29

El coche 17 para Belgrado era un compartimento de lujo con dos camas de sábanas blancas y mantas rojas, lamparitas, mesillas de noche barnizadas, lavabo y toallas. Adamsberg nunca había viajado en esas condiciones y comprobó los billetes. Plazas 22 y 24, era correcto. Había habido un error en el servicio técnico de las misiones y desplazamientos, la contabilidad saltaría hasta el techo. Adamsberg se sentó en su cama, satisfecho como un ladrón que tiene un golpe de suerte. Se instaló como en un hotel, puso las carpetas sobre la cama, examinó la cena «a la francese» que les sería servida a las diez: crema de espárragos, lenguaditos a la Plogoff, azul de Auvernia, tartuffo, café, regado con valpolicella. Sintió el mismo júbilo que cuando volvió a su coche apestoso al salir del hospital de Châteaudun con la comida inesperada de Froissy. Es cierto, pensó, que no es la cantidad lo que genera placer puro, sino el bienestar con que uno no contaba, cualesquiera que sean sus componentes.

Bajó al andén a encender uno de los cigarrillos de Zerk. El mechero del joven también era negro, adornado con un dédalo rojo que evocaba las circunvoluciones de un cerebro. Localizó sin dificultad al biznieto del tío de Slavko, por el pelo tan tieso y tan negro como el de Dinh, recogido en una cola de caballo, por sus ojos casi amarillos, hendidos sobre pómulos altos y anchos, a la eslava.

– Vladislav Moldovan -se presentó el joven, de unos treinta años, con una sonrisa atravesándole todo el rostro-. Puede llamarme Vlad.

– Jean-Baptiste Adamsberg. Gracias por acompañarme.

– Al contrario, es formidable. Dedo me llevó dos veces a Kiseljevo, la última cuando yo tenía catorce años.

– ¿Dedo?

– El abuelo. Iré a ver su tumba, le contaré cuentos, como hacía él. ¿Es nuestro compartimento? -preguntó vacilante.

– El servicio de las misiones me ha confundido con una personalidad.

– Formidable -repitió Vladislav-, nunca he dormido como una personalidad. Vendrá bien seguramente cuando se trata de enfrentarse a los demonios de Kiseljevo. Conozco a muchas personalidades que preferirían estar escondidas en una barraca.

Parlanchín, pensó Adamsberg, qué menos sin duda para un intérprete-traductor que se divertía con las palabras. Vladislav traducía nueve lenguas y, para Adamsberg, que no podía ni memorizar el nombre completo de Stock, un cerebro como ése era tan extraño como el enorme dispositivo de Danglard. Sólo temía que el joven de carácter feliz lo arrastrara en una conversación sin fin.

Esperaron la salida del tren para abrir el champán. Todo divertía a Vladislav: las maderas brillantes, los jabones, las pequeñas maquinillas de afeitar, e incluso los vasos de vidrio de verdad.

– Adrien Danglard, «Adrianus», como lo llamaba mi Dedo, no me ha dicho para qué va usted a Kiseljevo. Por lo general, nadie va a Kiseljevo.

– ¿Porque es pequeño o por los demonios?

– ¿Tiene un pueblo, usted?

– Caldhez, del tamaño de un alfiler, en los Pirineos.

– ¿Hay demonios en Caldhez?

– Dos. Hay un espíritu desabrido en un sótano y un árbol que canturrea.

– Formidable. ¿Qué busca en Kiseljevo?

– Busco la raíz de una historia.

– Es muy buen sitio para las raíces.

– ¿Ha oído hablar del asesinato de Garches?

– ¿El anciano totalmente despedazado?

– Sí. Se ha encontrado una nota de su puño y letra con el nombre de Kisilova escrito en cirílico.

– ¿Y qué tiene eso que ver con mi Dedo? Adrianus dice que era por Dedo.

Adamsberg miró por la ventana del tren, en busca de una idea rápida, lo cual no era lo que mejor se le daba. Debería haber pensado antes en una explicación plausible. No tenía intención de decir al joven que un Zerk había cortado los pies a su Dedo. Son cosas que pueden perforar el alma a un biznieto hasta triturarle el carácter feliz.

– Danglard -dijo- escuchó muchas veces las historias de Slavko. Y Danglard acumula el saber como la ardilla sus avellanas, mucho más de lo que necesita para pasar veinte inviernos. Cree recordar que un tal Vaudel (es el nombre de la víctima) vivió un tiempo en Kisilova y que Slavko le habló de él. Como si Vaudel hubiera huido de sus enemigos refugiándose en Kisilova.

La historia no era muy buena, pero coló porque sonó la campana para anunciar la cena, que decidieron tomar en su compartimento, como personalidades. Vladislav se informó acerca del sentido de «lenguaditos a la Plogoff». A la bretona, le explicó el camarero italiano, servidos con una salsa de almejas especialmente traídas de Plogoff, en la punta del Raz. Les tomó nota, con aspecto de considerar que ese hombre en camiseta, con pinta de extranjero y pelo negro cubriéndole los brazos, no era una auténtica personalidad, igual que su compañero.

– Cuando se es velludo -dijo Vladislav una vez que se hubo ido el camarero-, los hombres le mandan a uno viajar en el vagón del ganado. Me viene de mi madre -añadió con melancolía tirándose de los pelos del brazo, antes de reírse inopinadamente a carcajadas, tan rápido como se rompe un jarrón.

La risa de Vladislav era orgánicamente comunicativa, y parecía saber reír de nada y sin ayuda de nadie.

Después de los lenguaditos a la Plogoff, el valpolicella y los postres, Adamsberg se tumbó en su cama con las carpetas. Leerlo todo, retomarlo todo. Era la parte del trabajo más ardua para él. Esas fichas, esos informes, esas exposiciones formales en que ninguna sensación resultaba palpable.

– ¿Cómo hace para entenderse con Adrianus? -interrumpió Vladislav mientras Adamsberg se afanaba con la carpeta alemana, leyendo concienzudamente la ficha de Frau Abster, domiciliada en Colonia, setenta y seis años-. ¿Y sabe que él lo reverencia y, al mismo tiempo, usted le pone los nervios de punta?

– Todo pone a Danglard los nervios de punta. Lo hace él solo.

– Dice que no puede entenderlo.

– Como el agua y el fuego y el aire y la tierra. Lo que sí sé es que, sin Danglard, la Brigada iría desde hace tiempo a la deriva para acabar clavada en algún escollo.

– En la punta del Raz por ejemplo. En Plogoff. Quedaría muy elegante. Y allí, naufragado con Adrianus, usted encontraría los lenguaditos del tren Venecia-Belgrado, sería un consuelo.


Adamsberg no avanzaba en la lectura del informe, bloqueado en la línea 5 de la ficha de Frau Abster, nacida en Colonia de Franz Abster y Erika Plogerstein. Danglard no lo había prevenido contra la cháchara compulsiva de Vladislav, que anegaba su poca concentración.

– Tengo que leer de pie -dijo Adamsberg levantándose.

– Formidable.

– Le dejo, me voy a andar al pasillo.

– Vaya, ande, lea. ¿Le molesta que fume? Airearé la cabina.

– No se preocupe.

– A pesar de mi pilosidad, no ronco. Como mi madre. ¿Y usted?

– De vez en cuando.

– Qué le vamos a hacer -dijo Vladislav sacando papel de liar y toda la pequeña parafernalia.

Adamsberg se deslizó afuera. Con suerte, al volver encontraría a Vladislav revoloteando por el compartimento en medio de efluvios de cannabis y mudo. Deambuló con las carpetas rosa y verde hasta que se apagó la luz, casi dos horas después. Vladislav dormía con la sonrisa puesta y el torso desnudo, el pelaje negro como un gato nocturno.

Adamsberg tuvo la impresión de dormirse deprisa pero superficialmente, con una mano encima del vientre, esas cosas de pescado, quizá, que no digería. O los cinco o seis días que tenía por delante. Se dormía unos minutos, reafloraba a la vigilia, se exasperaba en las parcelas de sueños contra ese plato a la Plogoff que parecía querer horadar un agujero en su cabeza y molestarle la noche entera. La ficha de Frau Abster se superpuso al menú de la cena, se mezcló con los lenguaditos, se dibujó con las mismas letras caligrafiadas, «Frau Abster, nacida en Plogoff de Franz Abster y Erika Plogerstein». Los hilos se enredaban estúpidamente, Adamsberg se puso de costado para deshacerse del lío. O no estúpidamente. Abrió los ojos, acostumbrado a reconocer esa alarma que sonaba antes de que supiera de qué se trataba.

Se trataba del apellido de «Frau Abster, nacida de Franz Abster y Erika Plogerstein», pensó mientras encendía la lamparita. Había algo en ese nombre. Más bien en el de su madre, Plogerstein, que había chocado contra los lenguaditos a la Plogoff. ¿Y por qué? En el momento en que, sentado, rebuscaba sin ruido en su mochila para sacar la carpeta, el apellido de la víctima austriaca vino a engancharse a la mezcla Plogerstein-Plogoff. Conrad Plögener. Adamsberg sacó la ficha del hombre asesinado en Pressbaum y la colocó bajo la luz. «Conrad Plögener, domiciliado en Pressbaum, nacido el 9 de marzo de 1961 de Mark Plögener y Marika Schüssler.»

Plogerstein, Plögener. Adamsberg dejó la carpeta rosa en desorden sobre la cama y extirpó la carpeta blanca, francesa. «Pierre Vaudel, nacido de Jules Vaudel y de Marguerite Nemesson.»

Nada. Adamsberg sacudió el hombro del gato peludo que dormía a su lado en pose elegante, hecha para un compartimento de lujo.

– Vlad, necesito una información.

El joven abrió los ojos sorprendido. Se había soltado el pelo, y su cabellera negra lo cubría hasta los hombros.

– ¿Dónde estamos? -preguntó como un niño que no reconoce su habitación.

– En el Venecia-Belgrado. Está con un policía, y vamos hacia Kisilova, el pueblo de su abuelo, de su Dedo.

– Sí -dijo Vladislav con firmeza, restableciendo las conexiones.

– Lo despierto, necesito un dato.

– Sí -repitió Vladislav, y Adamsberg se preguntó si no estaría todavía revoloteando.

– ¿Cómo se llamaban los padres de su Dedo? ¿El apellido empezaba por «Plog»?

Vladislav se echó a reír a carcajadas en la noche, se frotó los ojos.

– ¿«Plog»? -dijo sentándose-. No hay Plog, no.

– ¿Y su padre? Su biz-dedo, ¿cómo se llamaba?

– Milorad Moldovan.

– ¿Y su madre, su biz-deda?

– No es «deda», Adamsberg, es Baba.

Vladislav se rió de nuevo brevemente.

– Baba se llamaba Natalija Arsinijević.

– ¿Y alrededor de Dedo? Sus amigos, sus parientes… ¿No hay algún Plog en algún sitio?

– Zasmejavaš me, me hace reír, comisario, me cae usted bien.

Y Vladislav se acostó de nuevo dándole la espalda, riéndose todavía bajo el pelo.

– Sí -dijo incorporándose inmediatamente-, hubo un Plog. Era un profesor de historia que tuvo de quien nos habló mucho, Mihai Plogodrescu. Un primo rumano que había ido a dar clase a Belgrado, y que vivió en Novi Sad, y en Kiseljevo cuando se jubiló. Siempre estaban juntos, como dos hermanos con quince años de diferencia. Lo increíble es que murieron con un día de diferencia.

– Gracias, Vlad, vuelve a dormirte.

Adamsberg salió sin hacer ruido al pasillo, andando por la moqueta azul noche, y contempló su hoja de libreta: Plogerstein, Plögener, Plogoff, Plogodrescu. Un magnífico conjunto del que había que excluir, por supuesto, los lenguaditos, que no pintaban nada allí. Aunque sea ingrato, pensó Adamsberg tachando el nombre bretón, porque no habría llegado a nada sin ellos. Sus relojes marcaban entre las dos y cuarto de la mañana y las tres cuarenta y cinco. Despertó a Danglard, que no tenía un carácter feliz por la noche.

– ¿Problemas? -masculló el comandante.

– Danglard, lo siento. Su sobrino no para de reírse y aquí no hay quien duerma.

– Era igualito de pequeño. Posee un carácter feliz.

– Sí, ya me lo había dicho. Danglard, encuéntreme urgentemente los apellidos de los abuelos del viejo Vaudel, de sus dos ramas, si hace falta remóntese más atrás, tan atrás como haga falta hasta que encuentre un Plog.

– ¿Cómo «un plog»?

– Un patronímico que empiece por «Plog». Como Plogerstein, Plögener, Plogoff, Plogodrescu. El apellido de soltera de Frau Abster es Plogerstein, el Conrad asesinado en Pressbaum se llamaba Plögener, y el primo de su tío Slavko se llamaba Plogodrescu. Son sus pies los que están en Jaichgueit, no los de su tío. Es un consuelo.

– ¿Y Plogoff?

– Unos lenguaditos que comimos anoche Vlad y yo.

– Bueno -dijo Danglard abandonando-, imagino que es urgente. ¿En qué piensa?

– En una vieja familia. ¿Lo recuerda? ¿La vendetta que temía Vaudel?

– ¿Una vendetta contra la familia Plog? ¿Y por qué esos Plog no llevan el mismo apellido?

– Diáspora, o disimulación de patronímico por necesidad.

Liberado, Adamsberg consiguió dormir dos buenas horas antes de que Danglard volviera a llamarlo.

– Ya tengo al Plog -dijo-. Se trata de su abuelo paterno, procedente de Hungría.

– ¿Su apellido, Danglard?

– Se lo acabo de decir: Plog. Andreas Plog.

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