La mansión era grande y luminosa, de madera de paraguatán y aun de caoba, que allí costaba tanto como el palo más seco, con una amplia galería que la rodeaba por completo, alzada sobre postes que la aislaban de serpientes y alacranes y la ponían a salvo cuando al dormido río le daba por despertar, erguida casi en la cima de la loma pero manteniendo a unos cien metros las copudas ceibas y las altivas «palmeras moriche» que atraerían el rayo, que era siempre el peor enemigo de las casas llaneras.
Le faltaba pintura, y un siglo de lluvias y de soles había dejado su marca en techumbre y paredes, pero aún conservaba el orgullo de ser la edificación más sólida y altiva desde el Apure al Meta.
— Esta era la famosa «Hacienda El Tigre» que nadie cabalgaba en tres días, pero las particiones entre herederos la fueron mutilando, y al fin a nosotros nos quedó la casa, estas tierras y ese ganado, y como ya el nombre se le iba quedando grande, mi padre la dejó en «Hato Cunaguaro», un felino que abunda por aquí y que es poco mayor que un gato montes.
Celeste Báez conocía bien aquella casa porque había pasado en ella los más hermosos días de su infancia y aсos más tarde largos meses de embarazo hasta dar a luz en la habitación del fondo a una criatura de la que nunca supo ni tan siquiera el sexo, y a la que las tranquilas aguas del río se llevaron de inmediato porque don Leónidas Báez no aceptaba al hijo de un gaсán en su familia.
Sentada en la mecedora del porche a la espera de uno de aquellos atardeceres que tan bien recordaba, y escuchando los ruidos que hacían a sus espaldas los Perdomo Maradentro mientras cambiaban muebles de lugar, barrían estancias y se acomodaban en lo que sería su hogar, evocó con nostalgia el tiempo en que dejaba pasar largas horas en aquel mismo lugar acariciándose el vientre y advirtiendo cómo daba patadas la criatura, tentada por la idea de trepar a un caballo y alejarse al galope, a buscar un lugar seguro en el que traer a su hijo al mundo, y le pesaba desde entonces como una losa insoportable su cobardía, porque aquel ser inocente no merecía un destino tan trágico, y siempre presintió que si lo hubiera conservado los aсos posteriores no hubieran sido tan áridos, vacíos y carentes de sentido.
Un mozarrón sería ya Facundo Báez; alguien en quien depositar la carga del diario batallar con peones y caballos; alguien en el que descansar de los esfuerzos y fatigas; alguien a quien ofrecer tanto amor malgastado.
Un hombretón sería ya, sin duda alguna, parecido a aquel Asdrúbal de negro pelo ensortijado, pecho de toro y mandíbula cuadrada que había hecho temblar su pulso cuando se despojó de la camisa a la orilla del «caсo» para que su hermano le arrojara cubos de agua, y Celeste se preguntaba por qué razón, si se había estremecido de aquel modo al ver semidesnudo a un hombre tan hermoso, había estado sin embargo a punto de perder el sentido al descubrir, más allá de las matas, la majestuosa desnudez de su hermana.
Tratar de alejarse de la visión de Asdrúbal, bordear la ceiba y toparse de frente con el cuerpo empapado de Yaiza Perdomo a la que su madre duchaba junto a la orilla, había constituido probablemente la más violenta impresión que Celeste Báez había experimentado desde la lejana tarde en que el superdotado Facundo Camorra la atravesó por primera vez con lo que se le antojó un hierro de marcar ganado al rojo vivo.
Tuvo que quedarse muy quieta entre las matas dudando entre volverse a contemplar el poderoso pecho de Asdrúbal o extasiarse ante la belleza de aquella criatura, y le espantó el hecho de que por un instante le asaltó la incomprensible tentación de avanzar unos metros para alargar la mano y acariciar aquella piel sin tacha; aquellos senos rotundos; aquellos muslos de mármol o aquella negra mata de vello ensortijado.
Fue tan sólo un chispazo rápidamente dominado, pero un feroz chispazo que la mantuvo toda la tarde inquieta; que le obligó a vaciar una botella de ron para conseguir dormir en paz consigo misma, y que continuó obsesionándola durante el día siguiente, al igual que le asaltaba ahora cuando observaba el sol bajar hacia su ocaso y escuchaba aquella voz profunda y repleta de misteriosas resonancias, que preguntaba a sus hermanos en qué habitación querían dormir.
Celeste Báez nunca había experimentado atracción por las mujeres y pese a la maledicencia de quienes no llegaban a entender las razones de su agresivo comportamiento, su forma de vestir, o la aspereza de sus gestos, jamás hasta aquel bochornoso mediodía sabanero le pasó por la mente la idea de tocar a ninguna como no fuera para ayudarle a traer un hijo al mundo, y por ello la magnitud de la descarga eléctrica que había recorrido su espina dorsal al descubrir la desnudez de Yaiza la anonadaba.
¿Qué poder de seducción emanaba de aquella desconcertante criatura? ¿De dónde partía la fuerza que irradiaba y que atraía como un gigantesco imán todas las atenciones? ¿Cómo era posible que incluso ella misma se viera asaltada de forma tan clara por un impulso tan violento?
Quieta en la mecedora, con el cuerpo inclinado hacia delante, los codos sobre las rodillas, el cigarrillo en una mano y un vaso de ron en la otra, permaneció largo rato observando esconderse el sol más allá de los araguaneys que limitaban sus tierras al oeste, buscando en lo más profundo de los complejos sentimientos que se habían apoderado de su espíritu en las últimas horas, y tratando de ser sincera consigo misma y decidir si deseaba que en aquel justo momento Asdrúbal Perdomo la tomara del brazo y la condujera a la cuadra para ponerla de rodillas y penetrarla con la misma violencia con que la penetraba Facundo Camorra, o hubiera preferido recostar a Yaiza Perdomo en la inmensa cama sobre la que tantos aсos atrás dio a luz un hijo olvidado, y comenzar a acariciarla tiernamente para concluir hundiendo profundamente el rostro en aquel insondable abismo de negro vello ensortijado.
Sintió vergьenza de sí misma y más tarde sintió rencor e incluso odio hacia aquella criatura que había aparecido de improviso en su monótona existencia inquietándola y produciéndole un angustioso desasosiego tiempo atrás olvidado, pero luego la oyó preguntarle a su madre si podía empezar a fregar la cocina, y comprendió que el mal no estaba en ella o en la magnificencia de su desnudez, sino en los ojos con que la había mirado y el ansia de posesión que se apoderaba de todo ser humano al enfrentarse a algo tan especialmente hermoso.
Oscurecía y no existía para Celeste Báez espectáculo en el mundo comparable a aquellos atardeceres de la llanura, cuando el sol se había ocultado ya en el horizonte, todo cobraba un tinte gris sobre la tierra y el cielo se entremezclaba de azul, blanco y escarlata violento.
Percibió el retumbar de los cascos y el grito de un hombre y éste apareció inclinado sobre el cuello de su nerviosa yegua conduciendo ante sí, lazo en mano, una reata de animales con la crin al aire, la cabeza alta y el paso ágil, mientras un perro, que era como una diminuta centella ayudaba a su amo a mantener unido al grupo, la nube de polvo que iban dejando atrás se elevaba más allá de las más altas palmeras, y un relinchar impaciente y nervioso indicaba que dos caballos habían escapado alejándose en la penumbra.
Pero el jinete empujó la reata al corral de toscos maderos, permitió que un silencioso indio lo cerrara y, sin descender siquiera de la cabalgadura, bebió un trago de agua y partió de nuevo hacia la noche en pos de los animales fugitivos guiado únicamente por las sombras, los ladridos y el golpear de las pezuсas. En la quietud del llano, que ya a aquellas horas nada ni nadie era capaz de turbar, Celeste fue comprendiendo por el jadear de la yegua, el relincho de los perseguidos, las llamadas del hombre, las respuestas del perro y el golpear del lazo contra la silla, qué era lo que estaba ocurriendo en las tinieblas y fue como un suspense expectante, hasta que de entre las sombras nació la cabeza de una bestia, después otra, luego el polvo, y al fin el jinete descalzo que ni siquiera espuelas necesitaba, y que tras recoger definitivamente a los animales, avanzó hasta detener su montura al pie de la baranda para despojarse del ancho sombrero, secarse el sudor y saludar respetuoso:
— ¡Buenas noches, ama! Aсos sin verla.
— Buenas noches, Aquiles… Muchos, en efecto.
El hombre indicó con un gesto hacia el interior de la casa en donde comenzaban a brillar luces y se advertía ruido y movimiento.
— ¿Huéspedes?
— Vienen a quedarse… A ti voy a llevarte a la «Hacienda Madre». Nicanor se queda ciego y necesito alguien de confianza en mis ausencias.
El jinete meditó unos instantes y al fin giró la vista a su alrededor como tratando de abarcar la inmensidad de cuanto le rodeaba.
— Ya estoy viejo y me había hecho a la idea de que me enterraran allí, al pie del samán, junto a mi Naima.
— Allí te enterrarán si ése es tu gusto, pero antes vendrás conmigo. Desmonta y echa un trago… Ese llano escupe mucho polvo y todo se emperra en agarrarse a la garganta.
El anciano obedeció, desensilló su yegua que se alejó sola hacia la cuadra, y ascendiendo sin prisas los escalones se detuvo, muy erguido, con el sombrero aún en la mano, ante la mujer que llenó hasta el borde un vaso de ron y se lo alargó a la vez que seсalaba una banqueta.
— ¡Siéntate! — pidió—. Tendrás muchas cosas que contarme… ¿Cómo marcha el «Hato»?
— Esperando «la seca» que ya se anuncia y promete ser dura. — Tomó acomodo, bebió despacio, y aсadió pausadamente —: La crianza fue buena y nacieron varios potros hijos de Barragán que podrían ser campeones, pero por desgracia algunos me los robaron en mis propias narices. — Hizo una corta pausa—. Pude recuperarlos, pero no quise echar leсa al fuego ni provocar disgustos familiares.
— ¿Quién fue?
— Su primo, Cándido Amado.
— «… de los "zamuros" y los buitres» — exclamó instintivamente Celeste Báez siguiendo la tradición familiar cuando alguien se refería a los Amado—. ¿Salió tan ladrón como su padre?
— Con todos los respetos hacia el gran «coсoesumadre» que fue don Cándido, el vástago resultó aún más artero y guabinoso. Al menos el viejo no ocultaba sus maсas y si demostrabas que sus hombres te habían afanado un potro, lo devolvía con una botella de «caсa» y una disculpa, pero el Candidito es hipócrita y enredador como puta de «botiquín» y usted disimule el símil.
— Tendré que conocerle.
— No va a gustarle.
— A nadie le gustaron nunca los Amado. Tan sólo a mi pobre tía Esmeralda a la que igual le hubiera dado un mono «araguato» que un Amado.
— «… de los "zamuros" y de los buitres». — El viejo hizo un gesto hacia el interior de la casa—. ¿Gente del Llano?
— Del mar. Nunca habían visto una vaca ni un caballo.
Aquiles Anaya que había iniciado parsimonioso la tarea de liar un cigarrillo en un papel amarillento, se detuvo un instante, reflexionó, pasó luego la lengua por el pegamento y enrolló con igual calma las puntas.
— La tierra es suya — dijo al fin—. Suyos también los animales, y no soy quien para aconsejarle cómo manejar sus negocios.
— Son buena gente. Con ganas de trabajar y salir adelante, y confío en que tú les enseсarás cuanto haga falta.
— Si usted lo ordena.
— Te lo pido. El que quiere puede aprender sobre vacas y caballos. El que no quiere, nunca aprende a trabajar.
Había cerrado la noche, apenas se distinguían ya los rostros y el capataz buscó una cerilla, encendió el cigarrillo y alzó luego el cristal del quinqué que colgaba sobre su cabeza. Cuando prendió la llama que iluminó parte de la baranda, su vista quedó fija en la figura humana que había hecho su aparición en el umbral de la puerta y la observó hasta que al consumirse la cerilla le abrasó los dedos, aunque no hizo gesto alguno ni protestó siquiera, limitándose a tomar asiento de nuevo muy despacio y respirar como si le hubiera faltado súbitamente el aire.
Celeste Báez no necesitó volverse pues supo desde el primer momento de quién se trataba.
— Acércate, Yaiza — pidió—. Quiero presentarte a mi capataz, Aquiles Anaya…
— ¡Buenas noches!
— ¡Buenas noches! — replicó apenas el viejo.
La muchacha dio unos pasos, se detuvo frente a ellos, y se acomodó sobre el travesaсo superior de la baranda de modo que inadvertidamente su desnuda pierna, su rodilla y el nacimiento de uno de sus pétreos muslos quedaron frente a la llanera que hizo un esfuerzo y apartó de inmediato la mirada clavándola en la noche.
— Celeste me ha hablado de usted… — musitó Yaiza con una voz eme parecía llenarlo todo—. Dice que me enseсará a montar a caballo y ordeсar una vaca.
El anciano no respondió, pues se aseguraría que todos sus sentidos se habían concentrado en uno solo; el de la vista, y la contemplaba y volvía a contemplar de arriba abajo y abajo arriba con la ausente insistencia de quien está tratando de cerciorarse de que se encuentra ante un ser de carne y hueso y no es víctima de una jugarreta de su imaginación.
— ¡Vaina! — exclamó al fin.
— ¿Cómo dice?
— He dicho, «vaina», y usted perdone, pero me duele tener que haber llegado hasta tan viejo para descubrir que una mujer así pueda existir. — Se volvió hacia Celeste Báez—. ¿De dónde la ha sacado?
— La encontré en el camino.
— ¡Por ese camino debí pasar yo cuarenta aсos antes! — se lamentó el llanero—. ¿Cómo dice que se llama?
— Yaiza.
— ¡Yaiza…! — Lanzó un leve silbido—. Pues escuche, pequeсa: por estos llanos y estas selvas me tropecé con muchos tigres, pumas, anacondas, serpientes, indios bravos, y ladrones de ganado, pero por mi «taita» le juro que jamás me topé con nada que, remotamente, se me antojase tan peligroso como usted.
Ella sonrió, y su sonrisa pareció avivar y multiplicar el brillo de la oscilante llama.
— ¡Gracias! — replicó—. Tal como lo ha dicho me halaga el cumplido, pero será el último, ¿verdad?
Había un matiz de súplica tan nítido y sincero en su pregunta, que el capataz pareció captarlo de inmediato, la miró a los ojos, leyó en el fondo de ellos, y asintió convencido.
— Lo será, mi hija. Lo será — prometió.