Donde Eddie y Hannah no logran llegar a un acuerdo

Cuando el avión de la KLM aterrizó en Boston, el ex sargento Hoekstra deseaba alejarse un poco del océano. Había pasado toda su vida en un país que estaba por debajo del nivel del mar, y pensaba que las montañas de Vermont serían un cambio agradable


Sólo había transcurrido una semana desde que Harry y Ruth se despidieron en París. Como autora de éxito, Ruth podía permitirse las doce o más llamadas telefónicas que le había hecho a Harry. No obstante, dada la duración de sus conversaciones, la relación ya resultaba cara, incluso para Ruth. En cuanto a Harry, aunque aún no había hecho más de media docena de llamadas desde los Países Bajos a Vermont, una relación a larga distancia que requería tanto diálogo pronto le llevaría a la bancarrota. Como mínimo, temía que su jubilación durase poco. Así pues, antes incluso de que Harry llegara a Boston, ya se había declarado a Ruth, a su manera en absoluto ceremoniosa. Era su primera proposición de matrimonio


– Creo que deberíamos casarnos -le dijo-, antes de que esté completamente arruinado


– Bueno, si lo dices en serio… -replicó Ruth-. Pero no vendas tu piso, por si no sale bien


Harry consideró juiciosa esta idea. Siempre podía alquilar su piso a un compañero policía. Sobre todo desde la perspectiva de un propietario ausente, el ex sargento Hoekstra creía que los policías serían más dignos de confianza que los demás inquilinos


En Boston, Harry tenía que pasar por la aduana. No ver a Ruth en una semana, y luego aquel rito de entrada en un país extranjero, le hizo experimentar las primeras dudas. ¡Ni siquiera unos amantes jóvenes se dejan llevar por el aturdimiento y se casan tras pasarse sólo cuatro o cinco días haciendo el amor sin descanso y añorándose luego durante apenas una semana! Y si él tenía dudas, ¿qué sentiría Ruth?


Entonces le sellaron el pasaporte y se lo devolvieron. Harry vio un letrero de aviso de que la puerta automática estaba averiada, pero la puerta se abrió de todos modos, dándole acceso al Nuevo Mundo, donde Ruth le esperaba. En cuanto la vio, sus dudas se desvanecieron, y ya en el coche, ella le dijo:


– Empezaba a darle vueltas, hasta que te vi


Llevaba una camisa entallada verde oliva, que se adhería a sus formas a la manera de un polo de manga larga, pero con el cuello más abierto. Harry vio allí la cruz de Lorena que le había dado, los dos travesaños que brillaban bajo el sol de otoño.


Viajaron hacia el oeste durante cerca de tres horas, y recorrieron la mayor parte de Massachusetts, antes de virar hacia el norte y entrar en Vermont. A mediados de octubre, la vegetación otoñal de Massachusetts estaba en su apogeo, pero los colores eran más apagados, ya declinando, mientras Ruth y Harry avanzaban hacia el norte. Harry pensó que las bajas y boscosas montañas reflejaban la melancolía de la estación cambiante. Los colores desvaídos anunciaban el dominio inminente de los árboles desnudos, de color pardo. Pronto las plantas de hoja perenne serían el único color que contrastaría con el cielo gris plomizo. Y al cabo de un mes y medio o incluso menos, el otoño cambiante volvería a cambiar: pronto llegaría la nieve. Habría días en que las tonalidades grises serían los únicos colores entre una blancura predominante, abrillantada de vez en cuando por unos cielos de pizarra violácea o azules


– Estoy deseando ver cómo es el invierno aquí -le dijo Harry a Ruth


– Lo verás muy pronto -replicó ella-. Aquí el invierno da la sensación de ser eterno


– Nunca te abandonaré -le aseguró él.


– No te me mueras, Harry -le pidió Ruth


El hecho de que Hannah Grant detestara conducir la había llevado a implicarse en más de una relación comprometedora. También detestaba quedarse sola los fines de semana, por lo que a menudo se iba a pasar el fin de semana fuera de Manhattan y visitaba a Ruth en Vermont, acompañada por uno u otro novio detestable pero que conducía


En aquellos momentos, Hannah atravesaba un período de transición entre dos novios, una situación que no solía tolerar durante mucho tiempo, y preguntó a Eddie O'Hare si querría acompañarla aquel fin de semana, aun cuando él primero tuviera que ir a buscarla a Manhattan. Hannah creía que pedirle a Eddie que la llevara a Vermont estaba justificado. Siempre creía que sus actos tenían justificación. Pero Ruth los había invitado a los dos, y Hannah estaba convencida de que ningún desvío era tan largo o prolongado como para que resultara inconveniente sugerirlo


Le había sorprendido la facilidad con que persuadió a Eddie, pero éste tenía sus razones para pensar que un viaje de cuatro horas en coche con Hannah podría ser beneficioso, incluso providencial. Naturalmente, los dos amigos, si a Hannah y Eddie se les podía considerar "amigos", estaban deseosos de hablar sobre lo que le había acontecido a su mutua amiga, pues Ruth había dejado pasmados a ambos cuando les anunció que estaba enamorada de un holandés con quien se proponía casarse, ¡por no mencionar que el holandés en cuestión era un ex policía al que había conocido apenas un mes atrás!


Cuando estaba en un período de transición entre dos novios, Hannah se vestía al estilo que ella llamaba "severo", es decir, casi tan sencillamente como Ruth, quien jamás habría dicho de Hannah que vestía con severidad. Pero Eddie observó que el cabello lacio de Hannah tenía un aspecto aceitoso, de poco lavado, que no era propio de ella, y que no llevaba maquillaje. Todo esto era una señal segura de que Hannah pasaba por una época de soledad entre dos novios. Eddie sabía que Hannah no le habría llamado para pedirle que la acompañara de haber tenido novio…, uno cualquiera


A los cuarenta años, la crudeza sexual de Hannah, realzada por el aspecto fatigado de sus ojos, apenas había disminuido. El cabello rubio ambarino, ayudado por el estilo de vida de Hannah, se había vuelto rubio ceniciento, y las pálidas oquedades bajo los pómulos prominentes exageraban su aura de un apetito constante y depredador, un apetito, a juicio de Eddie, quien la miraba de soslayo en el coche, decididamente sexual. Y el hecho de que hubiera transcurrido bastante tiempo desde que se depiló por última vez la zona de epidermis entre el labio superior y la parte inferior de la nariz era sexualmente atractivo. El vello rubio encima del labio superior, que Hannah tenía el hábito de explorar con la punta de la lengua, la dotaba de un poder animal que provocó en Eddie una excitación tan imprevista como indeseada


Ni ahora ni en ninguna otra época pasada Eddie se había sentido sexualmente atraído por Hannah Grant, pero cuando ella prestaba menos atención a su aspecto, su presencia sexual se anunciaba con una fuerza más brutal. Siempre había tenido la cintura alargada y delgada, los senos erguidos, pequeños y bien formados, y cuando cedía a la dejadez, ésta realzaba un aspecto de sí misma del que, en definitiva, estaba menos orgullosa: ante todo, Hannah parecía nacida para acostarse con alguien… y con otro y otro más, una y otra vez. (En conjunto, desde el punto de vista sexual, aterraba a Eddie, sobre todo cuando ella atravesaba un período entre dos novios.)


– ¡Un puñetero poli holandés! -le dijo Hannah a Eddie-. ¿Te imaginas?


Lo único que Ruth les había dicho a los dos era que había visto por primera vez a Harry en una de sus firmas de ejemplares, y que más adelante él se presentó en el vestíbulo de su hotel. A Hannah le enfurecía que su amiga hubiera mostrado tanta indiferencia ante la condición de policía jubilado de Harry. (Ruth había evidenciado mucho más interés por el hecho de que a Harry le gustara leer.) Había sido policía en el barrio chino durante cuarenta años, pero Ruth se limitaba a decir que ahora era "su" policía


– ¿Qué clase de relación tiene exactamente un tipo así con esas furcias? -le preguntó Hannah a Eddie, quien seguía conduciendo lo mejor que podía, pues le resultaba imposible no mirar a Hannah de vez en cuando-. Detesto que Ruth me mienta o no me diga toda la verdad, porque es tan buena embustera… Su jodido oficio consiste en inventar mentiras, ¿no es cierto?


Eddie volvió a mirarla furtivamente, pero nunca la habría interrumpido cuando ella estaba enfadada. Le encantaba contemplarla cuando se exaltaba


Hannah se repantigaba en el asiento, y el cinturón de seguridad le dividía visiblemente los senos al tiempo que le aplanaba el derecho casi hasta hacerlo desaparecer. Al mirarla una vez más de soslayo, Eddie se percató de que no llevaba sujetador. Vestía un pullover provocativo, bien ceñido, con ambos puños desgastados y perdida la elasticidad que tuvo el cuello cisne. La caída del cuello cisne alrededor de la garganta exageraba la delgadez de Hannah. El contorno del pezón izquierdo era claramente visible en el lugar donde el cinturón de seguridad tensaba el pullover contra el pecho


– Nunca había notado tan feliz a Ruth -comentó Eddie en un tono de tristeza


El recuerdo de lo entusiasmada que ella parecía cuando hablaron por teléfono le hizo cerrar los ojos, dolido, pero se dijo que estaba conduciendo. El color ocre quemado de las hojas secas era para él un mórbido recordatorio de que la estación del follaje había terminado. ¿Acaso su amor por Ruth también agonizaba?


– Está chalada por ese tipo, de eso no hay la menor duda -dijo Hannah-. Pero ¿qué sabemos de él? ¿Qué sabe Ruth realmente de él?


– Podría ser uno de esos buscadores de oro… -sugirió Eddie.


– ¡No es broma! -exclamó Hannah-. ¡Claro que podría serlo! Los polis no ganan pasta a menos que sean corruptos


– Y es tan mayor como lo era Allan -dijo Eddie


Cuando Ruth habló con él por teléfono, revelándose tan feliz, Eddie se convenció a medias de que no estaba enamorado de ella o que había dejado de estarlo. Era una sensación confusa. Eddie no sabría realmente lo que sentía por Ruth hasta que la viera con el holandés


– Nunca he salido con un tipo como Harry -dijo Hannah-. No carezco por completo de criterio


– Ruth dijo que Harry es estupendo de veras para Graham -replicó Eddie-. Interprétalo como quieras


Eddie sabía que sus esfuerzos por relacionarse con Graham habían sido insuficientes, y que en ese aspecto le había fallado a Ruth. Sólo era el padrino nominal del niño. (Desde que pasó un día entero con Ruth cuando ella era una niña, y sin duda porque también fue el día en que la abandonó su madre, Eddie se sentía desconcertado en presencia de los niños.)


– A Ruth la seduciría cualquiera que fuese "estupendo de veras" con Graham -objetó Hannah, pero Eddie dudaba de que la táctica hubiera surtido efecto en su caso, aunque la hubiese dominado


– Tengo entendido que Harry ha enseñado a Graham a jugar al fútbol -adujo Eddie, a modo de leve alabanza


– Los niños norteamericanos deben aprender a lanzar pelotas de béisbol-replicó Hannah-. A esos jodidos europeos sólo les gusta dar patadas a un balón


– Ruth dijo que Harry es un gran lector -le recordó Eddie.


– Lo sé -dijo Hannah-. ¿Qué es ese hombre? ¿Un admirador de escritores? ¡A su edad, Ruth no debería ser vulnerable a eso!


¿A su edad?, se dijo Eddie O'Hare, quien tenía cincuenta y tres años pero parecía mayor. El problema se debía en parte a su estatura, o más exactamente a su postura, que le daba un aspecto ligeramente encorvado, y a las patas de gallo que se extendían por las pálidas sienes. Aunque conservaba el cabello, éste se había vuelto totalmente gris plateado, y al cabo de pocos años sería blanco


Hannah le miró de soslayo. A causa de las patas de gallo, Eddie parecía entornar siempre los ojos. Se había mantenido delgado, pero su delgadez se sumaba a los demás rasgos que le avejentaban. Era la delgadez de un hombre demasiado nervioso, poco saludable, como si estuviera demasiado preocupado para pensar en comer. Y el hecho de que no bebiera alcohol lo convertía para Hannah en el epítome del aburrimiento


De todos modos, a Hannah le habría gustado que Eddie le hubiera hecho alguna proposición de vez en cuando. No lo había hecho jamás, algo que a ella le parecía indicativo de su apatía sexual. Ahora pensaba que debía de haber estado loca al imaginar que Eddie se había enamorado de Ruth. Tal vez el pobre hombre estaba enamorado de la misma vejez. ¿Durante cuánto tiempo había conservado ridículamente su amor por la madre de Ruth?


– ¿Qué edad tendría Marion ahora? -preguntó de improviso a Eddie


– Setenta y seis -respondió él sin necesidad de pensarlo.


– Podría estar muerta -sugirió Hannah, cruelmente


– ¡De ninguna manera! -exclamó Eddie, con más pasión de la que mostraba sobre cualquier otro tema


– ¡Un puñetero policía holandés! -repitió Hannah-. ¿Por qué no vive con él durante un tiempo? ¿Por qué ha de casarse con ese tipo?


– A mí que me registren -replicó Eddie-. A lo mejor quiere casarse por Graham


Ruth había esperado casi dos semanas, desde que Harry vivía con ella en la casa de Vermont, a permitirle dormir en su cama. Le había inquietado la reacción de Graham al encontrar a Harry allí por la mañana, y quería que, en primer lugar, el niño llegara a conocerle bien. Pero cuando Graham por fin vio a Harry en la cama de su madre, subió sin inmutarse y se colocó entre ellos


– ¡Hola, mami y Harry! -exclamó. (Y a Ruth se le desgarró el corazón, porque recordaba la época en que Graham decía: "¡Hola, mami y papi!") Entonces el pequeño tocó al ex policía e informó a Ruth: Harry no está frío, mami


Por supuesto, Hannah estaba celosa por anticipado del supuesto éxito de Harry con Graham. Ella, a su manera, también sabía jugar con el niño. Además de la desconfianza que sentía hacia el holandés, la misma idea de que un policía se ganara la confianza y el afecto de su ahijado, por no mencionar que también se había ganado la confianza y el afecto de Ruth, había despertado la competitividad innata de Hannah


– Dios mío, ¿cuándo va a terminar este puñetero viaje? -preguntó entonces a Eddie


Él pensó en decirle que, como había salido de los Hamptons, el puñetero viaje era dos horas y media más largo para él, pero se limitó a decir:


– He estado pensando en algo


¡Y en menudos pensamientos se había embarcado!


Había reflexionado en la posibilidad de comprar la casa de Ruth en Sagaponack. Durante todos los años que Ted Cole vivió allí, Eddie evitó minuciosamente Parsonage Lane. Ni una sola vez había pasado en coche por delante de la casa, una casa que era un hito del verano más emocionante de su vida. Pero a veces, después de la muerte de Ted, Eddie se había desviado de su ruta a fin de pasar por Parsonage Lane, y dado que la casa de los Cole estaba en venta y Ruth había inscrito a Graham en un centro preescolar de Vermont, Eddie aprovechaba cualquier oportunidad para enfilar en su coche el callejón y recorrerlo muy lentamente. También solía pasar en bicicleta ante la casa de Sagaponack


Que la casa aún no se hubiera vendido sólo le daba una mínima esperanza. El precio de la finca era prohibitivo. Las propiedades situadas en el lado de la carretera de Montauk que daba al océano eran demasiado caras para Eddie, quien sólo podía permitirse vivir en los Hamptons si seguía haciéndolo en el lado "inferior" de la carretera. Para empeorar las cosas, la casa de Eddie en Maple Lane, de dos pisos y tejado de ripia, sólo estaba a doscientos metros de lo que quedaba de la estación de Bridgehampton. (Aunque los trenes seguían funcionando, de la estación sólo quedaban los cimientos.)


Desde la casa de Eddie se veían los porches de sus vecinos, los céspedes que se volvían pardos, el amplio surtido de barbacoas y las bicicletas de los niños. No era precisamente una panorámica del océano. Eddie no podía oír el rumor del oleaje desde un lugar tan alejado del mar como Maple Lane. Lo que oía era el ruido de las puertas de tela metálica al cerrarse con brusquedad, las peleas de los niños y los gritos airados que les dirigían sus padres. Lo que oía era los ladridos de los perros. (En opinión de Eddie, había demasiados perros en Bridgehampton.) Pero lo que oía, por encima de todo, era el paso de los trenes


Los trenes pasaban tan cerca de su casa, por el lado norte de Maple Lane, que Eddie había dejado de usar el pequeño jardín trasero. Tenía la barbacoa en el porche delantero, donde el chisporroteo de la grasa había chamuscado una parte del tejado de ripia, mientras que el humo había ennegrecido la lámpara del jardín. Los trenes pasaban tan cerca que la cama de Eddie temblaba en las raras ocasiones en que él dormía profundamente, y había instalado una puerta en la estantería donde guardaba las copas de vino, porque las vibraciones causadas por los trenes derribaban las copas de los estantes. (Aunque sólo tomaba Coca-Cola Light, prefería tomarla en una copa de vino.) Los trenes pasaban tan cerca de Maple Lane que el número de bajas entre la población canina del barrio era considerable. No obstante, aquellos perros eran reemplazados por otros que parecían más escandalosos y agresivos, que se quejaban a los trenes con una vehemencia que los perros muertos nunca habían tenido.


En comparación con la casa de Ruth, Eddie poseía una perrera al lado de la vía férrea, y estaba muy dolido, no sólo porque Ruth se mudaba, sino también porque el monumento que representaba el cenit sexual de su vida estaba en venta y él no podía comprarlo. Jamás habría abusado de la amistad o la conmiseración de Ruth, y ni siquiera se le había ocurrido pedirle, como un favor personal, que rebajara el precio


Pero a Eddie O'Hare se le había ocurrido otra cosa, algo que le había mantenido absorto durante sus horas de vigilia, y era proponerle a Hannah que compraran la casa entre los dos. Esta peligrosa mezcla de fantasía y desesperación era lamentablemente propia del carácter de Eddie. Hannah no le gustaba, y ella le pagaba con la misma moneda. ¡No obstante, tanto deseaba Eddie quedarse con la casa que estaba a punto de proponerle que la compartieran!


El pobre Eddie sabía que Hannah era una persona desaliñada. Él detestaba la suciedad hasta tal punto que pagaba a una señora de la limpieza no sólo para que limpiara su modesta vivienda una vez a la semana, sino también para que sustituyera, en vez de limitarse a limpiar, el escurreplatos cuando se oxidaba. La mujer también tenía instrucciones de lavar y planchar los paños para secar los platos. Por otro lado, Eddie detestaba a los novios de Hannah mucho antes de aquellos momentos predecibles en que ella misma empezaba a odiarlos


Ya había imaginado la ropa de Hannah, por no mencionar sus prendas interiores, abandonadas en cualquier lugar de la casa. Hannah se bañaría desnuda en la piscina y usaría la ducha exterior con la puerta abierta; tiraría o se comería las sobras que guardara Eddie en el frigorífico, y dejaría que sus propias sobras se enmohecieran antes de que Eddie se decidiera a tirarlas. La parte de la factura telefónica correspondiente a Hannah sería pasmosa, y Eddie tendría que pagarla porque a ella la habrían enviado a Dubai o un sitio por el estilo. (Además, Hannah pagaría con cheques sin fondos.)


También discutirían por el uso del dormitorio principal, y ella se saldría con la suya al aducir que necesitaba la cama de matrimonio para acostarse con sus novios y el armario grande para sus vestidos. Pero Eddie había llegado a la conclusión de que él se contentaría con la mayor de las habitaciones para invitados, que estaba en el extremo del pasillo en el piso superior (al fin y al cabo, había dormido allí con Marion.)


Y dada la edad avanzada de la mayoría de las amigas de Eddie, éste daba por sentado que debería reformar la estancia que fue cuarto de trabajo de Ted Cole (y más adelante despacho de Allan), convirtiéndolo en un dormitorio, pues algunas de las más frágiles y endebles ancianas de Eddie no estaban en condiciones de subir escaleras


Eddie intuía que Hannah le permitiría usar la antigua pista de squash instalada en el granero como despacho, pues le atraía el hecho de que hubiera sido el estudio de Ruth. Puesto que Ted se había suicidado en la pista de squash, Hannah no pondría los pies en el granero, no por respeto, sino porque era supersticiosa. Además, Hannah sólo usaría la casa en verano y los fines de semana, mientras que Eddie tendría en ella su residencia permanente. La esperanza de que ella estuviera mucho tiempo ausente era el motivo principal de que se engañara a sí mismo pensando que, a fin de cuentas, podría compartir la casa con ella. Pero ¡qué enorme riesgo corría!


– He dicho que he estado pensando en algo -volvió a decir Eddie


Hannah no le escuchaba


Mientras contemplaba el paisaje que desfilaba por su lado, la expresión de Hannah se endureció, pasando de una profunda indiferencia a una abierta hostilidad. Cuando penetraron en el estado de Vermont, Hannah se entregó al recuerdo de sus años estudiantiles en Middlebury y miró iracunda el entorno, como si la universidad y Vermont le hubieran causado algún perjuicio imperdonable…, aunque Ruth hubiera dicho que la causa principal de los cuatro años de trastornos y depresión de Hannah en Middlebury se debieron a la promiscuidad de su amiga


– ¡Jodido Vermont! -exclamó Hannah


– He estado pensando en algo -repitió Eddie


– Yo también -le dijo Hannah-. ¿O creías que estaba haciendo la siesta?


Antes de que Eddie pudiera responder, tuvieron el primer atisbo del monumento militar de Bennington. Se alzaba como una escarpia invertida, muy por encima de los edificios de la ciudad y las colinas circundantes. El monumento a la batalla de Bennington era una aguja de lados planos, cincelada, que conmemoraba la derrota de los británicos a manos de los Green Mountain Boys. Hannah siempre lo había detestado


– ¿Quién podría vivir en esta puñetera ciudad? -le preguntó a Eddie-. ¡Cada vez que vuelves la cabeza ves ese falo gigantesco que se alza por encima de ti! Todos los tíos que viven aquí deben de tener complejo de polla grande


"¿Complejo de polla grande?", se preguntó Eddie. Tanto la estupidez como la vulgaridad de la observación de Hannah le ofendían. ¿Cómo podía habérsele pasado por la imaginación la idea de compartir la casa con ella?


La anciana con quien Eddie se relacionaba por entonces (una relación platónica, pero ¿hasta cuándo?) era la señora de Arthur Bascom. En Manhattan todo el mundo la conocía aún por ese nombre, aunque su difunto marido, el filántropo Arthur Bascom, había fallecido mucho tiempo atrás. La esposa, "Maggie" para Eddie y su círculo de amigos más íntimos, había seguido la obra filantrópica de su marido. No obstante, nunca se la veía en una función de gala (aquellos perpetuos actos para recaudar fondos) sin la compañía de un hombre mucho más joven y soltero


En los últimos meses, Eddie representaba el papel de acompañante de Maggie Bascom, y él suponía que la dama le había elegido por su inactividad sexual. Últimamente no estaba tan seguro de ello, y pensaba que, a fin de cuentas, tal vez su disponibilidad sexual era lo que había atraído a la señora de Arthur Bascom, porque, sobre todo en su última novela, Una mujer difícil, Eddie O'Hare había descrito, con amoroso detalle, las atenciones sexuales que el personaje del hombre joven tiene hacia el personaje de la mujer mayor. (Maggie Bascom contaba ochenta y un años de edad.)


Al margen del interés exacto que la señora de Arthur Bascom tuviera por Eddie, ¿cómo podía éste haber imaginado que podría invitarla a la que sería su casa y la de Hannah en Sagapqnack si Hannah estaba presente? No sólo se bañaría desnuda, sino que probablemente invitaría a comentar las diferencias de color entre su cabello rubio ceniza y el vello rubio más oscuro del pubis, al que hasta entonces Hannah había dejado en paz


"Supongo que debería teñirme también el puñetero vello púbico", imaginaba Eddie que Hannah le diría a la señora de Arthur Bascom


¿En qué había estado él pensando? Si buscaba la compañía de amigas mayores, sin duda lo hacía en parte porque eran a todas luces más refinadas que las mujeres de la edad de Eddie, por no mencionar las de la edad de Hannah. (Según el criterio de Eddie, ni siquiera Ruth era "refinada".)


– Bueno, dime, ¿en qué has estado pensando? -le preguntó Hannah


Dentro de media hora, o incluso menos, verían a Ruth y conocerían a su policía


Eddie se dijo que quizá debería considerar el asunto con más calma. Después de todo, cuando terminara el fin de semana, se enfrentaría al viaje de regreso a Manhattan con ella, y durante esas cuatro horas tendría tiempo suficiente para abordar el tema de la adquisición conjunta de la casa


– Ahora no recuerdo en qué estaba pensando -respondió-. Ya te lo diré cuando me acuerde


– Supongo que no se trataba de una de tus arrolladoras y geniales ideas -bromeó Hannah, aunque la ocurrencia de compartir una casa con Hannah le había parecido a Eddie una de las ideas más arrolladoras y geniales que había tenido jamás


– Claro que también es posible que no me acuerde nunca -añadió Eddie


– Tal vez estabas pensando en una nueva novela -sugirió Hannah. Con la punta de la lengua volvió a tocarse el vello rubio oscuro encima del labio superior-. Un relato sobre un hombre joven con una mujer mayor…


– Muy divertido -comentó él


– No te pongas a la defensiva, Eddie -dijo Hannah-. Olvidemos por un momento ese interés tuyo por las mujeres mayores…


– Me parece muy bien


– Hay otro aspecto de esa tendencia que me interesa -siguió diciendo Hannah-. Me pregunto si las mujeres con que te relacionas, me refiero a las que tienen setenta u ochenta jodidos años, son aún sexualmente activas. Es decir, ¿quieren serlo?


– Algunas de ellas lo son y otras quieren serlo -respondió Eddie con cautela


– Temía que dirías una cosa así… ¡Eso me fastidia de veras!


– ¿Crees que estarás sexualmente activa a los setenta o los ochenta, Hannah? -le preguntó Eddie


– Ni siquiera quiero pensar en ello -respondió ella-. Volvamos a tus intereses. Cuando estás con una de esas ancianas, la señora de Arthur Bascom, por ejemplo…


– ¡No he tenido relaciones sexuales con la señora Bascom! -la interrumpió Eddie


– Bueno, bueno, todavía no las has tenido. Pero digamos que las tendrás, si no con ella, con otra vieja dama de setenta u ochenta años. Dime, ¿en qué piensas? ¿La miras de veras y te sientes atraído? ¿O piensas en otra cuando estás con ella?


A Eddie le dolían los dedos, pues aferraba el volante con más fuerza de la necesaria. Pensaba en el piso que la señora de Arthur Bascom tenía en el cruce de la Quinta Avenida y la Calle 92. Recordaba todas las fotografías, de cuando era niña, de joven, novia, madre, novia no tan joven (se había casado tres veces) y abuela de aspecto juvenil. Eddie no podía mirar a Maggie Bascom sin representársela mentalmente tal como fue en cada fase de su larga vida


– Procuro ver a la mujer total -le dijo a su acompañante-. Por supuesto, reconozco que es vieja, pero están las fotografías, o el equivalente de las fotos en tu imaginación de una vida ajena, quiero decir una vida completa. Puedo imaginármela cuando era mucho más joven que yo, porque siempre hay gestos y expresiones arraigados, intemporales. Una anciana no siempre se ve a sí misma como una anciana, y lo mismo me ocurre a mí. Procuro ver la totalidad de su vida. Hay algo muy conmovedor en la totalidad de la vida de una persona


Dejó de hablar, no sólo porque se sentía azorado sino también porque Hannah estaba llorando


– Nunca me verá nadie de esa manera -dijo ella


Era uno de esos momentos en que Eddie debería haber mentido, pero no podía hablar. Nadie vería a Hannah de esa manera. Eddie intentó imaginarla a los sesenta, por no decir a los setenta u ochenta, cuando su vulgar sexualidad fuera sustituida por…, en fin, ¿por qué? ¡La sexualidad de Hannah siempre sería vulgar!


Eddie alzó una mano del volante y tocó las manos de Hannah, que ella se estaba retorciendo sobre el regazo


– Mantén las manos en el puñetero volante, Eddie -le dijo ella-. Por ahora estoy entre novios…


A veces, la tendencia a apiadarse llevaba a Eddie a meterse en líos. Su corazón albergaba la peligrosa creencia de que en realidad Hannah no necesitaba otro novio, sino un buen amigo


– He pensado en que podríamos compartir una casa -le propuso. (Era una suerte que condujera él y no Hannah, porque ella se habría salido de la carretera)-. He pensado que podríamos comprar juntos la casa de Ruth en Sagaponack. Desde luego, supongo que no…, bueno, que no nos solaparíamos a menudo


Por supuesto, Hannah no estaba segura de lo que Eddie le proponía exactamente. En su vulnerable estado mental, la primera reacción de Hannah fue suponer que Eddie le hacía algo más que una proposición amorosa. Parecía como si quisiera casarse con ella. Pero cuanto más hablaba Eddie, más confusa se sentía ella


– ¿"Solaparnos"? -le preguntó-. ¿Qué coño significa eso de "solaparnos"?


Al ver la confusión de Hannah, Eddie no pudo contener el pánico


– ¡Podrías quedarte con el dormitorio principal! -dijo bruscamente-. Me conformaría con la habitación más grande para invitados, la que está al final del pasillo. Y la sala que fue el cuarto de trabajo de Ted y despacho de Allan podría convertirse en un dormitorio. Sí, eso sería un buen arreglo. -Hizo una breve pausa antes de añadir-: Ya sé lo que te hace sentir ese granero, la antigua pista de squash. Yo podría trabajar ahí, transformarlo en mi despacho. Pero el resto de la casa, todo lo demás, lo compartiríamos. En verano, claro, tendríamos que discutir acerca de nuestros invitados de fin de semana, ya sabes, ¡tus amigos o los míos! Pero lo importante es que, si te gusta la idea de tener una casa en los Hamptons, creo que entre los dos nos la podríamos permitir. Y Ruth sería feliz. -Lo que había empezado como una proposición se estaba convirtiendo en un parloteo-. Al fin y al cabo, vendría a visitarnos con Graham, y eso significaría para ella que no tendría que abandonar del todo la casa. Me refiero a ella, a Graham y al policía -añadió, porque la expresión agobiada de Hannah tanto podía deberse a que seguía confusa por su sugerencia como a que la había mareado el viaje en automóvil


– ¿Quieres decir que me propones que compartamos casa? -inquirió Hannah


– ¡Nos la dividiríamos al cincuenta por ciento! -exclamó él.


– Pero tú vivirías siempre allí, ¿no es cierto? -replicó Hannah, con una astucia que tomó por sorpresa a Eddie-. ¿Qué división al cincuenta por ciento es ésa, si yo sólo voy en verano y algún que otro fin de semana, y tú vives siempre ahí?


Eddie pensó que debería haberlo sabido. ¡Había tratado de considerar a Hannah una amiga, y ella ya estaba negociando con él! ¡Nunca saldría bien! ¡Ojalá hubiera mantenido la boca cerrada! Sin embargo, le dijo:


– No podría permitírmelo si tú no pagas la mitad. Es posible que ni siquiera podamos permitírnoslo entre los dos


– ¡Esa mierda de casa no puede costar tanto! -replicó Hannah-. ¿Cuánto vale?


– Mucho -respondió Eddie, pero no lo sabía


Lo único que tenía claro era que costaba más de lo que él solo podía pagar


– ¿Quieres comprarla y no sabes cuánto vale? -le preguntó Hannah


Por fin dejó de llorar. Eddie reflexionó que probablemente Hannah ganaba mucho más dinero que él. Su éxito como periodista, aunque no su renombre, iba en aumento. Muchos de sus temas eran demasiado triviales para que le dieran renombre. Recientemente había hecho un reportaje para una importante revista (aunque Eddie no consideraba "importante" a ninguna revista) sobre el fracaso en la rehabilitación de los internos en las prisiones estatales y federales. Además de la controversia creada por el reportaje, Hannah había tenido una breve relación con un ex presidiario. De hecho, éste había sido el último novio granuja de Hannah, lo cual quizás explicaba que anímicamente estuviera hecha una pena


– A lo mejor puedes comprar toda la casa tú sola -le dijo Eddie de mal talante


– ¿Para qué querría esa casa? -respondió ella-. ¡No es exactamente un jodido tesoro de recuerdos para mí!


Eddie pensó que nunca tendría la casa, pero que por lo menos no se vería obligado a vivir con ella


– Dios mío, Eddie, qué raro eres -le dijo Hannah


Pese a que aquel fin de semana era tan sólo el primero de noviembre, a lo largo del camino de tierra que llevaba cuesta arriba, por delante de la finca de Kevin Merton, a la casa de Ruth, los árboles habían perdido las hojas. Las ramas desnudas de los arces, que tenían el color de la piedra gris, y las de los abedules, blancos como huesos, parecían temblar, anticipándose a la nieve que no tardaría en caer. Ya hacía frío, y cuando bajaron del coche en el sendero de Ruth, Hannah se rodeó con los brazos mientras Eddie abría el maletero para sacar el equipaje y los abrigos que no habían sido necesarios en Nueva York


– ¡Mierda de Vermont! -dijo de nuevo Hannah. Le castañeteaban los dientes


El ruido que hacía alguien al partir leña atrajo su atención. En el patio, junto a la entrada de la cocina, había un montón de troncos y, a su lado, otro montón más pequeño y pulcro de leña partida. Al principio Eddie pensó que el hombre que partía los troncos y amontonaba la leña era el vecino de Ruth, Kevin Merton, el que le cuidaba la casa. También Hannah había creído que era él, hasta que percibió en el leñador algo que invitaba a observarle con más detenimiento


El hombre estaba tan absorto en su tarea que no reparó en la llegada del coche de Eddie. Vestía tejanos y camiseta de media manga, pero trabajaba de una manera tan enérgica que no notaba el frío e incluso sudaba. Cortaba los troncos y amontonaba la leña de modo muy metódico. Si el diámetro del tronco no era muy grande, lo colocaba vertical en el tajón y lo partía a lo largo de un hachazo. Si era demasiado grande, cosa que calibraba de un simple vistazo, lo ponía horizontal en el tajón y lo partía con una cuña y un mazo. Aunque el manejo de los útiles parecía su segunda naturaleza, lo cierto era que Harry Hoekstra había empezado a partir leña hacía tan sólo una o dos semanas. Hasta entonces no lo había hecho nunca


Aquel trabajo le encantaba. Con cada potente hachazo o mazazo imaginaba los fuegos que encendería, y a los recién llegados les pareció que era lo bastante fuerte y estaba tan entregado a su tarea que podría haberse pasado el día entero partiendo leña. Hannah pensó que podría hacer cualquier cosa durante todo el día… o toda la noche. De repente deseó haberse depilado la zona sobre el labio superior, o por lo menos haberse lavado la cabeza y maquillado un poco, llevar sostén y vestir unas prendas mejores


– ¡Debe de ser el holandés, el policía de Ruth! -susurró Eddie a Hannah


– No me digas -respondió Hannah, sin acordarse de que Eddie desconocía su juego particular con Ruth-. ¿No has oído ese ruido?


– Eddie pareció desconcertado, como siempre-. El ruido de mis bragas cuando caen al suelo -le explicó ella-. Ese ruido.


– Ah ¡Qué vulgar era Hannah!, se dijo Eddie. ¡Gracias a Dios, no tendría que compartir una casa con ella!


Harry Hoekstra, que había oído sus voces, dejó caer el hacha y se acercó a ellos. Estaban allí como niños, temerosos de alejarse del coche, mientras el ex policía se acercaba y tomaba la maleta de Hannah, quien temblaba de frío


– Hola, Harry -logró decir Eddie


– Debéis de ser Eddie y Hannah -les dijo Harry


– No me digas -replicó Hannah, en un tono de chiquilla muy impropio de ella


– ¡Vaya, Ruth me dijo que dirías eso!


Hannah pensaba que ahora lo entendía. ¿Quién no lo habría entendido? Y se decía que ojalá le hubiera conocido ella primero. Pero cierta parte de su pensamiento, que siempre socavaba la confianza en sí misma, una confianza externa, tan sólo aparente, le decía que, aunque le hubiera conocido primero, él no se habría interesado por ella… o por lo menos su interés no se habría prolongado más allá de una noche


– Me alegro de conocerte, Harry -fue todo lo que pudo decirle Hannah


Eddie vio que Ruth salía a saludarles, rodeándose con los brazos porque hacía mucho frío. Se le había caído harina sobre los tejanos y también tenía un poco en la frente, por la que se pasó el dorso de la mano para apartar el cabello


– ¡Hola! -exclamó Ruth alegremente


Hannah nunca la había visto así, tan rebosante de felicidad. Eddie comprendió que estaba enamorada. Nunca se había sentido tan deprimido. Mientras la miraba, se preguntó por qué la había creído alguna vez parecida a Marion y cómo había llegado a imaginar que la quería


Hannah miraba a uno y otro; primero, codiciosamente, a Harry, y luego a Ruth, con envidia. "¡Están enamorados, los muy puñeteros!", se decía, detestándose a sí misma


– Tienes harina en la frente, cariño -le dijo a Ruth, después de besarla-. ¿Has oído ese ruido? -susurró a su vieja amiga-. ¡Mis bragas, que se deslizan al suelo, mejor dicho, que golpean el suelo!


– Las mías también -respondió Ruth, ruborizada


Hannah se dijo que su amiga lo había conseguido. La vida que siempre había deseado ya era suya


– Tengo que lavarme la cabeza -se limitó a decirle-, y maquillarme un poco


Había dejado de mirar a Harry, porque no podía seguir haciéndolo


Entonces Graham salió por la cocina y corrió hacia ellos. Rodeó con los brazos la cintura de Hannah y estuvo a punto de derribarla. Fue un grato momento de confusión


– ¡Soy yo, Graham! -gritó el pequeño


– No puedes ser Graham, ¡eres demasiado grande! -replicó Hannah, mientras lo alzaba en brazos y lo besaba


– ¡Sí, soy yo, soy Graham!


– Anda, acompáñame a mi cuarto, Graham -le pidió Hannah-, y ayúdame a poner en marcha la ducha o la bañera, tengo que lavarme la cabeza


– ¿Has llorado, Hannah? -le preguntó el niño


Ruth miró a Hannah, y ésta desvió la vista. Harry y Eddie estaban junto a la puerta de la cocina, admirando el montón de leña


– ¿Estás bien? -preguntó Ruth a su amiga


– Sí. Eddie acaba de pedirme que viva con él, sólo que no me lo decía en ese sentido. Sólo quería que compartiéramos casa -añadió Hannah


– Qué raro -observó Ruth


– Sí, no sabes de la misa la mitad -replicó Hannah, y besó de nuevo a Graham


El niño le pesaba en los brazos, pues no estaba acostumbrada a cargar con un pequeño de cuatro años. Se volvió hacia la casa para ir en busca de su cuarto, darse una ducha o un baño y entregarse a su recuerdo más reciente de cómo era el amor… por si algún día ella lo encontraba


Pero Hannah sabía que jamás iba a encontrarlo

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