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Adamsberg escuchaba al teléfono la cháchara de Weill que le preguntaba por las comidas y los vinos locales, ¿había probado al menos la col rellena?

Sus pasos lo llevaban tranquilamente a un paisaje que ya le empezaba a resultar familiar, casi suyo. Reconocía tal flor, tal ondulación del terreno, tal vista sobre los tejados. Se encontró en la bifurcación del camino forestal, estuvo a punto de dirigirse a la linde del bosque, retrocedió. Atraído, estás siendo atraído. Bajó en ángulo recto y enfiló el camino del río, dejando su mirada deambular por las alturas de los Cárpatos.

– ¿Me está escuchando, comisario?

– Por supuesto.

– Al fin y al cabo, estoy trabajando para usted.

– No, trabaja contra los oscuros poderes de arriba.

– Es posible -concedió Weill, a quien no gustaba ser pillado en flagrante delito de sentimientos honorables-. Empiezo por el tercer barrote de la escalera, escalera cuyos largueros, naturalmente, están apoyados en las bocas del infierno.

– Sí -dijo Adamsberg, distraído por una gran cantidad de mariposas blancas que jugaban en el calor, alrededor de su cabeza, como si fuera una flor.

– El juez del proceso de la niña Mordent se llama Damvillois. Localizado. Es un individuo mediocre de carrera estancada pero cuyo hermanastro es preeminente. Damvillois no puede negarle nada, cuenta con él para ascender. Cuarto barrote: el hermanastro, Gilles Damvillois, poderoso juez de instrucción de Gavernan, carrera meteórica, en situación de sacar la plaza de fiscal del Tribunal Supremo. Siempre y cuando el actual fiscal esté dispuesto a favorecer su candidatura. Quinto barrote: el actual fiscal del Tribunal Supremo, Régis Trémard, preparado para conseguir nada menos que la presidencia del Tribunal Supremo. Siempre y cuando el actual presidente coloque a Trémard antes que los demás.

Adamsberg se había adentrado en un sendero desconocido que bordeaba el meandro del Danubio y conducía a un antiguo molino. Las mariposas seguían acompañándolo, ya fuera porque se hubieran encariñado con él o porque se tratara de otras mariposas.

– Sexto barrote: el presidente del Tribunal Supremo, Alain Perrenin. Que ambiciona la vicepresidencia del Consejo de Estado. Siempre y cuando la actual vicepresidenta lo apoye. Creo que aquí ya empezamos a acercarnos. Séptimo barrote, la vicepresidenta del Consejo de Estado, Emma Carnot. Ya casi estamos. Llegó adonde está a codazo limpio, y tiene los codos puntiagudos, sin perder jamás medio día de su vida en tonterías, en descansos para la mente, en placeres y otras chorradas para personas sensibles. Trabajadora colosal, relaciones y puntos de apoyo en cantidad descomunal.

Adamsberg había penetrado en el antiguo molino y levantaba la cabeza para examinar la vieja estructura de vigas, dispuesta de manera distinta de la del antiguo molino de Caldhez. Las mariposas lo habían plantado en la semioscuridad. En el suelo, sentía bajo los pies una capa de excrementos de pájaro que formaba una alfombra blanda y agradable.

– Esa mujer apunta al Ministerio de Justicia -dijo Adamsberg.

– Y de allí, más alto aún. Apunta a todo, es una cazadora empedernida. A petición mía, Danglard registró el despacho de Mordent. Encontró el número personal de Emma Carnot, mal disimulado, estúpidamente pegado debajo de la mesa. Excusable en un cabo, criticable en un policía con grado de comandante. Mi opinión es inapelable: cuando uno no sabe memorizar diez números de teléfono, nunca debe meterse en chanchullos. Mi segunda opinión es la siguiente: arreglárselas siempre para que nadie le meta a uno una granada debajo de la cama.

– Por supuesto -dijo Adamsberg estremeciéndose al recordar a ese Zerk a quien había dejado huir.

Una auténtica bomba debajo de la cama, capaz de volarle las entrañas como a un sapo. Pero sólo él lo sabía. No, también Zerk, que desde luego tenía intención de usarla. «He venido a pudrirte la vida.»

– ¿Contento? -preguntó Weill.

– ¿De enterarme de que la mandamás del Consejo de Estado va a por mí? No del todo, Weill.

– Adamsberg, lo que tenemos que averiguar es por qué Emma Carnot no quiere bajo ningún concepto que encuentren al asesino de Garches. ¿Colaborador peligroso? ¿Hijo? ¿Antiguo amante? Dicen que ahora sólo frecuenta mujeres, pero hay quien susurra (y tengo uno que susurra muy fuerte desde el tribunal de apelación de Limoges) que hubo antaño un marido. Hace mucho tiempo. Siempre hay que ir a husmear en los viejos baúles de familia. Tercera opinión: disimular la propia familia y la propia sexualidad en un escondite inaccesible y, si es posible, quemarlo todo.

– Debe de ser lo que está intentando hacer.

– He estado buscando, Adamsberg. No encuentro ni matrimonio, ni relación alguna con el caso de Garches, ni con el de Pressbaum. Bueno, ni matrimonio, exagero.

Weill emitió un chasquido con la lengua, saboreó un pequeño silencio.

– La página que podría corresponder a su apellido de soltera en el ayuntamiento, ayuntamiento que podría ser suyo, puesto que nació en Auxerre, ha sido arrancada. La empleada asegura que una mujer «del ministerio» exigió estar sola con el registro para un «alto secreto». Pienso que nuestra Emma Carnot pierde los papeles. Se siente su nerviosismo. Una mujer de pelo negro, dijo la encargada. Cuarta opinión: no utilizar nunca peluca, es ridículo. Por tanto, estamos ante un matrimonio sustraído al conocimiento público.

– El asesino sólo tiene veintinueve años.

– Hijo del matrimonio. Ella lo protege. O se las arregla para que la locura de su hijo no sea una traba para su carrera.

– Weill, la madre de Zerk se llama Gisèle Louvois.

– Ya lo sé. Cabría pensar que Carnot se deshizo discretamente del recién nacido arreglando su adopción a cambio de un buen pellizco.

– Bien, Weill. Y ahora que estamos subidos en el séptimo barrote, ¿qué hacemos?

– Nos hacemos con el ADN de Carnot, lo comparamos con el del pañuelo y ya está. Facilísimo, las basuras del Consejo de Estado están todas las mañanas en la plaza del Palais-Royal. Los días de pleno, en esas basuras se encuentran botellas de agua y vasos de café que han aliviado la sed de los miembros del Consejo. Entre esas botellas, la de Carnot. Y mañana hay pleno. Desactive este móvil, comisario, y no lo encienda hasta mañana, a las siete de la mañana, sin falta.

– ¿Hora de París?

– Sí, las nueve para usted.

– Sin falta -registró Adamsberg, bruscamente aliviado de que fuera la vicepresidenta del Consejo de Estado quien hubiera engendrado a ese Zerk. Porque, si ni siquiera recordaba en absoluto haber hecho el amor con una Gisèle, de lo que estaba seguro era de no haberse acostado nunca con la vicepresidenta.

Colgó y quitó la batería al móvil de Weill. Al día siguiente, a las nueve. Tendría que explicar su salida matinal a la patrona de la krusma. Se mordió los labios. Había jurado de buena fe a Zerk que siempre recordaba los nombres y los rostros de las mujeres con quienes había hecho el amor. Y esa mujer era del día anterior. Se esforzó, pasó en revista las palabras que había oído, «krusma», «kafa», «danica», «hvala». Danica, eso era. Se detuvo delante de la puerta del molino, asaltado por una inquietud mucho mayor. El nombre del soldado serbio a quien Peter Plogojowitz había podrido la vida. Lo sabía todavía cuando tomó el camino del río. Pero la llamada de Weill se lo había quitado de la mente. Se cogió la cabeza con las manos, en vano.

El ruido vino de detrás, como de un saco arrastrado por el suelo. Adamsberg se volvió, no estaba solo en el molino.

– ¿Qué, capullo? -dijo la voz en la sombra.

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