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Desde el aeropuerto, Adamsberg había convocado un coloquio en la Brigada, obligación excepcional en ese domingo por la noche. Tres horas después, todos habían asimilado más o menos los últimos acontecimientos de la investigación, en el desorden y la confusión de las palabras, aumentados por el cansancio del comisario. Algunos decían en la pausa que era patente que el comisario había pasado una noche momificado en un panteón helado al borde de la asfixia. Que su nariz aguileña se le había quedado pinzada y que sus ojos se le habían hundido aún más en lontananza. Saludaban a Veyrenc, le daban palmadas en la espalda, lo felicitaban. Estalère estaba sobre todo preocupado por Vesna, esa muerta sonrosada de casi tres siglos junto a quien Adamsberg había pasado la noche. Sólo él conocía la historia de Elisabeth Siddal y había recordado cada detalle del relato del comandante Danglard. Quedaba un punto que no había resuelto: ¿Dante había mandado abrir el ataúd de su mujer por amor o para recuperar sus poemas? Según los días y su estado de ánimo, su respuesta variaba.

Había zonas totalmente opacas en la exposición del comisario. Como la presencia incomprensible de Veyrenc en Kisilova. Adamsberg no tenía ninguna intención de informar a su equipo de que había abandonado a un hijo llamado Zerk, que ese hijo acababa de aparecer recién llegado del infierno y que era el autor probable de los revolcaderos de Garches y de Pressbaum. Tampoco había dicho palabra sobre las dudas ambiguas que suscitaba el caso de Weill. Y aparte de Danglard, el equipo no estaba al corriente del peligro que representaba Emma Carnot. Hecho que habría obligado a Adamsberg a exponer la traición de Mordent, cosa que no estaba dispuesto a hacer. La chica, Élaine si ése era su nombre, iba a juicio en cuatro días. Dinh había conseguido retener la muestra durante tres días enteros sin ser sancionado siquiera. Gracias, quizá, a lo divertido de su levitación, real o soñada, que le merecía la indulgencia de sus compañeros.

Adamsberg, en cambio, había expuesto en detalle el enfrentamiento de las familias Paole y Plogojowitz. Es decir, resumiendo brutalmente las cosas, según Retancourt, una guerra sin tregua entre dos linajes de vampiros aniquilándose mutuamente por algo acontecido hacía tres siglos. Y, dado que los vampiros no existen, ¿qué había que hacer y por dónde iba la investigación?


En este punto resurgió con toda su fuerza el antagonismo que dividía a los miembros de la Brigada entre positivistas materialistas a quienes las divagaciones de Adamsberg indisponían gravemente, a veces hasta la indignación, y los demás, conciliadores, que no veían mal palear nubes de vez en cuando.

Retancourt, primero floreciente de alegría de ver a Adamsberg vivo, se había replegado en una pose hosca a la primera mención de los vampiri y del lugar incierto. No le quedaba más remedio que admitir que había mucho Plog en los apellidos de las víctimas y de su entorno. Que admitir que el viejo Vaudel, auténtico biznieto de un Andreas Plog, había escrito a Frau Abster, de soltera Plogerstein, para ponerla en guardia y recordarle que debía «mantener Kisilova lejos de todo mal», es decir proteger a la familia Plogojowitz, ni más ni menos. Que había estado encerrado en el panteón de las víctimas de Peter. Que los pies cortados de Londres -para impedir a los muertos regresar- habían sido depositados en el feudo londinense de Plogojowitz, en Highgate. Que un par de esos pies pertenecía a Mihai Plogodrescu. Que la masacre de Pierre Vaudel-Plog y de Conrad Plögener correspondía estrictamente a la abolición de una criatura vampírica: como ya se había dicho, no sólo habían sido asesinados, sino que habían sido aniquilados, empezando por las piezas principales que eran los pulgares de los pies y los dientes. Que se había llevado a cabo una destrucción minuciosa del aparato funcional, del aparato espiritual y del aparato de manducación. Que todo indicaba que esa triple destrucción tenía por objeto impedir la reconstitución del cuerpo a partir de un solo fragmento, la recomposición de la homogeneidad demoniaca. Como lo demostraba la dispersión de los fragmentos, al igual que se depositaba la cabeza del vampiro entre sus pies. Que Arandjel, el Danglard serbio, según explicó Adamsberg para apuntalar su discurso, aseguraba que la familia del soldado Arnold Paole había sido presa trágica y cierta de Peter Plogojowitz.

Los positivistas estaban disgustados, los conciliadores asentían y tomaban notas. Estalère, por su parte, seguía con pasión el informe del comisario. Jamás había puesto en duda una sola de sus palabras, ya fuera pragmática o irracional. Pero en esos momentos de enfrentamiento intelectual entre el comisario y Retancourt, su afecto fetichista por la oronda mujer desgarraba su mente en dos mitades irreconciliables.

– No estamos buscando un vampir, Retancourt -dijo Adamsberg con firmeza-. No estamos buscando por los caminos a un tipo a quien clavaron una estaca en el corazón a principios del siglo XVIII. ¿Lo tiene claro, teniente?

– No tanto.

– Estamos buscando un descendiente desequilibrado del linaje de Arnold Paole que conoce perfectamente a su antepasado y su historia. Que ha identificado a un ser externo como origen de su sufrimiento. Que ha designado al antiguo enemigo Plogojowitz. Que destruye todos sus vástagos para escapar a su propia suerte. Si un hombre matara todos los gatos negros porque está convencido de que le traen mala suerte, ¿no lo consideraría una locura, teniente? ¿No sería imposible? ¿No sería incomprensible?

– No -convino Retancourt apoyada por los gruñidos de unos cuantos positivistas.

– Pues es lo mismo. Pero en más grande. En gigantesco.


Tras la segunda pausa, Adamsberg expuso las consignas. Seguir la pista a los Plogojowitz, localizar posibles miembros de la familia y ponerlos bajo protección. Avisar al comisario Thalberg para poner a salvo a Frau Abster.

– Demasiado tarde -dijo la voz atiplada de Justin impregnada de aflicción.

– ¿Como los otros dos? -preguntó Adamsberg tras un silencio.

– Lo mismo. Thalberg nos ha llamado esta mañana.

– Obra de Arnold Paole -dijo Adamsberg mirando a Retancourt de manera prolongada-. Protejan a los demás -dijo-. Trabajen con Thalberg para localizar a los miembros de la familia.

– ¿Zerk? -preguntó Lamarre-. ¿Aumentamos los medios? La difusión de la foto todavía no ha dado resultado.

– Ese cabrón está ilocalizable -dijo Voisenet-. Seguramente estará volviendo de Colonia, pero ¿para ir adónde? ¿Para desmembrar a quién?

– Es posible -dijo Adamsberg dubitativo- que ese cabrón no sea el ejecutor de Paole. No hay ningún Paole en su ascendencia materna.

– Puede -dijo Noël-, pero sólo conocemos a la madre. Puede que los Paole estén en su rama paterna.

– Es posible -murmuró Adamsberg.

La foto de Zerk había sido difundida en todas las comisarías, las gendarmerías, las estaciones, los aeropuertos, los sitios públicos, y lo mismo en Austria. Alemania, estremecida por la masacre de la anciana en Colonia, tomaba el relevo. Adamsberg no veía cómo el joven podría escapar a la red.

– Necesitamos una investigación rápida y completa sobre el jefe del coro, el padre Germain. Maurel, Mercadet, pónganse a ello.

– ¿Y Pierre hijo?

– Sigue libre -dijo Maurel-, y defendido por un abogado famoso.

– ¿Qué dice Aviñón?

– Esos cretinos han logrado la hazaña de perder la muestra -dijo Noël.

– ¿Cuál? -preguntó con suavidad Adamsberg.

– Los residuos de lápiz dejados por el hijoputa que fue a dejar el casquillo debajo de la nevera.

– ¿Perdida definitivamente?

– No, acabaron encontrándola en el bolsillo de un teniente. Eso no es una comisaría, es una leonera. Al final el chisme fue ayer al laboratorio. Tres días perdidos, zas.

– Zas -confirmó Adamsberg mientras oía simultáneamente el «plog» de Vladislav-. ¿Y Émile?

– El doctor Lavoisier nos ha hecho llegar una nota, como un conspirador. Émile está en rehabilitación. Ha pedido bígaros, y no los ha tenido. Sale dentro de unos días. No antes de que esté garantizada su seguridad. El doctor espera instrucciones.

– No antes de que hayamos encontrado a Paole.

– ¿Por qué sería Émile un peligro para Paole?

– Porque era el único a quien hablaba Vaudel-Plogojowitz.

Un peligro para Paole y para Emma Camot, pensó Adamsberg. Las balas torpes disparadas en Châteaudun olían a operación de un hombre al servicio de arriba.

– ¿Ya no lo llamamos Zerk? -preguntó en voz baja Estalère a su vecino Mercadet-. ¿Lo llamamos Paole?

– Es el mismo, Estalère.

– Ah, bien.

– O no es el mismo.

– Entiendo.

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