«El Cuarto de los Santos» era la única estancia de la casa que los «zancudos» respetaban.

«El Cuarto de los Santos», siempre cerrado e impregnado de olor a flores marchitas, incienso y humo de lamparillas de aceite, repelía incluso a los voraces mosquitos, y en aquellas ardientes noches en las que ejércitos de ellos llegaban desde los últimos charcos de lo que fuera el estero, Cándido Amado aguardaba a que su madre se durmiera, y armado de una botella de fuerte «caсa», y un mazo de cigarros de marihuana, se acomodaba en el viejo sillón de Doсa Esmeralda y dejaba pasar las largas horas de su insomnio bebiendo, aturdiéndose, y pensando en Yaiza.

Aunque más que pensar, Cándido Amado rumiaba, porque todo en él se limitaba a girar y girar en torno a una sola y obsesiva idea: la forma de conseguir que aquella criatura se casara con él.

¡Se casará! No quería apoderarse de ella, poseerla, acariciarla, besarla o violarla; quería casarse, porque influido por la beatería de su madre, y la santurrona hipocresía de su difunto padre, el matrimonio bendecido por la Iglesia constituía la forma de posesión más completa y definitiva que pudiese existir bajo la capa del cielo o la superficie de la tierra.

Y si de algo estaba seguro Cándido Amado en esta vida, era de que lo único que deseaba ya era ser dueсo de la menor de los Perdomo Maradentro hasta el fin de los siglos.

Por ello rumiaba.

Y rumiaba rodeado de imágenes, altares y estampas que le observaban desde cada pared y cada rincón, preguntándose cómo podría distinguir su madre a san Pancracio de san Antonio o san Jenaro, si todos se le antojaban el mismo muсeco recubierto con distintos ropajes.

Durante más de una semana el olor dulzón de la marihuna vino por tanto a unirse a los pegajosos olores que impregnaban «El Cuarto de los Santos» pero al alba del décimo día Doсa Esmeralda se vio en la necesidad de tomar cartas en el asunto, pues se le antojó un sacrilegio que su hijo roncara sonoramente espatarrado en el sillón mientras la mitad de una botella de ron aparecía volcada sobre la raída alfombra y docenas de colillas se desparramaban por los amados altares de santa Águeda y san Agustín.

— ¡Lárgate de esta habitación! — fue lo primero que dijo al despertarle agitándole con violencia—. De todo cuanto tenía no me hacéis dejado más que este rincón, y ahora también lo invades… ¡No hay derecho!

Cándido Amado le dirigió una larga mirada somnolienta mientras se pasaba el dorso de la mano por la boca reseca.

— ¿Y a dónde quieres que vaya? — inquirió malhumorado—. La «plaga» está imposible.

— ¿Y a mí qué me cuentas? Vete a tu cama y tápate con el mosquitero… Aunque dudo que ningún «zancudo» se decida a picarte; en las venas debes tener más ron que sangre.

Había comenzado a limpiarlo todo con sumo cuidado, colocando de nuevo cada lamparilla y cada flor con maniática meticulosidad, y su hijo la observó sin moverse, preguntándose por enésima vez si aquel ser que tan profundamente le repelía era en verdad su madre y aún tendría que continuar sufriendo durante mucho tiempo una presencia que a cada instante le recordaba quién era, de dónde provenía y qué insoportable número de factores negativos condicionaban su existencia.

Verla así, afanándose en la colocación de los vestidos de santos y vírgenes y refunfuсando por lo bajo mientras dedicaba a cada estampa o muсeco una plegaria específica, le hacía tomar conciencia de que continuaba siendo «el hijo de una tonta, fruto del confesionario, amado de los "zamuros" y los buitres».

— ¿Viste a san Jacinto?

Ella se volvió a mirarle sin comprender.

— ¿Cómo has dicho? — quiso saber.

— Que si el día en que mi padre te pidió que te bajaras las bragas para ver a san Jacinto, ¿lo llegaste a ver realmente?

La mano que sostenía la cerilla destinada a prender una lamparilla de aceite tembló perceptiblemente, y Esmeralda Báez tuvo que buscar apoyo en el muro, porque advirtió que sus piernas flaqueaban. Las lágrimas acudieron a sus diminutos ojos, pero se mordió los labios para evitarlas, y al fin, con voz ronca y apagada, replicó:

— Yo puedo no ser muy lista, aunque no es mi culpa si Dios quiso que naciera así, pero aquel día tu padre no me prometió ver a san Jacinto. Yo sabía muy bien lo que quería y sabía que quizá, con un poco de suerte, tendría un hijo que alegrara mi vida cuando mis padres hubieran muerto y mis hermanos me hubieran dejado sola. — Apagó la cerilla de un soplo y se encaminó a la puerta con paso cansino—. Pero está claro que una vez más me equivoqué. Los tontos siempre nos equivocamos.

Salió cerrando a sus espaldas, y Cándido Amado permaneció muy quieto, sorprendido por uno de aquellos escasos rasgos de lucidez de que su madre solía hacer gala. Esos chispazos y su terquedad a la hora de no firmar un solo documento sin haberlo leído, releído y estudiado con minuciosidad durante horas, era lo que le había impedido apartarla de su lado, encerrándola definitivamente en una casa de salud para evitarse el eterno castigo que significaba tenerla noche y día ante sus ojos, recordándole que una gran parte de aquella sangre enferma corría por sus venas.

Recogió la botella y se bebió de un trago lo que quedaba en ella mientras con una de las lamparillas de aceite encendía un nuevo cigarro de marihuana.

A través de las rendijas de la ventana cerrada desde hacía aсos penetraba ya la leve claridad del día que se iniciaba y salió al porche, a contemplar el mismo paisaje que llevaba toda la vida contemplando; una monótona llanura siempre idéntica a sí misma, pero que tal vez aquella maсana resultaba diferente, porque negros nubarrones muy bajos se extendían, amenazantes, hacia el Oeste.

Cuatro días, tal vez una semana y los cielos se abrirían como si de las compuertas de un inmenso embalse se tratara, para que una catarata de agua se precipitara sobre la inmensa sabana transformándola en una gran laguna.

La zona de los Llanos, entre los ríos Apure y Meta, desde los Andes hasta las márgenes del Orinoco, constituía una gigantesca hoya de suelo arcilloso recubierto apenas por una débil capa de tierras de aluvión, y cuando las pertinaces lluvias empapaban esa capa de tierra y alcanzaban la arcilla impermeable, transformaban la región en el más gigantesco estanque de agua, barro y fango que mente alguna fuera capaz de imaginar. Únicamente algunas colinas y montículos quedaban a salvo de la inundación, que se mantendría hasta que el sol del verano y el lento drenaje de los ríos consiguieran convertir nuevamente la laguna en sabana.

Era aquél un ciclo que se venía repitiendo desde el comienzo de los siglos; un ciclo al que Cándido Amado asistía resignado aсo tras aсo, pese a que cada vez que veía aproximarse las nubes y el ambiente parecía cargarse de electricidad enervándole y amenazando con hacer estallar sus nervios, se prometía a sí mismo que aquél sería el último invierno, y con la llegada del buen tiempo se apoderaría del «Cunaguaro», o se largaría para siempre en busca de un lugar del mundo en que no se sintiera a cada instante a punto de volverse tan idiota como se volvía su propia madre con la llegada de las lluvias.

Cuatro días, tal vez una semana, pero ya una electricidad casi palpable se había adueсado del ambiente, espesándolo, y la ropa chisporroteaba o todos los vellos del cuerpo se le erizaban, mientras una insoportable tensión se había ido apoderando de hombres y bestias que parecían a punto de saltar y destrozarse.

Cándido Amado reconocía aquel desasosiego que le recorría la espina dorsal y se concentraba en lo más profundo de su estómago obligándole a beber para acallarlo, pero en esta ocasión la angustia era aún más intensa, porque a ella se unía la ansiedad que sentía de ver a Yaiza, hablar con Yaiza, acariciar a Yaiza, casarse con Yaiza.

— ¡Yaiza! ¡Yaiza! ¡Yaiza!

Incluso los eternos «yacabó» parecían haber traicionado la fidelidad a un canto que venían repitiendo noche tras noche desde que el Creador los escondiera entre los pajonales de la sabana, y hubiera jurado que ahora se divertían burlándose de él al repetir una y otra vez el nombre obsesivo:

— ¡Yaiza! ¡Yaiza! ¡Yaiza!

Hasta doce peones bien armados podría reunir para galopar hasta «Cunaguaro» y llevarse a la muchacha a donde nadie pudiera encontrarles, regresando tan sólo cuando el cura de Elorza los hubiera casado, pero presentía que para conseguirla a la fuerza tendría que dejar cara al cielo en el camino a sus hermanos y al anciano capataz, y aquello era algo muy serio que ni ella, ni la Ley, ni los llaneros, le perdonarían nunca.

Y rumiaba.

Rumiaba y su cabeza amenazaba con estallar porque además estaba convencido de que Aquiles Anaya, que conocía mejor que nadie todos los trucos de la sabana, se encontraba prevenido y le cosería a balazos en cuanto se adentrara un solo metro en tierra de los Báez.

Siempre había aborrecido de un modo instintivo a aquel llanero socarrón y despectivo que le obligaba a sentirse inferior con pronunciar tan sólo dos palabras, pero ahora advertía que le odiaba a muerte, pues había llegado a convencerse de que constituía el principal obstáculo que se interponía entre Yaiza y él.

— Debí dejar que Ramiro Galeón lo matara hace tiempo — musitó—. Un buen golpe en la nuca y todo el mundo hubiera aceptado que el maldito viejo se había caído del caballo…

Ensilló él mismo su yegua; aquella Doсa Bárbara, hija de Torpedero en Caradeángel, con la que un buen jinete hubiera sido capaz de ganar incluso el «Grand Nacional», y se alejó al galope y sin rumbo fijo, pues más allá del «caney» de los peones o la cabaсa de Imelda Camorra, cada horizonte se semejaba a otro horizonte como cada día se asemejaba a otro día en la llanura.

Necesitaba correr. Necesitaba sentir la yegua entre sus muslos y clavarle con fuerza las espuelas, y necesitaba sentir el aire del amanecer en el rostro antes de que el sol comenzara a ascender en el horizonte convirtiendo la sabana en un infierno. Necesitaba huir; escapar de su casa, de su madre, de sí mismo, y, en especial, y sobre todo, del ardiente recuerdo de la menor de los Perdomo Maradentro.

Cuando al fin se detuvo junto a unas matas de «totumo», a orillas de un «caсo» que no era ya más que barro seco, Doсa Bárbara aparecía cubierta de espuma y temblorosa, pero en él la tensión no había disminuido, pues se la diría superior a cualquier galopada o cualquier distracción.

Dejó libre a la yegua, que se alejó unos metros en busca de un bebedero inexistente, tomó asiento al pie de un flamboyán requemado por el calor y el polvo del final del verano, y fue entonces cuando lo descubrió afanado en la tarea de extraer agua de un diminuto pozo que había cavado en el centro mismo del cauce del «caсo», y desde el primer momento le sorprendió lo altivo de su porte y la total carencia de aquel pánico ancestral que parecía acompaсar siempre a los «salvajes».

— ¿Quién eres? — inquirió con acritud.

— Xanán.

— ¿Eres «cuibá»? — Ante el despectivo gesto negativo que en cierto modo ya esperaba, aсadió —: ¿A qué tribu perteneces?

— «Guaica».

— ¿«Guaica»? — se sorprendió Cándido—. Los «guaicas» viven muy lejos, más allá del Orinoco y nunca salen de sus selvas.

— Pues yo salí, «cuсao».

— No me llames «cuсao». Yo no soy «tu cuсao». Soy Cándido Amado, el dueсo de estas tierras. ¿Cómo has entrado en ellas?

El indígena se había aproximado y cada uno de sus gestos tenía una gracia felina—, como de animal dispuesto a dar un salto hacia delante. Miraba de frente, había una especie de reto o burla en sus ojos.

— No abrí puerta ni salté muro, «cuсao» — dijo.

— ¿Y qué haces aquí?

— Vengo y me voy.

— ¿A dónde?

El «guaica» se encogió levemente de hombros. Sentado en cuclillas y apoyado en un largo arco de inmensas flechas, su gigantesco pene atado con una liana atrajo de inmediato la mirada de Cándido Amado, que jamás había imaginado que pudiese existir un órgano masculino de semejantes proporciones.

— Busco.

— ¿Qué demonios buscas en mis tierras?

Nuevamente el indígena se encogió de hombros.

— No sé — admitió—. Nuestro hechicero teniendo un sueсo dijo: «Camajay — Minaré» ha vuelto. Los guerreros deben salir a buscarla y mostrarle el camino porque la diosa pertenece a los «guaicas».

El llanero dejó escapar una breve risa que más bien semejaba el graznido de un «zamuro»:

— ¿Pretendes que me crea esa historia? — exclamó despectivo—. Tú no has venido a mis tierras a buscar diosas. Has venido a robarme.

Los acerados ojos redondos y profundos lanzaron una larga mirada a su alrededor:

—;Robar qué? Tus toros se mueren y yo no los necesito. A ti podía haberte matado cuando apareciste y no lo hice — negó—. Xanán no roba ni miente. Xanán es hijo de jefe. Xanán sólo busca a «Camajay — Minaré».

— ¿Y dónde piensas encontrarla?

— Donde esté.

— ¿Y dónde crees que está?

El «salvaje» extendió el brazo y sus largas y afiladas flechas seсalaron un punto indeterminado hacia el nordeste:

— Por allá.

— ¿Cómo lo sabes?

— Ella me llama.

— ¿Qué te dice?

Se seсaló la frente con un dedo, golpeándosela repetidas veces:

— Por las noches habla. Al despertar ya sé el camino — repitió el gesto con el arco y las flechas—. Hacia allá. Pronto la encontraré.

— ¿Qué harás entonces?

— Conducirla a mi pueblo y los «guaicas» volveremos a ser fuertes.

— ¿Y si no la encuentras?

— Otro guerrero lo hará. Ella está aquí. — Se puso de pie, y al hacerlo, Cándido Amado se asombró de nuevo por la perfección de aquel cuerpo atlético y musculoso, aquel pene inmenso y envidiable, y aquella hermosa melena negra que le caía sobre la espalda lisa y brillante—. Me voy — dijo el indio con naturalidad—. ¡Adiós, «cuсao»!

— ¡Yo no soy tu «cuсao»!

Los labios del «guaica» se distendieron en una levísima sonrisa que hirió profundamente a Cándido Amado.

— Lo sé — musitó—. Tú no tienes «cuсaos». Nunca tendrás «cuсaos».

Dio media vuelta y se alejó elástico y altivo, con el arco y las flechas en una mano y el zurrón de cuero de venado en la otra, y Cándido Amado odió la hermosura de su cuerpo, la elegancia de sus gestos, el tamaсo de su pene, y la sensación de fortaleza, confianza y libertad que emanaba de todo él mientras se encaminaba, decidido, hacia los lejanos araguaneys.

— ¡«Cuсao»! — le gritó.

Pero el otro no se volvió a mirarle, limitándose a alzar el brazo y agitar su arma en seсal de despedida.

Cándido Amado desenfundó con parsimonia su pesado revólver, se cercioró de que estaba cargado, alzó el percutor, permitió que el indio se alejara unos metros para hacer el disparo más difícil, y por fin, apoyando la muсeca en su rodilla, apuntó cuidadosamente a la ancha espalda, justamente bajo el punto en que acababa el largo cabello muy negro, y procurando mantener el pulso firme apretó el gatillo.

Xanán, guerrero hijo de jefe, que había recorrido cientos de kilómetros atravesando ríos, montes, selvas, pantanos y llanuras en procura de la diosa «Camajay — Minaré», se precipitó hacia delante como si una monstruosa mano le empujara bruscamente y quedó tendido sobre el polvo de la reseca sabana del final del verano, muerto en el acto.

Cándido Amado ni se inmutó siquiera. Guardó con parsimonia el arma, satisfecho de la exactitud de su disparo, extrajo un nuevo cigarro de marihuana y lo encendió recostándose en el tronco del flamboyán a fumar sin prisas.

No podía experimentar nada que recordase tan sólo levemente al remordimiento, porque aunque era aquélla la primera vez que mataba a un ser humano, ese ser humano no era más que un indio, un «salvaje» miembro además de una remota tribu fronteriza de la que se contaba que asesinaban a los «racionales» en cuanto ponían el pie en su territorio.

Aquel Xanán o como diablos se llamase, había penetrado ilegal — mente en su hacienda y tenía por tanto todo el derecho del mundo a librarse de él por muy hijo de jefe que se considerase, muy fuerte que fuese, y muy grande que tuviera el pene.

Además, no había creído una sola palabra de aquella estúpida historia de la diosa que había vuelto al mundo; una diosa de la que ya otras veces había oído hablar como de un ser indescriptiblemente hermoso, mítico e inalcanzable por cuyo amor los hombres se trastornaban, asesinándose. «Camajay — Minaré» no existía ni había existido nunca, y tan sólo se trataba de una superstición de seres primitivos, tan idiota a su modo de entender como la afición de su madre a llenar «El Cuarto de los Santos» de muсecos, estampas y lamparillas de aceite.

Se preguntó si habría sido capaz de mantener con idéntica firmeza el pulso si se hubiera tratado de disparar contra su propia madre, Aquiles Anaya o cualquier otro «cristiano», y apuraba hasta quemarse los dedos con la colilla cuando llegó a la conclusión de que se sentiría exactamente igual de tranquilo si quien se encontrara en aquellos momentos frente a él, contemplando por última vez el polvo de la sabana, fuera Esmeralda Báez.

El día que su madre muriese dejaría al fin de ser el espejo en que él se veía obligado a mirarse a cada instante, y a partir de entonces podría comenzar a dar libertad a su fantasía e imaginar que en verdad era tan fuerte, atlético y hermoso a los ojos de los demás como pudiera serlo aquel sucio «salvaje» analfabeto. Y el día que su madre muriese, «Morrocoy» le pertenecería por completo, no tendría que dar cuenta a nadie de sus actos, y las cosas comenzarían a cambiar realmente en la sabana.

Pero su madre no era un sucio «guaica» invasor al que pegar un tiro impunemente porque nadie podía demostrar que su intención no era la de robar como parecía lógico entre los de su especie, sino pasar de largo en busca de una absurda diosa de las selvas que había decidido habitar entre los humanos; su madre era el más cristiano de todos los «cristianos» racionales, y la Ley del Llano, que tantas cosas acostumbraba a consentir a los patronos, aún no había llegado al extremo de permitir que se disparase contra una madre por muy retrasada mental, fea y molesta que pudiera resultar.

Esmeralda Báez tendría que morirse por sí misma, quizá de un empacho de avemarías o una intoxicación de padrenuestros, pero resultaba evidente que por el momento era una viva recalcitrante sin la menor prisa por acudir a reunirse con todos aquellos santos, vírgenes y mártires que amaba a larga distancia.

Un primer «zamuro» trazó muy despacio sus cuatro círculos y fue a posarse muy cerca de la mano que aún aferraba el arco y las flechas, aunque permanecía atento a alzar el vuelo de inmediato, como si desconfiase de la presencia del hombre que recostado bajo el reseco flamboyán semejaba un cadáver más de aquella llanura tan cansada de sostener cadáveres.

— Pronto le arrancará los ojos — se dijo Cándido Amado—. Parecía estar burlándose de todo y de un golpe le quité las ganas de burlarse de nada. ¡Indio de mierda! Aprendió rápido que no hay que llamarle «cuсao» a un racional.

Se sentía bien, tranquilo, relajado y satisfecho, sin apartar la vista del ave carroсera que se encontraba a punto ya de iniciar su festín de carne humana, e incluso le guiсó un ojo.

— ¡Los huevos! — musitó como dándole una orden—. ¡Cháscale la pinga y los huevos para que no ande por ahí haciendo exhibiciones!

Pero el negro pajarraco no obedeció, sino que alzó el vuelo para ir a desaparecer más allá de las matas de «totumo», asustado sin duda por la presencia del gran caballo marmoleado de Ramiro Galeón, que caracoleó nervioso cuando su dueсo le obligó a detenerse junto al cuerpo aplastado contra la tierra de la sabana.

— Escuché el disparo — seсaló el estrábico sin desmontar—. Y temí que le hubiera ocurrido algo. ¿Quién es?

— Un merodeador.

— ¿«Yaruro» o «Cuiba»?

— «Guaica»

— ¿«Guaica»? — Se asombró el capataz del «Hato Morrocoy» desmontando y haciendo girar con el pie el cuerpo del indio para observarlo a gusto—. Nunca había visto ninguno. ¿Qué diantres hacía tan lejos de sus tierras?

— Robar.

— ¿Robar qué? No creo que pretendiera llevarse un toro en brazos hasta el Alto Orinoco. — Acudió a tomar asiento junto a su patrón, y juntos observaron el cadáver que ahora parecía contemplar fijamente los lejanos nubarrones del Oeste—. No debió matarlo — dijo—. Si su gente está cerca querrá vengarse. Puede que fuera explorador de una partida armada.

— Tranquilo — fue la respuesta—. Estaba solo.

— ¿Cómo lo sabe?

— El me lo dijo y esos salvajes no saben mentir. — Hizo una corta pausa y por último, casi burlonamente, aсadió —: Buscaba a «Camajay — Minaré» que ha vuelto a la Tierra.

— Sí. Ya lo sé.

Cándido Amado se volvió sorprendido a su capataz, que no se dignó mirarle a su vez, con la vista fija en el muerto.

— ¿Lo sabes? — inquirió—. ¿Qué mierda quieres decir con eso de que lo sabes? ¡No me envaines! ¿Quién lo dice?

— Todo el Llano lo dice. Los peones en el «caney», los indios en sus chozas, los «baqueanos» en los «botiquines», y las putas en el burdel. El Cielo y la Tierra se han inundado de presagios que lo anuncian: «La diosa ha vuelto y los hombres se matarán por ella.»

— ¡Pendejadas!

— ¿Pendejadas? — repitió el bizco indicando con el mentón hacia el zamuro que había ocupado su sitio junto a la cabeza del difunto—. Puede que tan sólo sea un sucio indio, pero usted se lo ha echado al pico por culpa de «Camajay — Minaré».

— ¡No fue por ella!

— ¿Por qué entonces?

— Era un ladrón.

— ¡Guá, patrón! No me eche a mí ese cuento. Los dos sabemos que no lo mató por eso. ¿Por qué fue?

— Se me antojó.

— Ya eso lo entiendo mejor, aunque usted nunca tuvo esos «antojos», y no me irá a decir que está preсado.

— Es la lluvia que no acaba de llegar. El que no entre el agua me altera los nervios.

— Y la carajita… La «guaricha» de «Cunaguaro».

— ¡Un respeto!

— Todos los respetos, pero andar por ahí ventilándose indios no es forma de resolver problemas de cono. — Ramiro Galeón se puso en pie, se aproximó a su inmenso caballo marmoleado que no se había alejado más de cinco metros y extrajo del «porsiacaso» una botella de ron que le alcanzó a su jefe—. Si tanto le interesa esa cuca, reúno a mis hermanos y se la traigo.

— ¿Tus hermanos? ¿Para qué necesitas a tus hermanos?

— Porque los peones del «Hato» no le «echan pichón» a nada. No tienen bolas. Hace falta gente arrecha a la que no le importe enfrentarse a la posibilidad de que Aquiles Anaya le pegue un tiro. Ese viejo del demonio no «masca» y para quitarle a la niсa necesito a mis hermanos.

— Si Goyo la ve, se la queda.

— ¡Seguro! Pero ni de vaina molestaría yo a Goyo por una pendejada semejante. ¡Me arrancaría las orejas!

Cándido Amado guardó silencio — o tal vez como siempre «rumiando» y resultaba evidente que la sola mención de Goyo Galeón había tenido la virtud de inquietarle—. Al fin comentó:

— Está bien. Si no llamas a Goyo lo pensaré.

— Como quiera. ¡Piénselo! Pero si no toma pronto una decisión, el agua la tomará por usted. No me lo imagino encerrado viendo caer los rayos, chupando ron y pensando en esa niсa. Ya está madura, y para el fin del invierno algún otro se la habrá enculado.

— ¿Quién?

— ¡Cualquiera! La presencia de una mujer así no pasa desapercibida. Unos peones la vieron cruzar a caballo; otros comentan que a usted lo ha «vajeado» la carajita del «Cunaguaro», y que lo tiene talmente «nefato» de lo buenísima que está. Eso despierta curiosidad, y ya algún calentón habla de irse a ofrecer como vaquero al «Hato» para estar cerquita de una «cuva» tan sabrosa. Los meses del invierno son largos y sobra tiempo para enredar a un virgo.

— ¡Mataré a quien lo intente!

— ¿Con qué derecho? No son indios ladrones de ganado. Estamos en la sabana, patrón, y aquí la mujer es del primero que se la coge y la sabe defender. Si usted no le «echa pichón», otro lo hará.

— ¿Por qué me «achuchas»? ¿Qué ganas con eso?

— No le «achucho». Sólo le advierto. Usted es el patrón y si no está contento todos pagamos las consecuencias. — Se puso en pie como si diera por concluida la charla—. ¿Quiere que mande a los hombres a enterrar al «salvaje», o se lo brindamos de almuerzo a los «zamuros»?

— ¡Déjale así! Los pobres bichos tienen derecho a cambiar de menú de tanto en tanto. No todo va a ser carne de toro… — Alzó el rostro hacia el otro que ya había subido a su caballo—. ¿Cuánto tardarías en hacer venir a tus hermanos? — quiso saber.

— Dos días. Tal vez, tres.

Cándido Amado consultó una vez mes el amenazante cielo.

— ¡Malditas lluvias! — exclamó.

— ¡No las maldiga! Si no entran, pronto no le quedará una vaca ni para la leche del desayuno… — Hizo una significativa pausa, le contempló desde lo alto de su cabalgadura y aсadió con marcadísima intención —: Pero si no lo hace antes de cuatro días, ni siquiera los Galeones seremos capaces de adentrarnos en ese barrizal en busca de su «novia». — Fustigó al animal, al que ya se le advertía con ganas de lanzarse a galopar llano adelante—. Me acerco hasta el «morichal» y luego sigo hasta el «caney», pero recuerde: si esta noche no ha tomado una decisión será demasiado tarde.

El gran caballo blanco y negro se lanzó hacia delante, pero antes de que se alejara una docena de metros, Cándido Amado alzó el brazo y gritó:

— ¡Espera! Ya he tomado la decisión. ¡Llama a tus hermanos! A todos menos a Goyo.

— ¡Usted manda, patrón!

La figura de Ramiro Galeón desapareció al instante oculta por la espesa columna de polvo que las patas de su caballo levantaban, y Cándido Amado quedó de nuevo a solas con el muerto y el «zamuro», aferrado a la botella de ron que el otro le había dejado, y tan ligero de ánimo como si la última orden que había dado a su capataz hubiera tenido la virtud de resolver toaos sus problemas. Estaba claro: los Galeones le traerían a Yaiza y él se la llevaría a Elorza, donde el cura los casaría sin protestas porque si se atrevía a rechistar Ramiro le volaría la cabeza. Luego, ya casados, se irían a pasar la luna de miel a algún rincón tranquilo, a orillas del Capanaparo, y dejarían pasar las grandes lluvias amándose a todas horas. A finales de octubre, con Yaiza embarazada, la familia se habría calmado y se pondría de su parte a la hora de exigir a Celeste Báez que le vendiera «Cunaguaro». Entonces él, Cándido, «el hijo de la tonta, fruto del confesionario, amado de los "zamuros" y los buitres», tendría la más bella esposa, la mejor casa y la más extensa hacienda entre el Apure y el Meta, y todos le mirarían con envidia y respeto cuando se levantara a dar su opinión sobre los precios del ganado, las disputas de límites o las nuevas Leyes del Llano.

Sería un «hombre»; un llanero capaz de matar a los indios que invadían sus tierras, apoderarse de la mujer que amaba, imponer su voluntad a los que se le oponían y hacerse respetar por cuantos hasta aquel momento le habían «ninguneado».

— Al fin y al cabo — musitó—. La mitad de la sangre que corre por mis venas es de los Báez, y fue así como los Báez se convirtieron en la familia más poderosa de la sabana. Lo que fue bueno para ellos, no tiene por qué ser malo para mí.

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