22

Con los pies apoyados en los ladrillos de la chimenea, Adamsberg dormitaba delante del fuego apagado, con un índice hundido en el oído. No servía para nada, el ruido estaba dentro, chisporroteando como una línea de alta tensión. Eso perturbaba sin duda su escucha, ya de por sí distraída, y era posible que acabara aislado como un murciélago sin radar que ya no entiende nada del mundo. Esperaba que Danglard se pusiera manos a la obra. A esas horas, el comandante ya se habría puesto su ropa de por la noche, el atuendo obrero de su padre minero, lo contrario de su elegancia diurna. Adamsberg se lo imaginaba con nitidez, encorvado en su mesa de trabajo, en camiseta, refunfuñando.

Danglard examinaba la palabra en cirílico de la carta de Vaudel, echando pestes contra el comisario, que no se había interesado por esos pies cuando a él le habían preocupado. Y ahora que había decidido dejarlos en paz, Adamsberg reabría bruscamente el camino. Sin más explicaciones, a su manera opaca e inopinada, que desestabilizaba su dispositivo de seguridad. Y lo minaba en sus más recónditas profundidades si resultaba que Adamsberg tenía razón.

Lo cual no era imposible, admitía Danglard mientras disponía sobre la mesa los pocos archivos que tenía de su tío, Slavko Moldovan. Un hombre que en modo alguno había que abandonar, eso era verdad, en el estómago de un oso sin reaccionar. Danglard sacudió la cabeza, irritado como cada vez que el vocabulario de Adamsberg se deslizaba en el suyo. Había querido a su tío Slavko, que se pasaba el día inventando historias, que se llevaba el dedo a los labios para sellar secretos, ese dedo que olía a tabaco de pipa. Danglard creía que su tío había sido fabricado para él, puesto exclusivamente a su servicio. Slavko Moldovan no se cansaba o no lo mostraba, le regalaba fragmentos de existencia alegres y terroríficos, abusivamente trufados de misterios y de conocimientos. Había abierto las ventanas, enseñado horizontes. Cuando pasaba un tiempo con ellos, el joven Adrien Danglard lo seguía sin descanso, a él y sus mocasines de pompones rojos ribeteados de un bordado dorado que algunas noches restauraba con hilo brillante. Había que cuidarlos, eran para llevar los días de fiesta, era la costumbre del pueblo. Adrien lo ayudaba, alisaba el hilo de oro, preparaba las agujas. Hasta ese punto conocía esos zapatos cuyos pompones había encontrado ignominiosamente mezclados en el sacrílego depósito de Highgate. Pompones que podían haber pertenecido a cualquier otro vecino, que era lo que deseaba ardientemente Danglard. El superintendente Radstock había progresado. Parecía seguro que el coleccionista se introducía en los depósitos mortuorios, en los establecimientos de pompas fúnebres donde había algún muerto esperando. Extraía los pies fetiche y volvía a atornillar el ataúd. Los pies eran lavados, las uñas cortadas. Y si el Cortapiés era inglés o francés, ¿por qué y cómo diablos había puesto la mano en los pies de un serbio? ¿Y cómo no se había hecho notar allí? A menos que fuera del pueblo…

El pueblo, Slavko se lo había descrito en todas las estaciones, lugar prodigioso colmado de hadas y de demonios. El tío tenía el favor de unas y luchaba contra los otros. Sobre todo contra un gran demonio, oculto en las entrañas de la tierra, que rondaba la linde del bosque, decía bajando la voz antes de llevarse el dedo a los labios. La madre de Danglard reprobaba las historias de Slavko, y su padre se burlaba de ellas. «¿Por qué le cuentas esos horrores? ¿Cómo quieres que duerma luego?» Son tonterías, contestaba Slavko, nos lo pasamos bien el crío y yo.

Luego la tía lo dejó por ese cretino de Roger, y Slavko había vuelto allí, a su tierra.

Allí.

A Kiseljevo.


Danglard lanzó un suspiro, se sirvió un vaso y marcó el número de Adamsberg, que contestó enseguida.

– No quiere decir Kiss Love, ¿verdad, Danglard?

– No, quiere decir Kiseljevo, y es el pueblo de mi tío.

Adamsberg frunció el ceño, empujó un leño con el pie.

– ¿Kiseljevo? Eso no es. Estalère no lo pronunció así, dijo «kisloff».

– Es igual. En el oeste Kiseljevo se dice Kisilova. Como Beograd se dice Belgrado.

Adamsberg se quitó el dedo de la oreja.

– Kisilova -repitió-. Extraordinario, Danglard. He aquí la cadena entre Jaichgueit y Garches, el túnel, el túnel oscuro.

– No -dijo Danglard en una postrera obstinación-. Allí muchos nombres empiezan por K. Y hay un obstáculo, ¿no lo ve?

– No veo nada, tengo acúfenos.

– Se lo diré más alto. El obstáculo es esa coincidencia formidable que uniría los zapatos de mi tío con el revolcadero de Garches. Y lo que nos ligaría, a usted y a mí, a ambos casos. Y ya sabe lo que pienso de las coincidencias.

– Precisamente. Está claro que nos han llevado de la manita hasta el depósito de Jaichgueit.

– ¿Por quién?

– Por lord Fox. O mejor dicho por su amigo cubano repentinamente desaparecido. Sabía por dónde pasaba Stock, y que Stock estaba con nosotros.

– ¿Y por qué nos han llevado de la manita?

– Porque Garches, por su amplitud calamitosa, iba a tocarle necesariamente a la Brigada. El asesino lo sabía. E incluso si pasaba un nivel al dejar su colección, que quizá se había vuelto demasiado peligrosa, no iba a abandonarla a los cuatro vientos, sin garantía ni fama. Tenía que trazar el lazo entre su obra de juventud y la madurez. Debía saberse. Jaichgueit debía estar presente todavía en la memoria cuando empezara Garches. El Cortapiés y el Zerquetscher pertenecen a la misma historia. Recuerde que el asesino se ensañó con los pies de Vaudel y de Plögener. ¿Dónde está ese Kissilove?

– Kisilova. En la orilla sur del Danubio, a dos pasos de la frontera rumana.

– ¿Es una ciudad o un pueblo?

– Un pueblo, no más de ochocientas almas.

– Si el Cortapiés siguió a un cadáver hasta allí, es posible que alguien se fijara en él.

– Han pasado veinte años, es poco probable que alguien lo recuerde.

– ¿Su tío le dijo alguna vez si una familia del pueblo era objeto de una vendetta, de una guerra de clanes, de algo de este orden? El médico de Vaudel dice que vivía con esa obsesión.

– Nunca -dijo Danglard tras un momento de reflexión-. El lugar rebosaba de enemigos, había fantasmas y diablesas, ogros y, naturalmente, el «grandísimo demonio» que rondaba la linde del bosque. Pero ninguna familia vengadora. En todo caso, comisario, si tiene usted razón, el Zerquetscher nos vigila seguro.

– Desde lo de Londres, sí.

– Y no nos dejará entrar en el túnel de Kiseljevo, oculte lo que oculte. Le aconsejo que sea prudente. No creo que estemos a su altura.

– Probablemente -dijo Adamsberg rememorando el gran piano ensangrentado.

– ¿Tiene su arma?

– Abajo.

– Pues llévesela a su habitación.

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