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Un punto de luz brillaba bajo el cobertizo. Lucio daba de comer a la madre gata. Adamsberg se reunió con él, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

– Tú -dijo Lucio sin levantar la cabeza- vuelves de lejos.

– De más lejos de lo que crees, Lucio.

– De tan lejos como creo, hombre. De la muerte.

– Sí.

Adamsberg no se atrevía a preguntar cómo iba la pequeña Charme. Lanzaba miradas a diestra y siniestra, incapaz de reconocerla entre los gatitos que vagaban por la penumbra. «He matado a la gatita de un pisotón con la bota. Lo salpicó todo.»

– ¿Algún problema?

– Sí.

– Dime.

– María ha encontrado el escondite de la cerveza bajo el arbusto. Habrá que encontrar otro sitio.

Un gatito avanzó torpemente, chocó contra la pierna de Adamsberg. Lo levantó con una mano, cruzó su mirada de ojos apenas abiertos.

– Charme -dijo-. ¿Es ella?

– ¿No la reconoces? Y eso que la trajiste al mundo.

– Sí, claro.

– A veces no vales nada -dijo Lucio sacudiendo la cabeza.

– Es que estaba preocupado por ella. Tuve un sueño.

– Cuéntalo, hombre.

– No.

– Sucedía en la oscuridad, ¿eh?

– Sí.


Adamsberg pasó los dos días siguientes desapareciendo. Iba a la Brigada unos instantes, llamaba, atendía a los mensajes, volvía a irse, inaccesible. Se tomó el tiempo de ir a ver a Josselin para comprobar sus acúfenos. El médico le había hundido los dedos en los oídos, satisfecho, y le había diagnosticado un shock como para romper a un hombre en mil pedazos, un estrés de muerte, ¿verdad? Pero ya casi cicatrizado, añadió sorprendido.

El hombre de los dedos de oro se había llevado los acúfenos con las manos, y Adamsberg se tomó el tiempo de volver a percibir los ruidos de la calle sin la interferencia de su línea de alta tensión. Luego reanudó su ruta, siguiendo el rastro de Arnold Paole. La investigación sobre el padre Germain avanzaba mal, el hombre se negaba a hablar de su genealogía, estaba en su derecho. Y su nombre verdadero, Henri Charles Lefèvre, era tan corriente que Danglard derrapaba ya en sus primeros esfuerzos para remontar su ascendencia. Danglard había confirmado la opinión de Veyrenc: el padre Germain, desconcertante, autoritario, dotado de una fuerza física poco agradable y quizá seductora, no tenía nada para suscitar la simpatía de los hombres y lo tenía todo para fascinar a los lechuguinos cantores. Adamsberg había escuchado su informe distraídamente, hiriendo una vez más la susceptibilidad de Danglard.

Retancourt se encargaba de Suiza con Kernorkian; Veyrenc se alojaba en la antigua habitación de Zerk. Desde allí no dejaba de vigilar a Weill. Había hecho desaparecer sus mechas rojas con tinte castaño, pero en cuanto le daba el sol las veía reaparecer, insumergibles y provocadoras. No trates en la vida de ocultarles tu esencia. Pues la luz vendrá siempre, revelará tu infancia. Weill se pasaba el tiempo -corto- en el Quai des Orfèvres y haciendo la ronda de sus proveedores de vituallas y productos raros, incluido el jabón del Líbano con rosa de color púrpura. Weill había invitado inmediatamente a su nuevo vecino a compartir la mesa abierta, y Veyrenc había rechazado la invitación de lejos, apenas amable. A las tres de la mañana todavía se divertían en casa de Weill, y a Veyrenc le habría gustado prescindir de su máscara de no ser por el miedo intenso que sentía por su sobrino.

Adamsberg ya dormía con sus armas. En la noche del miércoles volvió a llamar a la comisaría de Nantes, sus anteriores mensajes se habían quedado sin respuesta. El agente de guardia, el cabo Pons, se negó, igual que sus colegas, a dar el número privado del comisario Nolet.

– Cabo Pons -dijo Adamsberg-, le estoy hablando de la mujer asesinada hace once días en Nantes, Françoise Chevron. Ustedes tienen a un inocente en la cárcel, y yo tengo a su asesino en libertad.

Un teniente se acercó al cabo con mirada interrogante.

– Jean-Baptiste Adamsberg -le informó el cabo tapando el teléfono-. Para el caso Chevron.

Girando el dedo en la sien, el teniente dio a entender todo el bien que pensaba de Adamsberg. Pero, presa de inquietud, se puso al aparato.

– Teniente Drémard.

– El número privado de Nolet, teniente.

– Comisario, el caso Chevron está cerrado, está en manos del juez. Su marido le pegaba regularmente, ella tenía un amante. Es coser y cantar. No se puede molestar al comisario Nolet, es algo que odia.

– Más odiará tener una víctima más. Su número, Drémard, dese prisa.

Drémard repasó mentalmente las apreciaciones múltiples y contradictorias oídas acerca de Adamsberg, genio o catástrofe, por temor a meter la pata en un sentido o en el otro, y al final optó por la prudencia.

– ¿Tiene con qué anotar, comisario?

Dos minutos después, Adamsberg tenía al divertido Nolet en línea. Tenía invitados, el fondo de música y palabras excitadas cubría un poco su voz.

– Siento interrumpirle, Nolet.

– Al contrario, Adamsberg -dijo Nolet en tono alegre-. ¿Está usted por aquí? ¿Se viene con nosotros?

– Es a propósito de Chevron.

– ¡Ah, perfecto!

Nolet tuvo que pedir con un gesto a sus amigos que bajaran el sonido, Adamsberg lo oyó mejor.

– Fue testigo en una boda en Auxerre, hace veintinueve años. Y la ex esposa no quiere que se recuerde bajo ningún concepto.

– ¿Pruebas?

– La página del registro fue arrancada.

– ¿Y esa mujer habría llegado al extremo de matar a la testigo?

– Sin ninguna duda.

– Me interesa, Adamsberg.

– Hemos interrogado a su madre en Ginebra, desmiente todo matrimonio de su hija. Tiene miedo y está en el punto de mira.

– Entonces ¿hay que proteger al otro testigo?

– Precisamente, pero no se sabe quién es. Interrogue al entorno de Françoise Chevron. Busque a un hombre. Los testigos suelen ser masculino y femenino.

– ¿Y el nombre de la ex esposa, Adamsberg?

– Emma Carnot.

Adamsberg oyó a Nolet salir de la sala y cerrar una puerta.

– Bien, Adamsberg, estoy solo. ¿Se refiere a Carnot? ¿Emma Carnot?

– La misma.

– ¿Me está pidiendo que ataque a la serpiente que acecha?

– ¿Qué serpiente?

– La de arriba, joder. La enorme serpiente que anda por sus recámaras. ¿Me está llamando desde su móvil normal?

– No, Nolet, está devorado de escuchas como una viga por la carcoma.

– Muy bien. ¿Me está pidiendo que ataque a una de las cabezas del sistema? ¿Una cabeza pegada a la cabeza princeps del Estado? ¿Sabe que cada escama de la serpiente está pegada a la siguiente formando una armadura inviolable? ¿Sabe lo que me quedará por hacer después? ¿Si es que me dejan hacer algo?

– Estaré con usted.

– ¿Y a mí qué coño me importa, Adamsberg? -gritó Nolet-. ¿Dónde estaremos?

– No lo sé. Puede que en Kisilova. O en algún otro lugar incierto entre brumas.

– Joder, Adamsberg, ya sabe que siempre le he seguido. Pero esta vez no puedo. Bien se ve que no tiene hijos.

– Tengo dos.

– ¿Ah, sí? -dijo Nolet-. Eso es nuevo.

– Sí. ¿Entonces?

– Entonces no. No soy san Jorge.

– No sé quién es.

– El que mata al dragón.

– Sí -corrigió Adamsberg-. Yo también lo conozco.

– Mejor. Así me comprende. Yo no me enfrento a la serpiente que acecha.

– Bien, Nolet. Entonces transfiérame el caso Chevron. No tengo ganas de que muera un tipo por haber sido testigo hace veintinueve años de la boda de una cabrona. Tanto si la cabrona se ha convertido en escama de serpiente como si no.

– Sería más bien un diente de serpiente. Un colmillo.

– Como quiera. Deje a la serpiente en paz un rato, transfiérame el caso y olvídelo todo.

– Está bien -dijo Nolet suspirando-. Me voy a la oficina.

– ¿Cuándo me lo envía?

– No se lo envío, joder. Lo reabro.

– ¿De verdad? ¿O se va a sentar encima?

– Al menos confíe en mí, Adamsberg, o lo tiro todo al Loira. A punto estoy.

Plog, pensó Adamsberg al colgar. Nolet se iba a lanzar contra Emma Carnot y era bastante bueno. Si no le entraba miedo a la serpiente por el camino. Adamsberg no sabía qué significaba la palabra «princeps», pero había entendido. La gente empleaba un número considerable de palabras complejas, y él se preguntaba cuándo, cómo y dónde los demás habían podido memorizarlas con esa facilidad. Pero él, al menos, se acordaba de krusma, que tampoco estaba al alcance de cualquiera.

Se duchó, dejó su arma y sus dos móviles junto a su cama, se tumbó todavía húmedo bajo el edredón rojo, echando de menos el azul desvaído de la krusma. Oyó la puerta del vecino abrirse, y a Lucio andar en el jardín. O sea que debían de ser entre las doce y media y las dos de la madrugada. A menos que Lucio no saliera para mear sino para preparar un nuevo escondite para las cervezas. Su hija María fingiría descubrirlo al cabo de dos meses, marcando una nueva etapa en su juego infinito. Pensar en Lucio, en Charme, en el edredón azul, cualquier cosa menos ver aparecer el rostro de Zerk. Es decir su cara de bruto, sus fanfarronadas, su ira sin concesión ni reflexión. Un buen chico, una voz de ángel, decía Veyrenc, pero no era lo que sentía Adamsberg. Aun así, varios elementos hablaban a favor de Zerk: el pañuelo sucio, los pies de Highgate demasiado viejos, las botas al alcance de todos debajo de la escalera. Pero los pelos de perro se erizaban alzando otro obstáculo considerable. Y Zerk sería un perfecto asesino de cera modelada entre las manos de un Paole. Repartiéndose el trabajo, uno en casa de Vaudel, otro en Highgate. Un dúo enfermo que asociaría al patológico y poderoso Arnold Paole y al joven descentrado y amputado de padre. Hijo de nada, hijo de poco, hijo de Adamsberg. Hijo o no, Adamsberg no sentía ninguna gana de mover un dedo por Zerk.

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