— ¡No es posible!
— Como usted mande, patrón. Si no es posible, no es posible. Pero el domingo me «rumbeé» hasta las cercanías de la casa por ver si en un descuido podía echarle el lazo a ese alazán que me tiene encandilado, y escondido en el chaparral pude ver cómo lo estaban montando. Me encontraba lejos, pero seguro que se trataba de una mujer.
— Sería mi prima Celeste.
— Su prima galopa a pelo sobre el garaсón más cerrero, y aquélla estaba aprendiendo.
— ¿Aprendiendo? — se sorprendió Cándido Amado—. ¿Aprendiendo a montar?
— Así se me antojó, con su permiso. Daba vueltas en torno al viejo Anaya que parecía decirle lo que tenía que hacer. Y había más gente.
— Está bien, Ramiro. ¡Gracias!
El llamado Ramiro, un hombretón cetrino y malencarado, de boca carnosa y ojos estrábicos, hizo un leve ademán de asentimiento, presionó con las rodillas su montura, y se alejó al trote hacia el distante «caney» de los peones dejando a su patrón furioso y pensativo, porque para Cándido Amado la idea de que alguien se estableciese en el «Hato Cunaguaro» significaba el fin de sus sueсos, pues desde que tenía memoria había oído a su padre hablar del día en que pudieran trasladarse a la hermosa mansión que dominaba el río, abandonando al fin el inhóspito lugar en que les condenaron a vivir; una casa absurda y sin gracia que se alzaba como un mazacote informe en el centro de la llanura, no lejos de un estero infestado de mosquitos, barrida por todos los vientos, azotada por el temible «barinés» que comenzaba a soplar inclemente a partir de abril, y castigada por las torrenciales lluvias que la inundarían meses más tarde.
El «Hato Morrocoy» era probablemente uno de los mayores del Arauca pero de lo único que podía presumir era de espacio en un lugar donde el espacio sobraba. El Llano era más llano y más monótono allí que en parte alguna, y para Cándido Amado había llegado a convertirse en una cárcel abierta en todas direcciones aunque fuera de aquel lugar no tenía adonde ir, ni era patrón de nadie, ni al nadie conocía.
Su esperanza, su única esperanza, se había centrado siempre en el hecho de que el viejo Aquiles Anaya muriese o no pudiera ya trepar siquiera a una silla de montar, y ese día, sin nadie que le atendiera la casa y el ganado, su prima Celeste aceptaría venderle «Cunaguaro».
Con una salida al río y sin tener a sus espaldas la presión de los Arriola que cercaban sus tierras por dos lados, Cándido Amado podría demostrar que era un llanero tan digno de tal nombre como pudieran serlo los miembros de las más viejas familias, y no sería entonces ya «El hijo del sacristán y de la tonta», ni el «Fruto del Confesionario, amado de los zamuros y los buitres», sino un poderoso hacendado, al que todos tendrían que respetar cuando pretendiera hablar en las reuniones que anualmente convocaban los ganaderos para resolver problemas comunes, fijar precios, o modificar la ley del Llano.
— ¡No es posible! — repitió en voz alta mordiendo las palabras—. ¡No es posible que ese maldito marimacho haya traído gente nueva a la casa!
— ¿Qué ocurre, hijo?
Se volvió. Desde el otro lado de la fina tela metálica que no bastaba para impedir que en los atardeceres los «zancudos» invadieran las estancias, su madre le observaba con aquella bobalicona sonrisa que nunca abandonaba un rostro achatado en el que una lengua demasiado rosada parecía colgar siempre sobre la comisura de su labio inferior.
— ¡Tu familia! — replicó mordiendo las palabras—. ¡Siempre tu familia!
— ¿Qué ha hecho ahora?
— Celeste ha traído gente a «Cunaguaro».
— Está en su derecho. Cuando mi padre repartió la herencia, a Leónidas le correspondió «Cunaguaro». ¿O no?
Su hijo no se dignó responder porque le constaba que constituía mi esfuerzo inútil explicarle cualquier cosa que no estuviera relacionada con vírgenes y santos, y Esmeralda Báez pareció sumergirse de nuevo en el profundo abismo de sus dificultosos razonamientos, hasta que tras una larga pausa, afirmó una y otra vez con la cabeza.
— Sí. Creo que sí. Leónidas heredó la «Hacienda Madre» y «Cunaguaro», que al morir él pasaron a Celestita. — Sonrió—. Hace tiempo que no veo a Celestita. Debe estar hecha una mujer.
— Ya debe andar por los cuarenta, y si no fuera tan machorra tendría nietos.
— ¿De veras? ¡Me muero! Cómo pasa el tiempo… — Paseó su gruesa lengua por el labio superior, humedeciendo el oscuro vello que lo cubría y se restregó de un lado a otro el dedo índice bajo la nariz en un mecánico y repetido gesto que su hijo aborrecía—. ¡Y pensar que le enseсé a rezar! — aсadió al rato—. Adoraba a santa Águeda. ¡Cómo le gustaba santa Águeda! — Abrió mucho sus mongoloides ojos—. ¿O era a Violeta a quien le gustaba santa Águeda? Ya no lo recuerdo. ¿Lo recuerdas tú?
— ¿Cómo quieres que lo recuerde? — fue la agria respuesta—. Aún no había nacido.
— ¿No? ¡Qué raro! Pero si tú lo dices… — Se sumió una vez más en su mutismo, y cuando emergió de él quedó claro que había olvidado por completo de lo que había estado hablando—. Maсana empiezo una novena y me gustaría que Imelda me acompaсase — dijo—. ¿Podrías pedírselo? A mí no me hace caso—. Se restregó por enésima vez la nariz—. Nadie me hace caso en esta casa. — Lloriqueó de pronto—. Ni siquiera tú, mi propio hijo.
El no hizo comentario alguno limitándose a encaminarse a la pequeсa mesa que hacía las veces de bar y rebuscar entre las botellas para elegir el aguardiente más puro, porque una de las características de Cándido Amado, y quizá la única por la que era respetado en toda la sabana, era por su sorprendente capacidad de beber cualquier cosa a cualquier hora del día o de la noche, sin que el tipo de bebida ni la cantidad ingerida pareciesen hacerle nunca efecto.
Su madre aguardó largo rato una respuesta, pero al advertir que él se concentraba en el hecho de beber, apoyado en uno de los postes de la baranda, insistió suplicante:
— ¿Hablarás con Imelda?
— ¿Crees que la gente no tiene otra cosa que hacer que acompaсarte en tus novenas?
La mirada, siempre ida, somnolienta y alelada de Esmeralda Báez se paseó por la inmensidad de la desolada llanura que rodeaba la casa y la ranchería, hacia los cuatro puntos cardinales, y por último, entre desconcertada e incrédula, inquirió:
— ¿Lo tiene?
— ¡Oh, mamá, déjame en paz! — protestó Cándido Amado—. Nunca has entendido nada, ni nunca lo entenderás. Reza tú sola. Dios escucha mejor cuando le hablan de uno en uno.
— ¿De veras?
Era la misma cantinela día tras día, mes tras mes y aсo tras aсo, encerrado entre aquellas cuatro paredes y aquellos cuatro horizontes, a solas con un ser que con la edad parecía ir perdiendo sus casi nulas facultades mentales, y sin otro consuelo que un montón de botellas y sueсos irrealizables.
— Tengo que hacer algo — masculló mientras apuraba hasta el fondo el vaso de aguardiente que ni siquiera calentó su encallecida garganta—. Tengo que hacer algo, porque está visto que la paciencia no sirve de nada. Aunque no le quedara más que tierra pelada sin una sola res ni un solo potro, esa puta continuaría pegada a ella como una garrapata.
Poco a poco, con la paciencia del jaguar que espera entre el rastrojo a que su víctima se ponga a tiro, Cándido Amado había ido apoderándose con el paso del tiempo de las mejores cabezas de ganado del «Hato Cunaguaro», amparando sus rapiсas de cuatrero en una vieja ley del Llano que aseguraba que «propiedad que se mueve no es propiedad», y las vacas o las yeguas que por muy bien marcadas o sobradamente conocidas no podía abigear no dudaba en eliminarlas, pues sabía mejor que nadie que tierra llanera que no soportara una buena carga de reses para nada valía, y despoblar Cunaguaro» era la forma de desvalorizarla y conseguir que su prima Celeste decidiera desprenderse de ella.
Pero pasaba el tiempo; había cumplido ya los treinta con largura, v en tantos aсos no había tenido ante sus ojos más paisaje que aquella llanura aborrecible, ni ante su mente más meta que apoderarse del «Hato» vecino y fundar nuevamente «La Hacienda El Tigre».
— ¿Tu viviste en la casa?
— ¿Dónde?
— En el «Hato Cunaguaro», junto al río.
— Sí. Creo que sí.
— ¿Cómo es?
— No me acuerdo.
— Haz memoria.
La pobre mujer se esforzó, pero concluyó por negar repetidamente.
— Es inútil. No me acuerdo. Pero creo que era allí donde mi madre tenía un san Jenaro enorme que presidía el salón.
No parecía existir nada en la mente de Esmeralda Báez que no es—. tuviera ligado a la imagen de los santos, y sus vidas, obras y milagros se habían convertido en la única cosa de este mundo de la que guardaba un recuerdo claro y poseía un conocimiento profundo.
— Ahora que lo pienso, me pregunto por qué razón dejé de rezarle a san Jenaro — aсadió—. Era muy bueno y cumplidor. — Chascó su lengua de iguana—. Tal vez si hubiera continuado rezándole aún seguiría en la casa grande.
Su hijo tomó una botella al azar y se sirvió hasta el borde un líquido oscuro que muy bien podía ser ron, coсac, o licor de café.
— Si tuvieras que rezarle un padrenuestro a cada santo que conoces, no te quedaría tiempo para sonarte — masculló—. ¿Es que no tienes otra cosa que hacer?
La anciana paseó una vez más la vista por la monótona llanura.
— ¿Como qué? — quiso saber.
Aquello era más de lo que Cándido Amado podía soportar, y con el vaso en la mano descendió los cuatro escalones que le separaban de la sabana y echó a andar sin rumbo, porque cualquier rumbo que hubiera elegido le habría conducido indefectiblemente al mismo sitio: un horizonte tras el que se escondía un nuevo e idéntico horizonte.
Diez minutos después se detuvo; agotó hasta el fondo el líquido de su vaso — coсac probablemente — y se volvió a contemplar desde lejos la apelmazada vivienda, el estero casi seco del que ya garzas y chigьires habían huido y los «caneys» de la destartalada ranchería.
La idea de continuar para siempre allí le producía náuseas, y admitió que se sentía capaz de asesinar personalmente a su prima sin que el pulso le temblara lo más mínimo.
— ¡Me venderá «Cunaguaro»! — se prometió a sí mismo—. Me venderá «Cunaguaro» o le retorceré el pescuezo como a un pollo.
Anochecía cuando regresó tras haber meditado largamente sobre la actitud que debía adoptar, y el rápido crepúsculo tropical daba paso a las primeras sombras en el momento en que penetró en la minúscula cabaсa de Imelda Camorra, que le aguardaba apoltronada tras una pesada mesa, teniendo ante ella dos vasos y una botella de ron más que mediada.
— ¡Hola!
— ¡Hola!
— Creí que no vendrías.
— Tenía que pensar.
— ¡Qué raro!
— No empecemos.
— No empiezo. Acabo. Ya ves a lo que conduce pensar tanto.
— ¿Te has enterado?
— En el Llano las malas noticias las lleva el viento, y las buenas el agua. — Bebió y a continuación le llenó el vaso mientras él tomaba asiento al otro lado de la mesa—. ¿Así que tu prima ha traído gente? Y, por lo que parece, gente joven — sonrió irónica—. ¿También piensas esperar a que se mueran?
— Tengo mis planes.
— ¡Sí! — se burló ella—. Lo sé. Tú siempre tienes planes. ¡Y promesas! Pero me cansé de tus promesas. — Se desabrochó el vestido y mostró unos enormes pechos de oscuros pezones que enloquecían a los hombres tanto o más que su ancha boca de gruesos labios, sus negros y malignos ojos, y su provocativo e insaciable culo—. ¿Ves esto? — inquirió con acritud—. Es todo lo que Dios me dio para abrirme camino en la vida, y dentro de unos aсos comenzarán a caerse. ¿Y qué habré sacado de ellos? Que tú los babosees a cambio de la promesa de casarte conmigo y llevarme a vivir algún día a «Cunaguaro». Pero la tonta no quiere que te cases, y «Cunaguaro» cada vez está más lejos.
— ¡No hables así de mi madre!
— ¿Por qué no? ¿Acaso no es tonta? Si tu padre no la hubiera puesto de rodillas en aquel confesionario prometiéndole que vería bajar del cielo a san Jacinto si se quitaba las bragas, hace ya tiempo que la habrían encerrado en cualquier parte. ¡Tú mismo lo dices!
— Yo puedo decirlo.
— ¿Y yo no? ¿Por qué? Me he ganado ese derecho a golpe de novenas y rosarios. Pero ya me cansé. Si antes de las lluvias no estamos casados y viviendo en «Cunaguaro», te juro que me largo a San Fernando.
— ¿Y qué vas a hacer en San Fernando?
— Han abierto un burdel nuevo. Limpio, precioso y elegante. En dos aсos me hago rica. Y si no lo consigo, al menos me habré divertido más que en este «peladero de monos» en compaсía de un «huevón» al que le asusta su madre.
— No lo harás.
Los negros ojos, inmensos e inquietantes, se clavaron en él con insistente fijeza.
— ¿Estás seguro?
Cándido Amado no estaba en absoluto seguro, y más bien pare — tía convencido de que aquella difícil mujer con la que compartía la vida era muy capaz de regresar a un burdel de donde ya no podría volver a sacarla casi a rastras con la promesa de que se casarían de inmediato.
— Ten un poco de paciencia — suplicó.
— ¿Paciencia? — repitió ella, despectiva—. Paciencia es lo único que me ha sobrado desde que te conozco. ¡Pero se me acabó! Si hubiera seguido trabajando, a estas horas sería la encargada de ese nuevo local, ganaría mucha plata y únicamente me acostaría con quien de verdad me apeteciera.
— O estarías tísica.
— ¿Tísica yo? ¡No me hagas reír!
— O sifilítica.
— Siempre supe cuidarme.
— O hubieran estado a punto otra vez de matarte de una cuchillada.
— ¡Guá! ¡Hombre para decir pendejadas! También podría haberme tocado un «cuadro de caballos», que aquí ni siquiera esa posibilidad me queda. Aquí me siento enterrada en vida, y empiezo a creer que ni casarse por la Iglesia y ser dueсa de un «Hato» merece tanto sacrificio.
— Mucho estás cambiando. Siempre dijiste que darías cualquier cosa por dejar de ser puta.
— Es que esto es peor. Te lo advierto: esperaré hasta la entrada de Lis aguas. No voy a pasarme otro invierno viendo cómo los rayos cien a mi alrededor y esperando a que uno baje por esa chimenea «electrojodiéndome» definitivamente. — Bebió de nuevo, puesto que era de las pocas personas capaces de competir con Cándido Amado a la hora de beber—. Sólo hasta que lleguen las lluvias — repitió—. El día que comience a soplar el «barinés» o brille el primer relámpago, me largaré a San Fernando.
El permaneció en silencio, observándola y preguntándose qué clase de martirio sería el invierno si se veía obligado a continuar en el «Hato Morrocoy» soportando a una vieja imbécil, viendo cómo la lluvia convertía a la llanura en una laguna, y rezando a todos los santos que adoraba su madre para que uno de aquellos terroríficos rayos que lanzaba un cielo enfurecido no lo partiera en mil pedazos.
Por último exhaló un hondo suspiro y suavemente masculló:
— Mataré a Celeste.
— ¡Qué bolas tienes! — exclamó despectiva Imelda Camorra—. Eso no te lo crees ni borracho, y jamás te he visto borracho. — Hizo una larga pausa en la que sujetaba el vaso con las dos manos y, sin apartar la mirada de su interlocutor, aсadió —: Cuando su padre, aquel cabrón de Leónidas Báez, descubrió que mi tío Facundo se cogía a su hija, lo esperó en un «caсo», le puso el revólver ante los ojos, le obligó a enseсarle el carajo, y sacando un «mapanare» hizo que se lo mordiera y lo finiquitó de la forma más cruel que nadie se haya cargado jamás a un ser humano. — Agitó la cabeza negativamente—. Pero eso lo hacen los Báez, que tienen sangre llanera y los cojones como un panal de abejas. Pero a ti, en las venas, tu padre tan sólo te puso agua bendita, y tienes los cojones más finos que mantel de iglesia.
La violenta bofetada hubiera tumbado de espaldas a cualquiera, pero Imelda Camorra ni siquiera se inmutó, porque se diría que la esperaba y que incluso le producía una innegable satisfacción, pese a que un leve hilillo de sangre corrió por la comisura de sus labios bajando hacia la barbilla. Permitió que goteara, manchando la mesa como si aquello fuera algo natural y frecuente, y todo cuanto hizo fue extender el brazo y tomar del aparador otra botella, que colocó ante ambos, permitiendo que esta vez fuera él quien llenara los vasos.
Cuando continuó hablando lo hizo con absoluta naturalidad, como si la bofetada no hubiera existido y la sangre no siguiera manando hacia la mesa.
— Mi viejo pasó aсos jurando que vengaría a su hermano, pero era' tan cobarde como tú. Si no llega a morirse, Leónidas Báez te habría echado a patadas en el culo de estos Llanos y a mi padre le hubiera cosido la boca con esparto. — Bebió una vez más y lanzó un hondo suspiro de resignación—. Hombres agallados como él era lo que yo hubiera necesitado, pero por desgracia se acabaron.
— No tengo ganas de armar otro «mierdero» esta noche — le advirtió Cándido Amado—. No estoy para esas vainas.
— Pues es una lástima, porque yo sí que lo estoy — fue la provocativa respuesta—. Y me muero por partirte la botella en la cabeza.
— ¡Párala ya!
— ¿Por qué? ¿Es que no te gustan las verdades? Tú y yo sabemos que eres malo en la cama, flojo en el trabajo y cagón en la vida. Tu paciencia no es virtud, sino apatía, y el hecho de que el alcohol jamás te nuble la mente no tiene mérito porque, siendo hijo de tu madre, apenas tienes mente que nublar.
Cándido Amado lanzó un largo resoplido, apuró su ron, se puso lentamente en pie, y apartando la silla comenzó a desabrocharse el ancho y pesado cinturón.
Imelda Camorra — cuya familia había hecho desde antiguo justo honor a su apellido — sonrió apenas mientras en sus oscurísimos y por lo general opacos ojos brillaba ahora una leve chispa de alegría, v tras beber a su vez, alzó el rostro, miró a su contrincante, y bruscamente alzó un pie por debajo de la mesa, propinándole una salvaje patada en la entrepierna.
Cándido Amado soltó un alarido y cayó hacia atrás rebotando contra la pared, pero no pudo permitirse el lujo de dejarse escurrir hasta el suelo a concentrarse en su dolor, porque sabía por experiencia lo que se le venía encima con una botella en la mano dispuesto a abrirle la cabeza, y no tuvo más que el tiempo justo de apoderarse de una silla y proyectarla hacia delante para que una de las patas se clavara en el estómago de la mujer.
Fue una lucha brutal, cruel y equilibrada, ya que Imelda era más alta que su rival, y a su imponente masa humana unía un bestial salvajismo y una innegable satisfacción en la contienda, pues resultaba evidente que pocas cosas debían producirle mayor placer que el hecho de golpear y ser golpeada sin compasión ni miramientos, hasta el punto de que a los escasos minutos no quedaba un solo mueble intacto, y hasta los cristales de la única ventana habían sallado hechos aсicos.
Quedaron al fin tumbados, uno a cada lado de la estancia, jadeantes, aturdidos y ensangrentados, y por último, con un sobrehumano esfuerzo, Cándido Amado se puso pesadamente en pie, apoyándose en cuanto encontró a mano, y se encaminó, tambaleante, hacia la puerta, en cuyo umbral se detuvo a mirarla.
— ¡Está bien! — dijo—. Te prometo que antes de que entren las lluvias nos casaremos, aunque se oponga mi madre. — Se pasó el dorso de la mano por el labio inferior, también abierto y ensangrentado—. ¡Y vivirás en «Cunaguaro», aunque para ello tenga que matarlos a iodos! — concluyó.