El sol caía inclemente sobre la polvorienta carretera que se perdía de vista en una llanura sin más horizonte que aislados grupúsculos de árboles achaparrados que se desparramaban aquí y allá sin orden ni concierto, y del inmóvil autobús, que ni siquiera sombra parecía capaz de proporcionar, tan sólo sobresalían las piernas y los inmensos zapatones del hombre que tumbado bajo el motor trataba inútilmente de reparar los desperfectos de una desmantelada máquina que no constituía ya más que un puro desperfecto.
Dos horas bajo los rayos de aquel sol asesino podían destruir a cualquier ser humano, y los Perdomo Maradentro, que eran casi los únicos pasajeros que no se habían quedado en Valencia, Maracay o cualquiera de los restantes pueblos o apeaderos de la ruta, dudaban entre regresar al interior del vehículo recalentado hasta convertirse en un horno insufrible o permanecer a la intemperie con la esperanza de que alguna ráfaga de aire refrescara el ambiente.
Nadie pronunciaba una palabra y se diría, por la actitud del conductor y los que parecían ser sus clientes habituales, que el incidente formaba parte de la rutina del servicio de la empresa, y no cabía tan siquiera el derecho a la protesta, pues la única opción que se ofrecía al descontento era la de continuar a pie la larga travesía.
Habían cruzado media docena de vehículos sin que ninguno apuntara tan siquiera el gesto de disminuir la velocidad para interesarse por el destino de quienes les hacían seсas desde el borde del camino, y tan sólo dos ágiles muchachos consiguieron colgarse de la trasera de un humeante camión que pasó en dirección opuesta cargando gigantescos troncos de oscura madera.
— ¿Cuánto falta hasta el pueblo más cercano? — quiso saber Sebastián cuando llegó a la conclusión de que los esfuerzos del improvisado mecánico resultarían por completo ineficaces, y el vehículo parecía no tener la menor intención de reanudar su camino.
— Unos treinta kilómetros. — El hombre hizo un gesto hacia Yaiza—. No creo que la seсora, en su estado, lo resista. — Se secó el; sudor de la frente dejándose un nuevo churretón de grasa en la cara—. Este sol es muy traidor y seca el cerebro. Tenga paciencia. Conozco este trasto; cuando menos lo espere arrancará de nuevo.
— ¿Está seguro?
El otro le miró largamente, dudó, y al fin negó con un repetido gesto de cabeza:
— Seguro está el cielo, hermano, y aun así casi nadie lo alcanza.
¿Para qué engaсarle? Ya son ocho las veces que he tenido que pasar la noche en el asiento de atrás.
— ¿Nunca mandan ayuda?
— Al día siguiente. — Hizo una corta pausa—. Los tiempos andan revueltos y a nadie le agrada lanzarse por estos rumbos cuando cae la noche. — Sonrió casi con una mueca y mostró la culata de un rifle que ocultaba bajo el asiento—. Pero no se preocupe — aсadió—. Con el autobús bien cerrado estaremos seguros.
Sebastián regresó junto a su familia y agradeció el cigarrillo que su hermano había encendido para ambos. Dio una larga chupada y comentó:
— Parece ser que no vamos a tener muchas opciones: o caminar treinta kilómetros, o pasar aquí la noche…
— No cabe duda de que tienes porvenir como profeta — ironizó su madre—. Según tú, las cosas tenían todo el aspecto de mejorar.
Sebastián hizo ademán de protestar, pero Yaiza alzó los ojos hacia él y, muy suavemente, seсaló:
— No te inquietes. Ya viene.
La miraron. Conocían aquel particularísimo timbre de voz.
— ¿Quién? ¿Quién viene?
La muchacha se encogió de hombros y la sinceridad de su ignorancia resultaba evidente.
— No lo sé — replicó—. Pero viene.
— ¡Ya empezamos!
La exclamación había partido como era de esperar del impaciente Sebastián, pero no tuvo tiempo de aсadir nada más, porque su hermano le golpeó con el codo en el antebrazo, y en silencio indicó con un gesto a la lejanía, allí donde en el casi único desnivel de terreno que presentaba la llanura, acababa de hacer su aparición un vehículo que avanzaba veloz haciendo que sus cromados y cristales reflejaran los rayos del sol.
Se limitaron a observarlo mientras iba creciendo de tamaсo y tomando la forma concreta de una camioneta blanca y verde, porque aunque hasta ese momento nadie hubiera detenido su marcha, estaban convencidos de que aquélla pararía.
El ruido del motor fue creciendo y creciendo para acabar por atronar la quieta llanura, pero aunque marchaba a gran velocidad frenó justamente frente al grupo que ni siquiera había hecho gesto alguno.
El cristal de la ventanilla izquierda descendió y una mujer de unos cuarenta aсos, facciones muy marcadas, piel curtida, ojos penetrantes y cabello recogido bajo un ancho sombrero de fieltro, observó uno por uno a quienes la contemplaban, y contestó sardónica.
— ¡Vaya! ¡Náufragos de la llanura! — Hizo un gesto hacia la caja de la camioneta—. Suban o este sol les matará. — Su vista reparó en Yaiza que había permanecido casi tapada por el cuerpo de Aurelia y la natural dureza de su expresión se suavizó—. Las seсoras pueden venir conmigo — aсadió—. Estarán más cómodas.
Permaneció luego encerrada en sí misma durante largos minutos, atenta tan sólo a evitar los incontables baches de la monótona carretera que parecía haber sido trazada con tiralíneas y, por último, sin mirar a Yaiza que se sentaba entre ella y Aurelia, inquirió.
— ¿Van a San Carlos?
— Sí.
— ¿Viven allí?
— No. — Ahora fue Aurelia la que respondió—. Pero confiamos en encontrar trabajo y quedarnos.
— ¿Emigrantes? — Ante la muda afirmación, quiso saber —: ¿De dónde?
— Espaсoles. De Canarias.
— ¿De Tenerife?
— Lanzarote.
— ¿Lanzarote? — Se sorprendió mirándola de reojo—. No sabía que hubiera una isla que se llamara Lanzarote. Casi todos los que vienen son de Tenerife, La Gomera o La Palma. Y algunos de Gran Canaria. ¡Pero Lanzarote! — Agitó negativamente la cabeza y luego fijó la vista en el vientre de Yaiza —: ¿Para cuándo?
La muchacha bajó a su vez los ojos, contempló el bulto que le desfiguraba la cintura, dudó y se volvió a su madre en busca de ayuda.
Esta guardó silencio también unos instantes, observó con detenimiento a la mujer que conducía y aguardaba la respuesta, y al fin replicó.
— No está embarazada. — Hizo una leve pausa—. Es sólo un truco para evitar molestias. Ni siquiera está casada. Los chicos son también mis hijos. — Hizo una nueva pausa, más larga y trató de justificarse—. Ya sabe cómo son las cosas: una familia pobre en un país extranjero y sin conocer las costumbres… Teníamos problemas.
Los negros ojos recorrieron detalle por detalle el rostro de Yaiza mientras el vehículo disminuía su velocidad y el comentario resonó claro y sincero:
— No me extraсa. — Ensayó una sonrisa aunque resultaba evidente que no acostumbraba a sonreír—. ¿Cómo te llamas? — quiso saber.
— Yaiza. Yaiza Perdomo.
— ¡Yaiza! Nunca había oído ese nombre. Es muy bonito. — Intentó de nuevo aquella especie de sonrisa frustrada—. Yo me llamo Celeste. Celeste Báez, y desciendo de una familia de más de siete generaciones de llaneros. Mi madre juraba que me engendró sobre un caballo y que sólo se apeó de él para que yo viniera al mundo. ¿Te gustan los caballos?
— Nunca he visto ninguno.
La camioneta se detuvo en seco y los pasajeros que se sentaban en la trasera y que no esperaban el frenazo estuvieron a punto de salir despedidos por encima de la cabina del conductor.
Celeste Báez, que había quedado como alelada, tuvo que apoyarse en el ancho volante para observar con detenimiento a la muchacha que tenía a su lado.
— ¿Que no has visto nunca un caballo? — repitió incrédula—. ¿Me estás tomando el pelo?
— No, seсora. Los he visto en fotografía, naturalmente. — Abrió las manos en un claro gesto de impotencia—. Pero en Lanzarote únicamente hay camellos y desde que llegué a Venezuela no he tenido ocasión de tropezar con ningún caballo. — Sonrió con una timidez que tenía la virtud de aplacar a cualquiera—. ¡Lo lamento! — concluyó.
— Razón tienes en lamentarlo — fue la respuesta mientras el vehículo se ponía de nuevo en marcha aunque ahora a una velocidad mucho más moderada—. Los caballos son las criaturas más hermosas, nobles y generosas que existen sobre la tierra. Mucho mejores que el mejor ser humano, y el que no los conoce y los ama pierde la mitad de su vida. Yo tengo más de dos mil y a lo largo de su historia mi familia ha criado treinta y nueve campeones, un ganador en el «Kentucky Derby», y otro en el «Arco de Triunfo» de París. — Hizo una larga pausa y por último, mientras comenzaba a acelerar a fondo nuevamente, aсadió —: La verdad es que cuesta trabajo entender que exista un mundo sin caballos.
— Lo nuestro es el mar.
— ¿El mar?
— Los Maradentro siempre hemos sido pescadores. — Yaiza sonrió con una cierta intención—. Desde hace más de diez generaciones.
— ¿Pescadores? ¡Vaya! ¡Eso sí que es bueno! ¿Y qué hace una familia de pescadores camino de los Llanos? ¿Nadie les ha dicho que van en dirección opuesta?
— Es una historia muy larga — intervino Aurelia.
— El camino hasta San Carlos también es largo — replicó de inmediato Celeste Báez—. Cuénteme la parte de esa historia que quiera, pero cuénteme la verdad. Prefiero el silencio a las mentiras. Estuve casada con el hombre más mentiroso que ha existido y se agotó mi cupo.
Aurelia permaneció indecisa un par de kilómetros, pero al fin, sin tratar de imprimir inflexiones a su voz ni dramatizar su relato, dijo:
— El verano pasado tres muchachos intentaron violar a Yaiza, pero mi hijo Asdrúbal acudió en su defensa y, en la lucha, mató a uno de ellos. El padre del muerto era muy poderoso y tuvimos que escapar de Lanzarote en nuestro viejo barco que naufragó ahogándose mi marido. Llegamos a Venezuela con idea de establecernos en la costa, pero parece ser que en este país se consume poco pescado y no hay mucho futuro si no cuentas con tu propio barco y un vehículo para llevar lo que captures a los mercados. Nos instalamos en Caracas, pero en cuanto Yaiza ponía el pie en la calle los hombres la atosigaban y tuvimos que escapar porque un tipo que maneja una rea de prostitución pretendía raptarla.
— Antonio das Noites.
— ¿Le conoce?
— Mi marido era uno de sus más asiduos clientes. — El tono de su voz mostró a las claras su rencor—. Le pagó una semana de juerga con cuatro de sus putas regalándole mi mejor caballo: Torpedero. — Golpeó levemente el volante—. Hubiera sido un gran campeón, pero Ferreira es un hombre que corrompe todo lo que toca. ¿Sabía que tiene tipos especializados en prostituir chicas? Entre ellos, el alcohol y las drogas las dominan. — Se volvió apenas y observó de reojo a Yaiza que había permanecido en silencio—. Ese malnacido te habría desgraciado. — Hizo una pausa en la que volvió de nuevo su atención a la carretera y por último quiso saber —: ¿Qué piensan hacer en San Carlos?
— Buscar trabajo.
— ¿Qué clase de trabajo? — Rió divertida aunque sin mala intención—. ¿De pescadores?
— De lo que salga — replicó Aurelia—. Gracias a Dios, mis hijos son fuertes; sobre todo Asdrúbal, y están acostumbrados desde pequeсos a arrimar el hombro. El mar es muy duro.
— Lo imagino — fue la respuesta—. Lo conozco poco, pero supongo que debe ser duro. Duro y peligroso. ¿Qué saben de vacas? — Lanzó una ojeada a Yaiza—. Supongo que al menos vacas habrás visto… ¿O no?
— En Lanzarote tampoco hay vacas — replicó con sinceridad la muchacha—. Sólo cabras.
— ¡Dios bendito! Si me lo cuentan no me lo creo. — Movió de un lado a otro la cabeza como si aquella fuera la más inconcebible conversación que hubiera mantenido en su vida—. ¿Y de agricultura? — insistió—. En algún lugar pondrían los pies, digo yo. ¿Entienden de agricultura?
— Nada.
— ¿Nada? — se asombró.
— Lanzarote es volcánica y donde vivíamos todo era roca. Roca y arena. El único árbol de Playa Blanca era la mimosa del patio de «Seсá» Florinda. — Evocó su isla y se diría que su voz se empaсaba—. Algunos aсos, cuando llovía subíamos hasta Uga a ver la hierba y en el norte hay palmeras y tierra de cultivo. Pero los pescadores del sur no entendemos de eso. Sólo entendemos de mar y peces.
Celeste Báez pareció meditar sobre lo que acababa de escuchar, y por último seсaló a su izquierda, hacia la llanura que se perdía de vista en el horizonte.
— ¿Ven eso? — dijo—. Es el nacimiento de los Llanos que se extienden hasta las selvas del Sur y la frontera con Colombia. Aquí no hay más que caballos, vacas, tierras de cultivo, bestias salvajes, algunos indios y ladrones de ganado. ¿Cómo esperan ganarse la vida en un lugar semejante?
— Alguna forma habrá.
— Cualquier lugar les resultaría más sencillo. Incluso la luna.
— Los restos de un naufragio no pueden elegir hacia qué playa les arrastrará la corriente — seсaló Yaiza—. Y nosotros no somos ahora más que restos de un naufragio.
— Entiendo.
Durante largo rato, tal vez media hora, corrieron en silencio por la inacabable y monótona carretera que no ofrecía más accidente que sus propios baches y algún badén o matojos que se habían ido apoderando del maltrecho asfalto, y al cabo de ese tiempo, Celeste Báez indicó con un ademán de la cabeza hacia un grupo de árboles y una casucha de madera que se alzaba en lo alto de una loma.
— ¿Quieres ver un caballo de cerca? — inquirió, y sin aguardar respuesta disminuyó la marcha y se adentró por el minúsculo sendero de tierra que conducía al bosquecillo y al potrero.
Un mestizo de edad indefinida que trenzaba delgadas tiras de cuero con un apagado habano entre los labios abandonó la hamaca que colgaba de poste a poste en el porche de su minúsculo «caney», y se adelantó sin abandonar un instante su tarea.
— ¡Buenas tardes! — saludó—. ¿Se les ofrece algo?
Celeste, que había saltado ágilmente de la cabina, se aproximó a la empalizada e indicó con un gesto la media docena de animales que allí se encontraban.
— ¿Le importa que echemos un vistazo a sus potros? — inquirió—. La seсora no ha visto nunca un caballo.
El hombrecillo se volvió a observar a Yaiza que descendía del vehículo en pos de su madre, y la apagada colilla del puro cayó de sus labios al abrírsele la boca de asombro, nadie podría decir si por el hecho de descubrir que existía en el mundo una persona que jamás había visto un caballo, o por la impresión que le producía la presencia de la muchacha.
Al fin, cuando hubo recuperado del polvo su cigarro y el uso de la palabra, hizo un amplio gesto con la mano hacia la portezuela del potrero:
— Pueden pasar y verlos todo lo cerca que quieran. Son mansos, excepto el bayo solitario que es una mala bestia «hijaputa» que muerde y cocea a quien se le aproxima.
Abrió la puerta y quedó patente que Celeste Báez sabía cómo tratar a los caballos, pues pronto los tuvo comiendo en su mano mientras besaba sus hermosas cabezas.
— ¡Ven! — pidió a Yaiza—. ¡Acércate! No tengas miedo.
Yaiza obedeció mientras su madre y sus hermanos observaban, y tímidamente acarició a las bestias que permitieron que les rascara la testuz y les pasara la mano por el lomo.
— Son hermosos, ¿verdad? — inquirió Celeste.
— Muy hermosos.
— E inteligentes. En el rancho hay uno que cada maсana salta el seto, mete a nariz por la ventana de mi dormitorio y me despierta. — Sonrió con cierta tristeza—. Pero ya está viejo. Cada día le cuesta más saltar el seto. Es lo malo que tienen los caballos: no puedes amarlos demasiado porque sabes que algún día los perderás.
Yaiza no respondió. Continuaba acariciando mecánicamente a uno de los animales mientras mantenía la vista fija en el bayo que permanecía apartado.
— ¿Y ése por qué es malo? — inquirió.
— Tal vez no supieron domarlo; tal vez esté loco; o tal vez simplemente tenga malos instintos. ¡Ocurre a veces!
La muchacha no hizo comentario alguno; continuó observando al caballo con extraсa fijeza y por último, como si ella misma no se diera cuenta de lo que hacía, avanzó unos pasos.
Al advertirlo, el mestizo se alarmó.
— ¡No haga eso! — rogó—. Ya le he dicho que ese malnacido es peligroso.
Pero Yaiza no pareció escucharle y se quedó quieta sin dejar de mirar al animal, que se había erguido mirándola a su vez.
Durante unos instantes, que se antojaron infinitos, se mantuvieron así, con los ojos del uno fijos en los del otro, y ninguno de los presentes hizo un gesto ni pronunció una palabra, como si de pronto hubiesen comprendido que algo inusual estaba sucediendo; algo para lo que no se sentían capaces de dar explicación.
Luego, muy lentamente y sin dejar de mirarla, el bayo comenzó a avanzar como si una fuerza irresistible le atrajera hacia la muchacha que le aguardaba segura de que no corría peligro.
Cuando llegó frente a ella, el animal se detuvo y agachó la cabeza con humildad, permitiendo que le acariciara.
Un silencio que casi hacía daсo se había apoderado de la llanura v por unos mágicos segundos el tiempo pareció detenerse y la mujer — niсa fue dueсa absoluta de la voluntad de la bestia.
Luego dio media vuelta y regresó sobre sus pasos seguida por el caballo como por un perro amaestrado o un cordero.
El hombrecillo, cuyo habano había ya desaparecido en alguna parte definitivamente, inquirió estupefacto:
— ¡Vaina! ¿Cómo puede hacer eso?
Aurelia Perdomo, que estaba a su lado, cerró los ojos con resignación y dejó escapar un hondo suspiro.
— Amansa a las bestias — replicó con voz ronca—. Lo ha hecho siempre. Desde el día en que nació.