9

Émile volvió a sentarse en el escalón, sonado. Adamsberg permanecía de pie, apoyado en el marco de la puerta, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados en el vientre, único signo tangible de una reflexión en curso, según sus colegas. Mordent iba y venía moviendo los brazos, la mirada desplazándose con viveza y sin razón. En realidad, Adamsberg no estaba reflexionando sino pensando que Mordent tenía todo el aspecto de la garza que acaba de encontrar un pez y lo aferra con el pico, todavía feliz de su rápida presa. En este caso Émile, que rompió el silencio mientras se liaba torpemente un cigarrillo.

– No es normal lo de desheredar al hijo.

Había demasiado papel en el extremo del cigarrillo, se encendió a modo de antorcha que fue a chisporrotear en su pelo gris.

– Le gustara o no, no deja de ser su hijo -prosiguió Émile frotándose la mecha, que exhalaba un olor a cerdo quemado-. Y a mí tampoco me quería tanto. Aunque supiera que me iba a sentir nostálgico, y me siento nostálgico. Debería ir todo a Pierre.

– Es usted un tipo caritativo, ¿verdad? -dijo Mordent.

– No, sólo digo que no es normal. Pero aceptaré mi parte, vamos a respetar la voluntad del viejo.

– Muy práctico el respeto.

– No sólo está el respeto. También está la ley.

– También es práctica la ley.

– A veces. ¿Tendré la casa?

– Ésta o las otras -intervino Adamsberg-. Le costará un pico la mitad de la herencia que le toca. Pero le quedarán al menos dos casas y una buena pasta.

– Traeré a mi madre a vivir conmigo y compraré el perro.

– Se organiza usted rápido -dijo Mordent-. Ni que lo tuviera todo preparado.

– ¿Qué pasa? ¿No es normal querer vivir con su madre?

– Digo que no parece muy sorprendido. Digo que ya está haciendo planes. Al menos podría tomarse el tiempo de digerir la noticia. Son cosas que se hacen.

– Las cosas que se hacen me la sudan. Ya lo he digerido. No veo por qué voy a pasar horas con esto.

– Digo que usted sabía que Vaudel le legaba sus bienes. Digo que conocía su testamento.

– Ni siquiera. Pero me prometió que un día sería rico.

– Eso viene a ser lo mismo -dijo Mordent con la boca hendida del tipo que ataca al pez por los flancos-. Él le dijo que heredaría.

– Ni siquiera. Me lo leyó en las líneas de la mano. Conocía los secretos de las líneas y me los enseñó. Aquí -dijo enseñando la palma y señalándose la base del anular derecho-. Aquí es donde vio que sería rico. Eso no quería decir que se tratara de su dinero, ¿eh? Juego a la primitiva, creí que me vendría de eso.

Émile se sumió súbitamente en el silencio, mirándose la palma de la mano. Adamsberg, que observaba el juego cruel de la garza y el pez, vio pasar por el rostro del jardinero el rastro de un antiguo temor que nada tenía que ver con la agresividad de Mordent. Los picotazos del comandante no parecían inquietarlo ni irritarlo. No, era el asunto de las líneas de la mano.

– ¿Leía más cosas en sus manos? -preguntó Adamsberg.

– No mucho, aparte de lo de la riqueza. Mis manos le parecían corrientes, y él decía que era una suerte. A mí no me molestaba. Pero, cuando quise ver las suyas, la cosa cambió. Cerró los puños. Dijo que no había nada que ver, dijo que no tenía líneas. ¡Que no tenía líneas! Parecía tan de mala onda que más valía no insistir, y esa noche no jugamos a las cinco en raya. ¡No tenía líneas! Eso sí que no es normal. Si pudiera ver el cuerpo, miraría si es verdad.

– No se puede ver el cuerpo. De todos modos, las manos están hechas cisco.

Émile se encogió de hombros decepcionado, mirando a la teniente Retancourt avanzar hacia ellos a grandes zancadas inelegantes.

– Parece amable -dijo.

– No se fíe -dijo Adamsberg-. Es el animal más peligroso del equipo. Está aquí desde ayer por la mañana sin interrupción.

– ¿Cómo lo hace?

– Sabe dormir de pie sin caerse.

– No es normal.

– No -confirmó Adamsberg.

Retancourt se detuvo delante de ellos y dirigió un signo afirmativo a los dos hombres.

– Que sí, que de acuerdo -dijo.

– Perfecto -dijo Mordent-. ¿Vamos allá, comisario? ¿O seguimos con la quiromancia?

– No sé qué es la quiromancia -replicó Adamsberg cortante.

¿Qué demonios le pasaba a Mordent, ese buen pajarraco desplumado, amable y competente? Irreprochable en el trabajo, experto en cuentos y leyendas, diserto y conciliador… Adamsberg sabía que la elección, entre sus dos comandantes, de llevar a Danglard al coloquio de Londres había irritado a Mordent. Pero formaría parte del siguiente grupo para ir a Ámsterdam. Era equitativo, y Mordent no era de los que se quedan mucho tiempo irritados, ni era su estilo privar a Danglard de una inmersión británica.

– Es la ciencia de las líneas de la mano. O sea una pérdida de tiempo. Y el tiempo es algo que se desperdicia demasiado aquí. Émile Feuillant, hace un momento se preguntaba usted dónde iba a dormir esta noche; parece que la cuestión se ha resuelto.

– En la casa.

– En el cobertizo -rectificó Retancourt-. La casa está todavía precintada.

– Bajo arresto -dijo Mordent.

Adamsberg se despegó de la pared y dio unos pasos por la alameda, con las manos en los bolsillos. Hacía crujir la grava bajo las suelas, le gustaba ese ruido.

– Eso no es de su competencia, comandante -dijo separando las palabras-. Todavía no he llamado al inspector de división, que todavía no ha llevado la demanda ante el juez. Demasiado pronto, Mordent.

– Demasiado tarde, comisario. El inspector de división me ha llamado, y el juez ha ordenado el arresto domiciliario de Émile Feuillant.

– ¿Ah sí? -dijo Adamsberg girándose con los brazos cruzados-. ¿Llama el inspector de división, y usted no me lo pasa?

– Dijo que no quería hablar con usted. Tuve que obedecer.

– No es el procedimiento.

– Usted se pasa los procedimientos por el forro.

– Ahora no. Y el procedimiento dice que este arresto es prematuro y no motivado. Hay las mismas razones para seguir al hijo Vaudel, o a algún miembro de la familia del pintor. Retancourt, ¿cómo es esa familia?

– Como un bloque soldado, devastado, obnubilado por la revancha. La madre se mató siete meses después de su hijo. El padre es mecánico, los otros dos hijos están en las carreteras, uno con camiones, otro en la Legión.

– ¿Qué dice de esto, Mordent? Vale la pena echar una ojeada, ¿no? ¿Y Pierre hijo desheredado? ¿No cree que también estaba al corriente? ¿Qué mejor que hacer que acusen a Émile y quedarse con la herencia entera? ¿Se lo ha dicho al inspector de división?

– No tenía la información. Y la opinión del juez es terminante. Los antecedentes de Émile Feuillant pesan más que un burro muerto.

– ¿Desde cuándo se lanza un arresto basándose en una simple opinión? Sin esperar los análisis del laboratorio, sin ningún elemento material…

– Tenemos dos elementos materiales.

– Perfecto. Acepto ser informado. Retancourt, ¿los conoce?

Retancourt raspó el suelo con el pie, dispersando gravilla como un animal irritado. La teniente presentaba una carencia en sus cualidades fuera de normas: no estaba dotada para las relaciones sociales. Una situación ambigua, delicada, que exigiera reacciones sutiles o artificios, la dejaba incompetente e inerme.

– ¿Qué coño pasa, Mordent? -preguntó con voz ronca-. ¿Desde cuándo la justicia tiene tanta prisa? ¿Quién la apremia?

– Ni idea. Yo obedezco, eso es todo.

– Obedece demasiado -dijo Adamsberg-. ¿Los dos elementos?

Mordent alzó la cabeza. Émile se hacía olvidar, tratando de prender fuego a una ramita.

– Hemos contactado la residencia de ancianos donde vive la madre de Émile Feuillant.

– No es una residencia donde se vive -gruñó Émile-. Es un asilo donde se palma.

Émile soplaba ahora en la brasilla que había encendido al extremo de la ramita. Madera demasiado verde, notó Adamsberg, no prenderá.

– La directora lo confirma: hace al menos cuatro meses que Émile dijo a su madre que pronto irían a vivir a otro sitio juntos, y a todo plan. Todo el mundo lo sabe.

– Claro -dijo Émile-. Ya les he explicado que Vaudel me había predicho que sería rico. Se lo conté a mi madre; es normal, ¿no? ¿Tengo que repetir o qué? ¿Qué es esto, una guerra de nervios?

– Su explicación se tiene de pie -dijo tranquilamente Adamsberg-. ¿El segundo elemento, Mordent?

Esta vez, Mordent sonrió. Pisa firme, pensó Adamsberg, ataca al pez en el vientre. Mirándolo bien, Mordent tenía mala cara. Hundida, con violeta bajo los ojos hasta media mejilla.

– Hay estiércol de caballo en su camioneta.

– ¿Y qué? -dijo Émile dejando de soplar a la ramita.

– Hay cuatro pegotes de estiércol en la escena del crimen. El asesino lo llevaba en las botas.

– No tengo botas. No veo qué tiene que ver.

– Pues el juez sí lo ve.

Émile se había puesto de pie, había tirado la ramita, se había metido en el bolsillo el tabaco y las cerillas. Se mordía el labio con expresión súbitamente exhausta. Descorazonado, lamentable, inmóvil como un viejo cocodrilo. Demasiado inmóvil. ¿Acaso fue en ese momento cuando Adamsberg lo comprendió? Nunca tuvo la respuesta exacta. Lo que supo sin duda alguna es que se había apartado, alejándose de Émile, despejando espacio como para dejarle el terreno libre. Y Émile se disparó, precisamente con la rapidez irreal de un cocodrilo, tal que uno no tiene tiempo siquiera de ver el movimiento de ataque. Antes de poder contarlo, el reptil ha atrapado al ñu por el muslo. Antes de poder contarlo, Mordent y Retancourt estaban en el suelo, y resultaba imposible saber dónde había golpeado Émile. Adamsberg le vio alejarse por la alameda, saltar un muro. Lo atisbo aún cruzando un jardín, todo ello a una velocidad prodigiosa que sólo Retancourt podía igualar. Pero la teniente llevaba retraso. Se levantaba sujetándose el vientre, y se precipitaba en pos del hombre, lanzando toda su masa para aumentar la rapidez, elevando sin problema sus ciento diez kilos para saltar el murete.

– Refuerzos inmediatos -llamó Adamsberg por radio-. Sospechoso huido oeste-suroeste. Rodear la zona.

Más tarde, pero nunca tuvo la respuesta exacta, se preguntó si había puesto convicción en su voz.

A sus pies, Mordent se sujetaba la entrepierna, emitiendo un quejido jadeante, dejando brotar las lágrimas. Por automatismo, Adamsberg se inclinó sobre él, le sacudió vagamente el hombro en señal de comprensión.

– Operación calamitosa, Mordent. No sé qué es lo que intenta usted hacer, pero la próxima vez hágalo mejor.

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