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Cuando el tren entró en el túnel que atravesaba la Mancha, Danglard inspiró ruidosamente y apretó sus mandíbulas. El viaje de ida no había mitigado su aprensión, y esa travesía bajo el agua le seguía pareciendo inaceptable; y los viajeros, inconsecuentes. Se veía con nitidez a sí mismo avanzar por ese conducto a toda prisa, recubierto de toneladas de golpes de mar.

– Se siente el peso -dijo con los ojos fijos en el techo del vagón.

– No hay peso -contestó Adamsberg-. No estamos bajo el agua, estamos bajo la roca.

Estalère preguntó cómo era posible que el peso del mar no hiciera presión en la roca hasta hundir el túnel. Adamsberg, paciente, determinado, le dibujó el sistema en una servilleta de papel: el agua, la roca, los litorales, el túnel, el tren. Luego hizo el mismo dibujo sin el túnel y sin el tren, para demostrarle que su existencia no modificaba el estado de las cosas.

– De todos modos -dijo Estalère-, el peso del mar tendrá que apoyarse en algún sitio.

– En la roca.

– Pero entonces la roca presionará más el túnel.

– No -prosiguió Adamsberg volviendo a dibujar el sistema.

Danglard hizo un gesto irritado.

– Lo que pasa es que imaginamos el peso. La masa monstruosa que tenemos por encima. El vernos engullidos. Meter un tren bajo el mar es una idea de dementes.

– No más que el comerse un armario -dijo Adamsberg cuidando su dibujo.

– Pero ¿qué demonios le ha hecho ese zamparmarios? Desde ayer no se habla de otra cosa.

– Busco su manera de pensar, Danglard. Busco los pensamientos del zamparmarios, o del cortapiés, o del tipo cuyo tío fue devorado por un oso. Pensamientos humanos que, como perforadoras, abren negros túneles submarinos cuya existencia no sospechábamos siquiera.

– ¿A quién han devorado? -preguntó Estalère súbitamente atento.

– Al tío de un tipo en los hielos -repitió Adamsberg-. Fue hace un siglo. Sólo quedaron sus gafas y un cordón. Pero el sobrino quería a su tío. A partir de ahí todo dio un vuelco. Mató al oso.

– Eso es razonable -dijo Estalère.

– Pero se llevó el cadáver a Ginebra para regalárselo a su tía. Que lo instaló en el salón. Danglard, el colega Stock le ha pasado un sobre en la estación. Su informe preliminar, supongo.

– Radstock -corrigió Danglard con tono lúgubre y la mirada todavía fija en el techo del tren, vigilando el peso del mar.

– ¿Interesante?

– No nos importa. Son sus pies, que se los quede para él.

Estalère retorcía una servilleta entre los dedos, concentrado, con la cabeza inclinada hacia las rodillas.

– En cierto modo -interrumpió-, el sobrino lo que quería era llevar un recuerdo de su tío a la viuda, ¿no?

Adamsberg asintió y volvió a Danglard.

– Hábleme del informe de todos modos.

– ¿Cuándo salimos de este túnel?

– Dentro de dieciséis minutos. ¿Qué ha averiguado Stock, Danglard?

– Pero, por lógica -aventuró Estalère vacilante-, si el tío estaba en el oso y el sobrino…

Se interrumpió y volvió a bajar la cabeza preocupado, rascándose el pelo rubio. Danglard suspiró, ya fuera por los dieciséis minutos, o por esos pies inmundos que quería dejar atrás, ante la puerta olvidada de Highgate. O porque Estalère, tan obtuso como curioso, era el único miembro de la Brigada incapaz de distinguir lo útil de lo inútil en Adamsberg. Incapaz de hacer caso omiso a una sola de sus observaciones. Para el joven, cada palabra del comisario tenía por fuerza un sentido, y él lo buscaba. Y para Danglard, cuya mente elástica franqueaba las ideas a paso veloz, Estalère representaba un desperdicio de tiempo irritante y constante.

– Si no hubiéramos acompañado a Radstock anteayer -prosiguió el comandante-, si no nos hubiéramos topado con ese chalado de Clyde-Fox, si Radstock no nos hubiera arrastrado hasta el cementerio, no tendríamos noticia de esos pies infames y los abandonaríamos a su suerte. Su destino es británico y seguirá siéndolo.

– No está prohibido interesarse por el asunto -dijo Adamsberg-. Cuando se le cruza a uno en el camino.

Y con toda seguridad, pensó, Danglard no había conseguido despedirse de la mujer de Londres en términos tan tranquilizadores como habría querido. Su ansiedad volvía a campar a sus anchas, deslizándose de nuevo en los recovecos de su alma. Adamsberg se imaginaba la mente de Danglard como un bloque de fina caliza en el que la lluvia de las dudas había horadado innumerables oquedades donde iban a alojarse a modo de charcos las preocupaciones no resueltas. Cada día, tres o cuatro de esas oquedades estaban simultáneamente en actividad. A esas horas, la travesía del túnel, la mujer de Londres, los pies de Highgate. Tal como se lo había explicado Adamsberg, la energía que gastaba Danglard en resolver esas cuestiones y secar las oquedades era vana, porque apenas una oquedad quedaba saneada, liberaba espacio para crear otras, repletas de nuevas preguntas perforadoras. Al ocuparse de ellas constantemente, impedía que se produjera su sedimentación tranquila y el relleno natural de los huecos por el olvido.

– De nada sirve alarmarse, ya dará noticias -afirmó Adamsberg.

– ¿Quién?

– Abstract.

– Por lógica -interrumpió Estalère, que seguía su propio raíl-, el sobrino debería haber dejado al oso con vida y haber traído los excrementos a su tía. Puesto que el tío estaba en el vientre del oso, y no en su piel.

– Precisamente -dijo Adamsberg satisfecho-. Todo depende de la idea que se hace el sobrino del tío y del oso.

– Y de su tía -añadió Danglard, serenado por la certidumbre de Adamsberg acerca de Abstract y de las noticias que ésta le daría-. Tía de la que no sabemos si prefería recibir la piel o el excremento del oso en representación del difunto.

– Todo depende de la idea que se haga uno -repitió Adamsberg-. ¿Cuál era la idea del sobrino? ¿Que el alma del tío se había difundido en el oso hasta la punta de sus pelos? ¿Qué idea había metido el tecófago en el armario? ¿Y el cortapiés? ¿Qué alma se alojaba en las tablas de madera, en los extremos de los pies? ¿Qué dice Stock, Danglard?

– Deje los pies, comisario.

– Me recuerdan algo -dijo Adamsberg con voz incierta-. Un dibujo, o un escrito.

Danglard detuvo a la azafata que pasaba con champán, y cogió una copa para él y otra para Adamsberg, colocando ambas en su propia mesita. Adamsberg bebía con poca frecuencia, y Estalère nunca, porque el alcohol le daba mareo. Le habían explicado que ése era precisamente el objetivo que se buscaba, y ese principio lo había dejado estupefacto. Cuando Danglard bebía, Estalère le lanzaba miradas de intensa curiosidad.

– Quizá -reanudó Adamsberg- fuera la historia incierta de un hombre que buscaba sus zapatos en la noche. O que estaba muerto y volvía para reclamar sus zapatos. Me pregunto si Stock lo sabe.

Danglard vació rápidamente la primera copa, desprendió su mirada del techo para mirar a Adamsberg, medio envidioso, medio desolado. A veces Adamsberg se convertía en un atacante denso y peligroso. No sucedía a menudo, pero entonces era posible hacerle frente. En cambio, ofrecía menos puntos de agarre cuando su materia mental se dislocaba en masas movedizas, que era lo que ocurría normalmente. Y ninguno en absoluto cuando ese estado se intensificaba hasta la dispersión, como en ese momento, propiciado por el balanceo del tren, que abolía las coherencias. Adamsberg parecía entonces desplazarse como quien se lanza desde un trampolín, con el cuerpo y los pensamientos ondulando gráciles sin objetivo. Sus ojos seguían el movimiento, adoptando el aspecto de algas pardas, transmitiendo a su interlocutor una sensación de evanescencia, de deslizamiento o de inexistencia. Acompañar a Adamsberg en sus extremos era adentrarse en el agua profunda, los peces lentos, los cienos untuosos, las medusas oscilantes, era ver contornos imprecisos y matices turbios. Acompañarlo demasiado tiempo era correr el riesgo de dormirse en esa agua tibia y hundirse. En esos momentos especialmente acuosos, argumentar con él era tan imposible como tratar de hacerlo con la espuma, las burbujas, las nubes. A Danglard le irritaba rabiosamente que Adamsberg lo hubiera llevado una vez más a ese estado líquido, precisamente cuando estaba atravesando la doble prueba del túnel de la Mancha y de la incertidumbre de Abstract. También le irritaba entrar con tanta frecuencia en las brumas de Adamsberg.

Se echó al coleto la otra copa de champán, rememoró rápidamente el informe de Radstock para extraer hechos acotados, precisos y tranquilizadores. Adamsberg lo veía, poco deseoso de explicar a Danglard el espanto en que lo habían sumido esos pies. El comearmarios, la historia del oso, no eran sino distracciones ínfimas para tratar de rechazar la imagen de la acera de Highgate, alejarla de sí y de la cabeza todavía frágil de Estalère.

– Hay diecisiete pies -dijo Danglard-, a saber, ocho pares y uno suelto. O sea nueve personas.

– ¿Personas o cuerpos?

– Cuerpos. Parece seguro que fueron cortados post mortem, con una sierra. Cinco hombres y cuatro mujeres, todos adultos.

Danglard hizo una pausa, pero la mirada de alga de Adamsberg esperaba con intensidad el resto.

– Esas operaciones fueron realizadas seguramente en los cadáveres antes de ser inhumados. Radstock apunta: «¿En morgues? ¿En las cámaras frías de los establecimientos de pompas fúnebres?». Y según el estilo de los zapatos, detalle que queda por afinar, esto se habría producido hace diez o veinte años y a lo largo de un periodo prolongado. En resumen, un hombre que cortaba un par de pies por aquí, un par por allá, con el paso del tiempo.

– Hasta que se cansó de su colección.

– ¿Quién dice que se haya cansado?

– El suceso mismo. Imagínese, Danglard. Ese hombre acumula trofeos durante diez o veinte años, y es un trabajo diabólicamente difícil. Los almacena con pasión en un congelador. ¿Dice algo de eso Stock?

– Sí. Hubo sucesivas congelaciones y descongelaciones.

– O sea que el Cortapiés los sacaba de tanto en cuando para mirarlos o para Dios sabe qué. O para trasladarlos.

Adamsberg se recostó en el asiento, y Danglard echó una ojeada al techo. Dentro de unos minutos, saldrían de esa charca.

– Y una noche -prosiguió Adamsberg-, a pesar de lo que le costó reunir toda esa colección, el Cortapiés abandona su preciado tesoro. Así, sin más, en plena vía pública. Lo deja todo, como si ya no le interesara. O, y eso sería todavía más inquietante, como si ya no le bastara. Al igual que los coleccionistas que se deshacen de su botín para lanzarse a una nueva empresa, pasando a un estadio superior y más perfecto de su búsqueda. El Cortapiés pasa a otra cosa. A otra cosa mejor.

– O sea peor.

– Sí, se adentra aún más en su túnel. Stock tiene razones para estar preocupado. Si logra seguir la pista, pasará por etapas impresionantes.

– ¿Hasta dónde? -preguntó Estalère, sin dejar de escudriñar el efecto del champán en Danglard.

– Hasta el suceso insoportable, cruel, devorador, que desencadena toda la historia para acabar en aberraciones que se alojan en zapatos o en armarios. Luego se abre el túnel negro, con sus escalones y sus meandros. Y Stock bajará para meterse en él.

Adamsberg cerró los ojos, pasando sin transición real al aparente estado de sueño o de evasión.

– No puede afirmarse que el Cortapiés esté pasando un nivel -se apresuró a replicar Danglard antes de que Adamsberg se le escapara del todo-. Ni que se esté deshaciendo de su colección. Lo único que se sabe es que la ha depositado en Highgate. Y maldita sea, no es ninguna tontería. Puede decirse que ha hecho una ofrenda.

El tren salió en una exhalación al aire libre, y la frente de Danglard se relajó. Su sonrisa animó a Estalère.

– Comandante -murmuró éste-, ¿qué pasó en Highgate?

Como solía pasar, y siempre sin querer, Estalère ponía el dedo en el lugar crucial.

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