Esa mañana el aeropuerto nacional Ronald Reagan de Washington, rebautizado hacía poco con ese nombre y conocido por los habitantes de la zona sencillamente como «aeropuerto nacional», estaba atestado. A la gente le gustaba porque estaba cerca de la ciudad y ofrecía muchos vuelos diarios, pero lo odiaban porque siempre estaba congestionado, las pistas de aterrizaje eran muy cortas y los aviones, para evitar el espacio aéreo restringido, daban unas vueltas tan cerradas que revolvían el estómago. Sin embargo, el viajero fastidiado se llevaba una sorpresa agradable al ver la nueva y reluciente terminal del aeropuerto, con la hilera de cúpulas de estilo jeffersoniano y el descomunal aparcamiento de varias plantas con pasarelas hasta la terminal.
Lee y Faith accedieron a la nueva terminal, y Lee avistó a un agente de policía que patrullaba por el pasillo. Habían dejado el coche en uno de los aparcamientos.
Faith también vio al policía a través de las «gafas» que Lee le había dado. Los cristales no tenían graduación, pero contribuían a cambiar más aún su aspecto. Le tocó el brazo a Lee.
– ¿Nervioso?
– Siempre. Me da cierta ventaja. Compensa la falta de estudios. -Se colgó las bolsas del hombro-. Vamos a tomarnos un café mientras la cola del mostrador de venta de billetes avanza un poco y, de paso, echamos un vistazo al aeropuerto. -Mientras buscaban una cafetería, Lee preguntó-: ¿Sabes cuándo podremos largarnos de aquí?
– Volaremos hasta Norfolk y allí tomaremos un avión de hélice hasta Pine Island, en las inmediaciones de los Outer Banks, en Carolina del Norte. Hay bastantes vuelos a Norfolk, pero para el otro avión hay que llamar con antelación y reservar. En cuanto tengamos billetes para Norfolk, llamaré para reservar el otro. Sólo vuelan de día.
– ¿Por qué?
– Porque no aterrizaremos en una pista normal, sino en una especie de carretera pequeña. No hay luces, ni torre ni nada. Sólo una manga de viento.
– ¡Qué consuelo!
– Lo mejor será que llame para comprobar lo de la casa.
Encontraron un teléfono y Lee escuchó mientras Faith confirmaba su llegada. Colgó.
– Todo arreglado. Una vez allí podremos alquilar un coche.
– Por el momento todo va sobre ruedas.
– Es un lugar idóneo para relajarse. Si no te apetece, no tienes por qué ver o hablar con nadie.
– No me apetece -dijo Lee categóricamente.
– Quisiera preguntarte algo -dijo Faith mientras se encaminaban hacia la cafetería.
– Adelante.
– ¿Cuánto tiempo llevabas siguiéndome?
– Seis días -se apresuró a responder-, durante los cuales fuiste dos veces a la casita, sin contar anoche.
Anoche, pensó Faith. ¿Eso había sido todo?
– ¿Y todavía no has informado a quien te contrató?
– No.
– ¿Por qué no?
– Si no ocurre nada extraordinario, suelo dar informes semanales. Créeme, si hubiera tenido tiempo, el de anoche habría sido el informe padre.
– ¿Cómo pretendías dar los informes si no conocías a la persona que te contrató?
– Me facilitaron un número de teléfono.
– ¿Y nunca se te ocurrió comprobarlo?
Lee miró a Faith irritado.
– ¿Y?
– Y en esta época de teléfonos por satélite y redes celulares nacionales y toda esa mierda, no encontré nada. Llamé al número. Debieron de instalarlo para recibir sólo mis llamadas porque había un mensaje que pedía al señor Adams que dejara la información en la cinta y mencionaba un apartado de correos de Washington. Como soy curioso, también lo comprobé, pero aparecía a nombre de una compañía de la que nunca había oído hablar, con una dirección que resultó ser falsa. Era como un callejón sin salida. -Lee miró a Faith-. Intento tomarme mi trabajo en serio, Faith. No me gusta caer en las trampas, aunque basta que lo diga para que me pase, ¿no?
Se detuvieron en una pequeña cafetería, pidieron café y un par de bollos y se sentaron en uno de los rincones vacíos del local.
Faith se detuvo por un instante para respirar entre un sorbo de café y un bocado de bollo con olor a mantequilla y semillas de amapola. Aunque Lee estuviera contándole la verdad, había tenido tratos con Danny Buchanan. Le resultaba muy extraño temer de repente al hombre a quien había idolatrado. Si las cosas no hubieran cambiado tanto entre ellos el año anterior, habría sentido la tentación de llamarlo. Pero ahora estaba confundida; ¡recordaba con tanta nitidez el horror de la noche anterior! Además, ¿qué le preguntaría? «Danny, ¿le pediste a alguien que intentara matarme anoche? Si así fue, olvídalo, por favor, colaboro con el FBI por tu bien, de verdad. ¿Y por qué contrataste a Lee para que me siguiera, Danny?» Sí, tendría que separarse de Lee, y pronto.
– Cuéntame qué decía sobre mí el informe que te hicieron llegar -dijo Faith.
– Te dedicas al cabildeo. Solías trabajar con un gran equipo.
– No, ¿para qué? Toma el dinero y corre.
Faith parecía escarmentada.
– No era mi intención decirlo así.
– Ajá, claro. -Lee cambió ligeramente las bolsas de posición y prosiguió-. Existe un listín especial donde se puede encontrar la dirección correspondiente a un número de teléfono.
que representaba a las empresas más rentables del país. Hará cosa de diez años, tú y un hombre llamado Daniel Buchanan fundasteis vuestra propia empresa.
– Nombraba el informe a alguno de nuestros clientes actuales?
Lee ladeó la cabeza.
– No, ¿acaso importa?
– ¿Qué sabes de Buchanan? -inquirió Faith.
– En el informe no había mucha información sobre él, así que investigué por mi cuenta y averigüé varias cosas, nada que no sepas. Buchanan es un mito en el Congreso. Conoce a todo el mundo y todos lo conocen. Ha participado en las batallas más importantes y se ha hecho de oro. Supongo que a ti tampoco te iba mal.
– Me iba bien. ¿Qué más?
Lee la miró de hito en hito.
– ¿Por qué quieres oír algo que ya sabes? ¿Acaso Buchanan tiene que ver con todo esto?
En esta ocasión, fue Faith quien escudriñó el rostro de Lee.
Pensó que si estaba haciéndose el tonto se le daba muy bien. -Danny Buchanan es un hombre honrado. Le debo cuanto tengo.
– Debe de ser un buen amigo. Pero no has respondido a mi pregunta.
– Hay pocas personas como Danny. Es un verdadero visionario -aseguró Faith.
– ¿Y tú? -preguntó Lee.
– ¿Yo? Me limito a ayudarle a materializar su visión. Las personas como yo las hay a patadas.
– No tengo la impresión de que seas tan corriente.
– Ella sorbió el café pero no contestó-. Y bien, ¿cómo se llega a ser cabildero?
Faith reprimió un bostezo y volvió a sorber el café. Comenzaba a dolerle la cabeza. Cuando recorría el mundo, casi no necesitaba descansar y apenas echaba unas cabezaditas en el avión. Pero en esos momentos le apetecía acurrucarse debajo de la mesa y dormir durante los diez años siguientes. Era posible que su cuerpo estuviera reaccionando a la terrible experiencia de las últimas doce horas y se negara a funcionar, como si arrojara la toalla. «Por favor, no me hagas daño», parecía suplicar.
– Podría mentirte y decirte que quería cambiar el mundo. Eso es lo que todo el mundo dice, ¿no? -Extrajo un frasco de aspirinas de su bolsa, sacó dos y se las tragó con el café-. De hecho, recuerdo haber visto las sesiones del caso Watergate cuando era niña. Un montón de personas serias en aquella sala. Recuerdo a todos aquellos hombres de mediana edad, repeinados y con los rostros hinchados, hablando por unos micrófonos toscos mientras los abogados les susurraban al oído. Todos los medios de comunicación, el mundo entero estaba pendiente de lo que sucedía allí dentro. Lo que el resto del país consideraba atroz, a mí me atraía. ¡Tanto poder! -Sonrió con languidez-. No estaba bien de la cabeza. Las monjas tenían razón. Una en concreto, la hermana Audrey Ann, estaba convencida de que mi nombre era una blasfemia. «Querida Faith -me decía- haz honor a tu nombre de pila, que significa fe, y no hagas caso a tus impulsos diabólicos.»
– ¿Así que eras una agitadora?
– No, pero en cuanto veía un hábito, era como si me volviese malvada. Debido al trabajo de mi padre nos mudábamos a menudo. A pesar de eso, las cosas me iban bien en el colegio, aunque armaba unos buenos líos fuera. Estudié en una buena universidad y acabé en Washington con todos esos recuerdos de poder absoluto dándome vueltas en la cabeza. No tenía la menor idea de qué haría con mi vida, pero sabía que quería entrar en el juego a toda costa. Pasé una época en el Congreso trabajando para un congresista novel y capté la atención de Danny Buchanan. Me contrató enseguida, supongo que vio algo en mí. Creo que le gustaba mi carácter; cuando llevaba dos meses trabajando para él, ya le dirigía el despacho. También le gustaba que nunca me amedrentara ante nadie, ni ante el presidente de la Cámara.
– Supongo que no está nada mal para alguien que acababa de salir de la universidad.
– Mi filosofía era que, comparados con las monjas, los políticos no eran muy duros de pelar.
Lee sonrió.
– Me alegro de haber ido a la escuela pública. -Apartó la mirada por unos instantes-. No mires ahora, pero el FBI está cerca.
– ¿Qué? -Faith se volvió en todas las direcciones.
Lee puso los ojos en blanco.
– Oh, vaya, ¡qué bien!
– ¿Dónde están?
Lee golpeó suavemente la mesa.
– En ninguna parte. Y en todas partes. Los del FBI no se pasean con las placas en la frente. No los verás.
– Entonces, ¿por qué diablos me has dicho que estaban cerca?
– Era una pequeña prueba. Y no la has pasado. A veces, no siempre, identifico a los del FBI. Si te lo digo de nuevo, no será en broma. Estarán cerca. Y no puedes reaccionar como ahora. Tienes que moverte con naturalidad y lentitud. Eres una bonita mujer de vacaciones con su novio. ¿Entendido?
– Bien, de acuerdo. Pero no me la vuelvas a jugar. Todavía estoy muy tensa.
– ¿Cómo piensas pagar los billetes? -preguntó Lee.
– ¿Cómo debería pagarlos?
– Con la tarjeta de crédito que está a nombre falso. No conviene que nos vean con mucho dinero en las manos. Si pagaras en efectivo un billete de ida para hoy, tal vez alertarías a la compañía aérea. En estos momentos, cuanto menos llamemos la atención, mejor. ¿Cuál es, por cierto? ¿Tu otro nombre?
– Suzanne Blake.
– Bonito nombre.
– Así se llamaba mi madre.
– ¿Se llamaba? ¿Falleció?
– Mi padre y mi madre. Mi madre cuando yo tenía once años y mi padre seis años después. No tengo hermanos ni hermanas. Me quedé huérfana a los diecisiete.
– Debió de ser duro.
Faith guardó silencio durante un rato. Le costaba hablar sobre el pasado, así que casi nunca lo hacía. Y apenas conocía a Lee. Sin embargo, el hombre obraba en ella cierto efecto reconfortante.
– Quería mucho a mi madre -comenzó a explicar-. Era una buena mujer que había sufrido por culpa de mi padre. Él también era buena persona, pero siempre buscaba la manera de ganar dinero con ideas alocadas. Y como sus planes siempre fracasaban, teníamos que hacer las maletas y marcharnos a otro lugar.
– ¿Por qué?
– Porque había otras personas que también perdían dinero con los planes infalibles de mi padre. Y se disgustaban con él, lo cual es comprensible. Nos mudamos cuatro veces antes de que muriera mi madre. Y después, otras cinco. Mi madre y yo rezábamos por mi padre todos los días. Poco antes de morir, me pidió que me ocupara de él, y yo sólo tenía once años.
Lee negó con la cabeza.
– Mi vida ha sido muy diferente. Mis padres han vivido en la misma casa durante cincuenta años. ¿Cómo saliste adelante tras la muerte de tu madre?
A Faith le costaba menos hablar de aquello.
– No fue tan duro como parece. Mamá quería a mi padre, pero odiaba su estilo de vida, sus planes, las mudanzas. Sin embargo, él no estaba dispuesto a cambiar, así que no puede decirse que fuese la pareja más feliz del mundo. Hubo ocasiones en las que creí que mamá lo mataría. Cuando murió, fue como si mi padre y yo nos uniéramos contra el mundo. Me ponía un conjunto bonito y me lucía ante sus socios potenciales. Supongo que la gente pensaría: «Cómo va a ser malo si tiene a esa niñita?» Cuando cumplí los dieciséis comencé a ayudarle a cerrar los tratos. Maduré deprisa. Supongo que de ahí saqué el pico de oro y la fuerza de voluntad. Aprendí a pensar con rapidez.
– Una educación poco convencional -comentó Lee-, pero me imagino que te resultaría útil para cabildear.
A Faith se le humedecieron los ojos.
– Camino de cada reunión, me decía: «Ésta es la definitiva, Faith, querida. Lo noto justo aquí», y se colocaba la mano sobre el corazón. «Todo es para ti, para mi niñita. Papá quiere a su Faith.» Y yo le creía, siempre.
– Tengo la impresión de que, al final, acabó haciéndote daño -dijo Lee en voz baja.
Faith sacudió la cabeza con rotundidad.
– Mi padre no intentaba estafar a la gente. No hacía inversiones fraudulentas ni nada parecido. Creía de veras que sus ideas funcionarían. Pero jamás funcionaban y teníamos que mudarnos a otro lugar. Además, nunca ganábamos dinero. Dios mío, dormimos en el coche más veces de las que quisiera. Recuerdo que mi padre, en innumerables ocasiones, entraba por la puerta trasera de los restaurantes y, al poco, salía con la cena, tras persuadirlos para que se la dieran. Nos sentábamos en el asiento de atrás y comíamos. Él solía contemplar el cielo y me señalaba las constelaciones. Ni siquiera había acabado los estudios secundarios, pero sabía mucho sobre estrellas. Decía que había perseguido demasiadas durante toda la vida. Nos quedábamos allí sentados, hasta bien entrada la noche, y mi padre me aseguraba que las cosas estaban a punto de mejorar.
– Parece que tenía labia -dijo Lee-. Supongo que habría sido un buen investigador privado.
Faith sonrió, sumida en sus evocaciones.
– A veces entraba en un banco con él, y al cabo de cinco minutos se sabía el nombre de todos, bebía café y hablaba con el director del banco como si lo conociera de toda la vida. Salíamos del banco con una carta de recomendación y una lista de las personalidades locales a quienes mi padre podía abordar. Era su forma de ser. Caía bien a todos. Hasta que los hacía perder dinero. Y nosotros también perdíamos siempre lo poco que teníamos. En ese sentido mi padre era muy riguroso. También invertía su dinero. Era muy honrado.
– Parece como si todavía lo echaras de menos.
– Lo echo de menos -afirmó ella con orgullo-. Me puso Faith porque decía que, con la fe de su lado, ¿cómo podría fracasar? -Cerró los ojos y las lágrimas le resbalaron por las mejillas.
Lee tomó una servilleta y se la deslizó en la mano. Faith se secó los ojos.
– Lo siento -dijo-. Es la primera vez que hablo de esto con alguien.
– No te preocupes, Faith. Sé escuchar.
– Conocer a Danny fue como reencontrarme con mi padre -dijo aclarándose la garganta y con los ojos bien abiertos-. Su forma de ser es muy parecida. Tiene el valor del irlandés y la facilidad de palabra necesaria para lograr que todo el mundo lo reciba. Se las sabe todas. Nunca se amedrenta ante nadie. Me ha enseñado muchísimo. Y no sólo acerca del cabildeo, sino de la vida.
Su infancia tampoco fue fácil. Tenemos muchas cosas en común. Lee sonrió.
– Así que de los chanchullos con tu padre pasaste a cabildear en Washington, ¿no?
– Algunos opinarían que la descripción de mi trabajo no ha cambiado -dijo Faith, sonriendo.
– Y otros que de tal palo tal astilla. Faith mordió el bollo.
– Ya que estamos haciendo confesiones, ¿qué me dices de tu familia?
Lee se recostó.
– Cuatro de cada. Soy el sexto.
– ¡Dios santo! Ocho niños. Tu madre debe de ser una santa.
– Hemos hecho sufrir tanto a nuestros padres que tardarían diez vidas en recuperarse.
– Así que todavía viven.
– Y bien sanos. Ahora estamos bastante unidos, si bien de pequeños pasamos temporadas difíciles. Cuando las cosas se ponen feas, nos apoyamos mutuamente. Basta con una llamada telefónica para obtener ayuda. Bueno, en circunstancias normales es así, aunque esta vez no.
– Debe de ser agradable. Muy agradable. -Faith apartó la mirada.
Lee la observó con atención y leyó sus pensamientos de inmediato.
– Las familias también tienen problemas, Faith. Divorcios, enfermedades graves, depresiones, épocas duras; hemos vivido de todo. A veces desearía ser hijo único.
– No, no es verdad -repuso Faith en tono autoritario-. Tal vez lo pienses, pero, créeme, no te gustaría.
– Sí.
Faith parecía confundida.
– Sí ¿qué?
– Te creo.
– Para ser un investigador privado paranoico, haces amigos bastante deprisa. Por lo que sabes, yo podría ser una asesina en serie -dijo Faith lentamente.
– Si de verdad fueras mala, los del FBI te habrían detenido. Faith bajó la taza de café y se inclinó hacia Lee.
– Te agradezco el comentario. Pero que quede bien claro: nunca le he causado daño físico a nadie, y todavía no me considero una delincuente, aunque supongo que si el FBI quisiera encarcelarme, podría hacerlo. Que quede claro -repitió-. ¿Todavía quieres subir al avión conmigo?
– Sin duda. Me has despertado la curiosidad.
Ella suspiró, se recostó y se volvió hacia el pasillo de la terminal.
– No mires ahora, pero se acerca una pareja que tiene toda la pinta de ser del FBI.
– ¿En serio?
– A mí ni se me ocurriría bromear sobre algo así.
Faith se inclinó y fingió que rebuscaba en la bolsa. Tras unos instantes de nerviosismo, se incorporó mientras la pareja pasaba a su lado, sin mirarlos siquiera.
– Lee, dependiendo de lo que hayan averiguado, puede que busquen a un hombre y a una mujer. ¿Por qué no te quedas aquí mientras voy a comprar los billetes? Me reuniré contigo en los arcos detectores.
Lee vaciló por unos instantes.
– Déjame que lo piense.
– Creía que te fiabas de mí.
– Y me fío. -En aquel momento, imaginó que el padre de Faith estaba frente a él, pidiéndole dinero. Y lo peor es que se vio a sí mismo llevándose la mano al bolsillo para sacar la cartera.
– Pero incluso la confianza tiene límites, ¿verdad? Te diré qué vamos a hacer: tú te quedas con las bolsas, yo sólo necesito el bolso. De todos modos, si estás preocupado, desde aquí se ve perfectamente el arco detector. Si intento escapar, me tienes en el punto de mira. Además, estoy segura de que corres mucho más rápido que yo. -Se levantó-. Y sabes que no puedo llamar al FBI, ¿no?
Faith le sostuvo la mirada, como desafiándolo a rebatir su lógica.
– De acuerdo.
– Cuál es tu nuevo nombre? Me hará falta para el billete.
– Charles Wright.
Faith le guiñó el ojo.
– Chuck para los amigos, ¿no?
Lee le dirigió una sonrisa forzada y ella dio media vuelta y desapareció entre la multitud.
En cuanto Faith se hubo marchado, Lee se arrepintió. Le había dejado la bolsa, de acuerdo, pero sólo había varias prendas en el interior, ¡las que él le había prestado! Se había llevado el bolso consigo, que contenía todo cuanto necesitaba: los documentos falsos y el dinero. Sí, desde allí veía la puerta de seguridad, pero ¿y si salía por la puerta principal? ¿Y si estaba saliendo por esa puerta en ese preciso instante? Sin ella, Lee estaría solo, excepto por un grupo de personas peligrosas que sabían dónde vivía. Personas que, con gran placer, le romperían los huesos uno por uno hasta que les contara lo que sabía, o sea, nada. No les haría ninguna gracia. Siguiente paso: el entierro de rigor en un vertedero. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Lee se puso en pie de un salto, asió las bolsas y se dispuso a encontrar a Faith, fuera como fuese.