comenzaría a perder la fe que siempre había depositado en él, y él, Damián Centeno, expulsado de la Legión y a punto de cumplir ya los cincuenta, tenía plena conciencia de que la única oportunidad que se le presentaría en la vida de llegar a ser algo, era conseguir que don Matías Quintero le nombrase heredero de su inmensa fortuna. Una vez muerto Asdrúbal Perdomo el anciano ya no tendría demasiadas razones para seguir viviendo, y sería cuestión de aguardar el momento en que aquel hermoso caserón y los viсedos pasaran a sus manos.

Todo resultaba aparentemente fácil y, no obstante, todo se iba complicando por culpa de unas gentes absurdas que parecían haberse contagiado por el absurdo paisaje que las circundaba, negándose a reaccionar como debían..

Encontró una casa solitaria, pero un perro comenzó a ladrarle sin permitirle aproximarse, y por más que llamó, no acudió nadie que pudiera ofrecerle un vaso de agua o indicarle el rumbo. Quién habría levantado aquella casa allí, en medio de un pedregal inhabitable, y dónde estaba en ese momento el dueсo que la había dejado al cuidado de un perro eran el tipo de preguntas para las que jamás se encontraba respuesta en Lanzarote y el tipo de preguntas que a Damián Centeno le enervaban.

Mientras continuaba su marcha con los pies destrozados de caminar sobre las piedras y la lava, fue llegando al convencimiento de que no le quedaba más remedio que pasar de una vez por todas a la acción y concentrarse en quienes de verdad importaban: los Perdomo «Maradentro».

Si para conseguir que Asdrúbal apareciera tenía que verse en la obligación de matar a todos los Perdomo, uno por uno, no dudaría en hacerlo, porque a lo que no se encontraba en absoluto dispuesto, era a permitir que un grupo de palurdos desbarataran sus planes riéndose en sus barbas.

Media hora después, al doblar un recodo se tropezó de frente con un hombre que cargaba de «picón» los inmensos serones de un camello, y que le indicó que aún le quedaba una hora larga de camino campo a través hasta Mozaga.

— No… — replicó convencido a su pregunta—. Por aquí no encontrará carretera, ni vehículo alguno que pueda transportarle…

— ¿Está seguro?

— He vivido siempre aquí, seсor, y estoy seguro… El camello es la única forma de transporte posible en esta parte de la isla.

Fue por ello por lo que Damián Centeno se vio en la obligación de soportar la humillación de tener que entrar en el pueblo de Mozaga trepado sobre los serones de carga de un estúpido y cansino dromedario, conducido por un paciente «conejero» que sonreía burlonamente torciendo su poblado bigote.

— ¡Aquí le traigo un «cristiano»…! — seсaló divertido el hombre, al obligar al animal a arrodillarse ante la puerta en la que había hecho su aparición Rogelia «el Guirre»—. Andaba perdido y lo traje porque me aseguró que era amigo de tu amo…

Rogelia, que no había apartado su mirada cargada de rencor y desprecio del fatigado jinete, hizo un gesto de asentimiento:

— Agradecida por el favor, «Cho» Anselmo — dijo—. Entre en la cocina, échese un trago de vino y llévese unas rosquillas para sus muchachos… Recién las saqué del horno hace una hora… — Se dirigió luego directamente a Damián—. El amo está en su dormitorio — aсadió—. El médico ha ordenado que nadie le despierte.

— ¿Está enfermo…?

— Abel Perdomo quiso matarlo anoche… Por suerte mi marido oyó los gritos y llegó a tiempo haciéndole escapar.

— ¿Abel Perdomo…? — se asombró el camellero—. ¿El «Maradentro» de Playa Blanca…? ¡Raro se me parece…!

— ¿Por qué…? —replicó agriamente la mujeruca—. ¿Si el hijo mató a su hijo, por qué no puede el padre intentar matar al padre…?

El llamado «Cho» Anselmo pareció captar de inmediato que aquél no era un asunto en el que debía meter las narices, y sin una palabra más se encaminó a la cocina en busca del vaso de vino y las rosquillas prometidas, porque bastantes problemas tenía con tratar de cubrir de «picón» su campo a base de transportar serones desde una montaсa situada a más de quince kilómetros de distancia. Durante los próximos seis meses esa tenía que ser su única preocupación, y el resto era cosa de otros.

Damián Centeno por su parte pidió a Rogelia que le indicara un baсo en el que poder desprenderse de la mugre del día.

— Esperaré a que don Matías despierte… — puntualizó—. ¿Ha venido la Guardia Civil?

Hubiera jurado que el rostro de la mujer se contraía levemente, pero fue tan sólo un instante, porque ya se había vuelto siguiendo al camellero hacia la cocina:

— El patrón no quiso llamarla — replicó—. Dijo que usted arreglaría ese asunto… En la segunda puerta de arriba encontrará un dormitorio y un baсo… Puede usarlos… En media hora le serviré la cena.

Agradeció poder sumergirse en agua caliente, placer del que no había logrado disfrutar desde que llegara a la isla, se enrolló luego en una gran toalla, ordenó que le tuvieran la ropa limpia a la maсana siguiente, y cuando terminó de cenar, a solas en el abovedado y lóbrego comedor de la casona, rogó a Rogelia que hiciera venir a su marido, Roque Luna:

— ¿Para qué…?

— Quiero que me explique cómo ocurrió todo.

— Ya se lo he dicho: oyó gritos, acudió y puso en fuga a Abel Perdomo.

— Prefiero que me lo cuente él mismo…

Rogelia «el Guirre» pareció comprender que levantaría sospechas si continuaba oponiéndose y fue en busca de su marido, que se encontraba en la bodega ocupado reparando los aros de un tonel:

— Quiere verte… — dijo.

— ¿Y qué voy a contarle?

— Lo mismo que al médico o al viejo… — gruсó—. Me impediste matarle, pero te juro que si me mandas a la cárcel vienes conmigo.

— ¡Estás loca…! — murmuró el hombre dejando a un lado el martillo con que golpeaba el aro de metal—. ¡Completamente loca…! ¡Matar al viejo…! ¿Cómo se te pudo ocurrir cuando ya únicamente se trata de tener paciencia…?

— ¡Paciencia…! Me he pasado la vida teniendo paciencia… Yo paciencia y tú cuernos… — exclamó—. No te importaba cuantas pollas tuviera que mamar, ni cuantos retretes tuviera que fregar con tal de que a ti te dejaran tranquilo en tu rincón, bien cómodo, bien fumado, con tu partidita de dominó todas las urdes y tus salidas a pescar cada domingo… — Dejó escapar una corta carcajada amarga—. ¡A pescar…! Cuatro horas pescando y el resto en el burdel de Tahiche… ¿Crees que no lo sabía…? Lo que yo ganaba acostándome con otros, te lo gastabas tú acostándote con otras… ¡Pero he aguantado…! He aguantado porque tenía la seguridad de que un día esta casa y estas viсas serían mías… — Escupió con rabia en el suelo—. ¡Maldito seas, porque si no llegas a interponerte, a estas horas ya lo serían!

Roque Luna le dirigió una larga mirada de incredulidad, se encaminó a la puerta, y ya en ella se volvió agresivo:

— ¿Cómo puedes ser tan necia…? — inquirió—. Aun cuando el viejo se muera por las buenas, ni la casa ni las viсas serán tuyas. ¿Dónde se ha visto que una criada herede al amo…? ¡Deja ya de soсar…! Cuando el patrón la diсe tal vez nos quedaremos con muchas cosas, pero tendremos que irnos para siempre… ¡Cretina…! No voy a denunciarte, pero deja de fantasear y pon de una vez los pies sobre la tierra… ¡No eres más que una vieja criada, puta, ladrona y, si no es por mí, asesina…!

Salió sin aguardar respuesta, y a los pocos instantes golpeaba respetuosamente la pesada puerta del comedor. Su tono de voz y su expresión habían cambiado por completo cuando, al abrir, inquirió servilmente:

— ¿Quería usted verme, don Damián?

— Quiero que me cuente lo ocurrido.

El nombre, con el manoseado sombrero en la mano, pareció estar haciendo un gran esfuerzo en su sincero afán por recordar hasta el último detalle de cuanto había acontecido la noche antes.

— Verá usted, don Damián… — comenzó—. Yo tengo el sueсo ligero… Duermo como los perros…: una oreja tiesa y otra caída, y ese ha sido siempre un hábito de mi familia: de los Luna, a los que tal vez por el apellido nos viene eso de ser más de la noche que del día… — Hizo una pausa—. Ya tarde, escuché voces allá por el jardín o el huerto y eso me sorprendió, pues el patrón no esperaba visita… Luego las voces subieron de tono, sonaban a discusión, y recordé que Abel Perdomo había intentado una vez más entrar a ver a don Matías… Me alarmé, comencé a vestirme y fue entonces cuando me llegó claramente un grito a los oídos… Salí como estaba, grité también preguntando qué ocurría, y vi cómo alguien escapaba saltando entre las viсas… Busqué, guiándome por unos lamentos que sonaban y encontré a don Matías tendido en el suelo y abierta la cabeza… Daba lástima verle.

— ¿Estaba inconsciente…?

— No del todo, pero sí muy aturdido.

— ¿Le dijo que había sido Abel Perdomo…?

— Era Abel Perdomo.

— ¿Cómo lo sabe?

— El huerto y el jardín están plagados de sus huellas… Las mismas que dejó por la tarde en el camino de entrada… Nadie más vino ayer, y únicamente un hombre de su estatura puede dejar huellas de ese tamaсo… ¿Quiere verlas…?

— No. No es necesario ahora… ¿Qué dijeron al médico?

— Lo que ordenó don Matías: que se había caído golpeándose contra uno de los muros de las viсas.

— ¿Qué más dijo el patrón?

— Nada, y ya fue suficiente… Se encontraba muy débil y atontado…

— ¿Y usted qué piensa…?

— Yo no pienso. — Roque Luna ensayó una tímida sonrisa—. Quiero decir que me pagan por cumplir con mi trabajo y no por meterme en asuntos ajenos… Todo lo que está ocurriendo es muy triste y doloroso, pero mi obligación es mantenerme lejos.

— ¿Y Rogelia…?

— Hace lo mismo.

— ¿Dónde estaba Rogelia?

— Durmiendo. Por suerte para ella no tiene un sueсo tan ligero como el mío.

— Comprendo… — Le miró largamente; el otro sostuvo la mirada como si se encontrase dispuesto a continuar respondiendo preguntas indefinidamente, pero le despidió con un leve gesto de la mano—. ¡Bien…! — dijo—. Ahora puede irse… Voy a acostarme, pero quiero que me despierte en cuanto despierte don Matías. ¿Está claro…?

— Muy claro, don Damián… Yo mismo me quedaré a cuidarle no sea que a ese maldito Perdomo «Maradentro» se le ocurra la idea de volver a rematar su obra… ¡Buenas noches…!

— ¡Buenas noches…!

A punto de dormirse, Damián Centeno experimentó de nuevo la certidumbre de que ese día todo el mundo mentía. Tal vez la edad le estaba volviendo demasiado quisquilloso, pero estaba seguro de que ni Pedro «el Triste», ni Rogelia, ni Roque Luna habían dicho una sola palabra de cuanto sabían sobre Dionisio, el «Milmuertes», don Matías Quintero, o Abel Perdomo «Maradentro».

— ¡Maldita sea esta isla…! — musitó—. ¡Y maldita la gente que vive en ella…!

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