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Fue el ruido chirriante de un rollo de adhesivo extraído a tiras lo que hizo a Adamsberg recobrar consciencia. Zerk lo estaba rodeando con cinta de embalar. Las piernas ya estaban inmovilizadas cuando lo sacó a rastras del molino y lo cargó en un coche aparcado a unos veinte metros de allí.

¿Cuánto tiempo lo había dejado atado en el suelo del viejo molino? Hasta la llegada de la oscuridad, debían de ser más de las nueve de la noche. Movió los pies, pero el resto estaba sujeto, como una momia con sus vendas pegadas. Las muñecas presas, la boca cerrada. Del hombre se veía sólo una masa negra. Pero lo oía. El ruido del cuero de su cazadora, los resoplidos de sus esfuerzos, sus onomatopeyas sin sentido. Luego un breve trayecto en el asiento trasero del coche, de menos de un kilómetro, y parada. Zerk lo arrastraba por los puños soldados, como si sus brazos hubieran formado el asa de un enorme cesto. Avanzó con dificultad unos treinta metros, parándose cinco veces, mientras la grava rodaba bajo el torso de Adamsberg. Lo soltó de golpe, jadeando, sin dejar de refunfuñar, y abrió una puerta.

Grava en su espalda, atravesándole la camisa. ¿Dónde había visto grava puntiaguda en Kisilova? Grava negra, diferente de la que se encuentra en Francia. El hombre había girado una llave, una llave gruesa y vieja según el sonido del metal. Entonces volvió hacia él, lo cogió por el asa de los brazos, lo obligó a bajar brutalmente unos escalones de piedra y lo dejó caer al suelo. Tierra batida. Zerk cortó la cinta adhesiva de las muñecas, le quitó la chaqueta, la camisa, cortando la ropa a cuchilladas para deshacerse de ella más rápido. Adamsberg trató de reaccionar, pero ya estaba demasiado débil, sus piernas estaban sujetas y frías, y la bota del tipo le aplastaba el tórax. Y de nuevo la cinta adhesiva, que esta vez se enrolló alrededor de su torso, pegando los brazos a los costados, y alrededor de sus pies, inmovilizados como el resto. Unos cuantos pasos, y Zerk cerró la puerta sin una palabra. El frío intenso contrastaba con la noche tibia, la oscuridad era absoluta. Un sótano, sin un ventanuco siquiera.

– ¿Sabes dónde estás, capullo? ¿Por qué no me dejaste en paz?

La voz le llegaba deformada, un poco aguda y susurrante, como desde una radio antigua.

– Ahora te conozco, madero, así que tomo precauciones. Tú estás dentro, yo estoy fuera. He pasado una emisora por debajo de la puerta para hablarte. Si gritas, nadie te oirá, ni lo intentes. Nadie viene nunca por aquí. La puerta tiene diez centímetros de grueso, los muros son como de fortaleza. Un auténtico búnker.

Zerk soltó una risa corta y sin melodía.

– ¿Y sabes por qué? Porque estás en una tumba, capullo. En la tumba más hermética de todo Kisilova, de donde nadie tiene que salir. Te describo el sitio, ya que no lo ves, para que puedas imaginarte a ti mismo antes de morir. Cuatro ataúdes en estanterías a un lado, cinco al otro. Nueve muertos. ¿Te gusta? Y en el ataúd que tienes a tu derecha, si lo abrieras, no es seguro que encontraras un esqueleto, igual un cuerpo fresco, hinchado de salvia. Se llama Vesna y devora a los hombres. ¡A lo mejor le gustas!

Nueva risa.

Adamsberg cerró los ojos. Zerk. ¿Dónde se había metido todo ese tiempo? En los bosques, en una de las cabañas abandonadas de los claros quizá. ¿Y qué más daba? Zerk lo había seguido, lo había encontrado, y todo se había acabado. Incapaz de mover sus miembros, Adamsberg sentía sus músculos anquilosarse, el frío penetrar su cuerpo. Zerk tenía razón, nadie se aventuraría en el antiguo cementerio, de ninguna manera. Gran lugar abandonado desde el espanto de 1725, como lo había explicado Arandjel. Nadie se arriesgaba a entrar allí, ni siquiera para enderezar las lápidas caídas de los antepasados. Y allí estaba él, a ochocientos metros del pueblo, en el panteón de las nueve víctimas de Plogojowitz, erigido lejos de los demás y al que nadie se habría acercado. Salvo Arandjel. Pero ¿qué podía Arandjel saber de su situación? Nada. ¿Vladislav? Nada. Sólo Danica se preocupaba quizá al no verlo regresar a la krusma. No había llegado a la cena, kobasice había dicho la patrona. Pero ¿qué podía hacer Danica? Ir a ver a Vlad. Que iría a ver a Arandjel. ¿Y luego? ¿Dónde buscarlo? A orillas del Danubio por ejemplo. Pero ¿quién iba a pensar que un Zerk negro lo había encerrado en el panteón del viejo cementerio? Arandjel podría imaginarlo, en último extremo. En una semana, en diez días. Él podría aguantar hasta entonces sin comer ni beber. Pero Zerk no era imbécil. Así inmovilizado, con el frío, con la sangre deteniéndose en su cuerpo que ya le hormigueaba, no aguantaría ni dos días. Quizá ni siquiera hasta el día siguiente. «No te adentres en el mundo de los vampiri sin saber, joven.» Con la violencia del miedo, echó de menos. El tilo, los Cárpatos, las facetas del vasito de rakija.

– Mañana habrás palmado, capullo. Por si puede hacerte ilusión, volví a tu casa. Maté a la gatita de un solo pisotón. Salpicó por todas partes. Me jodía que me hubieras obligado a salvarla. Así no me debes nada. También he cogido tu puto ADN. Así me haré la prueba. Y todo el mundo sabrá que Adamsberg había abandonado a su hijo y en qué se convirtió el crío. Por tu culpa. Tu culpa. Tu culpa. Y caerás en la deshonra para siempre.

«Los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos sufren la dentera.» Adamsberg respiraba mal, Zerk le había apretado mucho la cinta alrededor del pecho. «Mañana habrás palmado, capullo.» Miembros inmovilizados y respiración reducida, falta de oxígeno en la sangre… sería rápido. ¿Por qué la imagen de la gatita estallada bajo la bota de Zerk tenía que hacerle daño, cuando iba a palmar en cuestión de horas? ¿Por qué tenía que pensar en los kobasice sin saber en qué consistían? Kobasice que lo remitían a Danica, que lo remitía a Vlad y su pelo de gato, que lo remitía a Danglard, Danglard a Tom y a Camille, tranquilos en Normandía, que lo remitían a Weill, a esa Emma Carnot con quien nunca se había acostado. ¿Y Gisèle? Tampoco, nunca. ¿Por qué en ese preciso instante su cabeza no podía quedarse quieta, concentrarse en un único y trágico pensamiento?

– Sólo reconozco una cosa -prosiguió la voz como de mala gana-. Has sido demasiado listo. Has entendido. Me quedo con tu cabeza y te dejo tu cuerpo. Te dejo aquí, capullo, como tú me dejaste.

Zerk tiró del cable, la emisora se deslizó por debajo de la puerta, ése fue el último ruido que oyó Adamsberg. Salvo el soplo de su acúfeno agonizante que sonaba en su oído; en ese instante descubrió que casi había desaparecido. A menos que fuera el suspiro de la mujer rubicunda que dormía en la litera de abajo, a su derecha. Adamsberg se sorprendió deseando que la vampir Vesna saliera de su ataúd y viniera a chuparle la sangre, dándole vida eterna. O simple compañía. Pero nada. Ni siquiera en esa tumba creía en nada. Sin que pudiera controlarse, su cuerpo tembló durante unos segundos. Unas cuantas sacudidas convulsivas, el principio del desbarajuste orgánico seguramente. Su pensamiento enloquecido corrió hacia el hombre de los dedos de oro y su fusible F3. ¿Le haría el tratamiento del doctor Josselin resistir más tiempo que cualquiera, con su fusible y su parietal reparados? Un nuevo escalofrío lo heló bajo su vendaje de cinta adhesiva. No, no había ninguna posibilidad.

¿En qué hay que pensar cuando uno va a morir?

Unos versos le atravesaron la mente, a él que nunca había memorizado ninguno. Era como esa palabra kobasice que recordaba. Si hubiera sobrevivido hasta el día siguiente, a lo mejor se habría despertado sabiendo inglés. Recordando cosas con normalidad, como los demás.

En la noche tumbal, que me…

Era uno de los versos que Danglard solía mascullar, entre mil más. Pero no recordaba el final.

En la noche tumbal, que me…

Ya no sentía la parte inferior de las piernas. Moriría allí, como un vampir, con la boca sellada y los pies atados. De este modo ya no pueden salir. Pero Peter Plogojowitz lo había hecho. Se había reavivado como la llama a partir de una nadería de sus propios escombros. Se había adueñado de Jaichgueit, de la mujer de ese Dante y de las jóvenes colegialas. Había seguido sojuzgando a la familia vampirizada de ese soldado serbio. Familia vengadora de la que descendía sin duda alguna el pirado de Zerk, pero ya no podría enviar texti a Danglard para saberlo. Cabrón de Weill, que le había hecho quitar el GPS. ¿Por qué?

En la noche tumbal, que me consolaste [4].

Había encontrado el final del verso. Respiraba a pequeñas bocanadas, más dificultosas que hacía un rato. Asfixia más rápida todavía de lo que había pensado. Zerk sabía lo que hacía.

¿Hacía un rato, cuándo? Debía de hacer una hora que Zerk había abandonado el cementerio. No oía la campana de la iglesia para guiarlo. Demasiado lejos del pueblo. Ni podía ver sus relojes, ni siquiera capaces de darles la hora de las meadas de Lucio.

En la noche tumbal, que me consolaste.

Había una continuación en ese poema, algo como los suspiros de la santa y los gritos del hada. Sí, como Vesna.

Una respiración, otra. La suya.

Arnold Paole. Había recordado el nombre del soldado vencido por Peter Plogojowitz. Y eso no lo olvidaría nunca.

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