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El Palacio de Justicia estaba bajo las nubes, lo cual, en esa ocasión, iba muy bien con el lugar. Adamsberg y Danglard, instalados en la terraza del café de enfrente, esperaban la salida del juicio de la hija de Mordent. Eran las once menos diez en el reloj de Danglard. Adamsberg miraba los dorados del palacio, recién y cuidadosamente pintados.

– Se rascan los dorados y ¿qué se encuentra debajo, Danglard?

– Las escamas de la gran serpiente, diría Nolet.

– Junto a la Sainte-Chapelle. No pega.

– Tampoco queda tan mal. Hay dos capillas superpuestas y bien separadas. La capilla baja, reservada a la gente común, y la capilla alta, para el rey y su entorno. Siempre es lo mismo.

– La gran serpiente ya pasaba por arriba allá en el siglo XIV -dijo Adamsberg alzando los ojos hacia la punta de la aguja gótica.

– En el siglo XIII -corrigió Danglard-. Pierre de Montreuil la mandó construir entre 1242 y 1248.

– ¿Ha podido hablar con Nolet?

– Sí. El compañero de clase fue testigo, efectivamente, de la boda de Emma Carnot y un joven de veinticuatro años, Paul de Josselin Cressent, en el ayuntamiento de Auxerre. Emma estaba loca por él, su madre estaba halagada por el apellido aristocrático, pero afirmaba que Paul era un fin de raza desviada. El matrimonio no duró ni tres años. No hubo hijos.

– Mejor. Josselin no habría sido buen padre.

Danglard no recogió el guante. Prefería esperar a conocer a Zerk.

– Y habría habido otro pequeño Paole en el mundo -prosiguió Adamsberg-. Y dios sabe qué se habría imaginado. Pero no. Los Paole se van, el doctor lo ha dicho.

– Voy a ayudar a Radstock a ordenar los pies. Luego me tomo ocho días de vacaciones.

– ¿Irá a pescar al lago?

– No -dijo Danglard, evasivo-. Pienso más bien quedarme en Londres.

– Un programa bastante abstracto, en resumidas cuentas.

– Sí.

– Cuando Mordent haya recuperado a su hija, o sea esta noche, abriremos la compuerta al río de lodo del caso Emma Carnot. Que va a precipitarse desde lo alto del Consejo de Estado hasta el Tribunal Supremo, luego al fiscal, luego al tribunal de Gavernan, y se parará allí. Sin llegar a los pisos bajos del pequeño juez y de Mordent, que no interesan a nadie más que a nosotros.

– Va a ser una explosión considerable.

– Claro. La gente estará escandalizada, propondrán reformar la justicia, y luego se les hará olvidar exhumando un caso cualquiera. Y ya sabe lo que pasará después.

– La serpiente herida en tres escamas, víctima de unas convulsiones, las habrá reconstituido dentro de dos meses.

– O menos. Nosotros ponemos en marcha la contraofensiva, técnica Weill. No denunciaremos al juez de Gavernan. Lo guardaremos como granada de reserva para protegernos, proteger a Nolet y a Mordent. Técnica Weill también para encaminar desde Aviñón hasta el Quai des Orfèvres las virutas de lápiz y el casquillito. Que se perderán en algún sitio.

– ¿Por qué protegemos al cabrón de Mordent?

– Porque el camino recto no es recto. Mordent no forma parte de la serpiente, ésta se lo ha tragado entero. Se encuentra en su barriga, como Jonás.

– Como el tío en el oso.

– Ah -dijo Adamsberg-. Sabía que algún día esa historia le interesaría.

– Pero ¿qué queda de la idea de Mordent en la serpiente allá arriba?

– Una espina desagradable y el recuerdo de un fracaso. Menos da una piedra.

– ¿Qué hacemos con Mordent?

– Lo que haga él. Si lo desea, se reincorpora. Un hombre que ha caído vale por diez. Sólo usted y yo lo sabemos. Los demás piensan que es una depresión, de ahí que meta la pata. También saben que ha recuperado intactos los testículos, y hasta ahí llegan sus conocimientos. Nadie está al corriente de su visita a casa de Pierre Vaudel.

– ¿Por qué no habló Pierre Vaudel de los caballos de carreras, del estiércol?

– Su mujer no quiere que juegue.

– ¿Y quién pagó al portero del edificio, Francisco Delfino, para facilitar una falsa coartada a Josselin? ¿El mismo Josselin, o Emma Carnot?

– Nadie. Josselin dio vacaciones a Francisco. Durante los días que siguieron a lo de Garches, Francisco era Josselin. Tomó su lugar, en espera de la visita inevitable de los policías. Cuando lo vi, la portería estaba oscura, él estaba tapado con una manta, incluidas las manos. Luego fue a su piso por la escalera de servicio y se cambió para recibirme.

– Refinado.

– Sí. Salvo por su ex esposa. En cuanto Emma supo que Josselin era el médico de Vaudel, lo entendió mucho antes que nosotros. Enseguida.

– Ya sale -interrumpió Danglard-. La justicia acaba de caer.

Mordent avanzaba solo bajo la nube. Los hijos comieron uva verde y los padres tienen dentera. Su hija, libre, se iba a Fresnes a firmar papeles y recoger sus cosas. Cenaría en casa esa noche, él ya había hecho la compra.

Adamsberg cogió a Mordent del brazo, Danglard se colocó al otro lado. El comandante los miró uno tras otro como una vieja garza pillada por la policía de los policías. Como una vieja garza que ha perdido su prestigio y sus plumas, condenada a la pesca vergonzosa y solitaria.

– Hemos venido a celebrar el éxito de la justicia, Mordent -dijo Adamsberg-. A celebrar también el arresto de Josselin y la liberación de los Paole, que vuelven a su destino de simples mortales, a celebrar el nacimiento de mi hijo mayor. Son muchas cosas que celebrar. Hemos dejado las cervezas en la terraza.

La mano de Adamsberg era firme, su rostro torcido y sonriente. La luz corría bajo su piel, su mirada estaba encendida, y Mordent sabía que cuando los ojos turbios de Adamsberg se transformaban en canicas relucientes era que se aproximaba a una presa o a una verdad. El comisario lo arrastraba a marchas forzadas hacia el café.

– ¿Celebrar? -dijo Mordent con voz neutra, al no encontrar otra cosa que decir.

– Celebrar. Celebrar también la amable desaparición de las virutas de lápiz y del casquillito de debajo de la nevera.

El brazo del comandante se agitó apenas bajo los dedos de Adamsberg. Una vieja garza totalmente exhausta. Adamsberg lo sentó entre los dos como quien suelta un paquete. Le ha saltado el fusible F3, pensó, shock psicoemocional de calidad superior, inhibición de la acción. Y sin un doctor Josselin a la vista para repararlo. Al irse el descendiente de Arnold Paole, la medicina perdía a uno de los grandes.

– Se ha jodido, ¿no? -masculló Mordent-. Normal -añadió apartando sus mechas grises, estirando el cuello fuera de la camisa con ese gesto de zancuda que sólo él sabía hacer.

– Se ha jodido. Pero un dique hábilmente concebido bloqueará el río de lodo a las puertas del tribunal de Gavernan. Más allá, no se verá nada de las traiciones, sólo tierras inocentes. Nadie está informado en la Brigada, la plaza está vacante. Usted mismo. En cambio, Emma Carnot va a estallar. ¿Recibía directamente las órdenes de ella?

Mordent asintió.

– ¿En un móvil particular?

– Sí.

– ¿Dónde está?

– Quedó destruido anoche.

– Perfecto. No trate de socorrerla para protegerse, Mordent. Ella mató a una mujer, mandó disparar a Émile y luego trató de envenenarlo. Se disponía a cargarse al último testigo de su boda.

Siempre alerta, Danglard había pedido otra cerveza, que puso ante las narices de Mordent. Con gesto tan autoritario como la mano de Adamsberg y que significaba: «Bebe».

– No piense tampoco en suicidarse -añadió Adamsberg-. Sería inepto, diría Danglard, justo cuando Élaine lo necesita.

Adamsberg se levantó. El Sena corría a unos metros, hacia el mar, que a su vez corría hacia América, que corría hacia el Pacífico, que volvía hasta allí.

– Vratiću se -dijo-, voy a andar.

– ¿Qué dice? -preguntó Mordent, sorprendido, por un instante vuelto a la normalidad, cosa que pareció buena señal a Danglard.

– Es un trocito de los vampiri de Kisilova que se le ha quedado en el cuerpo. Acabará yéndosele. O no. Con él nunca se sabe.

Adamsberg volvía hacia ellos, preocupado.

– Danglard, ya me lo ha dicho, pero no me acuerdo, ¿de dónde viene el Sena?

– De la meseta de Langres.

– ¿No es del monte Gerbier-de-Jonc?

– No, eso es el Loira.

– Hvala, Danglard.

– De nada.

Eso significaba «gracias», explicó Danglard a Mordent. Adamsberg volvió hacia el río con sus andares balanceantes, sujetando con un dedo la chaqueta echada al hombro. Mordent levantó torpemente el vaso, como un hombre que no sabe si aún puede, lo dirigió vacilante hacia Adamsberg a lo lejos, y hacia Danglard a lo cerca.

– Hvala -dijo.

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