Donde Eddie O'Hare se enamora de nuevo

Aunque Allan nunca había sido religioso, dejó unas instrucciones muy minuciosas sobre lo que deseaba que hicieran si moría. Quería que lo incinerasen y dispersaran sus cenizas en el maizal de Kevin Merton. Éste, que era su vecino en Vermont y cuidaba de la casa en ausencia de Ruth, poseía un hermoso y ondulante maizal, el elemento del paisaje más visible desde el dormitorio de Ruth


Allan no había pensado en la posibilidad de que a Kevin y su esposa no les gustara la idea. Al fin y al cabo, el maizal no era propiedad de Ruth. Pero los Merton no pusieron objeciones. Kevin dijo en tono filosófico que las cenizas de Allan serían beneficiosas para el maizal, e informó a Ruth que si alguna vez tenía que vender su granja, primero le vendería a ella o a Graham el maizal. (Era propio de Allan abusar de la amabilidad de Kevin.)


En cuanto a la casa de Sagaponack, durante todo un año, tras la muerte de Allan, Ruth pensó a menudo en venderla


El funeral de Allan se celebró en la Sociedad de Cultura Ética de Nueva York, radicada en la Calle 64. Sus colegas de Random House se ocuparon de los preparativos. Un colega editor fue el primero en hablar y recordó cariñosamente la presencia a menudo intimidante de Allan en la venerable editorial. Entonces tomaron la palabra cuatro de los autores de Allan. Ruth, como era su viuda, no figuró entre los oradores


Se había puesto un sombrero y un velo que le daban un aspecto extraño. El velo asustó a Graham, que tenía tres años, y su madre tuvo que rogarle que le permitiera llevarlo. Era esencial para ella, no por reverencia o tradición, sino para ocultar las lágrimas


La mayoría de los deudos y amigos que habían acudido para dar su último adiós a Allan opinaron que el niño se había aferrado a su madre durante todo el acto, pero habría sido más exacto decir que era la madre quien se había aferrado al pequeño, sentado en su regazo. Probablemente las lágrimas de Ruth le turbaban más que la realidad de la muerte de su padre, pues con sólo tres años su percepción de la muerte era imprecisa


Tras varias pausas en el funeral, Graham susurró a su madre: "¿Dónde está papá ahora?", como si creyera que su padre estaba de viaje


– No te preocupes, cariño, todo irá bien -le susurraba una y otra vez Hannah, sentada al lado de Ruth


Esta letanía tan poco religiosa era un motivo de irritación para Ruth, pero, a la vez, comportaba un beneficio sorprendente, porque la distraía de su aflicción. La indiferencia con que Hannah repetía la frase hacía que Ruth se preguntara si su amiga creía estar consolando al niño que había perdido a su padre o a la mujer que había perdido a su marido


Eddie O'Hare fue el último en hablar. No lo habían elegido ni los colegas de Allan ni Ruth


Dada la poca estima en que Allan tenía a Eddie como escritor y, desde luego, como orador, Ruth estaba asombrada de que su marido hubiera asignado un papel a Eddie en el funeral. Del mismo modo que había elegido la música y el lugar (este último por su atmósfera nada religiosa) y del mismo modo en que había insistido con firmeza en que no hubiera flores, cuyo aroma siempre le pareció detestable, Allan había dejado instrucciones de que Eddie hablara en último lugar, e incluso le había indicado lo que debía decir


Como de costumbre, Eddie titubeó un poco. Buscó torpemente alguna clase de introducción, la cual dejó claro que Allan no le había indicado todo lo que tenía que decir, por la sencilla razón de que no había previsto que moriría tan joven


Eddie explicó que él, con cincuenta y dos años, sólo tenía seis menos que Allan. Se esforzó por decir que el factor de la edad era importante, porque Allan había querido que él leyera cierto poema, "Cuando seas vieja", de Yeats. Lo embarazoso del caso era que Allan había imaginado que Ruth sería ya una anciana cuando él muriese. Había supuesto muy correctamente que, dada la diferencia de edad entre los dos, nada menos que dieciocho años, él moriría antes. Pero, algo muy propio de Allan, no se le había pasado por la imaginación que él moriría y su viuda aún sería joven


– Dios mío, qué penoso es esto -le susurró Hannah a Ruth-. ¡Eddie debería limitarse a leer el puñetero poema!


Ruth, que ya conocía el poema, habría preferido no oírlo, porque siempre la hacía llorar; se hubiera echado a llorar aunque no hubiera muerto Allan ni ella estuviera viuda. Estaba segura de que ahora también iba a provocarle el llanto


– No te preocupes, cariño, toda irá bien -volvió a susurrar Hannah, mientras Eddie por fin leía el poema de Yeats


When you are old and grey and full of sleep,

And nodding by the fire, take down this book,

And slowly read, and dream of the soft look

Your eyes had once, and of their shadows deep;


How many loved your moments of glad grace,

And loved your beauty with love frase or true,

But one man loved the pilgrim soul in you,

And loved the sorrows of your changing face;


And bending down beside the glowing bars,

Murmur, a little sadly, how Love fled

And paced upon the mountains overhead And hid his face amid a crowd of stars-


"Cuando seas vieja, tu cabello blanquee y estés soñolienta,

y junto al fuego des cabezadas, toma este libro,

léelo despacio y sueña en la tierna mirada

que tuvieron tus ojos y en sus profundas sombras;

muchos amaron tus muestras de alegre donaire,

y amaron tu belleza con amor falso o verdadero,

pero uno solo amó tu alma peregrina,

y amó la pesadumbre en tu semblante mudable;

e inclinándote ante el metal brillante del hogar,

cuenta, entristecida, en un susurro, cómo el Amor huyó

y anduvo por las cimas de las altas montañas

y ocultó su rostro entre una multitud de estrellas." (N. del T.)


Es comprensible que todos los asistentes supusieran que Ruth lloraba con tanto desconsuelo debido a lo mucho que había amado a su marido. Era cierto que había amado a Allan, o por lo menos había aprendido a amarle, pero, más todavía, había amado la vida que llevaba con él. Y si bien le dolía que Graham hubiera perdido a su padre, era una suerte para él, pues al ser tan pequeño, no le quedarían traumas indelebles. Con el tiempo, Graham apenas se acordaría de Allan


Pero Ruth se había enojado mucho con Allan por morirse, y cuando Eddie leyó el poema de Yeats se enfadó todavía más al oír que Allan había supuesto que ella sería vieja cuando él muriese. Ruth, desde luego, siempre había confiado en que sería vieja cuando sucediera tal cosa. Y allí estaba ella ahora, recién cumplidos los cuarenta y con un hijo de tres años


A decir verdad, las lágrimas de Ruth tenían también otro motivo, más mezquino, más egoísta. Precisamente la lectura de Yeats le había disuadido de probar suerte como poeta. Sus lágrimas eran las que vierte un escritor cada vez que oye recitar algo mejor de lo que él habría podido escribir jamás


– ¿Por qué llora mamá? -preguntó Graham a Hannah por centésima vez, porque Ruth se mostraba inconsolable a intervalos desde la muerte de Allan


– Mamá llora porque echa de menos a papá -susurró Hannah al niño


– Pero ¿dónde está papá ahora? -quiso saber Graham


Aún no había obtenido una respuesta satisfactoria por parte de su madre


Una vez finalizado el funeral, los asistentes se apiñaron alrededor de Ruth, y ésta perdió la cuenta de las veces que le apretaban los brazos. Mantenía las manos entrelazadas en la cintura. La mayoría de la gente no intentaba tocarle las manos, sino sólo las muñecas y los brazos


Hannah llevaba a Graham en brazos, y Eddie salió furtivamente junto a ellos. Parecía un tanto avergonzado, como si lamentara haber leído el poema, o tal vez se reprendía a sí mismo en silencio porque creía que su introducción debería haber sido más larga y más clara


– Quítate esa cosa, mami -pidió el pequeño


– Esa cosa se llama velo, cariño -le dijo Hannah-, y mamá quiere llevarlo puesto


– No, me lo quitaré -accedió Ruth


Por fin había dejado de llorar. Tenía una expresión de aturdimiento y se había quedado insensibilizada; no podía llorar ni expresar el dolor de ninguna otra manera. Entonces recordó a la espantosa anciana que había dicho que sería una viuda durante el resto de su vida. ¿Dónde estaba ahora? ¡El funeral de Allan habría sido el lugar perfecto para que volviera a presentarse!


– ¿Os acordáis de aquella anciana y terrible viuda? -preguntó Ruth a Hannah y Eddie


– Estoy a la mira, cariño, por si la localizo -replicó Hannah-, pero lo más probable es que haya muerto


Eddie estaba todavía emocionado por el poema de Yeats, pero no había dejado en ningún momento de observar a la gente. También Ruth buscaba a Marion, y creyó verla


La mujer no era lo bastante mayor para ser Marion, pero al principio Ruth no reparó en ello. Se fijó en la elegancia de la mujer y en que parecía compadecida y afectada de veras. No miraba a Ruth de una manera amenazante y hostil, sino con una expresión compasiva, inquieta y curiosa. Era una mujer atractiva, más o menos de la edad de Allan; ni siquiera tenía sesenta años. Además, no miraba a Ruth con tanto interés como parecía mirar a Hannah. Entonces Ruth se dio cuenta de que la mujer tampoco miraba a Hannah, sino que Graham era quien atraía su atención


Ruth le tocó el brazo al tiempo que le preguntaba:


– Disculpe…, ¿nos conocemos?


La mujer, azorada, desvió los ojos, pero superó enseguida su vergüenza, hizo acopio de valor y apretó el antebrazo de Ruth.


– Lo siento, ya sé que estaba mirando fijamente a su hijo -dijo la mujer con nerviosismo-. Es que no se parece en nada a Allan


– ¿Quién es usted, señora? -le preguntó Hannah


– ¡Ah, perdone! -replicó la mujer, dirigiéndose a Ruth-. Soy la otra señora Albright, quiero decir su primera mujer


Ruth no quería que Hannah se mostrara ofensiva con la ex mujer de Allan, y Hannah parecía a punto de preguntarle quién la había invitado. Eddie O'Hare salvó la situación


– Cuánto me alegro de conocerla -le dijo Eddie, apretando el brazo de la ex esposa-. Allan siempre hablaba muy bien de usted


La ex señora Albright se quedó pasmada. Debía de estar tan emocionada como Eddie por el poema de Yeats. Ruth nunca había oído a Allan hablar "muy bien" de su ex mujer, incluso a veces se había referido a ella en tono de lástima, sobre todo porque estaba seguro de que ella lamentaría su decisión de no tener hijos. ¡Y ahora estaba allí, contemplando a Graham! Ruth tuvo la seguridad de que la ex señora Albright había asistido al funeral no para dar su último adiós a Allan, sino para ver al hijo que éste había tenido


– Gracias por venir -se limitó a decirle Ruth. Habría seguido diciéndole cosas insinceras, pero Hannah la detuvo


– Estás mejor con el velo puesto, cariño -le susurró, y entonces se dirigió al pequeño-: Esta señora es una amiga de tu papá, Graham. Anda, dile "hola"


– Hola -dijo Graham a la ex mujer de Allan-. Pero ¿dónde está papá? ¿Dónde está ahora?


Ruth volvió a ponerse el velo. Tenía el rostro tan insensible que no se dio cuenta de que estaba llorando de nuevo


Ruth se dijo que le gustaría creer en el cielo sólo por los niños, para poder decir: "Papá está en el cielo, Graham". Y eso fue lo que dijo entonces


– Y el cielo es bonito, ¿verdad? -replicó el niño


Habían hablado muchas veces del cielo y de cómo era desde la muerte de Allan. Posiblemente el cielo atraía más al niño porque se trataba de un tema muy nuevo para él. Puesto que ni Ruth ni Allan eran religiosos, Graham no había oído mencionar el cielo durante sus tres primeros años de vida


– Te diré cómo es el cielo -le dijo la ex señora Albright al pequeño-. Es como tus mejores sueños


Pero Graham, a su edad, tenía más a menudo pesadillas. Los sueños no eran necesariamente un regalo del cielo. No obstante, si el chiquillo daba crédito al poema de Yeats, ¡se vería obligado a imaginar a su padre andando por las cimas de las altas montañas y ocultando el rostro entre la multitud de las estrellas! (Ruth se preguntó si eso sería el cielo o una pesadilla.)


– Ella no ha venido, ¿verdad? -preguntó Ruth de repente Eddie, a través del velo


– No la veo -admitió Eddie


– Sé que no está aquí -dijo Ruth


– ¿Quién no está aquí? -preguntó Hannah a Eddie.


– Su madre -replicó Eddie


– Todo irá bien, cariño -susurró Hannah a su mejor amiga-. Que jodan a tu madre


En opinión de Hannah Grant, Que jodan a tu madre habría sido un título más apropiado para la quinta novela de Eddie O'Hare que Una mujer difícil, publicada aquel mismo otoño de 1994 en que murió Allan. Pero Hannah había dado por perdida a la madre de Ruth mucho tiempo atrás, y como ella no era una mujer mayor, o por lo menos no se consideraba así, estaba harta de aquel tema que tanto le gustaba a Eddie, el de la mujer mayor y el hombre joven. Hannah tenía treinta y nueve años y, como había señalado Eddie, era la edad que tenía Marion cuando se enamoró de ella


– Sí, pero tú tenías dieciséis, Eddie -le recordó Hannah-. Y ésa es una categoría que he eliminado de mi vocabulario. Me refiero a hacerlo con adolescentes


A pesar de que había aceptado a Eddie como el nuevo amigo de Ruth, lo que turbaba a Hannah era algo más que los celos naturales que los amigos sienten a veces hacia otros amigos de sus amigos. Había tenido novios de la edad de Eddie e incluso mayores (Eddie tenía cincuenta y dos años en el otoño de 1994), y aunque Eddie no era precisamente su tipo, de todos modos se trataba de un atractivo hombre maduro que no era homosexual. Sin embargo, nunca le había hecho una proposición, algo que le parecía a Hannah más que inquietante


– Mira, Eddie me gusta -le decía a Ruth-, pero he de admitir que ese hombre tiene algo raro


Lo que a Hannah le parecía "raro" era que Eddie, por su parte, había eliminado a las mujeres jóvenes de su vocabulario sexual


Para Ruth, el "vocabulario sexual" de Hannah era todavía más inquietante que el de Eddie. Si la atracción que éste sentía hacia las mujeres mayores resultaba extraña, por lo menos lo era de un modo selectivo


– Supongo que soy muy rígida en cuestiones sexuales… ¿Es eso lo que quieres decir? -le preguntó Hannah


– Cada uno es como es -replicó Ruth con tacto


– Mira, querida, vi a Eddie en el cruce de Park Avenue con la Calle 89… Empujaba la silla de ruedas de una anciana -dijo Hannah-. Y una noche también le vi en el Russan Tea Room. ¡Estaba con una vieja que llevaba un collarín para mantener el cuello rígido!


– Podría tratarse de accidentes -respondió Ruth-. No es que se estuvieran muriendo de viejas. Hay jóvenes que se rompen una pierna. La de la silla de ruedas tal vez se hubiese caído esquiando. Y hay accidentes de tráfico. A veces se producen desnucamientos…


– Por favor, Ruth -le suplicó Hannah-. Esa vieja no podía moverse de la silla de ruedas, y la del collarín era un esqueleto ambulante: ¡tenía el cuello tan delgado que no le sostenía la cabeza!


– Creo que Eddie es un encanto -se limitó a decir Ruth-. También tú envejecerás, Hannah. ¿No te gustaría que entonces hubiera alguien como Eddie en tu vida?


Pero incluso Ruth tenía que confesar que Una mujer difícil exigía una considerable ampliación de la llamada suspensión voluntaria de su incredulidad. Un hombre de cincuenta y pocos años, que tiene notables similitudes con Eddie, es el amante de una mujer de setenta y muchos, de la que está profundamente enamorado. Hacen el amor en medio de una intimidante cantidad de precauciones sanitarias e incertidumbres. No es sorprendente que se conozcan en el consultorio de un médico, donde el hombre aguarda con inquietud su primera sigmoidoscopia


– ¿Y qué le ocurre a usted? -le pregunta la anciana al hombre maduro-. Parece muy sano


El hombre admite que está nervioso por el examen que van a hacerle


– Vamos, no sea tonto -le dice la anciana-. Los heterosexuales siempre son unos cobardes cuando van a penetrarlos. No es nada del otro mundo. A mí me han hecho por lo menos media docena de sigmoidoscopias. Eso sí, esté preparado: le provocarán algunos gases


Al cabo de unos días los dos se encuentran en un cóctel. La anciana viste tan bien que el hombre más joven no la reconoce. Además, ella se le acerca de una manera tan coqueta que resulta alarmante


– Le vi cuando estaba a punto de ser penetrado -le susurra-. ¿Cómo le fue?


– ¡Ah!, muy bien, gracias -responde él, farfullando-. Y tenía usted razón. ¡No era tan terrible!


– Yo le enseñaré algo que sí es terrible -le susurra la anciana, y así empieza una historia de amor turbadoramente apasionada, que sólo termina cuando la anciana muere


– Por el amor de Dios… -le dijo Allan a Ruth, al hablarle de la quinta novela de Eddie-. Una cosa hay que reconocerle a O'Hare… ¡No se siente avergonzado por nada!


A pesar de que no había abandonado el hábito de llamar a Eddie por su apellido, algo que desagradaba profundamente a Eddie, Allan sentía un verdadero aprecio por él, aunque no por su obra, mientras que Eddie, aunque Allan Albright era la antítesis de cuanto él apreciaba en un hombre, le tenía más afecto de lo que habría creído posible. Cuando Allan murió eran buenos amigos, y Eddie no se había tomado a la ligera las responsabilidades de su funeral


La relación de Eddie con Ruth, sobre todo el grado limitado en que él comprendía los sentimientos de la hija hacia la madre, eran otra cosa. Aunque Eddie había observado los enormes cambios que Ruth había experimentado al convertirse en madre, no se daba cuenta de que precisamente la maternidad la había vuelto aún más implacable hacia Marion


En pocas palabras, Ruth era una buena madre. Cuando murió Allan, Graham sólo tenía un año menos de los que tenía Ruth cuando la abandonó su madre. Ruth preferiría morir antes que abandonar a Graham. La idea de hacer semejante cosa no le cabía en la cabeza


Y si a Eddie le obsesionaba el estado mental de Marion, o lo que del mismo le revelaba la novela McDermid, jubilada, Ruth había leído la cuarta novela de su madre con impaciencia y desdén. (Pensaba que llega un momento en que la pesadumbre se convierte en autocomplacencia.)


En su calidad de editor, Allan había hecho provechosas gestiones acerca de Marion, había averiguado todo lo posible sobre la autora de novelas policíacas canadiense llamada Alice Somerset. Según su editor canadiense, la autora no tenía suficiente éxito en Canadá para vivir de las ventas de sus obras en su propio país. No obstante, las traducciones francesa y alemana eran mucho más populares, y gracias a ellas se ganaba la vida con holgura. Tenía un piso modesto en Toronto, y además pasaba los peores meses del invierno canadiense en Europa. Sus editores alemán y francés le buscaban de buen grado pisos de alquiler


– Una mujer amena, pero un tanto fría -le dijo a Allan el editor alemán de Marion


– Encantadora pero con aires de superioridad -comentó el editor francés


– No sé por qué utiliza seudónimo, pero me parece una persona muy reservada -le dijo a Allan el editor canadiense de Marion, el mismo que le había proporcionado la dirección de la escritora en Toronto


– Por el amor de Dios -le decía una y otra vez Allan a Ruth. Incluso habían hablado de ello pocos días antes de su muerte-. Aquí tienes la dirección de tu madre. Eres escritora, ¿no?, ¡pues escríbele una carta! Incluso podrías ir a verla, si quisieras. Te acompañaría con mucho gusto, o podrías ir sola. También podrías ir con Graham… ¡Seguro que le interesará Graham!


– ¡A mí no me interesa ella! -exclamó Ruth


Ruth y Allan viajaron a Nueva York para asistir a la fiesta organizada con motivo de la publicación de la novela de Eddie; era una noche de octubre, poco después de que Graham cumpliera tres años. Había sido uno de esos días cálidos y soleados que parecen de verano, y cuando oscureció, el aire nocturno trajo el contraste de una frescura que parecía la quintaesencia del otoño. Ruth recordaría que Allan comentó: "¡Un día insuperable! "


Ocupaban una suite de dos habitaciones en el hotel Stanhope. Habían hecho el amor en su dormitorio, mientras Conchita Gómez llevaba a Graham al restaurante del hotel, donde trataron al pequeño como a un principito. Los cuatro habían ido en automóvil desde Sagaponack hasta Nueva York, aunque Conchita protestó, diciendo que ella y Eduardo eran demasiado mayores para pasar una sola noche separados. Uno de ellos podría morir, y era terrible que una persona felizmente casada se muriese sola


El tiempo espectacular, por no mencionar el sexo, había causado una impresión tan favorable a Allan que insistió en recorrer a pie las quince manzanas hasta el lugar donde se celebraba la fiesta de Eddie. Más adelante Ruth pensaría que, cuando llegaron, Allan tenía el rostro un poco enrojecido, pero entonces lo consideró una señal de buena salud o el efecto del fresco aire otoñal


Como de costumbre, Eddie había adoptado una actitud de modestia durante la fiesta; pronunció un discurso ridículo en el que dio las gracias a sus viejos amigos por haber abandonado los planes más divertidos que tuvieran para aquella noche, hizo el consabido resumen del argumento de su nueva novela y después aseguró al público que no era necesario que se molestara en leer el libro, puesto que ya conocían la trama


– Y los personajes principales son bastante reconocibles… porque aparecen en mis novelas anteriores -musitó Eddie-. Sólo han envejecido un poco


Hannah acudió en compañía de un hombre francamente detestable, un ex guardameta profesional de hockey que acababa de escribir unas memorias sobre sus hazañas sexuales y que hacía gala de un desagradable orgullo por el hecho de no haberse casado nunca. Su espantoso libro se titulaba No en mi red, y su principal rasgo de humor, más que discutible, era que llamaba pucks(1) a las mujeres con las que se acostaba. Así pues, el disco de goma utilizado en el hockey sobre hielo le permitía hacer un juego de palabras de mal gusto,


(1). El juego de palabras consiste en decir "She seas a great puck" ("Ella estuvo sensacional en la cama), empleando puck (disco de hockey) en vez de fuck, "joder, hacer el amor. (N. del T.)


Hannah lo conoció cuando le entrevistó para un artículo periodístico que estaba escribiendo, acerca de lo que hacen los atletas cuando se retiran. Por lo que Ruth sabía, siempre trataban de ser actores o escritores, y le comentó a Hannah que ella prefería que se decantaran por ser actores


Pero Hannah se ponía cada vez más a la defensiva con respecto a sus novios granujas


– ¿Qué sabe una señora mayor y casada? -preguntaba a su amiga


Ruth habría sido la primera en admitir que no sabía nada. Tan sólo sabía que era feliz, y lo afortunada que era por serlo. Incluso Hannah habría reconocido que el matrimonio de Ruth con Allan había salido bien. Si Ruth nunca hubiera confesado que al principio su vida sexual sólo había sido tolerable, más adelante incluso habría descrito ese aspecto de su vida con Allan como algo de lo que había aprendido a gozar. Ruth había encontrado un compañero con quien podía conversar, y al que le gustaba escuchar. Además, era un buen padre del único hijo que ella tendría. Y el niño… ¡Ah!, su vida entera había cambiado gracias a Graham, y también por eso amaría siempre a Allan


Era una madre madura, había tenido a Graham a los treinta y siete años, y la seguridad de su hijo le preocupaba más que a las madres jóvenes. Mimaba a Graham, pero había decidido tener un solo hijo. ¿Y para qué son los hijos únicos sino para mimarlos? Idolatrar a Graham había llegado a ser lo que más sustentaba la vida de Ruth. El niño cumplió dos años antes de que su madre volviera a escribir


Ahora Graham tenía tres años y Ruth por fin había terminado su cuarta novela, aunque seguía considerándola inacabada, por la razón categórica de que aún no consideraba el libro lo bastante terminado para mostrárselo a Allan. Ruth era poco sincera, incluso consigo misma, pero no podía evitarlo. Le preocupaba la reacción de Allan a la novela, y por motivos que no tenían nada que ver con lo acabada o inacabada que estuviera la obra


Tiempo atrás había convenido con Allan que no le mostraría nada de lo que escribiera hasta tener la certeza de que el relato estaba tan acabado como fuera capaz de dejarlo. Allan siempre había instado a sus autores a que lo hicieran así, y les decía que su tarea de editor era mucho más provechosa cuando ellos creían haber hecho todo lo posible. ¿Cómo podía pedirle a un autor que diera un paso más si el autor todavía estaba avanzando?


Ruth había logrado que Allan aceptara su negativa a mostrarle enseguida la novela porque, según ella, no estaba terminada del todo, pero no se engañaba a sí misma. Ya la había reescrito tanto como le era posible. Si a veces dudaba de que pudiera releer el libro, mucho menos podía fingir que lo estaba escribiendo de nuevo. Tampoco dudaba de que fuese una buena novela, incluso creía que era la mejor que había escrito


En realidad, lo único que preocupaba a Ruth acerca de su novela más reciente, Mi último novio granuja, era el temor a que su marido se sintiera insultado por la obra. El personaje central se aproximaba demasiado a un aspecto de Ruth antes de casarse: tendía a relacionarse con el hombre que no le convenía. Por otro lado, el novio granuja del título era una combinación improbable y desagradable de Scott Saunders y Wim Jongbloed. Que ese libertino de baja estofa persuada al personaje Ruth (como sin duda lo llamaría Hannah) para mirar a una prostituta mientras está con un cliente, tal vez no turbaría tanto a Allan como el hecho de que el llamado personaje Ruth experimente un acceso incontrolable de deseo sexual. Y la vergüenza que siente entonces, por haber perdido el dominio de sus deseos, es lo que la convence de que debe aceptar una proposición de matrimonio por parte de un hombre que no la excita sexualmente


¿Cómo no iba Allan a sentirse insultado por lo que daba a entender la nueva novela de Ruth acerca de las razones de la autora para casarse con él? Que su matrimonio con Allan le hubiera proporcionado los cuatro años más felices de su vida, cosa que Allan seguramente sabía, no mitigaba lo que, en opinión de Ruth, era el mensaje más cínico de su novela


Ruth había imaginado con bastante exactitud qué conclusiones sacaría Hannah de Mi último novio granuja, a saber, que su amiga menos aventurera había tenido un devaneo con un muchacho holandés, ¡el cual se la había tirado mientras la prostituta los miraba! Era una escena brutalmente humillante para cualquier mujer, incluso para Hannah. Pero Ruth no estaba preocupada por la reacción de Hannah, pues siempre había hecho caso omiso o rechazado las interpretaciones que Hannah hacía de sus novelas


No obstante, Ruth había escrito una novela que sin duda ofendería a muchos lectores y críticos, sobre todo a las mujeres, pero ¿qué importaba? ¡La única persona a la que ella no quería ofender de ningún modo, Allan, sería la misma persona a quien Mi último novio granuja ofendería más!


Ruth se dijo que la fiesta por la publicación del libro de Eddie era la mejor ocasión para confesarle sus temores a Allan. Incluso había llegado a convencerse de que tendría el valor de contarle lo que le había sucedido en Amsterdam. Tan inexpugnable creía que era su matrimonio


– No quiero cenar con Hannah -le susurró a su marido en la fiesta de Eddie


– ¿Es que no cenamos con Eddie O'Hare? -inquirió Allan.


– No, ni siquiera con Eddie, aunque nos lo pida -replicó Ruth-. Quiero cenar contigo, Allan, sólo contigo


Desde el local donde se celebraba la fiesta, tomaron un taxi que les llevó al norte de la ciudad, al restaurante donde Allan, siempre tan considerado, la había dejado a ella a solas con Eddie O'Hare, aquella noche que parecía tan lejana, tras su lectura en la YMHA de la Calle 92 y la interminable presentación de Eddie


No había ningún motivo para que Allan no bebiera copiosamente. Ya habían hecho el amor y ninguno de ellos tenía que conducir. Pero Ruth rogó en silencio para que su marido no se emborrachara. No quería que estuviera bebido cuando le hablara de Amsterdam


– Me muero de ganas de que leas mi libro -empezó por decirle


– Y yo estoy deseando leerlo… cuando estés dispuesta -replicó Allan. Estaba muy relajado. Era realmente el momento perfecto para contárselo todo


– No es sólo porque os quiero a ti y a Graham, sino que te estaré siempre agradecida por la clase de vida que me has ahorrado, la vida que tuve…


– Lo sé, ya me lo has contado


Ahora parecía menos paciente con ella, como si no quisiera oírle decir de nuevo que, de soltera, se metía una y otra vez en líos, que hasta conocer a Allan su juicio acerca de los hombres no era de fiar


– En Amsterdam… -intentó decirle, pero entonces pensó que, para ser sincera, debería empezar por aquel partido de squash con Scott Saunders y lo que ocurrió después del juego. Sin embargo, se había interrumpido, y lo intentó de nuevo. Mira, me resulta más difícil enseñarte esta novela porque tu opinión significa para mí mucho más que nunca, y tu opinión siempre ha sido muy importante para mí


¡Ya habían empezado los subterfugios! Se sentía tan paralizada por la cobardía como lo había estado en el ropero de Rooie


– Tranquilízate, Ruth -le dijo Allan, tomándole la mano-. Si crees que cambiar de editor será más conveniente para ti, quiero decir, para nuestra relación…


– ¡No! -exclamó Ruth-. ¡No me refiero a eso!


– No se había propuesto apartar la mano, pero lo hizo. Entonces intentó tomársela de nuevo, pero él la tenía en el regazo-. Quiero decir que si tuve un último novio granuja, fue gracias a ti. No es sólo un título, ¿sabes?


– Lo sé, ya me lo dijiste


Terminaron hablando de la temible cuestión, a menudo comentada, de quién sería el tutor de Graham en caso de que les sucediera algo a ambos. Era muy improbable que a los dos les ocurriera algo y Graham se quedara huérfano, pues el niño iba con ellos a todas partes. Si su avión se estrellaba, el pequeño también moriría


No obstante, ese asunto no daba a Ruth descanso. Los padrinos de Graham habían sido Eddie y Hannah. Ni Ruth ni Allan podían imaginar a Hannah como madre. A pesar de lo mucho que quería al niño, Hannah llevaba una clase de vida que era incompatible con las responsabilidades de una madre. Si bien sus amigos estaban impresionados por las atenciones que tenía con Graham, con esa entrega que las mujeres decididas a no tener hijos pueden mostrar a veces hacia los hijos ajenos, Hannah no era la persona más apropiada como tutora de Graham


Y si Eddie había prescindido de las mujeres más jóvenes, no parecía tener la menor idea de cómo debe tratarse a los niños. Cuando estaba con Graham se comportaba de una manera torpe, incluso ridícula. Al lado del niño estaba tan nervioso que transmitía su nerviosismo a Graham, quien no era en absoluto un niño nervioso


Cuando regresaron al Stanhope, tanto Allan como Ruth estaban bebidos. Dieron un beso al pequeño, que dormía en su habitación, en una camita plegable, y también dieron las buenas noches a Conchita Gómez. Antes de que Ruth hubiera terminado de cepillarse los dientes y se hubiera preparado para acostarse, Allan ya dormía profundamente


Ruth observó que había dejado la ventana abierta. Aunque aquella noche el aire tuviera una suavidad especial, nunca era una buena idea dejar abierta una ventana en Nueva York, pues el ruido del tráfico a primera hora de la mañana podría despertar a un muerto. (Pero no despertaría a Allan.)


En todo matrimonio hay un reparto de tareas. Uno de los dos suele ser el responsable de sacar la basura, y el otro se encarga principalmente de evitar que falte el café, la leche, el dentífrico o el papel higiénico. Allan se encargaba de la temperatura: abría y cerraba las ventanas, manipulaba el termostato, encendía el fuego o dejaba que se extinguiera. Y por ello Ruth dejó abierta la ventana de su dormitorio en el Stanhope. Cuando el tráfico temprano la despertó a las cinco de la mañana, y cuando Graham se metió en la cama entre sus padres, porque tenía frío, Ruth dijo:


– Allan, si cierras la ventana, creo que todos podremos volver a dormirnos


– Tengo frío, papá -dijo Graham, y añadió-: Papá está muy frío


– Todos estamos muy fríos, Graham -replicó Ruth.


– Papá está más frío -insistió el pequeño


– ¿Alían? -empezó a decir Ruth


Y lo supo. Tendió con cautela la mano alrededor de Graham, que estaba acurrucado contra ella, y tocó el rostro de Allan sin mirarlo. Deslizó la mano bajo la ropa de la cama; notó que bajo su cuerpo y el de Graham estaba caliente, pero, incluso allí, bajo la ropa, Allan estaba frío al tacto, tan frío como el suelo del baño de la casa de Vermont una mañana de invierno


– Cariño -dijo Ruth al niño-, vamos a la otra habitación. Dejemos que papá duerma un poco más


– Yo también quiero dormir un poco más, mamá -replicó Graham


– Vamos a la otra habitación -repitió Ruth-. A lo mejor podrás dormir con Conchita


Cruzaron la sala de estar de la suite, Graham arrastrando la manta y su osito de peluche, Ruth con una camiseta de media manga y bragas, pues ni siquiera el matrimonio había alterado su manera de vestir cuando dormía. Llamó a la puerta del dormitorio de Conchita y despertó a la anciana


– Perdona, Conchita, pero a Graham le gustaría dormir contigo -le dijo Ruth


– Pues claro, cariño, ven conmigo -le dijo Conchita a Graham, el cual pasó por su lado en dirección a la cama


– Aquí no hace tanto frío -observó el niño-. En nuestro cuarto hace mucho frío. Papá está congelado


– Allan ha muerto -le susurró Ruth a Conchita


Entonces, a solas en la sala de la suite, hizo acopio de valor para volver al dormitorio. Cerró la ventana antes de ir al baño, donde se apresuró a lavarse la cara y las manos, se cepilló los dientes y no se molestó en peinarse. Acto seguido se vistió sin mirar una sola vez a Allan ni volver a tocarlo. No quería verle la cara. Durante el resto de su vida, preferiría imaginarlo con el aspecto que tenía en vida. Ya era bastante penoso el hecho de que le acompañara hasta la tumba el recuerdo de la frialdad desmesurada de su cuerpo


Aún no eran las seis de la mañana cuando Ruth telefoneó a Hannah


– Será mejor que seas uno de mis amigos -dijo Hannah nada más descolgar el aparato


– ¿Quién coño es? -oyó Ruth que le preguntaba el ex guardameta famoso


– Soy yo -dijo Ruth-. Allan ha muerto, no sé qué hacer.


– Dios mío, cariño… ¡Voy ahora mismo!


– Pero ¿quién coño es? -preguntó de nuevo la antigua estrella del hockey


– ¡Mira, ve a buscarte otra puck! -Ruth oyó que decía su amiga-. Sea quien sea, no es puñetero asunto tuyo…


Cuando Hannah llegó al Stanhope, Ruth ya había telefoneado a Eddie, pues sabía que estaba en el Club Atlético de Nueva York. Eddie y Hannah se ocuparon de todo. Ruth no tuvo que hablar con Graham, quien por suerte había vuelto a dormirse en la cama de Conchita. El niño no se despertó hasta pasadas las ocho, y por entonces ya se habían llevado del hotel el cadáver de Allan. Hannah llevó al niño a desayunar, y mostró unos recursos asombrosos al responder a las preguntas de Graham sobre el paradero de su padre. Ruth había llegado a la conclusión de que era demasiado pronto para que Allan estuviera en el cielo, es decir, era demasiado pronto para hablar del cielo, un tema de conversación sobre el que más adelante se prodigaría tanto. Hannah se ciñó a las mentiras prácticas: "Papá ha ido a la oficina, Graham" y "Es posible que papá tenga que hacer un viaje"


– Un viaje, ¿adónde? -preguntó Graham


Conchita Gómez estaba desolada. Ruth se hallaba en un estado de aturdimiento. Eddie se ofreció para conducirles a todos a Sagaponack, pero no en balde Ted Cole había enseñado a conducir a su hija. Ruth sabía que era capaz de conducir dentro o fuera de Manhattan, adondequiera que hubiese que ir. Bastaba con que Eddie y Hannah se ocuparan del cadáver de Allan


– Puedo conducir -les dijo Ruth-. Pase lo que pase, puedo conducir


Pero no se sintió capaz de registrar la americana de Allan en busca de las llaves del coche. Eddie las encontró, mientras Hannah hacía un paquete con las prendas del difunto


Hannah se acomodó en el asiento trasero del coche con Graham y Conchita. Se encargó de charlar con el pequeño…, ése era su papel. Eddie tomó asiento al lado de Ruth. No estaba claro para nadie, ni siquiera para sí mismo, cuál era su papel, pero se dedicó a mirar el perfil de Ruth. Ésta no apartó en ningún momento la vista de la carretera, excepto para mirar por los espejos laterales o el retrovisor


Pobre Allan, pensaba Eddie. Debía de haber sufrido un paro cardíaco. Así era, había acertado. Pero lo que Eddie no acertó era más interesante. No acertó al creer que se había enamorado de Ruth, tan sólo contemplando el perfil de su rostro lleno de tristeza: no acertó a comprender hasta qué punto, en aquel momento, Ruth le recordaba intensamente a su desdichada madre


¡Pobre Eddie O'Hare! Le había acontecido algo muy ingrato: ¡la sorprendente ilusión de que ahora estaba enamorado de la hija de la única mujer a la que había amado! Pero ¿quién puede distinguir entre enamorarse e imaginar que se enamora? Incluso enamorarse de veras es un acto de la imaginación


– ¿Dónde está papá ahora? -preguntó Graham-. ¿Todavía está en la oficina?


– Creo que tiene una cita con el médico -respondió Hannah-. Me parece que ha ido al médico porque no se encontraba muy bien


– ¿Aún está frío? -inquirió el niño


– Tal vez -replicó Hannah-. El médico sabrá lo que le pasa. Ruth no se había cepillado el cabello, estaba desgreñada y no se había maquillado el pálido semblante. Tenía los labios resecos, y las patas de gallo en las comisuras de los ojos destacaban de una manera que Eddie no había visto hasta entonces. Marion también tenía patas de gallo, pero Eddie la había perdido momentáneamente de vista. Estaba paralizado por el semblante de Ruth, por la tristeza que emanaba de él


A sus cuarenta años, Ruth estaba sumida en el primer aturdimiento del duelo. Marion, a los treinta y nueve, cuando Eddie la vio por última vez, lloraba a sus hijos desde hacía cinco años. Su cara, a la que ahora la cara de su hija se parecía tanto, reflejaba por entonces una pesadumbre casi eterna


Cuando tenía dieciséis años, Eddie se había enamorado de la tristeza de Marion, una tristeza que parecía más duradera que su belleza. No obstante, la belleza se recuerda después de que desaparezca. Lo que Eddie veía reflejado en el de Ruth era una belleza desaparecida, que era otro amor que realmente sentía por Marion


Pero Eddie no sabía que aún amaba a Marion.


"¿Qué diablos le pasa a Eddie? -pensaba Ruth-. ¡Si no deja de mirarme así, voy a salirme de la carretera!"


También Hannah observó que Eddie miraba fijamente a Ruth, y se preguntó, como su amiga, qué diablos le ocurría. ¿Desde cuándo aquel gilipollas se interesaba por una mujer más joven que él?


"Llevaba un solo año de viuda", había escrito Ruth Cole en su novela. (¡Y lo había escrito tan poco tiempo antes, apenas cuatro años, de que ella misma se quedase viuda!) Un año después de la muerte de Allan, tal como ella había escrito acerca de su viuda de ficción, Ruth seguía debatiéndose "por dominar los recuerdos del pasado, como debe hacer toda viuda"


Ahora se preguntaba cómo lo había sabido casi todo sobre la viudez; aunque siempre había afirmado que un buen escritor puede imaginar cualquier cosa, e imaginarlo fielmente, y aunque con frecuencia había argumentado que tendía a valorarse en exceso la experiencia de la vida real, incluso a ella le sorprendía la precisión con que había imaginado la viudez


Un año después de la muerte de Allan, exactamente como le ocurría a su personaje de novela, Ruth aún "tendía a sumirse en el flujo de los recuerdos, como le sucedió aquella mañana en que se despertó con su marido muerto a su lado"


¿Y dónde estaba la anciana y airada viuda que había atacado a Ruth por haber escrito sobre la viudez sin ceñirse a la verdad? ¿Dónde estaba la arpía que se había llamado a sí misma viuda durante el resto de su vida? Al rememorar lo sucedido, a Ruth la decepcionaba que la vieja bruja no se hubiera presentado en el funeral de Allan. Ahora que era viuda, quería ver a la mezquina mujer, aunque sólo fuera para gritarle a la cara que cuanto había escrito sobre el hecho de quedarse viuda era fiel a la verdad


¿Dónde estaba ahora la maldita vieja que había tratado de estropearle la boda con sus amenazas llenas de odio? ¿Dónde estaba el diabólico vejestorio que tan descaradamente se había permitido insultarla? Probablemente había muerto, como suponía Hannah. De ser así, Ruth se sentiría engañada. Ahora que el juicio convencional del mundo le concedía autoridad para hablar, a Ruth le habría gustado decirle cuatro cosas a aquella zorra


¿No se había jactado ante ella la muy puñetera de que el amor que sintió por su marido fue superior? La mera idea de que alguien te diga: "No sabes qué es la aflicción", o "No sabes qué es el amor", le parecía a Ruth atroz


Esa cólera imprevista hacia la anciana viuda sin nombre había proporcionado a Ruth un combustible inagotable durante el primer año de viudez. En el mismo año, y de un modo también imprevisto, había notado que los sentimientos hacia su madre se habían suavizado. Había perdido a Allan, pero tenía a Graham. Era más consciente que antes de lo mucho que amaba a su único hijo, y por ello comprendía los esfuerzos que hiciera Marion para no amar a otro hijo, puesto que ya había perdido dos


Que su madre no hubiera optado por suicidarse sorprendía a Ruth, tanto como el hecho de que hubiera podido tener otro hijo. De repente comprendía el motivo que tuvo su madre para abandonarla. Marion no había querido amar a Ruth porque no soportaba la idea de perder a un tercer hijo. (Eddie le había dicho todo esto, cinco años atrás, pero hasta que ella tuvo un hijo y perdió a su marido, careció de la experiencia o la imaginación necesarias para darle crédito.)


No obstante, la dirección de Marion en Toronto había ocupado durante un año un lugar preeminente de su mesa de trabajo. El orgullo y la cobardía (¡ése sí que era un título digno de una novela larga!) le habían impedido escribirle. Ruth aún creía que era Marion quien debía presentarse ante su hija, puesto que era ella quien la había abandonado. Como madre relativamente reciente y viuda más reciente todavía, Ruth acababa de experimentar la pesadumbre y el temor de una pérdida incluso mayor. Hannah le sugirió que le diese a Eddie la dirección de su madre en Toronto


– Deja que Eddie se encargue del problema -le dijo Hannah-. Que se atormente preguntándose si debe escribirle o no. Por supuesto, ese dilema atormentaría a Eddie. Peor aún, en varias ocasiones había tratado de escribirle, pero nunca había echado sus cartas al correo


"Querida Alice Somerset -empezaba una carta-. Tengo razones para creer que es usted Marion Cole, la mujer más importante de mi vida." Pero ese tono le parecía demasiado desenvuelto, sobre todo al cabo de cuarenta años, por lo que lo intentaba de nuevo, abordándola de una manera más directa. "Querida Marion, pues Alice Somerset sólo podrías ser tú: He leído tus novelas de Margaret McDermid con.,." ¿Con qué? ¿Fascinación? ¿Frustración? ¿Admiración? ¿Desesperación? ¿Con la amalgama de todo ello? No lo sabía con exactitud


Además, después de mantener su amor por Marion durante treinta y seis años, ahora Eddie creía haberse enamorado de Ruth. Y tras imaginar durante un año que estaba enamorado de la hija de Marion, Eddie aún no se daba cuenta de que nunca había dejado de amar a Marion y de que seguía creyendo que amaba a Ruth. Así pues, los esfuerzos de Eddie por escribir a Marion le torturaban en extremo. "Querida Marion: Te he amado durante treinta y seis años antes de enamorarme de tu hija." ¡Pero Eddie ni siquiera podía decirle tal cosa a Ruth!


En cuanto a Ruth, con frecuencia, durante el año de duelo, se había preguntado qué le sucedía a Eddie O'Hare. No obstante, su pesadumbre y sus preocupaciones constantes por el pequeño Graham la distraían de los evidentes pero incomprensibles sufrimientos de Eddie, quien siempre le había parecido un hombre amable y raro. ¿Era ahora un hombre amable que se había vuelto más raro? Podía asistir con ella a una cena y no decir más que monosílabos durante toda la velada. No obstante, cada vez que sus miradas se encontraban y él se apresuraba a desviar los ojos, Ruth concluía que la había estado contemplando


– ¿Qué ocurre, Eddie? -le preguntó una vez


– No, nada -replicó él-. Me estaba preguntando cómo te va.


– Bien, me va muy bien, gracias


Hannah tenía sus propias teorías, que Ruth rechazaba por absurdas


– Parece ser que se ha enamorado de ti, pero no sabe seducir a mujeres más jóvenes que él


Durante un año, la idea de que alguien tratara de seducirla le había parecido a Ruth grotesca


Pero en el otoño de 1995 Hannah le dijo:


– Ya ha pasado un año, cariño, es hora de que vuelvas a ponerte en circulación


La simple idea de "volver a ponerse en circulación" repugnaba a Ruth. No sólo seguía enamorada de Allan y del recuerdo de su vida en común, sino que se estremecía ante la perspectiva de enfrentarse una vez más a su manera defectuosa de juzgar a los hombres


Como escribiera en el primer capítulo de No apto para menores, ¿quién sabía cuándo era hora de que una viuda volviera a la vida normal? Era imposible que lo hiciera "sin riesgos"


La publicación de la cuarta novela de Ruth Cole, Mi último novio granuja, se retrasó hasta el otoño de 1995, porque Ruth consideró que ésa sería la fecha más temprana posible para reaparecer en público desde la muerte de su marido. Cierto que Ruth no estaba tan disponible como a sus editores les hubiera gustado. Accedió a dar una lectura en la YMHA de la Calle 92, donde no lo había hecho desde aquella maratoniana presentación de Eddie O'Hare en 1990, pero se negó a conceder entrevistas en Estados Unidos, con la excusa de que iba a pasar una sola noche en Nueva York, camino de Europa, y que nunca quería someterse a entrevistas en su casa de Vermont. (Desde primeros de septiembre, la casa de Sagaponack se hallaba en venta.)


Hannah sostenía que Ruth estaba loca al aislarse en Vermont, y que debería vender la casa de Vermont. Pero Allan y Ruth habían convenido en que Graham debía crecer en Vermont


Además, Conchita Gómez era demasiado mayor para ocuparse ella sola de Graham, y Eduardo también estaba demasiado entrado en años para cuidar de la finca. En Vermont, Ruth dispondría de canguros cerca de casa. Kevin Merton tenía tres hijas que podrían realizar esa tarea. Una de ellas, Amanda, era una alumna de secundaria a la que sus padres permitían viajar hasta cierto punto. (La escuela había dado permiso a Amanda, pues se avino a considerar que el viaje de promoción literaria con Ruth pertenecía a la categoría de viaje educativo; de ahí que Ruth viajara con Graham y Amanda Merton a Nueva York y a Europa.)


No todos los editores europeos de la escritora estaban satisfechos con los planes que tenía Ruth para promocionar Mi último novio granuja, pero ella lo había advertido claramente a todo el mundo: aún estaba de luto y no iría a ninguna parte sin su hijo de cuatro años. Además, ni su hijo ni la canguro podían ausentarse de la escuela durante más de dos semanas


El viaje que Ruth planeaba sería lo más cómodo posible para ella y Graham. Volaría a Londres en el Concorde y regresaría a Nueva York vía París, de nuevo en el Concorde. Entre Londres y París, iría con su hijo y la canguro a Amsterdam, pues había llegado a la conclusión de que debía visitar esa ciudad. La novela estaba en parte ambientada en ella (aquella escena humillante en el barrio chino), lo que la volvía especialmente interesante para los holandeses, y Maarten era su editor europeo predilecto


Amsterdam no tenía la culpa de que ahora Ruth temiera viajar allí. Sin duda podría promocionar su nueva novela sin visitar el barrio chino. Los periodistas poco originales que la habían entrevistado, por no mencionar cada fotógrafo encargado de fotografiarla, insistían en que Ruth regresara a De Wallen, el lugar donde sucedía la escena más escandalosa de la novela, pero Ruth ya se había enfrentado en ocasiones anteriores a la falta de originalidad de periodistas y fotógrafos


Y tal vez, pensó la novelista, tener que regresar a Amsterdam suponía una especie de penitencia, pues ¿acaso su miedo no era una forma de penitencia? ¿Y cómo no habría de tener miedo en cada momento de su estancia en Amsterdam, si la ciudad le recordaría inevitablemente el tiempo, al parecer eterno, que permaneció escondida en el ropero de Rooie? Una vez en Amsterdam, ¿no sería el jadeo del hombre topo el fondo musical de su sueño? Eso si podía dormir…


Aparte de Amsterdam, la única parte de la gira de promoción que atemorizaba a Ruth era la noche que debía pasar en Nueva York, y la temía porque, una vez más, Eddie O'Hare iba a encargarse de la presentación de su lectura en la YMHA de la Calle 92


Había cometido la imprudencia de alojarse en el Stanhope. No había estado allí con Graham desde la muerte de Allan, y el pequeño recordaba el último lugar donde había visto a su padre mejor de lo que Ruth había supuesto. No se alojaban en la misma suite de dos dormitorios, pero la configuración de las habitaciones y la decoración eran muy similares


– Papá dormía en este lado de la cama, mamá en aquel lado -le explicaba el niño a la canguro, Amanda Merton-. La ventana estaba abierta -siguió diciendo Graham-. Papá la había dejado abierta, y yo tenía frío. Bajé de la cama…


Entonces el pequeño se interrumpió. ¿Dónde estaba su cama? Puesto que Allan no estaba, Ruth no había pedido a los empleados del hotel que colocaran una cama plegable para Graham, ya que en la gran cama había espacio más que suficiente para su hijo


– ¿Dónde está mi cama? -preguntó el niño.


– Puedes dormir conmigo, cariño -le dijo Ruth


– O puedes dormir en mi habitación, conmigo -le ofreció Amanda, servicial, deseosa de evitar a Graham el recuerdo de la muerte de su padre


– Sí, bueno -dijo Graham, en el tono de voz que empleaba cuando algo no iba bien-. Pero ¿dónde está papá ahora?


Las lágrimas le afloraban a los ojos. Hacía seis meses, tal vez más, que no había formulado esa pregunta


"¡Qué estúpida he sido al traerle aquí!", se dijo Ruth, y abrazó al niño que lloraba


Ruth estaba todavía en la bañera cuando Hannah entró en la suite con un montón de regalos para Graham, unos objetos inadecuados para llevarlos en avión a Europa. Un pueblo entero de bloques de construcción y no un solo peluche, sino toda una familia de monos. Tendrían que pedir a los empleados del Stanhope que les guardaran el pueblo y los monos, lo cual sería un gran inconveniente si decidían cambiar de hotel


Pero Graham parecía haber superado por completo el momento en que el hotel le había evocado el recuerdo de la muerte de Allan. Los niños eran así, de repente se mostraban desconsolados y con la misma rapidez se recuperaban, mientras que Ruth estaba ahora resignada a los recuerdos que el Stanhope evocaba en ella. Dio las buenas noches a su hijo con un beso. El niño ya hablaba con Amanda sobre el menú del servicio de habitaciones cuando Ruth y Hannah salieron hacia el local donde tendría lugar la lectura


– Espero que leas la parte buena -le dijo Hannah


Para Hannah la "parte buena" era la escena sexual, profundamente turbadora, con el novio holandés en la habitación de la prostituta. Ruth no tenía intención de leer jamás esa escena.


– ¿Crees que volverás a verle? -le preguntó Hannah, camino de la YMHA-. Quiero decir que él leerá el libro y…


– ¿Si volveré a ver a quién? -inquirió Ruth, aunque sabía muy bien a quién se refería Hannah


– Al muchacho holandés, quienquiera que sea -replicó Hannah-. ¡Y no me digas que no hubo un muchacho holandés!


– Jamás he hecho el amor con un muchacho holandés, Hannah, créeme


– Apuesto a que leerá el libro -siguió diciendo Hannah. Cuando llegaron al cruce de la Calle 92 con la Avenida Lexington, Ruth casi ansiaba que comenzara la presentación de Eddie O'Hare; así no tendría que seguir escuchando a Hannah. Por supuesto, Ruth había considerado la posibilidad de que Wim Jongbloed leyera Mi último novio granuja, y estaba dispuesta a mostrarse tan fría con él como fuese necesario. Si la abordaba… Pero lo que sorprendió a Ruth-y, aunque no dejaba de ser decepcionante, suponía un alivio para ella- era lo que Maarten le contó de la captura del asesino de Rooie en Zurich. ¡Resultó que, poco después de su detención, el criminal murió! Maarten y Sylvia lo mencionaron de una manera bastante fortuita


– Por cierto, no encontraron al asesino de la prostituta, ¿verdad? -les preguntó con fingida indiferencia


Se lo había planteado, junto con las preguntas habituales referentes al itinerario de su próximo viaje, en el transcurso de una reciente conversación telefónica que sostuvieron un fin de semana. Maarten y Sylvia le explicaron que se habían perdido la noticia porque, cuando capturaron al asesino, ellos estaban ausentes de Amsterdam. Se enteraron de oídas, y cuando conocieron los detalles, no recordaron que Ruth se había interesado por el caso


– ¿En Zurich? -les preguntó Ruth. De modo que por eso el hombre topo tenía acento alemán. ¡Era suizo!


– Creo que fue en Zurich, sí -replicó Maarten-. Y el tipo había matado a otras prostitutas en toda Europa


– Pero sólo una en Amsterdam -terció Sylvia


"¡Sólo una!", se dijo Ruth. Se había esforzado para lograr que su interés por el caso pareciera espontáneo


– Me gustaría saber cómo dieron con él -dijo en tono meditativo


Pero ni Sylvia ni Maarten recordaban con precisión los detalles. Habían detenido al asesino, y éste había muerto, varios años atrás


– ¡Varios años atrás! -repitió Ruth. -Creo que hubo una testigo -dijo Sylvia


– Me parece que también había huellas dactilares Maarten-. Y el tipo estaba muy enfermo


– ¿Era asma? -inquirió Ruth. De repente, no le importaba delatarse.


– Creo que tenía un enfisema -dijo Sylvia.


"¡Claro, eso podía haber sido!", pensó Ruth, pero lo que realmente importaba era que habían capturado al hombre topo. ¡Éste había muerto! Y su muerte hacía soportable para Ruth una nueva visita a Amsterdam, el escenario del crimen. Porque era su crimen, tal como ella lo recordaba


Eddie O'Hare no sólo llegó a tiempo para la lectura de Ruth, sino que se presentó tan temprano que pasó más de una hora sentado a solas en el camerino. Estaba muy preocupado por los acontecimientos de las últimas semanas. Sus padres habían fallecido, ella a consecuencia de un cáncer que, por suerte, tuvo un desarrollo y un desenlace rápidos, mientras que la muerte del padre, tras sufrir el cuarto ataque de apoplejía en los últimos tres años, no fue tan repentina


El tercer ataque del pobre Minty le dejó casi ciego, y al leer, según decía, veía la página reducida "al mundo visto por un telescopio cuando uno mira por el extremo equivocado". Dot O'Hare le había leído en voz alta antes de que el cáncer se la llevara. Luego fue Eddie quien leía a su padre, quien se quejaba de que la dicción de su hijo era peor que la de su difunta esposa


No había tenido necesidad de seleccionar personalmente los textos que leía en voz alta a Minty, porque los libros de éste estaban debidamente señalados, los pasajes pertinentes subrayados en rojo, y el viejo profesor estaba tan familiarizado con aquellas obras que no era preciso resumirle los argumentos. Eddie se limitaba a pasar las páginas y sólo leía los pasajes subrayados. (Al final, el hijo no había podido librarse del soporífero método que su padre empleaba en clase.)


Eddie siempre había pensado que el largo párrafo inicial de Retrato de una dama, en el que Henry James describe "la ceremonia conocida como té de la tarde", era demasiado ceremoniosa para su propio bien. No obstante, Minty afirmaba que el pasaje merecía innumerables relecturas, y Eddie las realizaba con la misma actitud de aislamiento, como recluyéndose en una zona especial del cerebro, que había utilizado para evadirse mientras le hacían la primera sigmoidoscopia


Y Minty adoraba a Trollope, a quien Eddie consideraba un pelmazo ampuloso. Al profesor le gustaba sobre todo este pasaje de la autobiografía de Trollope: "Creo que ninguna muchacha ha salido tras la lectura de mis páginas menos recatada que antes, y que tal vez algunas han aprendido de ellas que el recato es un encanto que bien merece la pena conservar"


Eddie creía que ninguna muchacha había salido jamás ni recatada ni de ninguna otra manera tras leer a Trollope: estaba seguro de que toda joven que leía a Trollope ni salía ni hacía ningún otro movimiento. Un ejército de muchachas habían perecido leyéndole, ¡y todas ellas habían muerto mientras dormían!


Recordaría siempre que, cuando su padre perdió la vista casi por completo, él le acompañaba al baño. Después del tercer ataque, su padre llevaba las zapatillas sujetas a los pies insensibles con gomas elásticas, y crujían en el suelo bajo los empeines aplanados. Las zapatillas, de color rosa, habían pertenecido a la madre de Eddie, y Minty las llevaba porque los pies se le habían encogido hasta tal punto que sus propias zapatillas le iban demasiado grandes y no podía sujetarlas ni siquiera con gomas elásticas


Llegó entonces la última frase del capítulo 44 de Middlemarch, que el viejo profesor había subrayado en rojo y que su hijo le leyó en un tono melancólico: "Desconfiaba de su afecto, ¿y qué soledad es más solitaria que la desconfianza?"


¿Qué importaba que su padre hubiese sido un maestro aburrido? Por lo menos había señalado todos los pasajes pertinentes. Un alumno podría haber hecho cosas mucho peores que asistir a un curso de Minty O'Hare


Al funeral por el padre de Eddie, celebrado en la capilla del recinto escolar, que no pertenecía a ningún credo determinado, asistió más gente de la que Eddie hubiera esperado. No sólo acudieron los colegas de Minty, los seniles profesores eméritos del centro, aquellos viejos campechanos que habían sobrevivido al padre de Eddie, sino también dos generaciones de alumnos de Exeter. Puede que Minty les hubiera aburrido a todos, en una u otra época, pero su respetuosa presencia en el acto le sugería a Eddie que su padre había constituido un pasaje pertinente en sus vidas


Se alegraba de haber encontrado un pasaje, entre los innumerables que había subrayado su padre, que parecía complacer a los antiguos alumnos de Minty. Eddie eligió el último párrafo de Vanity Fair, pues Minty siempre había sido un gran admirador de Thackeray. " ¡Ah!, vanitas vanitatum, ¿quién de nosotros es feliz en este mundo? ¿Quién de nosotros alcanza su deseo o, habiéndolo alcanzado, queda satisfecho? Venid, niños, cerremos la caja y las marionetas, pues nuestra función ha terminado."


Entonces Eddie volvió al tema de la pequeña casa de sus padres, que compraron después de que Minty se retirara como docente, cuando él y Dot, por primera vez, se vieron obligados a dejar la vivienda propiedad de la escuela. La humilde casa estaba situada en una parte de la ciudad que Eddie no conocía, una calle estrecha, claustrofóbica, que podría ser cualquier calle de una pequeña población. Allí sus padres debían de sentirse muy solos, lejos de la impresionante arquitectura y los amplios terrenos de la escuela. La casa de los vecinos más próximos tenía una extensión de césped sin segar, sembrada de juguetes infantiles abandonados. Un gigantesco y oxidado sacacorchos, al que cierta vez encadenaron a un perro, estaba atornillado en el suelo. Eddie nunca había visto al perro


Eddie consideraba una crueldad que sus padres hubieran pasado el crepúsculo de sus vidas en semejante entorno, pues sus vecinos más próximos no parecían exonianos. (En realidad; la dejadez del césped ofensivo había hecho pensar con frecuencia a Minty O'Hare que sus vecinos eran la consecuencia personificada de lo que el viejo profesor de inglés aborrecía por encima de todo: una deficiente educación media.)


Al empaquetar los libros de su padre, pues ya había puesto la casa en venta, Eddie descubrió sus propias novelas, que no estaban firmadas. ¡No había tenido el detalle de dedicárselas a sus padres! Le dolió comprobar que su padre no había subrayado un solo pasaje. Y al lado de sus obras, en el mismo estante, vio el ejemplar que la familia O'Hare poseía de El ratón que se arrastra entre las paredes, de Ted Cole, y que el conductor del camión de almejas había autografiado casi a la perfección


No era de extrañar que Eddie se sintiera abatido cuando llegó a Nueva York para asistir a la lectura de Ruth. También había sido una carga para él que Ruth le hubiera dado la dirección de Marion. Era inevitable que finalmente intentara entrar en contacto con ella. Le había enviado sus cinco novelas, las mismas que no dedicó a sus padres, y había escrito en ellas: "Para Marion. Con amor, Eddie". Y añadió una nota al paquete, junto con el pequeño formulario verde que rellenó para la aduana canadiense


"Querida Marion", escribió, como si le hubiera estado escribiendo durante toda su vida. "No sé si has leído mis libros, pero, como puedes ver, nunca has estado lejos de mis pensamientos." Dadas las circunstancias, es decir, su creencia de que estaba enamorado de Ruth, sólo tuvo valor para decirle eso, pero era más de lo que le había dicho en treinta y siete años


Cuando Eddie llegó a la YMHA de la Calle 92 y se sentó en el camerino, la pérdida de sus padres, por no mencionar su patético esfuerzo por establecer contacto con Marion, le había dejado prácticamente sin habla. Ya lamentaba haber enviado sus libros a Marion, y se decía que indicarle los títulos habría sido más que suficiente. (Ahora los mismos títulos le parecían un desdichado exceso.) Trabajo de verano, Café y bollos, Adiós a Long Island, Sesenta veces, Una mujer difícil


Cuando Eddie O'Hare subió por fin al escenario del atestado salón de conciertos Kaufman y se colocó ante el micrófono, interpretó astutamente el silencio reverencia) del público. Adoraban a Ruth Cole y todos coincidían en que su última novela era la mejor que había escrito. El público también sabía que aquélla era la primera aparición pública de Ruth desde la muerte de su marido. Por último, Eddie interpretó que en el silencio del público había cierta inquietud, pues no eran pocos los que sabían que Eddie podía hablar y hablar indefinidamente


Así pues, se limitó a decir: "Ruth Cole no necesita presentación"


Pues sí, sin duda lo había dicho en serio. Bajó del escenario y se acomodó en el asiento que le habían reservado, al lado de Hannah. Durante la lectura de Ruth, Eddie miró hacia delante con estoicismo, desviando la mirada unos tres o cuatro metro a la izquierda del estrado, como si la única manera soportable de mirar a Ruth fuese tenerla constantemente en la periferia de su visión


Hannah diría más adelante que Eddie lloraba sin poder contenerse. Su rodilla derecha se había humedecido debido a que le sostenía la mano. Eddie había llorado en silencio, como si cada palabra que Ruth pronunciaba fuese un golpe asestado en su corazón, un golpe que él aceptaba como merecido


Luego no le vieron en el camerino. Ruth y Hannah fueron a comer solas


– Eddie tenía un aspecto de suicida -comentó Ruth


– Está colado por ti, y eso le está volviendo loco -replicó Hannah


– No seas tonta, está enamorado de mi madre


– ¡Por Dios! -exclamó Hannah-. ¿Qué edad tiene tu madre?


– Setenta y seis


– ¡Sería obsceno que estuviera enamorado de una mujer de setenta y seis años! -dijo Hannah-. Eres tú, cariño. Eddie está chalado por ti, ¡de veras!


– Eso sí que sería obsceno -dijo Ruth


Un hombre, que cenaba con una mujer que parecía su esposa, las miraba una y otra vez. Cada una creía que la mirada del desconocido se dirigía a la otra. En cualquier caso, convinieron en que no era un comportamiento correcto por parte de un hombre que estaba cenando con su mujer


Cuando estaban pagando la cuenta, el hombre, no sin cierto titubeo, se aproximó a su mesa. Era treintañero, más joven que Ruth y Hannah, y bastante guapo, a pesar de su expresión avergonzada. Su profunda timidez parecía afectar incluso a su postura, pues cuanto más se aproximaba a ellas, tanto más se encorvaba. Su mujer seguía sentada a la mesa, con la cabeza entre las manos


– ¡Cielos! ¡Va a pegarte delante de su puñetera mujer! -le susurró Hannah a su amiga


– Perdonen… -dijo el hombre, muy apurado


– ¿Qué se le ofrece? -le preguntó Hannah, y con la punta del zapato tocó la pierna de Ruth por debajo de la mesa, un gesto que significaba: "¿Qué te decía yo?"


– ¿No es usted Ruth Cole? -inquirió el hombre.


– Tengamos la fiesta en paz -dijo Hannah


– Sí, soy yo -respondió Ruth


– Siento mucho molestarlas -musitó el hombre-, pero hoy es nuestro aniversario de boda y usted es la autora favorita de mi mujer. Ya sé que tiene por norma no firmar ejemplares, pero le he regalado a mi mujer su novela y la tenemos ahí. Discúlpeme por el atrevimiento, pero ¿sería tan amable de firmársela?


La esposa, abandonada en su mesa, estaba al borde de la humillación


– Por el amor de Dios… -empezó a decir Hannah, pero Ruth se apresuró a levantarse


Sentía deseos de estrechar la mano del hombre y la de su mujer. Incluso sonrió mientras firmaba el ejemplar. Era un gesto totalmente desacostumbrado en ella. Pero en el taxi, cuando regresaban al hotel, Hannah le dijo algo… Nadie como Hannah para darle a Ruth la sensación de que no estaba en condiciones de regresar al mundo tras su aislamiento


– Puede que fuera su aniversario de boda, pero te miraba los pechos


– ¡No es verdad! -protestó Ruth


– Todo el mundo lo hace, cariño. Será mejor que empieces a acostumbrarte


Más tarde, en su suite del Stanhope, Ruth se resistió al deseo de telefonear a Eddie. Además, en el Club Atlético de Nueva York probablemente no responderían al teléfono a partir de ciert hora, o quizá querrían saber si llevaba chaqueta y corbata incluso para llamar


Prefirió escribir una carta a su madre, cuya dirección en Toronto había memorizado


"Querida mami -escribió-. Eddie O'Hare aún te quiere. Tu hija, Ruth."


El papel con membrete del hotel Stanhope prestaba a la carta cierta formalidad, o por lo menos cierto distanciamiento, que ella no se había propuesto. Una carta así debería empezar con las palabras "Querida madre", pero ella había llamado a su madre "mami", lo mismo que Graham la llamaba a ella y que significaba para Ruth más que cualquier otra cosa. Supo que había entrado de nuevo en el mundo cuando entregó la carta al recepcionista del hotel, poco antes de emprender el viaje a Europa


– Es para Canadá -señaló Ruth-. Por favor, asegúrese de que el franqueo sea correcto


– Desde luego, señora -dijo el recepcionista


Estaban en el vestíbulo del Stanhope, cuyo principal elemento decorativo era un reloj de péndulo muy vistoso, lo primero que Graham reconoció cuando entraron en el hotel de la Quinta Avenida. Ahora el botones empujaba un carrito con su equipaje ante la imponente esfera del reloj. El botones se llamaba Mel y siempre había tenido muchas atenciones con Graham. Fue el botones que estaba de servicio cuando se llevaron del hotel el cadáver de Allan. Probablemente Mel había echado una mano en aquella ocasión, pero Ruth no quería recordar nada de eso. Graham, cogido de la mano de Amanda, siguió al equipaje que cruzaba la puerta del Stanhope y salía a la Quinta Avenida, donde esperaba la limusina


– ¡Adiós, reloj! -exclamó el niño


Mientras el vehículo arrancaba, Ruth se despidió de Mel. -Adiós, señora Cole -dijo el botones


"¡De modo que eso es lo que soy!", pensó Ruth Cole. No se había cambiado el apellido, por supuesto, pues era demasiado famosa para ello y nunca se habría convertido en la señora Albright. Pero era una viuda que aún se sentía casada, era la señora Cole. Y se dijo que sería la señora Cole para siempre


– ¡Adiós, hotel de Mel! -gritó Graham


Se alejaron de las fuentes delante del Metropolitan, las banderas ondeantes y la marquesina verde oscuro del Stanhope, bajo la que un camarero se apresuraba a atender a la única pareja que no encontraba el día demasiado frío para sentarse a una de las mesas en la acera. Desde el punto de vista de Graham, hundido en el asiento trasero de la limusina oscura, el Stanhope se alzaba hacia el cielo, tal vez incluso llegaba al mismo cielo.


– ¡Adiós, papá! -gritó el chiquillo

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