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Adamsberg caminó más de una hora por el muelle, lado sol, escuchando a las gaviotas gritar en francés, móvil en mano, a la espera de una llamada de Londres que recibió a las dos y cuarto, tal como le había prometido Stock. La conversación fue muy breve, ya que Adamsberg sólo había hecho una pregunta al superintendente Radstock, a la cual bastaba responder con «sí» o «no».

«Yes», dijo Radstock, y Adamsberg le dio las gracias y colgó. Luego dudó unos instantes y eligió el número de Estalère. El cabo sería el único en no oponerle ni comentario ni crítica.

– Estalère, vaya a ver a Josselin al hospital, tengo un mensaje para él.

– Sí, comisario, apunto.

– Dígale que el árbol de Hampstead Heath está muerto.

– ¿Hampstead Heath, la colina de Highgate?

– Eso es.

– ¿Nada más?

– No.

– Así lo haré, comisario.

Adamsberg remontó lentamente la avenida, imaginando los tocones de Kiseljevo pudriéndose alrededor de la tumba.


¿Dónde volverán a crecer, Peter?

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