La «Graciela» era una balandra sin personalidad, que había ido pasando por tantas manos a lo largo de su azarosa existencia, que en ellas se había quedado el poco espíritu que pudiera haber tenido en un principio.

Olía a moho, se lamentaba de continuo aun fondeada como estaba en un quieta ensenada, y parecía negarse a obedecer las más elementales reglas de la navegación, como si sus velas, su casco y su timón hubieran decidido romper sus mutuas relaciones y su imprescindible necesidad de colaboración muchísimo tiempo atrás.

La «Graciela» debió de ser una embarcación construida en serie sobre unos planos ya sobados por alguien que no tenía otro interés en esta vida que acabarla cuanto antes, pasarle una mano de pintura e intentar embaucar a algún incauto que acabara de obtener su flamante título de Patrón de Yate. Nació muerta y muerta navegó a trancas y barrancas sobre infinitos mares, sin que ninguno de sus dueсos sintiera por ella más afición que la de revenderla cuanto antes; y así fue a parar a manos de Mario Zambrano, que la utilizó como medio de vida el tiempo estrictamente necesario y la dejó luego meciéndose en un olvido del que ella nunca pretendió salir.

Sebastián y Asdrúbal, incapaces de soportar la hediondez de su angustiosa camareta, prefirieron dormir aquella primera noche sobre cubierta, teniendo frente a ellos las luces del puerto, allá a lo lejos, al Norte, y casi por encima mismo de sus cabezas las blancas casitas que se desparramaban sobre la colina entre dos diminutos riachuelos que lanzaban sus aguas al mar abriéndose camino por entre una apabullante masa de vegetación.

— Cualquiera de esos arroyos lanza más agua al mar en un día de la que consume Playa Blanca en un aсo… — comentó Asdrúbal cuando la claridad del alba les permitió hacerse una idea del lugar en que se encontraban—. No cabe duda de que Dios sabía hacer bien las cosas, pero lo que resulta evidente es que nunca supo distribuirlas…

— Probablemente tenía otras cosas en qué pensar…

— ¿Como qué…?

— ¡Cualquiera sabe…!

Permanecieron en silencio, contemplando el amanecer y cómo multicolores barcas se hacían a la mar y algunos automóviles comenzaban a circular por la carretera que bordeaba la playa, y fue Asdrúbal el que al fin se volvió a su hermano:

— ¿Qué vamos a hacer ahora…?

— Trabajar, supongo… — rué la respuesta—. Aferramos a lo que salga y tratar de llegar a Venezuela… Se han portado bien, pero no me gustan los franceses… Nunca me gustaron ni creo que pudiera llegar a entenderlos… — Hizo una pausa—. Venezuela es otra cosa… Conozco a mucha gente que ha logrado abrirse camino allí… ¡Pero aquí…! Si ese tipo no aparece, esta noche hubiéramos tenido que dormir bajo un puente.

— Le gusta Yaiza.

— ¡Yaiza le gusta a todos…! Hasta el día en que se case y le traslademos la responsabilidad a su marido, Yaiza será, lo queramos o no, nuestro principal problema, hermano… Pero ese Zambrano en particular no me molesta… Parece que, en efecto, lo único que pretende es pintarla…

— Eso es sólo el principio… Luego querrá algo más. ¡Mierda…! — exclamó Asdrúbal en un arranque de rabia—. Desde que esa mocosa se convirtió en mujer todo han sido disgustos… Hasta los amigos dejaron de comportarse como antes… Sólo hablaban de Yaiza, y cuando venían a casa ya no era para estar con nosotros o echar una partida, sino para verla o decirle cualquier majadería…

— Lo mismo te ocurría a ti con la hermana del «Chepa»… Y lo único que tenía aquélla era un culo como un pandero… — Alzó los hombros en ademán de impotencia—. ¡Es la vida…! La diferencia estriba en que Yaiza es demasiado bonita y nos ha costado demasiado…

— No te quejes, que tú siempre quisiste venir a América… ¡Bien! Ya estamos en América… — Asdrúbal sonrió amargamente—. En Lanzarote éramos pobres, pero aquí, de momento, estamos viviendo de limosna…

Su hermano negó convencido:

— Pienso aceptar ayuda, no limosna… Para empezar pagaremos lo que comamos convirtiendo esta baсera en algo que se parezca a un barco… ¿Habías puesto alguna vez los pies sobre la cubierta de una mierda semejante…?

— No, ni creo que exista… En nuestras costas se hubiera ido al fondo al primer golpe de viento… — Observó a Sebastián con extraсa fijeza, tardó en hablar, y cuando lo hizo su voz sonaba sincera—. Tú eres el hermano mayor y el más listo — dijo—. Supongo que te corresponde ser el cabeza de familia y tomar las decisiones… Quiero que sepas que lo acepto y haré lo que digas hasta que hayamos sacado a mamá y Yaiza adelante… Lo importante es que la familia continúe unida, porque por separado no seríamos nada y convertiríamos en inútiles todos los esfuerzos que hemos hecho… ¿Por dónde empezamos…?

— Por sacar del agua a este cacharro, porque el mar no es su sitio de momento… Vamos a remozarlo de la quilla a la cofa y a convertirlo en un barco de verdad, aunque ni él mismo se lo crea… Vamos a demostrar que somos unos auténticos Perdomo «Maradentro», hijos de Abel y nietos de Ezequiel.

Su hermano rió divertido mientras echaba mano al grueso cabo que los unía a la boya:

— ¡Y bisnietos de Zacarías, que llegó a China dieciocho veces doblando el Cabo de Hornos…!

Cuando el sol asomó por encima de las colinas hiriendo en los ojos a Mario Zambrano y obligándole a despertar, lo primero que advirtió fue que un apetitoso olor a café y tostadas recién hechas inundaba su casa, y al asomarse a la balaustrada en busca de su vieja balandra se sorprendió al verla varada sobre la arena y alzada sobre fuertes calzos.

Penetró a toda prisa en la cocina para descubrir a Yaiza y Aurelia concluyendo de preparar el desayuno:

— ¿Qué hacen sus hijos…? — preguntó sin dar siquiera los buenos días.

— Reparar su barco… ¿No era eso lo que quería…?

— Sí, desde luego… — admitió desconcertado—. Pero no era necesaria tanta urgencia… Necesitan descansar.

— Han estado casi tres meses inactivos y no tenemos tiempo para descansar si queremos llegar a Venezuela… ¿Le apetecen un par de huevos fritos con el café…?

— No, gracias… Me basta con las tostadas… — Seсaló con un amplio gesto a su alrededor—. ¡Oiga…! — protestó—.Yo únicamente pretendo echarles una mano; no explotarles… No es necesario que se tomen las cosas tan a pecho… No recuerdo haber visto esta cocina tan limpia en mi vida…

Aurelia hizo un leve ademán para que tomara asiento frente a las tostadas y se acomodó en otra silla mientras Yaiza les servía:

— ¡Escuche…! — pidió—. Le agradecemos que nos haya acogido en su casa, pero debe entender que somos una familia que jamás ha aceptado vivir de caridad… — Sonrió apenas, como si tratara de quitarle aspereza a sus palabras—. Nosotros «necesitamos» saber que nos estamos ganando lo que comemos o de lo contrario no podríamos seguir aquí… ¿Entiende lo que quiero decir…?

Mario Zambrano — asintió con un gesto y seсaló a Yaiza, que se inclinaba en esos momentos a colocar un cuchillo ante él:

— A mí me basta con que pose para el cuadro… Eso es lo que en verdad me importa… Que la cocina esté más o menos limpia me tiene sin cuidado…

— Con todos los respetos, su cocina es una auténtica pocilga por la que se pasean las más descaradas cucarachas que haya visto en mi vida, y le juro que he visto muchas… Y el resto de la casa se encuentra por el estilo…1 Estoy de acuerdo en que sea un bohemio, pero usted estará de acuerdo en que me apetezca adecentarle un poco todo esto a cambio de la ayuda que nos presta… ¿O no…?

El pintor la observó con detenimiento y, al fin, sorbió su café, se pasó la lengua por la comisura de los labios y, encogiéndose de hombros, replicó:

— A mí, conque su hija se siente en esa terraza y se quede quieta puede usted hacer con la casa lo que quiera… Aunque si me espantan las cucarachas, los ratones y los murciélagos del desván, cuando se vayan me voy a sentir muy solo…

Aurelia extendió la mano sobre la mesa, golpeó la de él con un gesto afectuoso y le guiсó un ojo como si estuviera sellando un trato.

— No se preocupe… Mi hija está a su disposición, y le aseguro que, por mucho que me lo proponga, nunca sería capaz de echar de esta casa a todos sus inquilinos…

A media maсana, cuando Yaiza tomó asiento en el borde de la balaustrada envuelta en una discreta túnica amarilla teniendo a sus espaldas el mar y las torres de la fortaleza, Mario Zambrano se acomodó frente a ella, instaló su lienzo, empuсó el lápiz y alzó una mano que, por primera vez en su vida, tembló porque le constaba que no se sentía capacitado para transmitir a un simple pedazo de tela la complejidad de los sentimientos que le asaltaban a la vista de la profunda serenidad e inocencia que emanaban del rostro de su modelo.

— Habíame de ti… — pidió como si de ese modo consiguiera tranquilizar su pulso—. Cuéntame cosas que me sirvan para captar cómo eres, porque un cuadro no debe ser únicamente la reproducción de unos rasgos. Tiene que «contar» algo de esa persona… — Alzó la vista hacia ella—. ¿Comprendes lo que quiero decir…? — Ella asintió en silencio—. Habíame entonces… — aсadió—. Aún no he oído tu voz.

— El día en que nací comenzó a llover, y nadie había visto nunca llover tanto soDre Lanzarote… — El tono de Yaiza era suave, bajo, distante, como si se estuviera refiriendo a otra persona que nada tenía que ver con ella y se limitara a narrar unos hechos que no le afectaban—. Siendo muy pequeсa alguien aseguró que «aplacaba a las bestias, atraía a los peces, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos…», y cuando tuve uso de razón, descubrí que había algo más: «Atraía la desgracia»… Primero fue la plaga de langosta; luego riсas entre los muchachos del pueblo; más tarde el hundimiento del «Timanfaya», la separación de Adela y Bruno porque él me perseguía y a ella se la comían los celos, y por último las muertes… — observó con fijeza a Mario Zambrano, que no había sabido trazar aún una sola línea, limitándose a escucharla—. Si yo no hubiera nacido, mi padre aún estaría vivo y muchos otros también… — Lanzó un hondo suspiro y resultaba evidente que no deseaba hablar más sobre el tema—. Eso es todo… — concluyó—. Y no me gustaría que su cuadro lo reflejase.

— ¿Por qué?

— Porque sólo me pertenece a mí… Y por muy caro que pueda vender su cuadro, nadie tiene derecho a colgar de una pared mis sentimientos… Mi padre está muerto, mi madre persiguiendo cucarachas en su cocina, y mis hermanos deslomándose por reparar un barco que no es suyo… Todo por mi culpa… ¿Cree que me agrada la idea de que alguien que no me conoce pueda descubrirlo a través de una pintura…?

— No… — admitió Mario Zambrano—. Supongo que no…

— En ese caso le agradecería que tan sólo pintara lo que está a la vista… No le importa, ¿verdad?

¿Qué podía responderle cuando acababa de caer en la cuenta de que la maldita trampa de la que siempre había conseguido escabullirse se cerraba en torno a él y no existía fuerza alguna que pudiera librarle…?

Mario Zambrano había presentido, o más bien abrigaba ya la absoluta certeza, que — tal como ella aseguraba— aquella muchacha de los inmensos ojos verdes «le traería desgracia», y él, que había sido un experto en correr ante ella, sabía conocerla al primer golpe de vista, aunque la auténtica desgracia tenía en esta ocasión un aspecto diferente y tangible, pues no era otra cosa que la modelo envuelta en una túnica amarilla. Sentirla tan cerca y al propio tiempo tan lejana, y comprender que aquellos tres metros que les separaban constituían un abismo infranqueable, bastaban para hacerle sentirse incómodo, y ése no era para Mario Zambrano más que el primer paso para considerarse desgraciado.

«¿Cómo será el hombre al que esta muchacha llegue a amar algún día? — se preguntó mientras comenzaba a delinear las torres del fuerte, eludiendo enfrentarse a la figura central que era la que en verdad le preocupaba—. ¿Qué se puede sentir cuando una criatura semejante se te entregue, sus ojos te miren de otro modo, y permita que acaricies su cuerpo…?

Mario Zambrano había conocido a muchas mujeres y no se encontraba en absoluto descontento con su suerte, pues la inmensa mayoría de las que deseó tener se le habían entregado de buen grado. Disfrutó con todas y no sufrió con ninguna, porque su relación se limitó a un intercambio en el que nunca dio más de lo que esperaban de él, ni pidió más de lo que se sentía capaz de ofrecer. En eso, como en todo» Mario Zambrano había sido fiel a su línea de conducta: eludir los conflictos; pero aquella maсana, sentado en la terraza de su agradable casa de la colina y cuando aún no hacía veinticuatro horas que conocía a Yaiza Perdomo, todas las defensas que había ido levantando en torno a su egoísta sentido de la felicidad se derrumbaban, aun a pesar de que presentía que aquella fascinante criatura jamás le miraría más que como a un amable seсor que se esforzaba por pintarla.

— ¿Cuántos aсos tienes…?

— Dieciséis.

— ¿Dejaste algún novio en Lanzarote…?

Se arrepintió de haber hecho tan estúpida pregunta, y la larga mirada de la muchacha le hizo sentirse infantil y ridículo:

— Perdona… — rogó—. Olvidé que no quieres hablar sobre ti…

— Hábleme de usted…

— ¿De mí…? —Se asombró—. ¿Qué puede interesarte de mí…? —Sonrió—. Supongo que nunca intentarás hacerme un retrato…

— No, desde luego… Pero he visto sus cuadros en el salón… Algunos me gustan… — Hizo una pausa—. ¿De qué lado hizo la guerra?

— Yo no hice la guerra.

Resultaba evidente que la respuesta sorprendió a Yaiza, que le miró con mayor atención:

— Siempre supuse que todos los hombres habían hecho la guerra… ¿Qué edad tiene…?

— Treinta y cinco.

— Pues, si es espaсol, de algún lado tuvo que estar.

— Me fui antes. Odio las guerras…

— Y si hubiese estado allí, ¿de qué lado habría luchado?

— De ninguno.

— Le hubieran obligado.

— Me hubiera negado.

— Pues le habrían fusilado.

— Es posible… — admitió Zambrano—. Es más que posible que los primeros que me cogieran me fusilaran… — Sonrió—. Pero fui más listo que ellos y me largué a tiempo.

Yaiza guardó silencio, inmersa en sus cavilaciones, como si hubiera algo que la desconcertara y diera vueltas en su cabeza sin encajar de un modo correcto.

— ¿Sabe una cosa…? — inquirió al fin—. Cuando le vi en el hospital tuve la sensación de que había estado en la guerra… Por eso me sorprende que no participara en ella… No suelo equivocarme en esas cosas…

— Pues ya ves que en esta ocasión te has equivocado…

Ella no respondió, pero al sumergirse de nuevo en el silencio, hubiera podido asegurarse que lo hacía sin estar en absoluto convencida de su error.

O quizá meditaba sobre el hecho de que tal vez al cruzar el Océano y encontrarse tan lejos de la isla que le daba la fuerza, e!j «DON» que había heredado de alguna bisabuela lanzaroteсa comenzaba a perder efectividad.

Al fin y al cabo, perder el «DON» era algo con lo que había soсado desde niсa.

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