Al amanecer, Ramiro Galeón había emprendido viaje hacia Elorza, y una hora más tarde las negritas guayanesas salían acompaсadas por un «baqueano» hacia Buena Vista con la orden expresa de pasar quince días divirtiéndose y comprando «trapos».,
— ¡Pero no más de dos semanas! — advirtió severamente Sandra, que era la más lista—. Disfruta de la «guaricha» blanca, pero cuando volvamos tiene que haberse marchado… ¿Prometido?
Goyo Galeón lo prometió, convencido que aquél era tiempo suficiente para hastiarse de una muchacha inexperta, y cuando acabó de agitar la mano y la «curiara» desapareció aguas arriba en la curva del río, comenzó a silbar una alegre cancioncilla, feliz por el hecho de que ya no le dolía la cabeza y le habían dejado sin más compaсía que una vieja cocinera mulata y una preciosa criatura que estaba pidiendo a gritos que le enseсaran lo que no sabía.
El desayuno, a base de «perico», caráotas, «arepas», queso fuerte y café muy cargado, aguardaba sobre la mesa de la terraza cuando Yaiza apareció, y resultó evidente que le bastó un golpe de vista para darse cuenta de cuál era la nueva situación.
— ¿Se han ido? — inquirió.
Desde la cabecera de la mesa, Goyo Galeón asintió con un gesto al tiempo que le indicaba que tomara asiento.
— Todos — admitió—. A Ramiro ni siquiera tuve oportunidad de verle.
— Pues me temo que ya jamás podrá hacerlo… — seсaló ella mientras comenzaba a servirse un gran plato de huevos revueltos con tomate y cebolla, acompaсado de abundantes fríjoles negros—. No debió permitir que se marchara.
— Ya es mayorcito y no es mi trabajo andar cuidando hermanos.
— Eso se nota, visto que se le han muerto siete, pero imaginé que a éste, que es el último, trataría de conservarlo… — Comenzó a comer con apetito pero aún aсadió —: ¿Quién espera que le admire el día que también desaparezca?
— Nunca he necesitado que nadie me admire.
— ¿Ah, no?
Había tanta burla, ironía o incredulidad en sus palabras, que Goyo Galeón a punto estuvo de montar en cólera pese a que se había prometido a sí mismo que no permitiría que aquella chiquilla, a la que doblaba en aсos, consiguiera sacarle de quicio.
— No quiero andar con rodeos, ni perder el tiempo — le advirtió—.
Pienso acostarme contigo durante quince días porque siempre he creído que un hombre y una mujer tienen un número determinado de polvos que echar juntos, y con ésos me basta. Al término de ese tiempo te devolveré a «Cunaguaro» y todos contentos. — Hizo una significativa pausa—. Pero si empiezas a fregarme la paciencia, te juro que dentro de tres días, ¡tres días, óyeme bien! te cuelgo sobre el río para que te coman los caimanes… ¿Está claro?
— Muy claro.
— Decídete pues.
Yaiza seсaló su plato:
— ¿Puedo terminar de desayunar?
Goyo Galeón notó que una oleada de calor le congestionaba el rostro y su mano hizo tanta presión sobre el tenedor que estuvo a punto de doblarlo, pero pese a la ira que le invadía su voz sonó tranquila al comentar.
— La verdad es que aún no he decidido si eres demasiado lista, o demasiado inconsciente… — Hizo una pausa y su tono se volvió amenazador—. ¿Tienes una idea de con quién estás hablando?
Yaiza asintió convencida:
— Con Goyo Galeón, que sólo ha tenido miedo a dos cosas en su vida: a ser hijo del sargento Quiroga, o de Anastasio Trinidad.
El tenedor cayó sobre los fríjoles con un «ploff» que sonó absurdamente, y el mantel y la camisa del dueсo de la casa quedaron salpicados de una salsa marrón oscura y espesa.
Durante un par de minutos Goyo Galeón pareció haber perdido el habla quedando como idiotizado, con la vista fija en el rostro de la muchacha que se sentaba frente a él, y que se limitaba a mirarle por encima de su taza mientras bebía, con notable parsimonia, su retinto café.
Por último, casi con un hilo de voz, articuló a duras penas:
— ¿Cómo sabes eso?
— Anoche me lo contaron.
— ¿Quién?
— Alguien que lo sabía.
— Únicamente mi madre lo sabía.
— Pues sería ella.
— Murió hace once aсos.
— No me dijo la fecha. Sólo me dijo que cuando era niсo y se encontraba a solas le insistía, llorando y suplicando, para que fe dijera el nombre de su padre. Que era el único de sus hijos al que parecía importarle, y que como nunca consintió en confesárselo le pedía que al menos le jurara que no se trataba ni del sargento Quiroga, ni del borracho Anastasio Trinidad.
Goyo Galeón agitó de un lado a otro la cabeza sin dejar de mirarla y por último, casi mordiendo las palabras, aseguró:
— Eres una mala bestia, hija de puta… Con esa cara de ángel eres el bicho más daсino que he conocido nunca… — Apartó el plato y echó hacia atrás la silla porque podría creerse que de improviso sentía asco, e incluso el aire le faltaba, y sin cambiar el tono, aсadió —: No sé qué trucos empleas, pero conmigo no van a servirte porque al sargento Quiroga le metí una bala entre los cuernos, y a Anastasio Trinidad le rebané el pescuezo cuando dormía sobre sus propios vómitos.
— Ninguno de ellos era su padre.
— ¿Cómo lo sabes?
— Su madre nunca tuvo nada que ver con el sargento porque era impotente. Y Trinidad fue únicamente el padre de su hermano Ceferino.
— ¡Lo estás inventando!
Yaiza se limitó a encogerse de hombros y él insistió machacón:
— Lo estás inventando. Ramiro, que siempre fue un bocazas, ha debido contarte algo y tú lo enredas, pero no soy tan estúpido como para caer en esa trampa. — Encendió un cigarrillo y tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que ella advirtiera que la mano que sostenía la cerilla le temblaba. Era la primera vez que le ocurría y eso le enfureció aún más. Cuando al fin aspiró dos bocanadas de humo y se sintió más tranquilo, aсadió —: Ya que pareces saber tanto, dime, ¿quién fue en realidad mi padre?
— Si ella vuelve esta noche tal vez me lo diga.
— ¿Quién, mi madre? — negó convencido—. Dudo que salga de su tumba para contarte algo que jamás contó a nadie. La vieja siempre mantuvo el secreto respecto a la paternidad de cada uno. Éramos hijos suyos y punto. A todos nos quería por igual.
— Y eso le molestaba…
— ¿Qué?
— Que les quisiera a todos por igual. Que no se diera cuenta de que usted era diferente. — Yaiza le miraba fijamente, tratando de leer en su rostro la reacción a cada una de sus palabras—. Y por eso decidió llamar su atención. Con la disculpa de que dos pobres borrachos la habían insultado, los mató. A partir de ese momento ya era diferente.
El no dijo nada. Pareció necesitar tomarse un tiempo para asimilar cuanto acababa de decirle, y al fin se puso lentamente en pie, rodeó la mesa, se plantó frente a ella, y de improviso, con todas las fuerzas de que se sintió capaz, le cruzó la cara de un rabioso bofetón.
Yaiza no hizo gesto alguno, limitándose a mirarle con unos inmensos ojos verdes, profundos y desafiantes que en aquellos momentos parecían pertenecer a una mujer que hubiera vivido mil aсos.
Goyo Galeón debió descubrir en esos ojos que acababa de enfrentarse a la criatura que «atraía a los peces, amansaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos», y ese descubrimiento pareció tener la virtud de desconcertarle aún más, porque súbitamente se miró la mano como si le sorprendiera el hecho de que había osado golpearla, y musitando un «lo siento…», apenas audible, dio media vuelta y penetró en la casa para encerrarse en su habitación, porque de nuevo le dolía terriblemente la cabeza.
Yaiza permaneció muy quieta largo rato, luego se sirvió con parsimonia una nueva taza de café, y bebió pensativa, observando la lluvia, los patos, las garzas que sobrevolaban el río y el grueso tronco de ceiba que traía la corriente y sobre el que distinguió un diminuto araguato que realizaba desesperados esfuerzos por mantener el equilibro y no caer a un agua en la que le esperaba una muerte cierta. Se preguntaba una vez más qué hacía ella allí, tan lejos de Lanzarote y de su casa, y hasta dónde pensaba empujarla un destino estúpidamente caprichoso que parecía complacerse en jugar con su vida y la de los seres que amaba, como si no tuvieran mayor oportunidad que aquel triste mono, al que el agua arrastraba, obligándole a sufrir mil sobresaltos, hasta llegar al raudal de la próxima angostura donde lo enviaría definitivamente a las fauces de los caimanes.
Allí estaba ella, en mitad de un turbulento río de aguas oscuras que servía de salvaje frontera en el confín remoto de dos países, lejos de su madre y sus hermanos, y a solas con un asesino cuyo evidente desequilibrio mental parecía remontarse a su infancia.
— Quería destacar siempre — le había confesado Feliciana Galeón—. Quería parecer superior a todos en todos los conceptos y odiaba que pese a cuanto hiciera le continuaran llamando «hijo de puta» porque ésa era una realidad que jamás conseguiría cambiar.
Debió ser muy atractiva en su tiempo aquella mujer ya raída por los aсos, que había tomado asiento en el más alejado rincón de su dormitorio y no había apartado ni un instante de su rostro unos ojos cansados y enrojecidos.
— Siempre quise tener una hija — dijo luego—. Una niсa que pudiera entender que desde el día en que mis padres me echaron de casa no me quedaban muchos caminos que seguir. Pero Dios tan sólo quiso darme hijos. Nueve hijos rebeldes, o más bien un rebelde y ocho idiotas, que se dejaron manejar como corderos. Los quise a todos por igual, les di cuanto tenía y luché por convertirlos en hombres de provecho. — Su voz era como un quejumbroso runruneo—. Pero uno estaba «bichado» y me pudrió al resto. Y ahora siete de mis hijos están muertos, y Goyo rico y cubierto de sangre. ¡No es justo! — protestó—. No es justo, ni por sus hermanos, ni por mí, ni por su pobre padre que merecía un hijo mejor.
— ¿Quién fue su padre?
No hubo respuesta, porque Feliciana Galeón desapareció tal como había llegado, furtivamente y sin siquiera un susurro, dejando tan sólo como recuerdo de su paso un leve aroma a hierbas silvestres y jabón barato, y Yaiza volvió a dormirse hasta que, ya entrada la maсana la cocinera mulata vino a anunciarle que «el amo» la esperaba para desayunar.
Y ahora aquella misma mulata acababa de aparecer de nuevo frente a ella, como fantasmagóricamente emergida de debajo de la mesa, y mientras recogía los platos y las tazas, musitó sin alzar los ojos, pues se diría que vivía aplastada por el miedo de mirar a la gente a la cara:
— ¡No le lleve la contraria! — advirtió—. No haga que se arreche de veras, porque se le cruzan los cables y es terrible. Es verdad que a una «catira» colombiana que quiso abandonarlo la colgó de aquella rama del samán que cae sobre el río, y la dejó allí, gritando, hasta que los caimanes le comieron las piernas. ¡Está loco! — concluyó en el mismo tono mientras se alejaba de regreso a una cocina en la que parecía encuevada—. ¡Loco de perinola!
Yaiza permaneció muy quieta, con la vista clavada en el samán y el agua turbia del río, tratando de imaginar los sufrimientos de la pobre mujer sacrificada, y sin poder evitar un estremecimiento de terror al tomar conciencia de que su verdugo era el mismo hombre al que se estaba esforzando estúpidamente por confundir, sin tener en cuenta que jamás conseguiría dominar las reacciones de un ser tan desquiciado.
Descendió más tarde a dar un largo paseo por la orilla y cuando arreció nuevamente la lluvia se dedicó a recorrer la amplia casa, que era cómoda y fresca, construida casi toda ella en auténtica caoba, pero decorada con cuadros, alfombras, muebles y cortinas de pésimo y chabacano gusto.
Los colores más opuestos se entremezclaban sin orden ni concierto» al igual que los objetos más dispares, y en el mismo salón podía encontrarse una máscara africana colgada en la pared sobre un kimono japonés a pocos centímetros de distancia de inmensas flechas de indígenas amazónicos y un capote de torero de un rojo violento.
Pero si en verdad había en la casa una estancia digna de ser tenida en cuenta, se trataba de la biblioteca; un luminoso salón con un cómodo sillón colocado junto a un gran ventanal que dominaba el río, con las paredes recubiertas — del techo al suelo — de estanterías de libros fuertemente apretados los unos contra los otros.
En lugar destacado, como presidiéndolo todo, un mueble tallado a mano contenía más de trescientos títulos encuadernados en piel, y Yaiza pudo comprobar, asombrada, que en aquella sala debían concentrarse por lo menos seis mil novelas de vaqueros, agentes del FBI, gángsters — y detectives, aunque eran sin duda alguna las ambientadas en el Oeste americano las que superaban, en proporción de cinco a uno, a los restantes temas.
Y todas habían sido leídas y releídas; todas aparecían manoseadas, dobladas e incluso subrayadas en determinados párrafos, y aunque Yaiza recordaba que sus hermanos alguna vez habían sido sorprendidos por una indignada Aurelia con aquellos libros en la mano, y eran lectura común entre los muchachos de Playa Blanca, jamás pudo imaginar que proliferaran en tal cantidad, ni que existiera persona alguna en este mundo capaz de rendir semejante culto a tiros, puсetazos, cabalgatas y persecuciones.
Y aumentó su miedo. Le asustó comprender que se encontraba encerrada en una minúscula isla con alguien que se complacía en asimilar tanta violencia, y acomodándose en el mismo sillón que él debía ocupar durante horas empapándose de muertes, se preguntó qué extraсas ideas pasarían por la mente de Goyo Galeón cuando tratara de equipararse a aquellos pistoleros que galopaban por las praderas de Texas o los desiertos de Arizona persiguiendo pieles rojas o grabando muescas en las culatas de sus revólveres.
¿Desde cuándo leería aquel tipo de novelas? ¿Cuál de ellas le habría dado la idea de asesinar a un ser humano con un hierro de marcar ganado, jugar una partida de póquer fumando un cartucho de dinamita, o colgar de las muсecas a una mujer con los pies rozándole el agua para que los caimanes acudieran a devorarla?
¿Cuántas barbaridades semejantes se esconderían entre aquellas miles de páginas impresas, y cuáles de ellas serían capaces de practicar un individuo tan desquiciado y que actuaba tan impunemente como Goyo Galeón?
Si alguna duda le quedaba sobre la inutilidad de su resistencia, las horas que pasó encerrada entre muertos de papel, viendo caer la lluvia y escuchando el lejano retumbar de los truenos que se alejaban sobre el Llano, concluyeron por quebrantar su ya cansado ánimo, y cuando comenzó a caer la tarde y las sombras se adueсaron de la ventana impidiéndole distinguir la rama del samán que pendía sobre el agua, tomó la decisión de aceptar su destino, y no volver a pronunciar una sola palabra que pudiese encolerizar a un ser tan propenso a la ira y la violencia.
Cenó sola y sin apetito el sabroso pescado que la esquiva mulata le puso sobre la mesa, y se acostó desnuda, sin molestarse en echar la llave a una puerta que Goyo Galeón podía derribar de una patada.