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Vladislav pegaba la nariz a la ventana, comentando la aproximación del tren a Belgrado como si se tratara de un verdadera aventura, soltando de vez en cuando la palabra «plog» y divirtiéndose solo. El humor del traductor confería a la expedición un cariz de alegre escapada mientras que ésta iba tomando tintes más oscuros en la mente de Adamsberg a medida que iba aproximándose al hermético Kisilova.

– Belgrado, la «ciudad blanca» -anunció Vladislav cuando el tren frenaba en la estación-. Una ciudad preciosa, no tendremos tiempo de verla, nuestro autobús sale dentro de media hora. ¿Suele despertar a la gente por las noches para saber si hay un plog en su familia?

– Los policías siempre despiertan a los demás por las noches. Y los demás los despiertan también. Valió la pena, había un plog.

– Plog -repitió Vladislav ensayando ese nuevo sonido como si soltara una burbuja de aire-. Plog. ¿Y por qué quería saberlo?

– Plogerstein, Plögener, Plogoff, Plogodrescu y Plog a secas -recitó Adamsberg-. Si retiramos Plogoff, esos cuatro apellidos están ligados al asesinato de Garches. Dos son víctimas, una tercera es amiga de una víctima.

– ¿Y qué tiene que ver eso con mi Dedo? ¿Su primo Plogodrescu fue víctima?

– Sí, parcialmente. Eche una ojeada al pasillo, la mujer con traje beige de entre cuarenta y cincuenta años, con un grano en la mejilla y expresión ausente. Ocupaba el compartimento de al lado. Obsérvela mientras bajamos.

Vladislav fue el primero en pisar el andén y tendió el brazo de gato velludo a la mujer con traje para ayudarla a bajar la maleta. Ella dio las gracias sin entusiasmo y se alejó.

– Elegante, rica, bonito cuerpo, mala cara -comentó Vladislav mirándola alejarse-. Plog, yo no me aventuraría.

– Usted fue al baño esta noche.

– Usted también, comisario.

– Ella había dejado entreabierta la puerta de su compartimento, se la veía leer. Era ella, ¿no?

– Sí.

– Es curioso que una mujer sola no se encierre en un tren de noche.

– Plog -dijo Vladislav, que parecía utilizar esa nueva onomatopeya para decir «ciertamente» o «de acuerdo» o «claro», Adamsberg no lo sabía muy bien. El joven parecía disfrutar de esa palabra inédita como de un caramelo nuevo, que uno come demasiado al principio.

– A lo mejor esperaba a alguien -propuso Vladislav.

– O trataba de oír a alguien. A nosotros por ejemplo. Creo que estaba en mi vuelo París-Venecia.

Los dos hombres subían al autobús, «dirección Kaluderica, Smederevo, Kostolac, Klicevac y Kiseljevo», anunció el conductor, y esos nombres daban a Adamsberg la sensación de estar totalmente perdido, lo cual le gustaba. Vladislav echó una ojeada a los viajeros.

– Aquí no está -dijo.

– Si me sigue, no puede estar aquí, se notaría mucho en un autobús. Tomará el siguiente.

– ¿Y cómo sabrá dónde nos bajamos?

– ¿Hemos hablado de Kisilova durante la cena?

– Antes -dijo Vladislav recogiéndose el pelo, con la goma entre los dientes-. Con el champán.

– ¿Habíamos dejado la puerta abierta?

– Sí, por los cigarrillos. Por lo demás, una mujer sola tiene derecho a ir a Belgrado.

– ¿Quién en este autobús no le parece de origen eslavo?

Vladislav recorrió el vehículo en toda su longitud, como si buscara algún objeto perdido, y se sentó al lado de Adamsberg.

– El hombre de negocios, más bien suizo o francés; el senderista, más bien alemán del norte; la pareja, franceses del sur o italianos. La pareja está en los cincuenta, y va de la mano, lo cual es insólito para un viejo matrimonio en un viejo autobús serbio. Los tiempos no invitan al turismo en Serbia.

Adamsberg le hizo una seña vaga sin responder. No hablar de la guerra. Danglard le había machacado tres veces esa consigna.


Nadie bajó detrás de ellos en la pequeña parada de Kiseljevo. Una vez fuera, Adamsberg alzó rápidamente la mirada hacia la ventana y le pareció que el hombre de la pareja insólita los miraba.

– Solos -dijo Vladislav estirando sus brazos flacos hacia el cielo puro-. Kiseljevo -añadió señalando el pueblo con orgullo, con sus paredes coloridas y sus techos apiñados, el campanario blanco plantado en medio de las colinas y el Danubio brillando a sus pies.

Adamsberg sacó su ficha de viaje y le enseñó el nombre de quien iba a alojarlos, Krćma.

– No es un nombre propio -dijo Vladislav-, significa «posada». La patrona, si sigue siendo la misma, Danica, me hizo beber mi primer trago de pivo. De cerveza -precisó.

– ¿Cómo se pronuncia?

– Con «sh», krshma.

– Krusma.

– Puede pasar.

Adamsberg siguió a Vladislav hasta la «krusma», una casa alta de maderas de color decoradas con volutas. Las conversaciones se pararon al entrar ellos, y los rostros suspicaces que se volvieron para mirarlos le recordaron a Adamsberg en todo punto los de los normandos del café de Haroncourt o los de los bearneses del bar de Caldhez. Vladislav se anunció a la patrona, firmó el registro y explicó que era el biznieto de Slavko Moldovan.

– ¡Slavko Moldovan! -dijo Danica y, por sus gestos, Adamsberg comprendió que Vlad había crecido desde aquellos tiempos, que entonces no era así de pequeño.

La atmósfera cambió inmediatamente, vinieron a estrechar la mano a Vladislav, las posturas se volvieron acogedoras, y Danica, que parecía dulce como su nombre, los instaló al instante para comer, eran las doce y media. Había burecis de cerdo, anunció poniendo una jarra de vino blanco en la mesa.

– Es Smederevka, desconocido pero muy bueno -dijo Vladislav llenando los vasos-. ¿Cómo piensa hacer para encontrar el rastro de su Vaudel? ¿Enseñando su foto por todas partes? Fatal. Aquí, como en cualquier sitio, no gustan los curiosos, los policías, los periodistas, los investigadores. Habría que encontrar otra solución. Pero aquí tampoco gustan los historiadores, los videastas, los sociólogos, los pirados y los etnólogos.

– Eso es bastante gente. ¿Por qué no quieren curiosos? ¿Por la guerra?

– No, porque los curiosos hacen preguntas, y no quieren más preguntas. Quieren vivir de otra manera. Salvo él -dijo señalando a un hombre mayor que acababa de entrar-. Sólo él se atreve a soplar la llama.

Con semblante feliz, Vladislav cruzó la sala, agarró al recién llegado por los hombros.

– ¡Arandjel! -dijo con voz fuerte-. To sam ja! Slavko unuk! Zar me ne poznaješ?

El anciano, muy bajito, enjuto y algo sucio, se echó atrás para examinar a Vladislav y lo estrechó entre sus brazos explicando con gestos que había crecido mucho, que la última vez era así de pequeño.

– Ve que tengo un amigo extranjero, no quiere molestar -explicó Vladislav sentándose de nuevo, con las mejillas incendiadas-. Arandjel era el gran amigo de mi Dedo. No temían nada, ni uno ni otro.

– Voy a salir a caminar -dijo Adamsberg al acabar el postre, unas bolas dulces cuyos componentes no identificaba.

– Primero tome el café, u ofenderá a Danica. ¿Por dónde piensa ir a caminar?

– Hacia el bosque.

– No, no les gustará. Vaya mejor a la orilla del río, es más natural. Me harán preguntas. ¿Qué les decimos? No puedo decir que es usted policía, imposible, eso aquí hunde a cualquiera.

– Eso hunde a cualquiera en todas partes. Dígales que he sufrido un shock psicoemocional y que me han recomendado un lugar tranquilo.

– ¿Y por eso ha venido hasta aquí? ¿A Serbia?

– Digamos que mi baba había conocido a su dedo.

Vlad se encogió de hombros. Adamsberg ingirió su kaa de un trago y sacó un bolígrafo del bolsillo.

– Vlad, ¿cómo se dice «hola», «gracias», «francés»?

– «Dobro veče», «hvala», «francuz».

Adamsberg se lo hizo repetir y escribió las palabras a su manera en el dorso de su mano.

– No hacia el bosque -repitió Vladislav.

– Ya lo he entendido.

El joven lo miró alejarse antes de hacer una seña a Arandjel indicando que la vía estaba libre.

– Ha sufrido un shock psicoemocional, necesita caminar a orillas del Danubio. Es amigo de un amigo de Dedo.

Arandjel deslizó hacia Vladislav un vasito de rakija. Danica miró al extranjero alejarse solo, con expresión un tanto inquieta.

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