40

Esta vez armado, Adamsberg volvió a recorrer el camino del río, y el del bosque, evitando los lugares inciertos. Danica no quería dejarlo ir, pero la necesidad de andar era más imperiosa que los terrores de la patrona.

– Tengo que revivir, Danica. Tengo que comprender.

Adamsberg había aceptado, pues, una escolta, y Bosko y Vukasin lo seguían de lejos. De vez en cuando, les dirigía una seña con la mano sin volverse. Tenía que quedarse en Kisilova, donde el fuego de la guerra no había caído, con gente atenta y benéfica, no volver a la ciudad, huir de todos los de allá arriba, escapárseles entre los dedos, huir de ese hijo caído del infierno. A cada paso, sus ideas subían y bajaban en desorden, como de costumbre, peces zambulléndose en el agua, aflorando de nuevo, que no intentaba atrapar. Siempre había hecho eso con los peces que flotaban en su cabeza, los había dejado nadar libremente, ejecutar su danza pautada por el choque de sus pasos. Adamsberg había prometido a Veyrenc reunirse con él en la krusma para una comida tardía y, tras media hora de marcha, de miradas a las colinas, las viñas y los árboles, se sentía mejor dispuesto. Dio media vuelta, sonrió a Bosko y Vukasin, les dirigió dos señas que significaban «gracias» y «volvemos».


– Sólo nos queda pensar -dijo Veyrenc desplegando la servilleta.

– Sí.

– O nos quedamos aquí hasta el fin de nuestros días.

– Espera -dijo Adamsberg levantándose.

Vlad estaba sentado a una mesa, y Adamsberg le explicó que tenía que hablar a solas con Veyrenc.

– ¿Tuviste miedo? -preguntó Vlad, que todavía parecía impresionado de haber visto a Adamsberg emerger de la tierra, gris y rojo, lo que él llamaba «la salida del sepulcro», como en una gran historia de su Dedo.

– Sí. Tuve miedo y dolor.

– ¿Creíste morir?

– Sí.

– ¿Tenías esperanza?

– No.

– Entonces dime qué ideas tuviste, en qué pensaste.

– En kobasice.

– Por favor -insistió Vladislav-, ¿en qué?

– Te juro por tu cabeza que pensé en kobasice.

– Es ridículo.

– Ya me lo imagino. ¿Qué son?

– Salchichas. ¿Y en qué más pensaste?

– En respirar gota a gota. En un verso, también. En la noche tumbal, que me consolaste.

– ¿Y te consoló algo? ¿El cielo?

– Ningún cielo.

– ¿Alguien?

– Nada, Vlad. Estaba solo.

– Si no pensaste en nada ni en nadie -dijo Vlad con la voz algo colérica-, no habrías pensado en ese verso. ¿Qué o quién te consoló?

– No tengo respuesta. ¿Qué es lo que te irrita?

El joven de carácter feliz bajó la cabeza, destruyendo su comida con la punta del tenedor.

– Que te buscáramos. Que no te encontráramos.

– No podías adivinarlo.

– No me lo creía, me daba igual. Fue Danica quien me forzó. Debí acompañarte cuando saliste ayer.

– No quería ser acompañado, Vlad.

– Arandjel me ordenó que lo hiciera -susurró-. Arandjel me dijo que no te dejara ni un momento. Porque habías entrado en el lugar incierto.

– Y eso te hizo reír.

– Claro. No me planteé nada. No creo en esas cosas.

– Yo tampoco.

El joven asintió.

– Plog -dijo.


Danica sirvió a los dos policías, turbada, llevando su sonrisa de Adamsberg a Veyrenc. Adamsberg adivinó una vacilación debida a la presencia del nuevo desconocido. Lo cual no lo ofendió, puesto que no tenía intención de acostarse con nadie en lo que le quedaba de existencia.

– ¿Has pensado mientras andabas? -preguntó Veyrenc.

Adamsberg lo miró con aire sorprendido, como si Veyrenc no lo conociera, como si esperara de él una proeza imposible.

– Perdón -dijo Veyrenc indicando con una seña que retiraba lo dicho-. Quiero decir: ¿podrías expresar algo?

– Sí. En cuanto reconociste a Zerk en el periódico, me has estado vigilando paso a paso para que no le eche el guante. Sólo porque era tu sobrino. Supongo entonces que le tienes cariño y que lo conoces bien.

– Sí.

– Cuando lo oíste hablar delante del panteón, ¿era su voz?

– Estaba demasiado lejos. Cuando te encerró, ¿era su voz?

– Sólo habló una vez con la puerta cerrada, y esa puerta era demasiado gruesa para oír, incluso si hubiera gritado, cosa que él no quería hacer. Había metido una emisora por debajo de la puerta. Eso deformaba su voz. Pero su manera de hablar era la misma. «¿Sabes dónde estás, capullo?»

– No creo que haya dicho eso -reaccionó Veyrenc.

– Lo ha dicho con todas las letras, y harías mejor en creerlo.

– Si alguien conoce a Armel, puede imitarlo.

– Sí, es imitable. A veces se diría que se imita a sí mismo.

– ¿Lo ves?

– Veyrenc, ¿tienes aunque sólo sea un elemento que vaya a tu favor?

– Desconfío cuando un asesino abandona su ADN en el lugar del crimen.

– Yo también -dijo Adamsberg visualizando el casquillito debajo de la nevera-. ¿Hablas del pañuelito dejado en el jardín?

– Sí.

– ¿Tienes algo más?

– ¿Por qué te habrá hablado Armel sólo una vez que te tuvo encerrado en el panteón?

– Para que no lo oyera.

– O para que no oyeras su voz, una voz que no habrías reconocido.

– Veyrenc, el chaval no negó el asesinato. ¿Con qué quieres salvarlo?

– Con lo que es. Lo conozco. Mi hermana se quedó en Pau después de su nacimiento. Imposible volver al pueblo con un niño sin padre. Yo estaba en el liceo. Dejé el internado para ir a vivir con ella durante siete años. Luego hice mis estudios allí, me hice profesor, estuve con ellos todo el tiempo. Conozco a Armel como la palma de mi mano.

– Y ahora me dirás que es un chico estupendo. Un buen chico que no aplastaba ni un sapo de pequeñito.

– ¿Por qué no? Desde su infancia hasta ahora, rara vez lo he visto desquiciado. La ira no forma parte de su panoplia, ni el asalto, ni el insulto. Es inasible, indisciplinado, perezoso, incluso indiferente. Nadie consigue poner nervioso a Armel. En cambio, puede decirse sin temor a errar que el hombre que espachurró a Vaudel estaba nervioso.

– Eso se disimula.

– Adamsberg, el fondo de ese asesino es destrucción. A Armel no se le ocurre destruir porque ni siquiera piensa en construir. ¿Sabes de qué vive, eh? Fabrica joyas y las distribuye a vendedores. Sin más ambición. Vagabundea, no da importancia a gran cosa. Entonces dime, ¿cómo un tipo así tendría suficiente deseo y energía para pasar horas destrozando a Plögener y a Vaudel?

– Lo que vi en mi casa no era un joven plácido. Yo de tu sobrino he visto el reverso. Vi a un tío particularmente irritado, un bruto, insultante, mordaz, surcado por el odio, que venía a pudrirme la vida. Y sin embargo, fue él a quien viste salir de mi casa, ¿no? A tu Armel.

– Sí -dijo Veyrenc turbado, sin ver siquiera a Danica cambiar los platos, traer el postre.

– Zavitek -dijo ella.

– Hvala, Danica. Acéptalo, Veyrenc. Hay un Zerk debajo de tu Armel.

– O hay un Zerk encima de mi Armel.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir: un papel, un personaje.

– Un segundo -dijo Adamsberg poniendo la mano sobre el brazo de Veyrenc para interrumpirlo-. Un papel. Sí, es posible.

– ¿Por qué?

– Para empezar porque hablaba con sorna, demasiada sorna. Luego porque su camiseta era nueva. ¿Ya lo habías visto vestido de gótico?

– Nunca. Se viste sin elegir, con lo primero que encuentra. Sin sabor, sin olor, sin valor. Ésa es aproximadamente la idea que se hace de sí mismo.

– ¿Cómo reaccionaba cuando se le hablaba de su padre?

– De niño pasaba vergüenza, de mayor bajaba la cabeza.

– Puede que haya otro elemento, Veyrenc. Mejor que ese pañuelo caído del cielo, mejor que el bueno de tu sobrino, mejor que su camiseta nueva. Pero todo depende de tu saber.

Veyrenc miró a Adamsberg intensamente. Cualesquiera que fueran su rencor y sus sospechas de entonces, había admirado a ese tipo, había esperado algo de esos sobresaltos tranquilos en el momento mismo en que su inteligencia parecía anegada, aunque hubiera que sacar barriles de lodo para encontrar un gramo de oro.

– ¿Existe en la familia de tu madre, entre tus antepasados cercanos o lejanos, un hombre, una mujer cuyo nombre te recuerde al de Arnold Paole?

Veyrenc se sentía decepcionado. Sólo era otro barril de lodo.

– Paole -dijo Adamsberg articulando cada letra-. Incluso deformado como Paolet, o afrancesado como Paul, Paulus, como quieras. Al menos un patronímico que empiece por P y A.

– Paole. ¿Es un apellido de dónde?

– Serbio. Como Plogojowitz, que fue deformado, disimulado bajo los patronímicos de Plogerstein, Plögener, Plog, Plogodrescu. Deja de lado Plogoff, que está en Bretaña y no tiene nada que ver.

– Ya me has hablado de ese Plogojowitz.

– Aquí no pronuncies fuerte ese apellido -dijo Adamsberg echando una ojeada a la sala.

– ¿Por qué?

– Ya te lo dije. Peter Plogojowitz es un vampiro, el primero. Vive aquí.

Adamsberg exponía el hecho con naturalidad, como acostumbrado a la creencia de Kisilova. El rostro preocupado de Veyrenc lo sorprendió.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿No entiendes que haya que hablar bajo?

– No entiendo lo que haces. ¿Persigues a un vampiro?

– No exactamente. Persigo al descendiente de un vampiro víctima de un vampiro en todo su linaje desde 1727.

Veyrenc sacudió lentamente la cabeza.

– Sé lo que hago, Veyrenc. Pregunta a Arandjel.

– El que tiene la llave.

– Sí. Es el que impide a Plogojowitz salir de su tumba. Está al final del claro, en la linde del bosque, no muy lejos de la cabaña donde dormiste. Igual sabes de cuál te hablo.

– No -dijo con firmeza Veyrenc, como si rechazara la existencia misma de esa tumba.

– Olvida a Plogojowitz -dijo Adamsberg ahuyentando el equívoco de un manotazo-. Limítate a buscar los apellidos de tus antepasados maternos, o sea los de Zerk. ¿Los conoces al menos?

– Muy bien. Practiqué la genealogía hasta el hartazgo.

– Perfecto. Escríbelos en el mantel. ¿Hasta cuándo puedes remontarte?

– Hasta 1766, con veintisiete apellidos.

– Será suficiente.

– No es complicado de establecer, todos los antepasados se casaron con los del pueblo de al lado. Los más audaces llegaron a seis kilómetros. Imagino que hacían el amor en el puente chico del Jaussène.

– Es la tradición, por lo que parece.


Adamsberg arrancó el trozo de mantel cuando Veyrenc hubo acabado su lista, que no contenía el menor rastro de Paole.

– Escúchame bien, Veyrenc. El asesino de Pierre Vaudel-Plog y de Conrad Plögener pertenece al linaje de Arnold Paole, muerto en 1727 en Medwegya, no lejos de aquí. Zerk no desciende de ningún Paole. O sea que sólo nos quedan dos soluciones para tu sobrino.

– Deja de llamarlo «mi sobrino». También es tu hijo.

– No tengo ganas de decir «mi hijo». Prefiero decir «tu sobrino».

– Ya lo había entendido.

– Una de dos, o tu sobrino cometió los crímenes manipulado por un Paole, o los cometió un Paole que dejó el pañuelito de tu sobrino. En ambos casos, hay que encontrar al descendiente de Arnold Paole.

Danica ponía dos vasitos en la mesa.

– Cuidado -dijo Adamsberg-. Es rakija.

– ¿Y?

– Prueba. Nunca habría muerto en el panteón si hubiera tenido rakija.

– Froissy -dijo Veyrenc con cierta nostalgia al recordar las tres botellitas de coñac-. ¿Y cómo vamos a encontrar un descendiente de Paole?

– Sabemos una cosa de él. Es un Paole quien tiene influencia en tu sobrino y quien lo conoce lo suficiente para poder imitarlo. Busca a alguien en su entorno, una figura paterna de sustitución a quien vea a menudo, a quien admire, a quien tema.

– Tiene veintinueve años. No sé gran cosa de su vida desde que está en París.

– ¿Y su madre?

– Su madre se casó hace cuatro años, vive en Polonia.

– ¿No ves a nadie que corresponda?

– No. Y eso no explica, si no cometió el asesinato, que ante ti se jactara de haberlo hecho.

– Sí -dijo Adamsberg invirtiendo los papeles-. Transformación de Armel en Zerk, para él es un chollo. Pasa de bueno a malo, de débil a poderoso. Si un Paole lo ha manipulado, habrá contado con eso. «El hijo mata al padre.» Es lo que me dijo. Armel es avisado por Mordent, obedece y se fuga, y descubre el periódico. ¿Estás de acuerdo?

– Sí.

– Su cara está en la primera plana de los periódicos, bruscamente se ha convertido en un personaje eminente, un monstruo impresionante, opuesto al comisario Adamsberg. Primero es el estupor. Pero luego es la ocasión. ¡Qué poder nuevo le acaba de caer en las manos! ¡Qué formidable oportunidad de vengarse de su padre! ¿Qué peligro había en interpretar ese papel por un día? Ninguno. ¿Qué ganaba con eso? Mucho: laminar al padre, mostrarle su falta, hacerle sentir vergüenza y culpabilidad. ¿Se plantea la cuestión del pañuelo? ¿De la presencia de su ADN en el lugar del crimen? Ni siquiera. Simple error de análisis según él, que quedará rectificado en poco tiempo. Como lo demuestra el que le hayan dicho que huya, en espera de que todo vuelva a la normalidad. No tiene mucho tiempo, es una suerte, un golpe del destino, quiere aprovecharlo. Presentarse en casa del padre, vestido como lo exige el guión. Hablar como un asesino, convertirse en Zerk, insultar, destruir a ese hijoputa de Adamsberg. Mira, Adamsberg, mira, tu hijo es un criminal, tu hijo te domina y te aplasta. La culpa es tuya, ve a sufrir como sufrí yo. Arrepiéntete, chilla, es demasiado tarde. Y luego irse, la broma ha surtido efecto, el remordimiento y la angustia han penetrado en la cabeza de Adamsberg, el padre está inmovilizado, la venganza está hecha. Tu sobrino no es tan dulce como crees.

– Contigo.

– Sí. Ya está satisfecho, purgado. Pero no se publica ningún desmentido acerca del ADN. Sigue siendo el asesino de Garches. La broma se invierte. Necesitaría a su padre, pero lo ha confesado todo, lo ha reconocido todo. Aterrorizado, Armel se oculta, condenado a huir. Una salida que cualquier hombre un poco hábil y manipulador podía prever. ¿Quién? Un tipo que lo conoce desde hace mucho tiempo, un tipo que lo tiene dominado.

– El jefe del coro -dijo Veyrenc dando un golpe en la mesa con el vaso-. Germain. Lo tiene dominado. Nunca me cayó bien, ni a mi hermana, pero Armel lo encaja todo.

– Explica.

– Armel es tenor, cantaba en el coro de Notre-Dame de La Croix-Faubin desde los doce años. Muchas veces lo acompañé, asistí a los ensayos. El jefe del coro lo sojuzgó. Es su estilo.

– ¿De qué manera?

– Dándole una de cal y otra de arena, alternando alabanzas y humillaciones. Armel se volvió como de plastilina en sus manos. No era su única presa. Germain tenía una buena quincena de personas dominadas. Luego se fue a ejercer en París y, al final, la cosa paró. Se acabó Notre-Dame de La Croix-Faubin. Pero cuando Armel fue a trabajar a París, la cosa volvió a empezar. Cantó el solo en una misa de Rossini y tuvo su éxito. Estaba encantado. A los veintiséis años, volvió a transformarse en cera. Hace dos años, Germain fue procesado por acoso, y el coro se disolvió. El tonto de Armel estaba disgustadísimo.

– ¿Seguía viéndolo?

– Él asegura que no, pero creo que miente. Es posible que el tipo lo invite, le gusta oír a Armel cantar sólo para él. Eso halagaba al niño y sigue halagando al adulto. Armel se siente importante para el padre, y el padre entonces lo posee.

– ¿El padre?

– En el sentido religioso. El padre Germain.

– ¿Conoces su verdadero nombre?

– No. No lo llamábamos de otra manera.


Danglard había salido de la Brigada, se había quitado el traje y yacía en camiseta delante del televisor, tomándose pastillas para la tos una tras otra para tener ocupadas las mandíbulas. Tenía el móvil en una mano, las gafas en la otra, comprobaba cada cinco minutos si lo llamaban. Las quince cero cinco, llamada del extranjero, el 00381. Se enjugó las mejillas con el pañuelo, descifró el texto: «Salido de la tumba. Buscar padre Germain, coro N.-D. Croix-Faubin».

Pero ¿qué tumba, maldita sea? Danglard tecleó rápidamente con las manos húmedas, la garganta anudada de ira y los músculos relajados de alivio: «¿Por qué no avisó antes?».

– Sin cobertura. Desfase horario -contestó Adamsberg-. Entonces he dormido.

Es verdad, pensó Danglard con remordimiento. No se extrajo del sótano hasta las doce y media, remolcado por Retancourt.

– ¿Qué tumba? -tecleó.

– Panteón de los 9 de Plogojowitz. Mucho frío. He recuperado los 2 pies.

– ¿Del primo de mi tío?

– Los míos. Vuelvo mañana.

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