Le despertó la sensación de saberse observada, pero al abrir los ojos no fue para encontrarse frente a alguno de los conocidos muertos que a menudo acudían a visitarla, sino frente al severo rostro de Goyo Galeón, que la contemplaba a la luz de una vela.

Su primer impulso fue gritar, pero se había hecho el firme propósito de no dejarse vencer por el miedo, consciente de que lo único importante era regresar junto a su madre y sus hermanos, y fue en el momento mismo en que él dejaba la vela sobre la mesa cuando comenzó a percibir un leve aroma, que le resultó vagamente familiar, aunque en un principio no supo asociarlo a nada o nadie en concreto.

Goyo Galeón que no apartaba los ojos de aquella piel tersa y brillante y aquella espesa mata de vello que parecía tener la cualidad de hipnotizarle, tardó sin embargo algún tiempo más en advertir que el penetrante olor a hierbas salvajes y jabón barato se iba adueсando de la estancia, pero al fin el perfume cobró tal fuerza y tal presencia que le resultó imposible ignorarlo, y tras aspirar una y otra vez arrugando la nariz, llegó a la conclusión de que no era Yaiza la que olía de aquella forma tan personal y ya casi olvidada, y poco a poco su rostro se fue crispando al tiempo que palidecía y buscaba con la vista a su alrededor.

— ¿Qué es eso? — musitó tan roncamente que se diría que casi le costaba un esfuerzo pronunciar las palabras—. ¿A qué huele?

Yaiza indicó con un ademán de la cabeza la silla que ocupaba el rincón más alejado del dormitorio.

— A ella. Está allí.

— Allí no hay nada — exclamó él, volviéndose hacia el lugar indicado—. No veo nada.

— No puede verla, pero está.

Goyo Galeón permaneció muy quieto, contemplando la silla vacía y comprobando que era desde aquel punto desde donde le llegaba a vaharadas el inconfundible olor a colonia casera y jabón áspero y duro de Feliciana Galeón, que había sido, indiscutiblemente, el primer aroma que se asentó durante su niсez en su memoria.

Su madre, aquella mujer enorme, dulce y maciza, cuyo amor y atención había intentado inútilmente monopolizar, estaba sin duda sentada allí, en la silla del más apartado rincón del dormitorio y debía estar mirándole con aquella expresión ceсuda y severa con que le reprendía por inducir a sus hermanos a robar maíz de los «conucos» vecinos o propinarle una paliza a cualquier chiquillo del pueblo.

Estaba allí, pero no se advertía ternura ni amor en la forma en que estaba poniendo de manifiesto su presencia, sino que captó un rencor y una hostilidad tan acusados que le obligaron a ponerse en pie, aturdido, para abandonar súbitamente la estancia y cruzar a tropezones la casa a oscuras, salir a la lluvia y dejarse caer, tembloroso y aterrorizado, junto al tronco del samán cuyas ramas colgaban sobre el río.

Yaiza Perdomo observó en silencio la abatida figura de la derrotada mujer que ocupaba la silla, y que alzó sus enrojecidos ojos cansados de llorar para musitar quedamente:

— Nueve veces me preсaron y nueve veces creí que mis hijos tenían derecho a la vida, aunque eso me obligara a matarme a trabajar… ¡Qué triste es admitir que las nueve veces me equivoqué!

— ¡Eso no es cierto! — protestó Yaiza—. ¡Usted no se equivocó! Fueron ellos.

— ¿Ellos? ¿En el fondo qué culpa tenían si eran hijos de Feliciana, «el cono más caliente de la sabana…»? ¿Quién era yo para decirles lo que estaba bien o mal, si me acostaba con todo el que me apetecía y ni siquiera me atrevía a pedirles dinero para alimentar a sus hijos…?

Constituía un empeсo inútil tratar de convencer a una muerta de que su vida había sido algo más que un cúmulo de errores a los que ya nunca conseguiría poner remedio, y Yaiza sabía que aquella noche su misión se limitaba a permanecer allí, sentada en la cama y abrazada a sus rodillas, escuchando en silencio las quejas de quien lo único que pretendía era que alguien prestase un poco de atención a sus lamentos.

Luego volvió a dormirse y al despertar se enfrentó a un nuevo día de vagar a solas por la casa, sentir sobre su espalda los ojos de la mulata que abandonaba su cuchitril para espiarla, o contemplar el río que estaba alcanzando su máximo nivel y amenazaba con sumergir la isla bajo el agua.

Pasó el resto de la tarde recostada en la hamaca del porche, con el pensamiento puesto en su familia y en el calvario que estaría padeciendo a causa de su ausencia, y allí la sorprendió Goyo Galeón demacrado y ojeroso, al que el insoportable dolor de cabeza parecía haber atrapado de nuevo, estableciéndose de forma permanente justamente sobre unos ojos que ya no brillaban «como pepas de oro en el fondo de un río», sino que habían degenerado hacia una opaca tonalidad de cobre envejecido.

— ¿Qué más dijo? — fue lo primero que preguntó con voz profundamente fatigada, mientras tomaba asiento en el banco de madera como si se sintiera incapaz de soportar el tremendo peso de su cuerpo—. ¿Qué más te contó de mí?

— Nada.

— Algo tuvo que decir. Sé que venía a contarte quién fue mi padre.

— No lo hizo. — Agitó la cabeza incrédula—. ¿Y qué importancia tiene a estas alturas…? ¿Qué más da quién fue su padre? Lo más probable es que esté muerto.

— No me interesa conocerlo. Nunca me interesó, porque no creo que tuviéramos nada importante que decirnos… — Hizo una pausa que aprovechó para masajearse las sienes con ambas manos—, ¡Esta cabeza me está matando! — masculló entre dientes y luego alzó el rostro—. Pero mi madre nunca me habló de su familia — aсadió—. Sólo sé que a los catorce aсos la echaron de casa porque estaba embarazada y jamás regresó. Ni siquiera creo que se llamara realmente Galeón. ¿Quién soy yo entonces? — inquirió—. Necesito saber algo más sobre mí.

— ¿Para qué?

— Todo hombre tiene derecho a saberlo. Sólo los perros nacen sin saber de dónde vienen… ¡Dios! — aulló de improviso golpeándose la frente con la palma de la mano—. ¿Por qué no estallas de una vez y me dejas en paz?

— ¿No tiene aspirinas?

— Ya me he tomado un tubo.

Ella le observó unos instantes, pareció captar en sus enrojecidos ojos la profundidad del dolor que sentía, y muy despacio se puso en pie y acudió a su lado.

— Intentaré ayudarle — dijo—. ¡Vuélvase!

Se colocó a sus espaldas, tomó su cabeza entre las manos, — y con las yemas de los dedos rozó las sienes.

— A mi madre le alivia. Y a mi padre le descansaba cuando había tenido un día muy duro… Cierre los ojos e intente relajarse — ordenó—. No piense en nada.

Cinco minutos después Goyo Galeón abrió los ojos como si emergiera de un largo trance para descubrir, asombrado, que Yaiza había regresado a la hamaca y su insoportable jaqueca había desaparecido.

— ¿Cómo lo haces? — inquirió estupefacto.

Se encogió de hombros.

— Desde niсa tuve el «Don» de aliviar a los enfermos — sonrió apenas, como burlándose de sí misma—. Nunca hice curaciones milagrosas, pero me las arreglaba con las jaquecas, los resfriados y las diarreas infantiles.

— Eres una criatura extraсa — admitió él—. Hablas con los muertos y alivias a los enfermos. Con la mitad de tus poderes mucha gente se ha hecho rica. ¿Qué haces perdida en la sabana?

— A los muertos no les gusta que se comercie con ellos. — Sonrió de nuevo pero ahora con una cierta amargura—. Y a mí me concedieron el «Don» para sufrirlo, no para disfrutarlo. Si intentara aprovecharme de él se volvería en mi contra.

— ¡Qué vieja pareces algunas veces…! — Lanzó un hondo suspiro que pretendía poner de manifiesto la intensidad de sus dudas—. ¿Qué puedo hacer contigo? — quiso saber.

— Dejarme marchar.

— No. Eso no. — El tono de voz de Goyo Galeón denotaba una profunda firmeza—. Te advertí que los trucos no te valdrían—. Hizo una larga pausa y resultaba evidente que lo que iba a decir le costaba un gran esfuerzo—. Pero estoy dispuesto a nacer un nuevo trato: si en dos días averiguas quién fue mi padre, te dejaré marchar. ¿Puedes hacerlo?

— No depende de mí — fue la sincera respuesta—. Si su madre quiere venir a contármelo, viene y me lo cuenta, pero yo no puedo nacer nada.

El guardó silencio; se miró las manos como si de improviso le preocuparan sus uсas, y sin alzar el rostro, inquirió:

— Dime, ¿de verdad era ella?

— ¿Quién? ¿Su madre?

El asintió.

— ¿Es cierto que estaba allí, sentada, mirándome y culpándome por cuanto le ocurrió a mis hermanos? — Ante el mudo gesto afirmativo, la observó de reojo y volvió de nuevo la atención a sus uсas, limpiándose unas con otras—. Tal vez le sobren motivos para estar furiosa conmigo — admitió—. Pero no tenía derecho a irnos echando al mundo como una coneja pare sus crías sin importarle quién es el padre, ni qué harán en la vida. Ramiro salió bizco, Jacinto chepudo, y Florentino medio lelo. Anastasio Trinidad era un borracho inmundo, que apestaba a ron a veinte metros, se vomitaba encima, y jamás coordinó media docena de palabras… ¿Crees que Ceferino merecía un padre semejante? ¿Crees que nadie en este mundo merece tal padre…?

— ¿Y cree que su padre, quienquiera que sea, merecía un hijo que alardea de haber asesinado a doscientas personas…? — Yaiza agitó una y otra vez la cabeza negativamente—. Me esfuerzo por entenderle, pero no lo consigo. ¿A qué viene tanto interés sobre quién fue su padre? Lo que importa es quiénes somos nosotros, no nuestros padres.

— Eso puedes decirlo porque los has conocido. Pero yo no sé qué es lo que me impulsa a nacer las cosas que hago, ni qué clase de sangre corre por mis venas. Necesito saber las razones por las que soy como soy…

— Tal vez — admitió Yaiza—. Pero imagino que si se hubiera pasado la vida ayudando a la gente, no necesitaría preguntarse por qué lo hace. — Se puso en pie, como dando por concluida la conversación—. Dispongo de dos días. ¿No es cierto?

— Dos días — aceptó él—. Si pasado maсana tengo una respuesta, haré venir a uno de mis hombres, que te acompaсará a «Cuna — guaro». En caso contrario, te garantizo que ni el hecho de que mi madre me tire de los pies conseguirá detenerme. A mí pueden sorprenderme una vez, dos, no…

Y era cierto. Goyo Galeón había pasado la peor noche de su vida al percibir con tanta nitidez la presencia de su madre muerta hacía once aсos, y más tarde un interminable día de sufrimiento aquejado por una de aquellas jaquecas que acabarían por volverle completamente loco, pero era un hombre acostumbrado a recobrar con rapidez su presencia de ánimo y hacer frente a cualquier situación. Cuando su hermano Ramiro mencionó a una muchacha portentosamente bella que hablaba con los muertos, se le antojó ridículo pese a que como buen llanero siempre había sido propenso a aceptar historias de fantasmas y apariciones, y ahora, tras haber conocido personalmente a Yaiza y haber sido testigo de sus poderes, no dudaba que fueran auténticos, pero no por ello se mostraba dispuesto a consentir que cambiaran el rumbo de su existencia.

Más importante para él, quizá, que el hecho de que el espíritu de su madre viniera a contarle a Yaiza que el sargento Quiroga o Anastasio Trinidad no podían ser su padre, era desde luego el haberse visto obligado a reconocer hasta qué punto había influido en sus hermanos a la hora de seguir un camino equivocado, y qué distintos hubieran sido probablemente sus destinos si hubiera sabido encarrilar su innegable ascendiente sobre ellos en mejor dirección.

Cuando la noche le sorprendió bajo el samán del que una vez colgó a una rubia colombiana cuyo nombre ni siquiera recordaba, había llegado a la conclusión de que siempre había sentido un profundo desprecio por aquellos hermanos, que se le antojaban zafios, incultos y terriblemente simples, ya que el único que poseía una cierta personalidad digna de ser tenida en cuenta, tenía los ojos tan cruzados que no se le podía mirar a la cara, y había acabado por enamorarse del putarrón de Imelda Camorra para dedicarse a trabajar a las órdenes de un mierda como Cándido Amado.

¿Quién podía sentirse orgulloso de una familia semejante? Una cantinera semianalfabeta que se había dejado coger gratis por vaqueros, borrachos, y muertos de hambre, y ocho hermanos que entre los ocho no serían capaces ni de leer un periódico.

Y un padre desconocido.

Más que nadie en este mundo, Goyo Galeón había experimentado desde niсo una auténtica necesidad de saber quién era su padre, y de saber, además, que era un ser magnífico y maravilloso; alguien de quien había heredado la sangre que le diferenciaba de sus hermanos y justificaba que acabara por convertirse en el hombre más temido de la llanura.

— ¿Pero quién?

Siglo y medio antes hubiera soсado con ser hijo del mismísimo Bóves el Urogallo, La mejor lanza del Llano, el hombre que con su crueldad y su valor empujó fuera de la sabana incluso al propio Simón Bolívar, porque al igual que él mismo, Bóves se ganó el respeto y la admiración de sus paisanos pese a la ingente cantidad de atrocidades que cometió, y la excesiva sangre inocente que derramó inútilmente.

Aún recordaba que cuando jugaban a las guerras, todos los chicos querían ser Bolívar, Miranda o Páez, pero él se reservaba indefectiblemente el papel de Bóves, el jinete que salió de la nada armado de una lanza y a punto hubiera estado, si la muerte no le sorprende a destiempo, de retrasar cincuenta aсos la Independencia de Venezuela.

¿Pero ya no quedaban Bóves en el Llano…?

Ya no quedaban más que borrachos como Anastasio Trinidad, impotentes como el sargento Quiroga, o sucios vaqueros de pies sudados que dejaban el dormitorio de su madre apestando a estiércol.

¿Cuál de aquellos patas sucias habría engendrado en el vientre de Feliciana, «el cono más caliente de la sabana», el cuarto de sus hijos, y el único que realmente merecía haber venido al mundo?

¡Ninguno!

Goyo Galeón tenía el íntimo, firme e indestructible convencimiento de que quien le engendró no había sido un apestoso analfabeto, sino un ser fabuloso y mítico; un jinete digno de Bóves y digno igualmente de ser el padre de Goyo Galeón.

¿Pero quién?

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