34

Brooke Reynolds escrutó el interior del banco con la mirada. Acababan de abrir y no había más clientes. Si alguien la hubiera observado, quizá habría pensado que estaba reconociendo el terreno para un atraco futuro. Esa idea ocasionó que una extraña sonrisa se le dibujara en el rostro. Había preparado varias formas de presentarse, pero el joven sentado detrás de la mesa que, según la placa que tenía frente a él, era el director adjunto de la sucursal, se le adelantó.

Levantó la mirada al ver que se acercaba.

– ¿En qué puedo ayudarla? -Abrió los ojos más de lo normal cuando le mostró las credenciales del FBI y se sentó mucho más erguido, como si deseara demostrarle que tras esa apariencia juvenil se ocultaba una persona madura-. ¿Hay algún problema?

– Necesito su ayuda, señor Sobel -dijo Reynolds, llamándolo por el nombre de la placa de latón-. Para una investigación que lleva a cabo el FBI.

– Por supuesto, claro, la ayudaré en lo que sea -se ofreció él. Reynolds se sentó frente a él y habló en voz baja pero sin rodeos.

– Tengo la llave de una caja de seguridad de este banco. La conseguimos durante la investigación. Creemos que lo que hay en esa caja podría acarrear consecuencias graves. Así pues, tengo que abrirla.

– Entiendo. Bueno, eh…

– Tengo el extracto de cuenta, por si sirve de algo.

A los banqueros les encantaba el papeleo, y cuantos más números y estadísticas, mejor. Le pasó el documento.

Él examinó el extracto.

– ¿Le suena el nombre de Frank Andrews? -preguntó ella. -No -respondió él-. Pero sólo llevo una semana en esta oficina. Esta fusión bancaria nunca termina.

– No lo dudo; incluso el Gobierno está haciendo recortes.

– Espero que no les afecte a ustedes. Cada día se cometen más crímenes.

– Supongo que al trabajar en un banco se ven muchos. El joven pareció enorgullecerse y sorbió el café.

– Oh, podría contarle infinidad de historias.

– No lo dudo. ¿Hay algún modo de saber con qué frecuencia abría la caja el señor Andrews?

– Por supuesto. Ahora esa información la pasamos al ordenador. -Introdujo el número de cuenta en la computadora y esperó a que procesara los datos-. ¿Le apetece un café, agente Reynolds?

– No, gracias. ¿Qué dimensiones tiene la caja?

Él echó una mirada al extracto.

– A juzgar por la cuota mensual es una de lujo, el doble de ancha.

– Supongo que tiene mucha capacidad.

– Son muy espaciosas. -Se inclinó hacia adelante y susurró-: Seguro que este asunto está relacionado con las drogas, ¿no? Blanqueo de dinero, ¿es eso? He asistido a un cursillo sobre el tema.

– Lo siento, señor Sobel, la investigación está en curso y no puedo hacer ningún comentario. Estoy segura de que lo comprende.

El director adjunto se recostó de nuevo en el asiento. -Claro. Por supuesto. Todos tenemos normas… No se imagina los problemas con los que lidiamos en este lugar.

– No lo dudo. ¿Ha aparecido algo en el ordenador?

– Ah, sí. -Sobel examinó la pantalla-. De hecho ha estado por aquí bastante a menudo. Si quiere puedo imprimirle esta información.

– Me resultaría de gran ayuda.

Poco después, camino de la cámara acorazada, Sobel comenzó a ponerse nervioso.

– Me preguntaba si no debería pedir permiso primero. Me refiero a que estoy seguro de que no tendrán ningún inconveniente pero, aun así, son sumamente estrictos respecto del acceso a las cajas de seguridad.

– Lo entiendo, pero creí que el director adjunto de la oficina poseía suficiente autoridad. No pienso llevarme nada, sólo voy a examinar el contenido. Y según lo que encuentre, quizá haya que confiscar la caja. No es la primera vez que el FBI se ve obligado a hacer algo así. Asumo plena responsabilidad. No se preocupe.

Eso pareció tranquilizar al joven, que la guió hasta la cámara acorazada. Tomó la llave de Reynolds y la maestra y extrajo la gran caja.

– Disponemos de una habitación privada donde puede examinarla.

La acompañó a un pequeño recinto y Reynolds cerró la puerta. Tomó aire y notó que tenía las palmas de la mano sudadas. Aquella caja quizá contuviera algo capaz de hacer añicos la vida y quizá la carrera de varias personas. Levantó la tapa despacio. Lo que vio la hizo maldecir entre dientes.

El dinero estaba bien liado con gomas elásticas gruesas; eran billetes viejos. Hizo un recuento rápido. Decenas de miles. Bajó la tapa.

Cuando abrió la puerta encontró a Sobel esperándola fuera de la habitación. El joven introdujo de nuevo la caja en la cámara acorazada.

– Podría ver la firma en el registro de esta caja?

Él le enseñó el libro de firmas. Era la letra de Ken Newman; la conocía bien. Un agente del FBI asesinado y una caja llena de dinero registrada con un nombre falso. Necesitarían la ayuda de Dios.

– ¿Ha encontrado algo útil? -inquirió Sobel.

– Esta caja queda confiscada. Si aparece alguien que quiera abrirla debe llamar inmediatamente a estos números. -Le entregó su tarjeta.

– Es grave, ¿no? -De repente Sobel pareció alegrarse muy poco de haber sido destinado a aquella oficina.

– Le agradezco su ayuda, señor Sobel. Seguiremos en contacto.

Reynolds regresó a su coche y condujo lo más rápidamente posible hacia la casa de Anne Newman. La telefoneó desde el coche para cerciorarse de que estaba allí. Faltaban tres días para que se celebrase el funeral. Sería una ceremonia a lo grande, a la que asistirían altos cargos del FBI y de los cuerpos de policía de todo el país. El desfile de vehículos funerarios sería especialmente largo y pasaría entre columnas de agentes federales sombríos y respetuosos, así como hombres y mujeres de azul. El FBI enterraba a los agentes que morían en el cumplimiento del deber con el honor y la dignidad que se merecían.

– ¿Qué has descubierto, Brooke? -Anne Newman llevaba un vestido negro, un bonito peinado y se había maquillado ligeramente. Reynolds oyó voces procedentes de la cocina. Al llegar había visto dos coches aparcados frente a la casa. Probablemente se tratara de familiares o amigos que habían ido a darle el pésame. También reparó en las bandejas de comida que había sobre la mesa del comedor. Por irónico que resultara, parecía que la comida y las condolencias iban de la mano; por lo visto el dolor se digería mejor con el estómago lleno.

– Tengo que ver los extractos de vuestras cuentas bancarias. ¿Sabes dónde están?

– Bueno, Ken era quien se encargaba de las cuestiones económicas, pero supongo que están en su estudio. -Condujo a Reynolds por el pasillo y entraron en el estudio de Ken Newman.

– ¿Teníais tratos con más de un banco?

– No. Eso sí lo sé. Siempre recojo el correo. Sólo hay un banco. Y sólo tenemos una cuenta corriente, ninguna de ahorros. Ken decía que los intereses que pagaban eran una miseria. Los números se le daban muy bien. Tenemos algunas acciones rentables y los niños tienen sus cuentas para la universidad.

Mientras Anne buscaba los extractos, Reynolds paseó la mirada por la habitación. Había numerosas cajas de plástico duro de distintos colores apiladas en una estantería. Aunque en su primera visita se había fijado en las monedas empaquetadas en plástico transparente, no había reparado en aquellos receptáculos.

– ¿Qué hay en esas cajas?

Anne dirigió la vista hacia donde ella señalaba.

– Oh, son los cromos de béisbol de Ken. También hay monedas. Sabía mucho del tema. Incluso siguió un cursillo y aprendió a clasificar los cromos y las monedas. Casi cada fin de semana asistía a algún que otro evento. -Apuntó al techo-. Por eso hay un detector de incendios aquí. Ken tenía miedo de que estallara un incendio, sobre todo en este cuarto. Hay mucho papel y plástico. Ardería en cuestión de segundos.

– Me sorprende que tuviera tiempo para coleccionar.

– Bueno, lo encontraba. Era algo que le encantaba.

– ¿Tú o los niños lo acompañabais en alguna ocasión?

– No. Nunca nos lo pidió.

El tono de la respuesta hizo que Reynolds dejara de interrogarla al respecto.

– Odio preguntártelo, pero ¿tenía Ken un seguro de vida?

– Sí, uno bueno.

– Por lo menos no tendrás que preocuparte por eso. Ya sé que no sirve de consuelo, pero hay mucha gente que nunca piensa en esas cosas. Es evidente que Ken deseaba que no os faltara de nada si le ocurría algo. Los actos de amor a menudo expresan mejor los sentimientos que las palabras.

Reynolds era sincera aunque esa última afirmación había sonado tan increíblemente forzada que decidió no hablar más del tema.

Anne extrajo una libreta roja de poco menos de diez centímetros y se la pasó a Reynolds.

– Creo que esto es lo que estás buscando. Hay más en el cajón. Ésta es la última.

Reynolds observó el cuaderno. En la cubierta frontal había una etiqueta plastificada que indicaba que contenía los extractos de la cuenta corriente del año en curso. La abrió. Los extractos estaban bien etiquetados y ordenados cronológicamente por mes, empezando por el más reciente.

– Las facturas pagadas están en el otro cajón. Ken las tenía clasificadas por años.

¡Dios! Reynolds guardaba sus documentos bancarios sin ordenar en varios cajones del dormitorio e incluso del garaje. Cuando llegaba el momento de hacer la declaración de la renta, la casa de Reynolds se asemejaba a la peor pesadilla de un contable.

– Anne, sé que tienes visitas. Puedo revisar esto yo sola.

– Puedes llevártelo, si quieres.

– Si no te importa lo miraré aquí.

– De acuerdo. ¿Quieres algo de comer o de beber? Comida no nos falta, y acabo de poner la cafetera.

– De hecho, me tomaría un café con mucho gusto, gracias. Con un poco de leche y azúcar.

De repente, Anne pareció nerviosa.

– Todavía no me has dicho si has descubierto algo.

– Quiero estar absolutamente segura antes de hablar. No quiero equivocarme. -Cuando Reynolds miró a la pobre mujer, la invadió un enorme sentimiento de culpa. Sin saberlo, estaba ayudándola a empañar la reputación de su esposo-. ¿Cómo lo llevan los chicos? -preguntó Reynolds, esforzándose al máximo para reprimir la sensación de traición.

– Como lo llevaría cualquier chico, supongo. Tienen dieciséis y diecisiete años respectivamente, por lo que comprenden mejor las cosas que un niño de cinco años. Pero sigue siendo duro para ellos. Para todos nosotros. Si ahora no estoy llorando es porque creo que esta mañana he agotado las lágrimas. Los he mandado al instituto porque me ha parecido que no sería peor que estar aquí sentados viendo desfilar a un montón de personas que hablan de su padre.

– Seguro que has hecho bien.

– Intento llevarlo lo mejor posible. Siempre supe que esa posibilidad existía. Cielos, Ken Llevaba veinticuatro años en el cuerpo. La única vez que resultó herido al estar de servicio fue cuando se le pinchó un neumático y le dio un tirón en la espalda mientras lo cambiaba. -Anne esbozó una sonrisa al recordarlo-. Incluso había empezado a hablar de jubilarse, de mudarnos cuando los chicos estuvieran en la universidad. Su madre vive en Carolina del Sur. Está llegando a la edad en la que necesita tener cerca a alguien de la familia.

Anne parecía estar a punto de llorar de nuevo. Si lo hacía, Reynolds temía unirse a ella, habida cuenta de su estado anímico en esos momentos.

– ¿Tienes hijos? -le preguntó Anne.

– Un niño y una niña. De tres y seis años.

La mujer sonrió.

– Oh, todavía son pequeños.

– Dicen que cuanto más mayores, más duro es -repuso Reynolds.

– Bueno, digamos que la cosa se complica. Se pasa de los biberones, los primeros dientes y los pañales a las batallas por la ropa, los novios y el dinero. A los trece años de repente no soportan estar con mamá y papá. Esa etapa fue dura pero al final la superaron. Luego no dejas de preocuparte por el alcohol, los coches, el sexo y las drogas.

Reynolds le dedicó una leve sonrisa.

– Vaya, lo que me espera.

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en el FBI?

– Trece años. Me incorporé después de un año increíblemente aburrido como abogada de empresa.

– Es un trabajo peligroso.

Reynolds la miró a los ojos.

– Sí, sin duda puede llegar a serlo.

– ¿Estás casada? -preguntó Anne.

– Oficialmente sí, pero dentro de un par de meses dejaré de estarlo.

– Lo siento.

– Créeme, era lo mejor en todos los sentidos.

– ¿Te quedas con los niños?

– Por supuesto -respondió Reynolds.

– Eso está bien. Los niños tienen que estar con su madre; no me importa lo que diga la gente políticamente correcta.

– En mi caso, me lo cuestiono… Trabajo mucho, a veces hasta horas intempestivas. Pero lo único que sé es que el lugar de mis hijos está conmigo.

– ¿Dices que eres licenciada en Derecho?

– Si, estudié en Georgetown.

– Los abogados ganan mucho dinero. Y no corren ni por asomo tantos riesgos como los agentes del FBI.

– Supongo que no. -Por fin, Reynolds se percató de adónde quería llegar.

– Quizá debas plantearte cambiar de profesión -sugirió Anne-. Hay demasiados locos por ahí sueltos. Y demasiadas armas. Cuando Ken empezó a trabajar en el FBI, no había niños rondando por ahí con ametralladoras y disparando a la gente como si estuvieran en un maldito cómic.

Reynolds no tenía nada que decir al respecto. Permaneció de pie, sosteniendo la libreta junto a su pecho, pensando en sus hijos.

– Te traeré el café.

Anne cerró la puerta tras de sí y Reynolds se dejó caer en la silla más cercana. De repente, tuvo una visión en la que introducían su cuerpo en una bolsa negra mientras la pitonisa daba las malas noticias a sus desconsolados hijos. «Ya advertí a vuestra madre.» ¡Mierda! Desechó esos pensamientos y abrió la libreta. Anne volvió con el café y luego la dejó sola. Reynolds realizó progresos considerables. Lo que descubrió resultaba muy inquietante.

Durante por lo menos los tres últimos años, Ken Newman había efectuado ingresos, todos en metálico, en su cuenta corriente. Las cantidades eran pequeñas, cien dólares aquí, cincuenta allá, y las fechas de ingreso eran aleatorias. Tomó el registro que Sobel le había proporcionado y repasó los días en que Newman había visitado la caja de seguridad. Casi todos coincidían con las fechas de los ingresos en la cuenta corriente. Reynolds conjeturó que Ken abría la caja, introducía dinero nuevo en ella, tomaba parte del viejo y lo depositaba en la cuenta bancaria de la familia. También imaginó que habría ido a otra sucursal a efectuar los ingresos. Era improbable que, en la misma oficina, extrajera dinero de la caja de seguridad a nombre de Frank Andrews y lo ingresara en una cuenta a nombre de Ken Newman.

Todos aquellos movimientos ascendían a una cantidad de dinero significativa, aunque no a una fortuna. El saldo total de la cuenta corriente nunca era demasiado elevado porque siempre extendía cheques para aquella cuenta que lo reducían. Observó que la nómina de Newman en el FBI estaba domiciliada en la cuenta. Además, había numerosos cheques extendidos a nombre de una agencia de corredores de bolsa. Reynolds encontró esos extractos en otro archivador y enseguida llegó a la conclusión de que, aunque Newman no fuera ni mucho menos multi-millonario, contaba con una buena cartera de valores, y los registros ponían de manifiesto que aumentaba con regularidad. Gracias a la tendencia alcista del mercado, sus inversiones se habían incrementado de forma considerable.

Excepto por los ingresos en metálico, lo que había averiguado no resultaba tan insólito. Había ahorrado dinero y lo había invertido bien. No era rico pero vivía con desahogo. Los dividendos de la cuenta de inversiones también iban a parar a la cuenta corriente de los Newman, lo que enmarañaba todavía la visión de conjunto de los ingresos. En pocas palabras, sería difícil concluir que había algo sospechoso en las finanzas del agente a no ser que se analizaran en profundidad. Y a menos que se supiese la existencia de la caja de seguridad, la cantidad de dinero que se apreciaba no parecía merecer semejante escrutinio.

Lo que la confundía era la cantidad de dinero que había visto en la caja de seguridad. ¿Por qué querría guardar tanto en un lugar que no devengaba intereses? Lo que le sorprendía casi tanto como el dinero era lo que no había encontrado. Cuando Anne apareció para preguntarle cómo iba todo, decidió interrogarla directamente.

– Aquí no consta el pago de ninguna hipoteca ni de tarjetas de crédito.

– No tenemos hipoteca. Bueno, la teníamos, una a treinta años, pero Ken fue haciendo pagos extras y al final la amortizó toda antes de tiempo.

– Qué bien. ¿Cuándo fue eso?

– Hará unos tres o cuatro años, creo.

– ¿Y las tarjetas de crédito?

– A Ken no le gustaban. Pagábamos siempre en efectivo. Electrodomésticos, ropa, incluso coches. Nunca compramos uno nuevo, siempre de segunda mano.

– Es una costumbre inteligente. Así se ahorran muchos gastos de financiación.

– Ya te dije que a Ken se le daban muy bien las cuentas.

– Si hubiera sabido que se le daban tan bien, le habría pedido que me asesorara.

– ¿Necesitas revisar algo más?

– Me temo que una cosa más. Las declaraciones de la renta de los últimos dos años, si las tienes.

Ahora la ingente cantidad de dinero en efectivo de la caja cobraba sentido a los ojos de Reynolds. Si Newman pagaba todo en metálico, entonces no tenía necesidad de ingresarlo en la cuenta corriente. Por supuesto, para pagos como el de la hipoteca, el agua, la luz y el teléfono tenía que extender un cheque, por lo que debía ingresar dinero para pagarlos. Además, eso implicaba que no quedaba constancia del dinero que guardaba en la caja y no depositaba en la cuenta corriente. Al fin y al cabo, el dinero en metálico tenía esa ventaja; y eso significaba que Hacienda no tenía forma de saber que Newman lo poseía.

Había sido lo bastante inteligente como para no cambiar su estilo de vida. Vivía en la misma casa, no se compraba coches deslumbrantes, ni le había dado por despilfarrar dinero yendo de compras, error que cometían muchos ladrones. Además, sin pagos de la hipoteca ni de tarjetas de crédito, disponía de mucha liquidez; a primera vista ese hecho parecería explicar la capacidad para invertir en bolsa con regularidad. Para averiguar la verdad, alguien tendría que investigar con tanta o mayor profundidad que Reynolds.

Anne encontró las declaraciones de la renta correspondientes a los últimos seis años en el archivador metálico situado contra una de las paredes. Estaban tan bien ordenadas como el resto de los documentos financieros del hombre. Con un vistazo rápido a las declaraciones de los tres últimos años, Reynolds confirmó sus sospechas. Los únicos ingresos declarados eran el sueldo que el FBI pagaba a Newman y varios intereses y dividendos de inversiones, así como los intereses del banco.

Reynolds dejó las carpetas en su sitio y se puso el abrigo.

– Anne, siento mucho haber tenido que venir a hacer esto en medio de todo lo que estás pasando.

– Fui yo quien te pidió ayuda, Brooke.

Reynolds sintió otra punzada de culpabilidad.

– Bueno, no sé si te he sido de gran ayuda.

Anne la agarró del brazo.

– ¿Ahora puedes decirme qué ocurre? ¿Ken ha hecho algo malo?

– Lo único que puedo decirte en estos momentos es que he encontrado algunas cosas que no soy capaz de explicar. No te mentiré; resultan muy preocupantes.

Anne apartó la mano lentamente.

– Supongo que tendrás que informar de lo que has descubierto.

Reynolds la observó. Estrictamente hablando, lo que debía hacer era acudir de inmediato a la ORP y contarlo todo. La Oficina de Responsabilidad Profesional estaba oficialmente al amparo del FBI pero en realidad la gestionaba el Departamento de Justicia. La ORP investigaba acusaciones de mala conducta dirigidas contra empleados del FBI. Tenían fama de ser muy rigurosos. Una indagación de la ORP asustaría incluso al agente más duro del FBI.

Sí, desde un punto de vista técnico era muy sencillo. Ojalá la vida fuera tan simple. La desconsolada mujer que Reynolds tenía ante sí complicaba mucho su decisión. Al final venció su lado humano y resolvió pasar por alto las normas del FBI de momento. Ken Newman sería enterrado como un héroe. El hombre había servido como agente durante más de dos décadas, así que por lo menos se merecía ese reconocimiento.

– Más tarde o más temprano, sí, tendré que informar de mis averiguaciones. Pero ahora no. -Se calló y le tomó la mano-. Sé cuándo celebrarán el funeral. Estaré ahí con todo el mundo, presentando mis respetos a Ken.

Reynolds dio a Anne un abrazo tranquilizador y se marchó. Se le agolpaban tantos pensamientos en la mente que se sentía un tanto mareada.

Si Ken Newman había aceptado sobornos, llevaba haciéndolo bastante tiempo. ¿Era él quien había filtrado información sobre el caso del que se ocupaba Reynolds? ¿Había vendido también otras investigaciones? ¿Acaso era un topo independiente que se ofrecía al mejor postor? ¿0 era un chivato fijo que trabajaba para una sola organización? Si así era, ¿qué valor tenía Faith para una organización como aquélla? Había ciertos intereses extranjeros implicados. Lockhart había alcanzado a revelárselo. ¿Era aquélla la clave? ¿Había trabajado Newman para un gobierno extranjero durante todo aquel tiempo, un gobierno extranjero que por casualidad también formaba parte de la confabulación de Buchanan?

Exhaló un suspiro. Todo aquello empezaba a complicarse tanto que le entraban ganas de marcharse a casa corriendo y cubrirse la cabeza con las mantas. Sin embargo, subiría al coche, conduciría hasta la oficina y seguiría investigando el caso, como había hecho con tantos otros en el transcurso de los años. Había ganado más de lo que había perdido. Y eso era lo mejor que cualquiera que se dedicara a lo mismo que ella podía esperar.

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