11

El teniente Noël y Voisenet estaban cara a cara, a cada lado de la puerta, cerrando el paso cada uno con un brazo, en doble barrera, a un hombre poco intimidante.

– Nada demuestra que son ustedes policías -repetía-. Nada demuestra que no son ustedes ladrones, asaltadores. Sobre todo usted -dijo señalando a Noël, que tenía la cabeza casi rapada-. Quiero ver al hombre con quien he quedado, habíamos quedado a las cinco y media, y quiero ser puntual.

– El hombre en cuestión no está visible -dijo Noël acentuando su sorna insolente.

– Enseñen sus carnets. Nada me lo demuestra.

– Ya se lo hemos explicado -dijo Voisenet-, los carnets están en nuestras chaquetas, las chaquetas están en la casa y, si soltamos esta puerta, usted entrará. Y todo el perímetro está prohibido.

– Por supuesto que entraré.

– Entonces no hay solución.

El hombre, consideró Adamsberg al aproximarse al grupo, era obtuso o valiente para su estatura media y su cuerpo grueso. Porque, si pensaba estar tratando con asaltadores, lo mejor habría sido abandonar inmediatamente toda discusión y largarse. Pero el tipo tenía cierto aspecto profesional, cierto aspecto digno y seguro de sí, con la cabeza alta y el ademán un tanto rígido del hombre de responsabilidad, en cualquier caso del hombre decidido a hacer su trabajo pase lo que pase, siempre que su traje no sufriera. ¿Vendedor de seguros? ¿Marchante de arte?

¿Jurista? ¿Banquero? También había, en su lucha contra los brazos de los dos policías, el indicio de un claro reflejo de clase. No era de los que uno podía echar, en todo caso no unos tipos como Noël y Voisenet. Parlamentar con ellos estaba por encima de su condición, y puede que fuera esa convicción social, ese fundamental desprecio de casta lo que hacía las veces de valentía al límite de la inconsciencia. No temía nada de sus inferiores. Aparte de esa postura, su rostro ingenioso y anticuado debía de resultar, cuando estaba en reposo, más bien simpático. Adamsberg puso las manos en la barrera de antebrazos plebeyos y lo saludó.

– Si son policías, no pienso irme de aquí sin haber visto a su superior -dijo el hombre.

– Soy el superior. Comisario Adamsberg.

Ese asombro, esa decepción, Adamsberg los había visto muchas veces en muchas caras. Así como, enseguida, la sumisión al grado fuese cual fuese su extraño titular.

– Encantado, comisario -contestó el hombre tendiéndole la mano por encima de los brazos-. Paul de Josselin. Soy el médico del señor Vaudel.

Demasiado tarde, pensó Adamsberg estrechándole la mano.

– Lo siento, doctor, el señor Vaudel no está visible.

– Eso he entendido. Pero como médico suyo tengo derecho a ser informado, ¿no es así? ¿Está enfermo? ¿Ha fallecido? ¿Está hospitalizado?

– Está muerto.

– En su domicilio entonces. Si no, no habría todo este despliegue policial.

– Exactamente, doctor.

– ¿Cuándo? ¿Cómo? Lo visité hace quince días, y tenía todos los pilotos en verde.

– La policía se ve obligada a reservar sus informaciones. Es lo que se hace en caso de asesinato.

El médico frunció el ceño y pareció mascullar la palabra «asesinato». Adamsberg se dio cuenta de que seguían hablando a cada lado de los brazos, como dos vecinos apoyados en una valla. Brazos mantenidos sin pestañear por los tenientes inmóviles, sin que a nadie se le ocurriera modificar esa disposición. Tocó con el dedo en el hombro de Voisenet y deshizo la barrera.

– Vamos fuera -dijo Adamsberg-. El suelo debe protegerse de la contaminación.

– Entiendo, entiendo. Y tampoco podrá decirme nada, ¿verdad?

– Puedo decirle lo que saben los vecinos. El suceso se produjo en la noche del sábado al domingo. Descubrieron el cuerpo ayer por la mañana. El jardinero, que volvió hacia las cinco, dio la alerta.

– ¿Por qué la alerta? ¿Gritaba?

– Según el jardinero, Vaudel dejaba las luces encendidas por la noche. Al regresar el jardinero, todo estaba apagado, cuando su patrón tenía un miedo fóbico a la oscuridad.

– Lo sé, se remontaba a su infancia.

– ¿Era usted su médico o su psiquiatra?

– Su médico de cabecera y, al mismo tiempo, su osteópata somatópata.

– Bien -dijo Adamsberg sin entender-. ¿Le hablaba de él?

– En absoluto, le horrorizaba la psiquiatría. Pero lo que sentía yo en sus huesos me daba mucha información. A título médico, le tenía muchísimo aprecio. Vaudel era un caso excepcional.

El médico se calló ostensiblemente.

– Ya veo -dijo Adamsberg-. No me dirá más si no le digo más. El secreto profesional bloquea las maniobras por ambas partes.

– Perfectamente.

– Comprenderá que debo saber qué hizo usted en la noche del sábado al domingo, entre las once y las cinco de la mañana.

– Ningún problema, lo acepto muy bien. Teniendo en cuenta que la gente duerme a esas horas y que no tengo mujer ni hijos, ¿qué quiere que le diga? Por las noches estoy en la cama, salvo que haya una urgencia. Usted ya conoce esas cosas.

El médico vaciló, sacó su agenda del bolsillo interior y se estiró la chaqueta para colocarla bien.

– Francisco -dijo-, el portero del edificio, que está paralítico y a quien trato gratuitamente, me llamó hacia la una. Se había caído entre la silla de ruedas y la cama, tenía la tibia como una escuadra. Le enderecé la pierna y lo metí en la cama. Al cabo de dos horas, volvió a llamar: se le había hinchado la rodilla. Lo mandé a paseo y volví a visitarlo por la mañana.

– Gracias, doctor. ¿Conocía usted al hombre de faena, Émile?

– ¿El de las cinco en raya? Apasionante. Lo tuve de paciente. Reacio, claro, pero Vaudel se interesaba por él y lo obligaba a visitarme. De tres años a esta parte le disminuí mucho la violencia.

– Eso dice. Él atribuía la mejora a la edad.

– En absoluto -dijo el médico divertido, y Adamsberg se fijó en el rostro pícaro, risueño, disponible, que había adivinado bajo la pose despectiva-. La edad suele aumentar las neurosis. Pero estoy tratando a Émile y, poco a poco, llego a las zonas agarrotadas, las relajo, mientras el animal astuto va cerrando las puertas detrás de mí. Pero lo conseguiré. Su madre le pegaba cuando era pequeño, pero él nunca lo reconocerá. La idolatra.

– Entonces ¿cómo lo sabe?

– Aquí -dijo el médico poniendo el índice en la base de la cabeza de Adamsberg, ligeramente a la derecha de la nuca.

Lo cual le hizo sentir un leve pinchazo, como si el índice del médico hubiera estado dotado de un dardo.

– Caso interesante también -observó a media voz-, si me permite.

– ¿Émile?

– Usted.

– A mí no me pegaban, doctor.

– No he dicho eso.

Adamsberg dio un paso a un lado, apartando su cabeza de la curiosidad del médico.

– ¿Tenía Vaudel, y no le pido ningún secreto profesional, enemigos?

– Muchos. Ése era el núcleo del problema. Enemigos amenazadores, incluso mortíferos.

Adamsberg se detuvo en el camino.

– No puedo darle nombres -adelantó el médico-. Y sería inútil. Eso está fuera del alcance de su investigación.

El móvil de Adamsberg vibró, y el comisario se excusó antes de contestar.

– Lucio -gruñó-, sabes que estoy trabajando.

– Si no te llamo nunca, hombre, es la primera vez. Uno de los gatitos no consigue mamar, se está debilitando. He pensado que igual podías rascarle la frente.

– Me importa un pito, Lucio, no puedo hacer nada. Si no sabe mamar, peor para él, es la ley natural.

– Pero si pudieras dormirla, calmarla…

– Así no beberá, Lucio.

– Eres un auténtico cabronazo y un hijo de puta.

– Sobre todo, Lucio -dijo Adamsberg un tono más alto-, no soy un mago. Y he tenido un día jodido.

– Yo también. No consigo encender los pitillos. Como veo mal, no doy con el extremo. Y como mi hija no me quiere ayudar, ¿qué voy a hacer?

Adamsberg se mordió los labios, y el médico se aproximó.

– ¿Un bebé que no puede mamar? -se informó cortésmente.

– Un gatito de cinco días -contestó abruptamente Adamsberg.

– Si le va bien a su interlocutor, puedo intentar algo. Debe de ser un bloqueo en el MRP del maxilar superior, No tiene por qué ser la ley natural, puede ser una torsión post-traumática a consecuencia de un nacimiento difícil. ¿Fue complicado el parto?

– Lucio, ¿es uno de los dos que sacamos a la fuerza?

– Sí, la blanquita con la punta de la cola gris, la única niña.

– Sí, eso es, doctor -confirmó Adamsberg-. Lucio empujó, y yo tiré de la mandíbula. ¿Habré tirado demasiado fuerte? Es una chica.

– ¿Dónde vive su amigo? Si lo desea, por supuesto -añadió agitando las manos, como si la vida en juego lo volviera repentinamente humilde.

– En París, en el 13.

– Yo en el 7. Si le parece bien, vamos juntos, y trato a la cría. Si puedo hacer algo, claro. Mientras tanto, que su amigo le humedezca todo el cuerpo, pero sobre todo sin mojarla.

– Vamos para allá -dijo Adamsberg con la impresión de lanzar una señal policial para una operación de peso-. Humedécela entera sin mojarla.

Un poco aturdido, con cierta sensación de haber soltado el timón, de verse sacudido tanto por los apaleadores como por el flujo migratorio, los médicos o los españoles sin brazos, Adamsberg dio instrucciones de cierre a sus adjuntos e invitó al doctor a subirse al coche.

– Es grotesco -dijo Adamsberg en la ronda-. Lo llevo a curar una gata cuando sobre Vaudel ha caído el infierno con las fauces abiertas enseñando los dientes.

– ¿Ha sido un crimen sucio? Tenía mucho dinero, ¿sabe?

– Sí. Todo irá a su hijo, supongo -añadió Adamsberg con voz falsa-. ¿Lo conoce?

– Sólo por el cerebro de su padre. Deseo, rechazo, deseo, rechazo, y así en ambos.

– Vaudel nunca quiso tenerlo.

– Sobre todo, no quería dejar una frágil descendencia expuesta a sus enemigos.

– ¿Qué enemigos?

– Si se lo dijera, a usted no le serviría. Locuras de un hombre surcadas por la edad, incrustadas en los pliegues de su ser. Trabajo de médico y no de policía. O trabajo de espeleólogo, teniendo en cuenta cómo estaba Vaudel.

– ¿Enemigos imaginarios entonces?

– No lo intente, comisario.


Lucio los esperaba, sentado en el cobertizo, dando palmaditas con su manaza a la gata tumbada en sus rodillas, envuelta en una toalla húmeda.

– Se va a morir -dijo con voz ronca, enturbiada de lágrimas, que Adamsberg no entendió, incapaz de concebir que uno pudiera emocionarse por un gato-. No puede mamar. ¿Quién es? -añadió sin amabilidad refiriéndose al médico-. No necesitamos público, hombre.

– Es un especialista en mandíbulas de gatos que no saben mamar. Déjale el sitio, Lucio, apártate. Dale el gato.

Lucio se rascó el brazo ausente y obedeció, desconfiado. El médico se sentó en el banco, rodeó la cabeza de la gatita con sus gruesos dedos -tenía las manos inmensas para su talla, casi comparables a la única mano de Lucio- y la palpó lentamente, aquí, allí, aquí de nuevo. Un charlatán, pensó Adamsberg, más disgustado de lo debido ante el cuerpecillo flojo del animal. Luego el médico pasó a la pelvis, aplicó la yema de los dedos en dos puntos, como si tocara el piano, y se oyó un ligero maullido.

– Se llama Charme -gruñó Lucio.

– Vamos a arreglarte esa mandíbula -dijo el médico-, Charme, todo va bien.

Sus gruesos dedos, que Adamsberg veía cada vez más enormes, como los diez brazos de Shiva, fueron a posarse en la mandíbula, pinzándola.

– ¿Qué, Charme? -murmuró con el pulgar aquí y el índice allí-. ¿Se te bloqueó el sistema al salir? ¿Te torció el comisario? ¿O tuviste miedo? Ten paciencia, en unos minutos estará arreglado Está bien. Me voy a ocupar de tu ATM.

– ¿Qué es eso? -preguntó Lucio receloso.

– La articulación temporo-mandibular.

La gatita se abandonó como masa de pan y luego se dejó llevar hasta la mama.

– Ya está -dijo el médico con voz arrulladora-. La ATM estaba caudal a la derecha y cefálica a la izquierda, así que no podía funcionar, obviamente, la lesión bloqueaba la succión. Ahora ya funciona. Vamos a esperar unos minutos para comprobar que todo va bien. De paso le he reequilibrado el sacro y los iliacos. Todo se debe a su nacimiento, un tanto deportivo, no se preocupen. Será más audaz, vigílenla. Aunque nada agresiva, tendrá buen carácter.

– De acuerdo, doctor -dijo Lucio, súbitamente deferente, con los ojos clavados en la gatita que mamaba con avidez.

– Siempre le gustará comer. Por estos cinco días.

– Como a Froissy -murmuró Adamsberg.

– ¿Es otra gata?

– Es una de mis agentes. Come sin parar, esconde la comida, y está delgadísima.

– Angustia -dijo el médico en tono cansino-. Habría que ver eso. Habría que ver a todo el mundo y a mí también. Aceptaría un vino o algo así -interrumpió de repente-, si no molesta a nadie. Es la hora del aperitivo. Y, aunque no lo parezca, estas cosas requieren energía.

En ese momento ya no había nada del burgués de casta que Adamsberg había visto detrás de los brazos de sus adjuntos. El médico se había aflojado la corbata y se pasaba los dedos por el pelo gris, con la expresión simple y plena de un tipo sudado que acaba de llevar a cabo un buen trabajo y que no lo tenía seguro una hora antes… Quería un trago el hombre, y esa alerta hizo reaccionar a Lucio inmediatamente.

– ¿Adónde va? -preguntó el médico mirando cómo Lucio iba directamente al seto del fondo.

– Su hija le tiene prohibido el alcohol y el tabaco. Los esconde en diferentes rincones entre los arbustos. Los cigarrillos están en doble caja de plástico, por la lluvia.

– Su hija lo sabe, claro.

– Claro.

– ¿Y él sabe que ella lo sabe?

– Claro.

– Así va el mundo, en la espiral del disimulo. ¿Qué le pasó en el brazo?

– Lo perdió en la Guerra Civil española cuando tenía nueve años.

– Pero tenía algo antes, ¿no? ¿Una herida sin cerrar? ¿Un mordisco? En fin, no sé, algo sin resolver, ¿no?

– Una cosa sin importancia -dijo Adamsberg en un susurro-. Una picadura de araña que le picaba.

– Se rascará siempre -dijo el médico en tono fatalista-. Está aquí -añadió golpeándose la frente-, grabado en las neuronas. Que siguen sin entender que el brazo ya no está. Eso atraviesa los años sin que el entendimiento pueda hacer nada.

– Entonces ¿para qué sirve el entendimiento?

– Para dar cierta seguridad a los hombres, y eso ya es mucho.

Lucio volvía con tres vasos y una botella que sujetaba con el muñón. Dispuso todo en el suelo del cobertizo, lanzó una larga mirada a la gatita pegada a la mama.

– ¿No estallará de tanto comer?

– No -dijo el médico.

Lucio sacudió la cabeza, llenó los vasos, pidió un brindis a la salud de la pequeña.

– El doctor sabía lo de tu brazo -dijo Adamsberg.

– Pues claro -dijo Lucio-. Una picadura de araña se rasca hasta el final de los finales.

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