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Su mochila estaba hecha, con el bolsillo delantero hinchado por las tres carpetas: la francesa, la inglesa y la austriaca. Encontrarse en la cocina le traía en desorden las imágenes de Zerk esa mañana, su largo enfrentamiento, el modo en que lo había dejado ir. Ve, Zerk, ve, ve a matar tranquilo, el comisario no ha movido un dedo para impedírtelo. «Inhibición de la acción», había dicho Josselin. Quizá ya se estuviera produciendo cuando se había eclipsado el domingo para dejar a Émile la posibilidad de huir, si es que fue eso lo que hizo. Pero la inhibición se había acabado, el hombre de los dedos de oro se la había quitado. Bajar al túnel de Kisilova, hundirse en ese pueblo edificado sobre su secreto. Había tenido buenas noticias de Émile, la fiebre había bajado. Se puso los dos relojes, levantó la mochila.

– Tienes visita -dijo Lucio llamando a la ventana.

Weill entraba plácidamente en la sala, impidiéndole el paso con su barriga. Lo usual era que uno se desplazara para visitar a Weill, nunca lo contrario. El hombre era neuróticamente casero, y cruzar París era para él una tarea penosa.

– He estado a punto de no encontrarlo -dijo sentándose.

– No tengo tiempo -dijo Adamsberg estrechándole la mano torpemente, ya que Weill tenía tendencia a ofrecerla con molicie, como para un beso-. Tengo que tomar un avión.

– ¿Tiempo para una cerveza?

– Apenas.

– Nos contentaremos con eso. Tome asiento, amigo mío

– añadió señalando una silla con ese tono ligeramente desdeñoso que le gustaba adoptar como si el lugar, cualquiera que fuera, le perteneciera-. ¿Se expatría? Parece una decisión sabia. ¿Destino?

– Kisilova. Un pueblecito serbio a orillas del Danubio.

– ¿También por lo de Garches?

– También.

– ¿Fuma? -preguntó Weill encendiendo su cigarrillo.

– He vuelto a empezar hoy.

– Preocupaciones -afirmó Weill.

– Sin duda.

– Seguro. Por eso tenía que hablarle.

– ¿Por qué no me ha llamado?

– Ya lo comprenderá. La tormenta reúne sus fuegos sobre su cabeza, no duerma bajo un árbol, no ande a descubierto. Ande a la sombra y corra.

– Deme detalles, Weill, los necesito.

– No tengo pruebas, amigo mío.

– Entonces deme motivos.

– El asesino de Garches tiene un protector.

– ¿Arriba?

– Seguramente. Un peso pesado que no tiene estados de ánimo. No desea que lleve el caso a buen fin. Han presentado un informe bastante pobre contra usted por ayudar a huir a un sospechoso, Émile Feuillant, y por falta sobre comprobación de coartada. Han pedido su destitución provisional. La idea era poner a Préval al mando de la investigación.

– Préval es un corrupto.

– Notorio. He escamoteado el informe.

– Gracias.

– Golpearán más fuerte, y mi ligero poder no podrá hacer nada. ¿Ha planeado algo, aparte de volar?

– Ir más rápido que ellos, atrapar la pelota antes de que toque el suelo.

– ¿Dicho de otro modo, coger al asesino por el cuello y exhibir pruebas? Ridículo, amigo mío. ¿Cree que no pueden disolver pruebas?

– No.

– Perfecto, entonces triplique su plan. Plan A, busque al asesino, de acuerdo. Es el aspecto consensual del asunto, pero no es la prioridad puesto que la verdad no sale necesariamente de la nasa, sobre todo cuando no es deseada. Plan B, averigüe quién, allá arriba, quiere abatirlo y prepare una contraofensiva. Plan C, prevea el exilio. Quizá por el Adriático.

– No es usted muy alegre, Weill.

– Ellos no son alegres. Nunca.

– No tengo ningún medio para identificar al hombre de allá arriba. Acorralando al asesino es como puedo aproximarme a él.

– No obligatoriamente. Lo que sucede allá arriba se oculta a los humildes. Así que parta de abajo. Puesto que los de arriba utilizan siempre a los de abajo que quieren ir hacia arriba. Y remonte por la escalera. ¿Quién está abajo, en el primer barrote?

– El comandante Mordent. Lo han utilizado a cambio de la promesa de absolver a su hija. Será juzgada dentro de dos semanas por tráfico de drogas.

– O por asesinato. La joven estaba grogui cuando Stubby Down fue abatido. Su amigo Bones pudo ponerle el arma en la mano y accionar el índice.

– ¿Y eso fue lo que pasó, Weill? ¿Es eso?

– Sí. Técnicamente, ella lo mató. En consecuencia, Mordent tiene que pagar muy caro para conseguir el intercambio. ¿Quién está en el segundo barrote, según usted?

– Brézillon. Él dirige a Mordent. Pero no creo que participe en el complot.

– Sin importancia. Tercer barrote de la escalera, el juez del proceso que ha aceptado por adelantado dejar a la niña Mordent en libertad. ¿Quién es y qué gana en contrapartida? Eso es lo que hay que saber, Adamsberg. ¿Quién le ha pedido la puesta en libertad, para quién trabaja?

– Lo siento -dijo Adamsberg acabando su cerveza-, no he tenido tiempo de preocuparme de eso. Lo comprendió Danglard. Los pies cortados, el infierno de Garches, la herida de

Émile, el asesinato austriaco, el tío serbio, el fusible que me saltó, la gata que parió, lo siento. No se me ocurrió ni tuve tiempo para ver esa escalera ni a todos esos tipos encaramados en ella.

– Ellos, en cambio, tuvieron todo el tiempo de ocuparse de usted. Lleva mucho retraso.

– No hay lugar a dudas. Las virutas de mis lápices ya están en manos de la policía de Aviñón, recogidas en casa de Pierre Vaudel. Sólo he diferido el detonador, sólo tengo cinco o seis días antes de que se me echen encima.

– No es que el trabajo me tiente -dijo Weill con languidez-, pero no me gustan. Son para mi mente lo que la cocina mediocre para mi estómago. Puesto que debe irse, puede que explore unos cuantos barrotes de la escalera en su lugar.

– ¿Al juez?

– Más allá, espero. Le llamaré. No a su línea normal ni desde la mía.

Weill puso dos móviles nuevos en la mesa y deslizó uno hacia Adamsberg.

– El suyo, el mío. No lo encienda hasta que haya pasado la frontera, y nunca cuando su otro teléfono esté en funcionamiento. ¿No tendrá GPS en su móvil normal…?

– Sí. Quiero que Danglard pueda localizarme en caso de que mi móvil me deje tirado. Suponga que me encuentro solo en la linde del bosque.

– ¿Y?

– Nada -dijo Adamsberg sonriente-, es sólo un demonio que ronda allí en Kisilova. También está Zerk, divagando por algún sitio.

– ¿Quién es Zerk?

– El Zerquetscher. Es el nombre que le dieron los vieneses. El Aplastador. Antes de Vaudel había destrozado a un hombre en Pressbaum.

– No lo busca a usted.

– ¿Por qué no?

– Quite el GPS, Adamsberg, es usted imprudente. No les dé medios para detenerlo, o para accidentarlo, quién sabe. Se lo repito: busca usted a un asesino que no quieren que encuentre. Apague su teléfono normal tan a menudo como sea posible.

– No hay riesgo. Sólo Danglard tiene la señal GPS.

– No confíe en nadie, porque los de arriba envían a sus tentadores y sus negociantes.

– Excluyo a Danglard.

– No excluya a nadie. A cada cual su codicia o su miedo, todo hombre tiene una granada bajo la cama. Y eso forma la gran cadena de los que se tienen agarrados por los cojones alrededor del mundo. Excluyamos a Danglard si lo desea, pero no la existencia de un hombre que siga cada movimiento de Danglard.

– ¿Y usted, Weill? ¿Su codicia?

– Yo tengo la suerte, compréndame, de quererme mucho. Eso reduce mi avidez y mis exigencias respecto al mundo. Aun así, deseo darme la gran vida en un gran palacete del siglo XVIII, con una batería de cocineros, un sastre interno, dos gatos que ronroneen, músicos personales, un parque, un patio, una fuente, amantes y sirvientas, y derecho a insultar a quien me dé la gana. Pero nadie parece pensar en satisfacer mis deseos. Nadie trata de comprarme. Soy demasiado complicado y excesivamente caro.

– Tengo un gato que regalarle. Una niña de una semana suave como algodón blanco. Hambrienta, preciosa y delicada, iría muy bien en su palacete.

– No tengo ni la primera piedra de ese palacete.

– Sería un principio, el primer barrote de la escalera.

– Podría interesarme. Quite ese GPS, Adamsberg.

– Tendría que confiar en usted.

– Los hombres que sueñan con los fastos del pasado no son buenos traidores.

Adamsberg le pasó el teléfono mientras se acababa la cerveza. Weill levantó la batería e hizo saltar el chip de localización con un gesto seco.

– Por eso tenía que verlo.

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