45

Un grillo nervioso lanzó un breve chirrido de angustia desde el suelo. Adamsberg identificó la vibración de su móvil, el que estaba corroído de carcoma, y lo recogió mientras consultaba sus relojes. Entre las dos cuarenta y cinco y las cuatro quince de la madrugada. Se pasó una mano por la cara para retirar el velo de sueño, consultó el aparato, que le transmitía dos mensajes. Pasó de uno a otro, enviados por la misma persona con tres minutos de intervalo. El primero decía Por, el segundo Qos. Adamsberg llamó enseguida a Froissy. Froissy nunca protestaba cuando se la despertaba de noche. Adamsberg pensaba que ella aprovechaba para comer un poco.

– Dos mensajes que no entiendo -le dijo-. Creo que son desagradables. ¿Cuánto tiempo necesita para identificar al propietario del móvil?

– ¿Para un número desconocido? Un cuarto de hora. Diez minutos si la cosa va bien. Más treinta para llegar a la Brigada, porque aquí sólo tengo dos microordenatas. Cuarenta minutos. Díctemelo.

Adamsberg anunció el número, turbado por una sensación de urgencia. Cuarenta minutos era demasiado tiempo.

– Éste se lo puedo dar ahora mismo -dijo Froissy-. Acabé de identificarlo ayer por la tarde. Armel Louvois.

– Mierda.

– Acabo de empezar a listar sus llamadas, no llama mucho. Nada nuevo desde hace nueve días, apagó el aparato la mañana de su huida. ¿Por qué lo habrá encendido otra vez? ¿Cómo se le ocurre señalarse? ¿Le ha dejado algún mensaje?

– Me ha enviado dos textos incomprensibles.

– Texti -corrigió maquinalmente Froissy, habiendo asimilado como los demás los tics eruditos de Danglard.

– ¿Puede localizármelo?

– Si no ha vuelto a apagar, sí.

– ¿Puede hacerlo desde su casa?

– Es más arduo, pero puedo intentar conectar.

– Inténtelo y hágalo deprisa.

Ella ya había colgado. Era inútil decir a Froissy que se diera prisa, expedía los trabajos con la rapidez de una mosca.

Adamsberg se vistió, recogió la cartuchera y los dos móviles. Se dio cuenta en la escalera de que se había puesto la camiseta del revés, la etiqueta le picaba en el cuello. Ya se la pondría bien más tarde. Froissy lo llamó cuando se estaba poniendo la chaqueta.

– En la casa de Garches -anunció Froissy-. Otro aparato emite desde el mismo sitio. Desconocido. ¿Intento identificarlo?

– Sí.

– Para eso tengo que ir a la oficina. Respuesta en una hora.

Adamsberg alertó a dos equipos, calculó. Serían necesarios treinta minutos como mínimo para que el primero se reuniera en la Brigada. Más el trayecto hasta Garches. Si salía ahora mismo, estaría allí en veinte minutos. Vacilaba, todo le decía que esperara. Trampa. ¿Qué coño hacía Zerk en casa del viejo Vaudel? ¿Con otro móvil? ¿O con el otro? ¿Arnold Paole? Y en ese caso, ¿qué buscaba Zerk? Trampa. Muerte segura. Adamsberg se subió al coche, apoyó los antebrazos en el volante. No lo habían conseguido en el panteón, y lo intentaban de nuevo allí, estaba claro. No acudir era lo sabio. Releyó los dos mensajes. Por, Qos. Giró la llave de contacto, pero luego apagó. Era una evidencia, el desarrollo coherente y normal. Con los dedos en la llave, trataba de comprender por qué otra certeza le recomendaba que fuera a Garches, una certeza desprovista de motivo que cautivaba su pensamiento. Encendió los faros y arrancó.

A medio camino, después del túnel de Saint-Cloud, se detuvo en el arcén. Por, Qos. Acababa de pensar -si eso podía llamarse pensar- en el uso por Froissy del ridículo término texti. Texti que le había llevado a por en un salto de pez. Estaba casi seguro. Había visto ese por en la pantalla de su móvil. Y era cuando tecleaba texti, cuando tecleaba la palabra «sms». Sacó el teléfono, marcó las tres letras, «s», «m», «s». Primero le salió Pop, y entonces hizo pasar las combinaciones: Por Pos Qos, Sos y por fin Sms.

Sos. SOS.

SOS que Zerk no había logrado enviar correctamente. Lo había intentado una segunda vez activando el aparato a ciegas, equivocándose de nuevo. Adamsberg colocó el girofaro y reanudó el camino. Si Zerk le hubiera tendido una trampa, habría escrito palabras comprensibles. Si Zerk no había sido capaz de teclear SOS era que no estaba en situación de ver la pantalla. Por lo tanto, había tecleado a oscuras. O con la mano en el bolsillo, a tientas, para no llamar la atención. No era una trampa, era una llamada de socorro. Zerk estaba con Paole, y hacía más de treinta minutos que había enviado esos mensajes.

– ¿Danglard? -llamó Adamsberg mientras conducía-. Tengo un SOS de Zerk escrito sin ver la pantalla. El asesino lo ha llevado al lugar del crimen, donde va a suicidarlo como es debido. Fin de la historia.

– ¿El padre Germain?

– Él no, Danglard. ¿Cómo quiere que Germain sepa que era una hembra? Es lo que dijo. No rodee la casa, no entre por la puerta. Le dispararía inmediatamente. Diríjase hacia Garches, le llamo luego.

Conduciendo con una sola mano, despertó al doctor Lavoisier.

– Necesito el número de la habitación de Émile, doctor. Es urgente.

– ¿Es Adamsberg?

– Sí.

– ¿Cómo me lo demuestra? -preguntó Lavoisier como el perfecto nuevo conspirador en que se había convertido.

– Joder, doctor, que no hay tiempo.

– Ni hablar -dijo Lavoisier.

Adamsberg sintió que el bloqueo iba en serio, Lavoisier se tomaba su misión a pecho. Adamsberg le había ordenado «ningún contacto», y el hombre seguía la consigna científicamente.

– ¿Qué tal si le digo el final de lo que murmuró Retancourt al salir del coma? ¿Todavía lo recuerda?

– Perfectamente. Le escucho.

– «Y morir de placer.» [7]

– De acuerdo. Le desvío la llamada porque el hospital se negará a pasarle con Émile sin mi intervención.

– Dese prisa, doctor.

Crujidos, timbres, ultrasonidos, y la voz de Émile.

– ¿Es por Cupido? -preguntó Émile alarmado.

– Está en plena forma. Émile, dime cómo se entra en la casa de Vaudel aparte de por la puerta principal.

– Por la de atrás.

– Me refiero a otro camino. Discreto, sin llamar la atención.

– No hay.

– Sí, Émile, hay uno. Tú lo has usado. Cuando ibas a husmear por la noche a ver si sisabas pasta.

– Nunca he hecho eso.

– Maldita sea, tenemos tus huellas en los cajones del secreter. Y nos importa una mierda. El tipo que masacró a Vaudel va a matar a otro esta noche, en la casa. Tengo que entrar allí discretamente, ¿entiendes?

– No.

El coche entraba en Garches, Adamsberg quitó el girofaro.

– Émile -dijo Adamsberg apretando los dientes-, si no me lo dices, me cargo al chucho.

– No lo harías.

– Sin dudarlo. Luego lo aplastaría con la bota. ¿Te enteras, Émile?

– Cabronazo de madero.

– Sí. Habla ya, hostia.

– Por la casa de al lado, la de la señora Bourlant.

– ¿Sí?

– Los sótanos se comunican. Antes, las dos casas pertenecían a un solo tío, tenía a la mujer en una y a la amante en otra. Había mandado hacer un túnel entre los dos sótanos para mayor comodidad. Cuando se vendió, se separaron las casas y la puerta subterránea quedó condenada. La señora Bourlant la volvió a abrir, a pesar de que no tenía derecho. Vaudel no lo sabía, nunca bajaba al sótano. Lo descubrí yo, pero prometí a la vecina no decir nada. A cambio, ella me dejaba usar el paso. Nos entendíamos bien ella y yo.

Adamsberg aparcó a cincuenta metros de la casa, salió, cerró la puerta sin ruido.

– ¿Por qué la mandó abrir?

– Tenía un miedo anormal del fuego. Es su salida de emergencia. Es una idiotez, tiene una línea de la suerte magnífica.

– ¿Vive sola?

– Sí.

– Gracias.

– No hagas el gilipollas con mi perro, ¿eh?

Adamsberg informó a los dos equipos. Uno estaba en camino, el otro salía. No se veía ninguna luz en la casa de Vaudel, las contraventanas y las cortinas estaban cerradas. Llamó varias veces a la puerta de la señora Bourlant. La casa era idéntica pero mucho más destartalada. No iba a ser fácil convencer a una mujer sola para que abriese la puerta de noche por la mera conminación de la palabra «Policía», que no tranquilizaba a nadie. Ya fuera por creer que no era la policía, o por creer que sí lo era, lo cual era peor todavía.

– Señora Bourlant, vengo de parte de Émile. Está en el hospital, tiene un mensaje para usted.

– ¿Y por qué viene de noche?

– No quiere que me vean. Es a propósito del paso subterráneo. Dice que, si se sabe, tendrá usted problemas.

La puerta se abrió diez centímetros sujeta por una cadena. Una mujer muy frágil, de unos sesenta años, lo examinó ajustándose las gafas.

– ¿Y cómo sé yo que es usted amigo de Émile?

– Dice que tiene usted una línea de la suerte magnífica.

La puerta se abrió y la mujer echó el cerrojo cuando Adamsberg hubo entrado.

– Soy amigo de Émile y soy comisario.

– Eso no puede ser.

– Puede ser. Ábrame el paso, es todo lo que le pido. Debo ir a la casa de Vaudel. Dos equipos de la policía seguirán la misma vía. Y usted los dejará pasar.

– No hay ningún paso.

– Puedo desbloquear el acceso sin usted, señora Bourlant. No me ponga problemas, o todo el vecindario estará al corriente de lo de la puerta.

– ¿Y qué? No es un crimen.

– Podrían decir que usted iba a robar al viejo Vaudel.

La mujercita se apresuró en buscar la llave, refunfuñando contra la policía. Adamsberg la siguió hasta el sótano, y por el pasillo que lo prolongaba.

– Los policías, mucho ajetreo -dijo abriendo el cerrojo de la puerta-, pero para hacer tonterías son campeones. Mira que acusarme de robar… Hacerle la puñeta a Émile, y luego a ese joven.

– La policía tiene el pañuelo de ese joven.

– Tonterías. No se deja el pañuelo en casa ajena, así que ¿cómo se va a dejar en casa de alguien a quien se mata?

– No me siga, señora Bourlant -dijo Adamsberg rechazando a la mujercita que venía trotando detrás de él-. Es peligroso.

– ¿El asesino?

– Sí. Vuelva a su casa, espere los refuerzos, no se mueva.

La mujer trotó rápidamente en sentido inverso. Adamsberg subió en silencio los peldaños abarrotados del sótano de Vaudel, alumbrándose para no dar un golpe a una caja, una botella. La puerta de acceso a la cocina era corriente, la cerradura no requirió más de un minuto. Enfiló el pasillo, directamente hacia la sala del piano. Si Paole suicidaba a Zerk, allí es donde lo haría, en el lugar de su remordimiento.

Puerta cerrada, sin visibilidad. Los tapices que cubrían las paredes amortiguaban las voces. Adamsberg entró en el cuarto de baño contiguo, se subió a la cesta de la ropa sucia. De allí llegaba a la rejilla de ventilación.


Paole estaba de pie, de espaldas, con el brazo descuidadamente estirado, apuntando el arma equipada con silenciador. Frente a él, Zerk lloraba en el sillón Luis XIII, sin rastro ya del gótico arrogante. Paole lo había clavado en el asiento. Un cuchillo le atravesaba la mano derecha, hundido en la madera del brazo. Había caído mucha sangre, hacía rato que el joven estaba prendido en ese sillón, sudando de dolor.

– ¿A quién? -repetía Paole agitando un móvil ante los ojos de Zerk.

Zerk había debido de intentar de nuevo lanzar su llamada de socorro, pero esa vez Paole lo había interceptado. El hombre abrió un cuchillo automático, agarró la mano de Zerk y la rayó de sajaduras, haciéndolo sin prisa, como quien corta un pescado, sin parecer oír los gritos del joven.

– Esto te quitará la idea de volver a hacerlo. ¿A quién?

– A Adamsberg -gimió Zerk.

– Lamentable -dijo Paole-. El hijo ya no mata al padre, ¿no? Le pide socorro al primer rasguño… Por, Qos. ¿Qué tratabas de decirle?

– SOS. No conseguí teclearlo, no lo entenderá. Déjeme, no lo traicionaré, no diré nada, no sé nada.

– Es que te necesito, chaval. Comprenderás que la pasma ha ido demasiado lejos. Te dejaré aquí, crucificado en el sillón, automutilado, muerto en el lugar del crimen, y no se hable más. Tengo mucho que hacer y necesito tranquilidad.

– Yo también -jadeó Zerk.

– ¿Tú? -dijo Paole apagando el móvil de Zerk-. Pero ¿qué tienes que hacer tú? ¿Fabricar tus baratijas? ¿Cantar? ¿Comer? ¿A quién le importa, chaval? No sirves para nada ni para nadie. Tu madre se ha largado y tu padre no quiere saber nada de ti. Al menos sacarás algo de tu muerte. Serás famoso.

– No diré nada. Me iré lejos. Adamsberg no entenderá nada.

Paole se encogió de hombros.

– Claro que no entenderá. Cabeza de avellana, no mayor que la tuya, hacedor de viento, de tal palo tal astilla. De todos modos, es un poco tarde para llamarlo. Está muerto.

– No es verdad -dijo Zerk lanzando un golpe de lumbares.

Paole apretó el mango del cuchillo clavado, haciendo oscilar la hoja a través de la herida.

– Tranquilo. Está completamente muerto. Emparedado en el panteón de las víctimas de Plogojowitz en Kiseljevo, Serbia. Ya ves que no va a volver así como así, ¿no?

Paole habló entonces en voz baja, para sí, mientras la última esperanza se desvanecía del rostro de Zerk.

– Pero me obligas a precipitar las cosas. Si han encontrado su cuerpo, tienen su móvil. En cuyo caso acaban de captar tu llamada, te identifican, te localizan. Luego nos localizan. Tenemos quizá menos tiempo del previsto, prepárate, chaval, despídete.

Paole se había alejado del sillón, pero aún estaba demasiado cerca de Zerk. En el tiempo que tardara Adamsberg en abrir la puerta y apuntarle, Paole tendría cuatro segundos de adelanto para disparar a Zek. Cuatro segundos que había que emplear en desviar su atención. Adamsberg sacó su libreta, dejando escapar todos los papeles que metía en ella en desorden. La hoja que buscaba estaba reconocible, arrugada y sucia, en la que había copiado el texto de la estela de Plogojowitz. Cogió el móvil, escribió el mensaje a toda prisa. Dobro veče, Proklet – Salut, Maudit. Firmado: Plogojowitz. No era ninguna maravilla, pero era incapaz de hacerlo mejor. Suficiente para intrigar al hombre un instante, para tener tiempo de entrar y colocarse entre Zerk y él.

El timbre sonó en el bolsillo de Paole. El hombre consultó la pantalla, frunció el ceño, la puerta fue violentamente empujada. Adamsberg estaba frente a él, cubriendo al joven. Paole hizo un ademán con la cabeza, como si la intrusión del comisario hubiera tenido algo de simplemente burlesco.

– ¿Se dedica usted a esto, comisario? -dijo Paole señalando la pantalla-. No se dice Dobro veče a estas horas de la noche. Se dice Laku noć.

La despreocupación despectiva de Paole desestabilizaba a Adamsberg. Ni sorprendido ni inquieto, pese a que lo creía muerto en el panteón, el hombre no daba ninguna importancia a su presencia. Como si no fuera más molesto que una mata de hierba en su camino. Mientras apuntaba a Paole, Adamsberg echó atrás el brazo y arrancó el cuchillo del brazo del sillón.

– ¡Lárgate, Zerk! ¡Ahora!

Zerk se lanzó, la puerta chasqueó tras él, y resonaron los pasos de su carrera por el pasillo.

– Conmovedor -dijo Paole-. ¿Y ahora, Adamsberg? Estamos los dos de pie, armados. Usted apuntará a las piernas, yo al corazón. Aunque me dé usted primero, disparo, ¿verdad? No tiene ninguna posibilidad. La sensibilidad de mis dedos es extrema, y mi sangre fría total. En una situación tan estrictamente técnica, su puerta al inconsciente no le resulta de ninguna utilidad. Al contrario, lo retrasa. ¿Persiste en su error de Kiseljevo? ¿Se pasea solo? ¿Al viejo molino, igual que aquí? Lo sé -añadió levantando su gruesa mano-. Su escolta lo sigue.

El hombre consultó su reloj y se sentó.

– Tenemos unos minutos. Alcanzaré fácilmente al chico. Unos minutos para averiguar lo que le ha traído hasta mí. No me refiero a hoy y el mensaje del imbécil de Armel. Porque usted sabe que su hijo es un imbécil, ¿vedad? Me refiero a su visita de anteayer a mi consulta, para sus acúfenos. Usted ya lo sabía, de eso estoy seguro, porque su cabeza sólo ofrecía resistencias, oposiciones a mis manos. Ya no estaba usted conmigo, sino contra mí. ¿Cómo lo supo?

– En el panteón.

– ¿Y?

Adamsberg hablaba con dificultad. La evocación del panteón lo fragilizaba aún, el recuerdo de la noche pasada con Vesna. Llevó sus pensamientos hacia Veyrenc, cuando tragaba el coñac de Froissy.

– La gatita -prosiguió-. La que usted quería aplastar.

– Sí. Me faltó tiempo. Ya lo haré, Adamsberg, siempre cumplo mi palabra.

– «He matado la gatita de un pisotón con la bota. Me irritaba que me hubieras obligado a salvarla.» Eso fue lo que dijo.

– Exactamente.

– Zerk había sacado la cría de debajo de un montón de cajas. Pero ¿cómo iba a saber que era hembra? ¿Un gato de una semana? Imposible. Lucio lo sabía. Yo lo sabía. Y usted, doctor, cuando la curó. Usted y sólo usted.

– Sí -dijo Paole-, ya veo el error. ¿Cuándo se dio cuenta de eso? ¿Justo después de que lo dijera?

– No. Cuando vi la gata al volver a mi casa.

– Siempre igual de lento.

Paole se levantó, la detonación sonó. Estupefacto, Adamsberg vio el cuerpo del médico derrumbarse. Herido en el vientre, costado izquierdo.

– Quería darle en las piernas -dijo la voz turbada de la señora Bourlant-. Qué mal disparo, dios mío…

La mujercita trotó hacia el hombre, que jadeaba en el suelo, mientras Adamsberg recogía su arma y llamaba a los servicios de urgencias.

– ¿No se morirá, al menos? -preguntó inclinándose un poco hacia él.

– No creo. La bala está en el intestino.

– Sólo es un 32 -precisó la señora Bourlant con naturalidad, como si se refiriera a la talla de una prenda de vestir.

Los ojos de Paole llamaban al comisario.

– Ya viene la ambulancia, Paole.

– No me llame Paole -ordenó el médico con voz entrecortada-. Ya no quedan Paole desde que el poder de los malditos se extinguió. Los Paole están salvados. Se van. ¿Entiende, Adamsberg? Se van libres. Por fin.

– ¿Los ha matado a todos? ¿Los Plogojowitz?

– No los he matado. Aniquilar criaturas no es matar. No son seres humanos. Yo ayudo al mundo, comisario, soy médico.

– Entonces usted tampoco es un ser humano, Josselin.

– No del todo. Pero ahora sí.

– ¿Los ha aniquilado a todos?

– A los cinco grandes. Quedan dos mascadoras. No pueden reconstituir nada.

– Sólo tengo a tres: Pierre Vaudel-Plog, Conrad Plögener y Frau Abster-Plogenstein. Y los pies de Plogodrescu, pero es un trabajo antiguo.

– Llaman a la puerta -dijo tímidamente la señora Bourlant.

– Es la ambulancia. Abra, maldita sea.

La mujercita obedeció, refunfuñando de nuevo contra la policía.

– ¿Quién es?

– La vecina.

– ¿Desde dónde ha disparado?

– No tengo ni idea.

– Loša sreća.

– ¿Y los otros dos, doctor? ¿Los otros dos hombres que mató?

– No he matado a ningún hombre.

– ¿Las otras dos criaturas?

– El grandísimo, Plogan, y su hija. Terribles. Empecé por ellos.

– ¿Dónde?

Los enfermeros entraban, colocaban la camilla, sacaban el material. Adamsberg les pidió con una seña que les dejaran unos minutos. La señora Bourlant escuchaba la conversación, temblorosa y concentrada.

– ¿Dónde?

– En Savolinna.

– ¿Dónde está eso?

– Finlandia.

– ¿Cuándo? ¿Antes de Pressbaum?

– Sí.

– ¿Plogan es su nombre actual?

– Sí, Veïko y Leena Plogan. Peores criaturas. Él ya no reina.

– ¿Quién?

– Nunca pronuncio su nombre.

– Peter Plogojowitz.

Josselin asintió.

– En Highgate. Se acabó. Su sangre se ha extinguido. Vaya usted a ver, el árbol va a morir en la colina de Hampstead. Y los tocones de Kiseljevo se pudrirán alrededor de su tumba.

– ¿Y el hijo de Pierre Vaudel? Es un Plogojowitz, ¿no? ¿Por qué lo dejó con vida?

– Porque sólo es un hombre, no nació dentudo. La sangre maldita no irriga todos los vástagos.

Adamsberg se iba a levantar, el médico le agarró la manga y lo atrajo hacia sí.

– Vaya a ver, Adamsberg -le rogó-. Usted sabe. Usted comprende. Tengo que estar seguro.

– ¿Ver qué?

– El árbol de Hampstead Heath. Está al lado sur de la capilla, es el gran roble que plantaron cuando nació, en 1663.

¿Ir a ver el árbol? ¿Obedecer a la locura de Paole? ¿La idea de Plogojowitz en el árbol como la del tío en el oso?

– Josselin, usted cortó los pies a nueve muertos, masacró a cinco criaturas, me encerró en ese panteón infernal, utilizó a mi hijo e iba a matarlo.

– Sí, ya lo sé. Pero vaya a ver el árbol.

Adamsberg sacudió la cabeza con repulsión o lasitud, se levantó e indicó a los enfermeros que ya podían llevárselo.

– ¿De qué hablaba? -preguntó la señora Bourlant-. Problemas de familia, ¿no?

– Exactamente. ¿Por dónde disparó usted?

– Por el agujero.

La señora Bourlant lo condujo a pasos cortos al pasillo. Detrás de un grabado, el tabique estaba horadado con un orificio de tres centímetros de diámetro que daba al salón del piano, en el límite entre dos tapices.

– Era el observatorio de Émile. Como el señor Vaudel dejaba las luces encendidas, nunca se podía estar seguro de que estuviera acostado. Por el agujero, Émile podía saber si había salido del despacho. Émile tenía tendencia a pispar billetes. Vaudel era tan rico que, la verdad…

– ¿Cómo es que estaba usted al corriente?

– Nos entendíamos, Émile y yo. Yo era la única del barrio que le hablaba. Nos confiábamos cosas.

– ¿Como la pistola?

– No, es la de mi marido. Vaya metedura de pata, dios mío, lo que he hecho. Disparar a un hombre no es anodino. Yo apuntaba abajo, pero el cañón subió solo. No quería disparar, sólo quería mirar. Luego, la verdad, como su gente no venía, me pareció que estaba usted perdido, y que tenía que hacer algo.

Adamsberg asintió. Completamente perdido. No habían pasado veinte minutos desde que había entrado en el cuarto de baño. Un hambre brutal hizo rugir su vientre.

– Si busca al chico, está en mi salón, curándose las manos.

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