Brooke Reynolds acabó de bendecir la mesa y todos se pusieron a comer. Había llegado a casa hacía diez minutos, resuelta a cenar con su familia. Su horario en el FBI era de ocho y cuarto de la mañana a cinco de la tarde. Eso era lo más irónico del trabajo: el horario fijo. Se había enfundado unos vaqueros y una sudadera y había cambiado los mocasines de ante por unas zapatillas Reebok. Disfrutó repartiendo los guisantes y el puré de patatas entre todos los platos. Rosemary sirvió leche a los niños mientras Theresa, su hija adolescente, ayudaba al pequeño David, de tres años, a cortar la carne. Se trataba de una reunión familiar tranquila y apacible que Reynolds había llegado a apreciar sobremanera, de modo que hacía todo lo posible por disfrutarla cada noche, aunque luego tuviera que volver al trabajo.
Se levantó de la mesa y se sirvió una copa de vino blanco. No dejaba de pensar, por un lado en la búsqueda de Faith Lockhart y su nuevo cómplice, Lee Adams, y por otro en Halloween, celebración para la que faltaba menos de una semana. Sydney, su hija de seis años, se empeñaba en disfrazarse de Igor por segundo año consecutivo. David sería el alegre Tigger, personaje que encajaba a la perfección con el inquieto niño. Después llegaría el día de Acción de Gracias y quizá visitara a sus padres en Florida, si tenía tiempo. Luego Navidad. Este año Reynolds llevaría a los niños a ver a Papá Noel. El año anterior se lo había perdido -¿cómo no?- por asuntos del FBI. Este año apuntaría con su 9 milímetros a todo aquel que intentara impedir su cita con el gordo de barba blanca. En conjunto el plan no estaba nada mal, si lograba materializarlo. Planificarlo era fácil; llevarlo a cabo era la sopa que con demasiada frecuencia se caía de la cuchara.
Tras tapar la botella con el corcho, contempló con tristeza la casa que pronto dejaría de ser suya. Sus hijos intuían que se avecinaba un cambio. Hacía más de una semana que David no dormía seguido una noche entera. Reynolds, que llegaba a casa tras jornadas laborales de quince horas, abrazaba al pequeño, que temblaba y gimoteaba, para intentar calmarlo y lo acunaba en sus brazos hasta que se dormía. Le decía que todo iría bien cuando, en realidad, sabía tan poco del futuro como el que más. A veces ser madre resultaba aterrador, sobre todo en plena tramitación de un divorcio, con todo el dolor que ello conllevaba, y cada día lo veía grabado en los rostros de sus hijos. En más de una ocasión Reynolds había pensado en olvidar el divorcio por ese motivo exclusivamente. Sin embargo, consideraba que aguantar por los niños no era la solución. Al menos para ella. Llevaría una vida más agradable sin el hombre que con él. Además, creía que su ex marido sería mejor padre tras el divorcio. Bueno, por lo menos eso es lo que esperaba. Reynolds no deseaba defraudar a sus hijos, eso era todo.
Cuando advirtió que su hija Sydney la observaba con aprensión, le dedicó una sonrisa lo más natural posible. Sydney tenía seis años y parecía estar a punto de cumplir dieciséis; era tan madura que Reynolds estaba asustada. Se percataba de todo y no se le escapaba ni un detalle significativo. A lo largo de su carrera, Reynolds nunca había interrogado a un sospechoso tan a fondo como Sydney la interrogaba casi cada día. La niña no se conformaba con cualquier respuesta, pues intentaba comprender qué ocurría, qué les deparaba el futuro, y Reynolds carecía de respuestas fáciles y rápidas para todas aquellas preguntas.
En más de una ocasión, había encontrado a Sydney abrazando a su hermano que lloraba en la cama a altas horas de la noche, tratando de aliviarlo, de ahuyentar sus temores. Recientemente, Reynolds le había dicho que no hacía falta que asumiera también esa responsabilidad, que su madre siempre estaría ahí. La afirmación sonó un tanto falsa y el rostro de Sydney evidenció esa falta de confianza. El hecho de que su hija no aceptara esas palabras como una verdad incuestionable hizo que Reynolds envejeciera varios años en cuestión de segundos. El recuerdo de la pitonisa que le había leído la mano y le había presagiado una muerte temprana se le había reaparecido, más vívido que nunca.
– El pollo de Rosemary está delicioso, ¿verdad, cariño? -comentó Reynolds a Sydney.
La niña asintió.
– Gracias, señora -dijo Rosemary, contenta.
– ¿Te encuentras bien, mamá? -preguntó Sydney, al tiempo que apartaba del borde de la mesa el vaso de leche de su hermano pequeño. David era propenso a derramar todo líquido que estuviera a su alcance.
Esa sutil actitud maternal y la pregunta seria de su hija conmovieron tanto a Reynolds que le entraron ganas de llorar. Últimamente había estado en una especie de montaña rusa emocional por lo que no le costaba demasiado enternecerse. Tomó un sorbo de vino con la esperanza de evitar así que se le saltaran las lágrimas. Era como volver a estar embarazada. Cualquier nimiedad la afectaba como si se tratara de un asunto de vida o muerte. Sin embargo, enseguida se imponía su sentido común. Era madre, las cosas saldrían bien. Podía permitirse el lujo de contar con una niñera que vivía con ellos. Sentarse a gimotear, a compadecerse de sí misma no era la solución. Su vida no era perfecta. ¿Lo era la de alguien? Pensó en lo que Anne Newman estaba pasando en aquellos momentos. De repente, sus problemas no le parecieron tan graves.
– Todo va bien, Syd. Muy bien. Enhorabuena por la prueba de ortografía. La señorita Betack ha dicho que habías sido la estrella de la jornada.
– Me gusta mucho la escuela.
– Y se nota, jovencita.
Reynolds se disponía a recostarse en el sillón cuando sonó el teléfono. Consultó la pantallita del identificador de llamadas. No aparecía ningún número. La persona que telefoneaba debía de haber activado el bloqueo de identificación o bien su número no era de dominio público. Dudó si contestar. El problema era que todos los agentes del FBI que conocía disponían de dichos números. Por lo general, no obstante, los del FBI la llamaban al buscapersonas o al móvil, cuyos números sólo ellos conocían; siempre respondía si la llamaban por uno u otro medio. Quizá se tratara de un marcador informatizado de números aleatorios y le pedirían que esperara a que una persona de carne y hueso intentara venderle un apartamento multipropiedad en Disneylandia. No obstante, sin saber muy bien por qué, extendió la mano y descolgó el auricular.
– ¿Diga?
– ¿Brooke?
Anne Newman parecía angustiada, pero mientras la escuchaba, Reynolds intuyó que había algo más aparte de la muerte de su esposo en circunstancias violentas… Pobre Anne, ¿qué otra desgracia podía sobrevenirle?
– Estaré ahí en media hora -dijo Reynolds.
Tomó el abrigo y las llaves del coche, dio un mordisco a la rebanada de pan que tenía en el plato y besó a sus hijos.
– ¿Volverás a tiempo para leernos un cuento, mamá? -preguntó Sydney.
– Tres osos, tres cerditos y tres cabras. -David se apresuró a recitar su lista favorita de cuentos nocturnos a Brooke, su narradora predilecta. Su hermana Sydney prefería leer los cuentos por sí sola, cada noche, pronunciando cada palabra en voz alta. El pequeño David bebió un buen trago de leche, eructó sin disimulo y se disculpó a continuación entre risotadas.
Reynolds sonrió. A veces cuando estaba cansada contaba los cuentos tan deprisa que casi se mezclaban unos con otros. Los cerditos construían sus casas, los osos salían de paseo mientras Ricitos de Oro robaba en la casa y tres cabritos daban una paliza al trol malvado y vivían felices para siempre en sus nuevos pastos. Sonaba bien. ¿Dónde podía comprarse unos? Luego, mientras se desvestía antes de acostarse, la embargaba un abrumador sentimiento de culpa. Lo cierto era que sus hijos crecerían y se independizarían en un abrir y cerrar de ojos y ella no hacía más que embaucarlos con aquellos tres cuentos tan cortos porque lo único que deseaba era algo tan poco trascendental como dormir. A veces valía más no pensar demasiado. Reynolds era la clásica persona que rendía más de lo que se le exigía, una perfeccionista y, por si fuera poco, la expresión «madre perfecta» era el mayor oxímoron del mundo.
– Lo intentaré, te lo prometo.
La mirada de desencanto de su hija hizo que Reynolds diera media vuelta y huyera de la sala rápidamente. Se detuvo en el pequeño cuarto del primer piso que le servía de estudio. Extrajo una pequeña caja de metal pesado de la parte superior del armario y la abrió con llave. Extrajo su SIG 9 milímetros, acopló un cargador nuevo, corrió la guía para cargar una bala, puso el seguro, deslizó el arma en la pistolera y salió por la puerta a toda prisa para no pensar en otra cena interrumpida dentro de la larga lista de desilusiones que había causado a sus hijos. Supermujer: carrera, hijos, lo tenía todo. Ahora sólo le faltaba clonarse a sí misma. Dos veces.