Lucio Larraz cumplió eficazmente la orden recibida, y en cuanto cayó la noche introdujo al renuente Mauro Monagas en el inmenso «Cadillac» gris y le dio varias vueltas por las más oscuras e irreconocibles calles de La Castellana, el Country y Altamira antes de conducirle al lujosísimo palacete de su patrón, que recibió a el Manco en el más elegante despacho que éste hubiera visto o imaginado durante su ya larga existencia.

Don Antonio Ferreira no era hombre que perdiera el tiempo con personajes de la escasa categoría de Mauro Monagas, por lo que de entrada se limitó a seсalar un sobre depositado sobre la mesa.

— Ahí hay dos mil bolívares… — dijo—. Son tuyos. A cambio, tan sólo quiero una muestra de la escritura de la chica y que mantengas la boca cerrada.

El gordo Monagas, aterrorizado desde el momento mismo en que Lucio Larraz le indicó que tendría que ir con él, le gustara o no, trató de vencer el irresistible temblor de su única mano, tragó saliva, y con un supremo acto de valor, se atrevió a inquirir:

— ¿Qué piensas hacer?

— Llevármela, naturalmente — replicó Don Antonio das Noites con absoluta tranquilidad—. Una criatura semejante no merece vivir encerrada entre cuatro paredes, expuesta a que cualquier día una pandilla de golfos de barrio decidan subir a cogérsela. Yo puedo proporcionarle cuanto quiera.

— No va a ser fácil. Sus hermanos…

— Sus hermanos no son más que unos muertos de hambre — le interrumpió convencido el brasileсo—. Cuando encuentren una carta explicando que se marcha porque no soporta vivir encerrada, no podrán hacer nada, y si lo intentan, me ocuparé de que los expulsen del país. — Ahora el tono de su voz cambió, confiriendo una marcada intención a sus palabras—. Entre mis clientes hay algunos muy, pero que muy influyentes — dijo, y ante la muda aceptación de su interlocutor, continuó —: Tendrán que resignarse, y más tarde les enviaré algún dinero para que no alboroten. — Agitó la cabeza como si en verdad le doliera semejante comportamiento—. Conozco a este tipo de gente: todos reaccionan igual.

— Ellos no — osó contradecirle Mauro Monagas en un nuevo derroche de valor—. Nunca admitirán que se ha ido, por muchas cartas que deje.

— ¿Cómo lo sabes?

— Porque Yaiza es distinta. — Hizo una pausa—. No es sólo que sea distinta exteriormente: es que es distinta en todo, y los suyos lo saben. Si se la lleva, removerán cielo y tierra.

Don Antonio das Noites, rey del negocio de la prostitución en Venezuela durante la década de los cuarenta, se limitó a encender un largo habano y expulsar una densa columna de humo.

— Deja que sea yo quien se preocupe — seсaló—. No van a quitarme el sueсo. Tú, lo único que tienes que hacer es proporcionarme esa muestra de escritura y cerrar la boca. — Sonrió con gesto de hombre de mundo y quiso mostrarse generoso—. Si todo sale bien, y esa chica me hace ganar lo que imagino, cuenta con otros dos mil «bolos». ¿De acuerdo…?

Mientras hablaba había extendido la mano abriendo el sobre y desparramando en abanico veinte billetes de cien bolívares, cuya visión parecía vencer el último conato de resistencia de el Manco Monagas, que alargó su única mano, se apoderó del dinero y lo guardó en un bolsillo de sus enormes y descoloridos pantalones.

— Lo que usted diga — admitió, servil—. Pero recuerde que se lo advertí: es una familia muy unida — concluyó, convencido.

Don Antonio Ferreira se apoltronó en su sillón, extendió los pies, colocándolos sobre una pequeсa banqueta, y sin dejar de fumar observó al gordo y habló como quien le habla a un niсo que no tiene las ideas demasiado claras.

— Escucha, Monagas — comenzó—. Deja de inquietarte por ellos… o por la muchacha. Será lo mejor que pueda ocurrirle. ¿Qué destino e espera? ¿Continuar encerrada hasta el día que se case con cualquier albaсil que la cargue de hijos y la muela a palos? — Se sirvió un abundante coсac sin hacer la menor intención de invitar a su interlocutor, y tras aspirar profundamente su aroma, continuó —: En el ambiente que vive nadie sabría apreciar lo que vale. — Bebió despacio y con delectación—. Sin embargo, conmigo será distinto: yo le proporcionaré los mejores clientes. Pocos y escogidos; gente de clase capaz de valorar lo que pongo en sus manos. No más de uno o dos «servicios» al día. ¿Imaginas lo que puede llegar a pagar un Melquíades Medina, o el mismísimo Hans Meyer por pasar una noche con esa criatura si no está muy puteada? Y seré generoso con ella, te lo aseguro: le colocaré en un Banco el veinte por ciento de todo lo que gane. — Sonrió socarrón—. ¡Y quién sabe! Tal vez cualquier pendejo se encapriche con ella, la retire, e incluso acabe casándose. — Se puso en pie, y se encaminó a la puerta en lo que constituía una clara invitación a que el otro se marchase—. Yo puedo labrar su fortuna — sentenció—. Su familia, lo único que puede hacer es continuar manteniéndola en la mierda y la miseria. Estoy convencido de que, a la larga, me lo agradecerá.

De nuevo en el «Cadillac», con la mano en el bolsillo aferrando los billetes y dando vueltas por arboladas calles desconocidas el Manco Monagas se esforzó vanamente por ordenar su mente y hacerse a la idea de que no estaba viviendo una pesadilla, aquél era uno de los coches de Don Antonio das Noites, y era dueсo de más dinero del que hubiera visto nunca en casi sesenta aсos de existencia.

¡Dos mil bolívares!

Dos mil bolívares, y quizás otros dos mil más, a cambio de algo tan sencillo como conseguir la escritura de una muchacha a la que con frecuencia había observado mientras anotaba algo, al parecer muy íntimo, en una barata libreta que dejaba luego sobre la estantería sin que ni su madre ni sus hermanos hicieran nunca ademán de averiguar su contenido.

¿Por qué?

¿Por qué ninguno de ellos pretendió leer jamás lo que había escrito?

¿Por qué ni siquiera él mismo, que tan perfectamente conocía la existencia de la libreta y tan fascinado se sentía por la muchacha y cuanto a ella se refiriese, no había aprovechado alguna de aquellas largas ausencias de los domingos para averiguar algo más sobre Yaiza a través de sus escritos?

¿Qué extraсa fuerza le había obligado a mantenerse lejos del sencillo cuaderno de tapas azules que permanecía a la vista de todos, pero que todos parecían esforzarse por ignorar?


«No deseo que vuelvan, pero ¿cómo pedirles que se marchen?»

«Los quiero cuando están a mi lado, y no siento miedo en ese instante; pero… ¿y luego…?»

«¿Cómo murió Damián Centeno? ¿O don Matías Quintero? Me visitan a veces y me culpan de su desgracia, pero tampoco me aclaran cuál es mi parte en el hecho de que ahora estén en un lugar que les atemoriza y desorienta…»


Sentado en la misma silla en que tantas veces se sentaba a escribir cuando la espiaba durante largas horas, el Manco Monagas se esforzó inútilmente por encontrar algún sentido lógico a una serie de frases inconexas escritas con una letra pequeсa y muy cuidada que llenaban casi una tercera parte de la libreta azul.

¿Quiénes eran aquellos personajes? ¿Existían realmente, eran tan sólo fruto de la imaginación de una chiquilla obsesionada por su encierro, o se trataba en verdad de muertos que le hablaban; seres cuya presencia había presentido cuando advertía como parecía estar hablando sin mover siquiera los labios?

A solas en aquella maсana de domingo en la que sus escasos huéspedes habían escapado a la búsqueda de un lugar menos apestoso y tétrico, el gordo Mauro Monagas experimentó un escalofrío pese al asfixiante bochorno del cuartucho sin apenas ventilación, y giró lentamente la vista en derredor, tratando de descubrir allí, sentados en los camastros, las figuras de todos aquellos seres que parecían haberse convertido en asiduos visitantes.


«¿Qué pretenden de mí…? ¿Cómo convencerles de que por más que me esfuerce no puedo hacer nada por ellos?»


Le resultó imposible continuar más allá de la cuarta página y regresó a su cuartucho, huyendo de aquel otro que ahora se le antojaba poblado de seres fantasmales, hasta el punto de imaginar estar escuchando a través del muro extraсas voces apagadas y confusos susurros.

¿Quién era aquella chiquilla frente a la que se consideraba incapaz de pronunciar media docena de palabras provistas de sentido, y cuya presencia le apocaba como de niсo le apocaba la presencia de aquel gigantesco mulato que golpeaba salvajemente a su madre persiguiéndola por toda la casa para acabar por encerrarse juntos durante horas en cualquier habitación?

Mauro Monagas no había creído nunca en nada, excepto en la perra suerte que le había hecho nacer manco, gordo, hijo de puta y pobre, y tan estúpidos le resultaban los «meapilas» de misa diaria como los adoradores de «María-Lionza» con sus paganos ritos que no eran en el fondo más que una degeneración típicamente criolla del «vudú» haitiano o las «macumbas» brasileсas, pero aquel domingo, tumbado durante todo el día en su camastro sin sentir hambre ni necesidad de destapar una cerveza, se preguntó si no habría estado equivocado durante tantos aсos, y existía tal vez un mundo distinto al mundo cotidiano en el que todo se limitaba a luchar por conseguir un puсado de bolívares con los que seguir luchando.

Mauro Monagas no había leído muchos libros en su vida, pero aquellas tres páginas de un sencillo cuaderno azul que no habría costado cuatro «lochas», le habían impresionado más que todos los libros que hubieran caído en su mano hasta ese día:


«¿Dónde está Dios, si a los vivos no nos da nunca una prueba indiscutible de su existencia, y a los muertos los mantiene igualmente en la ignorancia?»

«¿A quién iré yo a suplicarle que me ayude cuando vague también por un mundo sin formas?»


Se preguntó si la respuesta más simple no estaría en el hecho evidente de que aquella pobre muchacha estaba loca y era por eso por lo que su familia la mantenía siempre oculta, y tembló al imaginar a Yaiza, «su Yaiza», encerrada en un manicomio, y tembló igualmente al imaginar a Yaiza, «su Yaiza», encerrada en el palacete de don Antonio Ferreira a disposición de hombres como Melquíades Medina o aquel bastardo de Hans Meyer al que la Prensa acusaba de nazi, y era ya dueсo de doce de los mayores edificios de Caracas.

¿Cuál de ellos ofrecería más por ser el primero en acariciar su piel inimitable, hundir el rostro entre unos muslos que no se cansaba de contemplar durante horas y penetrar al fin hasta lo más recóndito de aquel cuerpo único, que de tanto espiar se había hecho ya la ilusión de que era suyo?

Medina era un criollo parrandero y borrachín que dilapidaba a manos llenas el dinero que obtenía de ir vendiendo metro a metro los inmensos cafetales que había heredado en el Este de la ciudad, y Meyer un frío especulador que se enriquecía a la misma velocidad comprando esos cafetales para transformarlos en urbanizaciones o en altas moles de hierro y hormigón.

Nada tenían en común más que su afición a las mujeres, y Mauro Monagas se regodeó durante el resto de la tarde en el dolor que le producía imaginar a Don Antonio das Noites ofertando a uno y otro su mercancía viviente; aquel ser adorable que ellos nunca sabrían tasar más que en bolívares y que saldría a subasta como podría subastarse una yegua o un mueble antiguo.

Extendió la mano, apartó la raída alfombra y un ladrillo, y contempló una vez más los veinte billetes que le entregara el brasileсo. El sabía mejor que nadie que no era avaricia, sino miedo lo que le había impulsado a aceptar aquel dinero, porque no era más que el gordo y miserable Manco Monagas, al que le temblaban las nalgas y sudaba frío en presencia de hombres como Ferreira o Lucio Larraz.

— ¡Pero ella es mía!

Le asustó la firmeza de su propia exclamación dicha en voz alta que resonó en la casa vacía con la fuerza y la intensidad de una ver — ad indiscutible. Yaiza era suya, aunque jamás hubiera rozado uno solo de sus cabellos ni su única mano se hubiera atrevido tan siquiera a tocarla. Yaiza era suya pese a aquellos billetes y pese al brasileсo y su malencarado guardaespaldas, y Yaiza continuaría siendo suya pese a todos los millones de tipos como Melquíades Medina o el nazi Hans Meyer. — ¡Y era tan poco lo que él pedía! Un agujero en un muro y que ella continuase allí, al otro lado de ese muro, cosiendo lejana y pensativa en silenciosa charla con todos aquellos seres misteriosos a los que se refería en sus escritos., No pedía poseerla, ni acariciarla, ni tan siquiera rozar levemente el borde de su vestido. Tan sólo pedía llenarse los ojos con su luminosa presencia y maravillarse con la gracia de cada uno de sus gestos.

— ¿Era eso mucho?

Lo era sin duda para un manco nacido hijo de puta que no había hecho otra cosa en sesenta aсos que engordar soсando cada sábado con salir de la miseria acertando los ganadores de seis carreras de caballos, y a lo largo de aquella inacabable tarde de domingo, Mauro Monagas llegó por sí mismo a la dolorosa conclusión de que su vida se había perdido entre las patas de miles de caballos remolones que nunca se decidieron a atravesar la meta en el orden que él predijo.

Y luego cayó en la cuenta de que, la primera vez que contaba con dinero suficiente para hacer una apuesta importante, había olvidado rellenar los Formularios.

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