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El sedán negro se detuvo frente a la casa. Robert Thornhill y su esposa, vestidos de etiqueta, salieron por la puerta principal. Thornhill cerró la puerta con llave antes de que los dos subieran al coche y se alejaran en el vehículo. El matrimonio se dirigía a una cena oficial en la Casa Blanca.

El sedán pasó junto al armario de control de las líneas telefónicas correspondiente al vecindario en el que vivían los Thornhill. La caja metálica era voluminosa y estaba pintada de color verde claro. La habían instalado allí hacía unos dos años cuando la compañía telefónica había actualizado las líneas de comunicación de ese viejo barrio residencial. Muchos consideraban que la caja metálica era un adefesio en una zona que se enorgullecía de sus suntuosas casas y magníficos jardines. Así pues, los vecinos habían pagado para que plantaran unos arbustos grandes alrededor del armario que sobresalía del suelo. Ahora, vistos desde la carretera, dichos arbustos ocultaban la caja por completo, lo que implicaba que los técnicos de la compañía de teléfonos tenían que acceder a ella por la parte posterior, que daba al bosque. Los arbustos, muy agradables desde un punto de vista estético, también fueron muy apreciados por el hombre que había visto pasar al sedán y, acto seguido, había abierto la caja y empezado a revolver sus intestinos electrónicos.

Lee Adams identificó la línea que iba a la residencia de los Thornhill con un dispositivo especial de su equipo particular. Su experiencia con los equipos de telecomunicaciones le estaba resultando útil. La casa de los Thornhill poseía un buen sistema de seguridad. No obstante, todos los sistemas de seguridad tenían un talón de Aquiles: la línea telefónica. Gracias, señor Bell.

Lee repasó los pasos en su cabeza. Cuando un intruso entraba en la casa de alguien, la alarma se disparaba y el ordenador marcaba automáticamente el número del centro de control para informar del posible robo. Acto seguido, el encargado de seguridad del centro telefoneaba a la casa para saber si había algún problema. Si respondía el propietario, tenía que dar una clave especial o, de lo contrario, la policía acudía a la casa. Si nadie contestaba, se enviaba a la policía a la casa de inmediato.

Por decirlo llanamente, Lee se estaba encargando de que en el sistema de seguridad de la casa la llamada de teléfono del ordenador nunca llegara al centro de control aunque el ordenador «creyera» que sí. Lo estaba consiguiendo mediante un componente en línea o simulador telefónico. Había desconectado la casa de los Thornhill de la alimentación de línea alámbrica, con lo cual había cortado toda comunicación telefónica externa. Ahora tenía que manipular el ordenador de alarma para que creyera que efectuaba las llamadas necesarias. Para ello, instaló el componente en línea y se deshizo del conmutador, a fin de que la residencia de los Thornhill dispusiera de un tono de marcado y una línea telefónica que no iba a ninguna parte.

Asimismo, había descubierto que el sistema de alarma de los Thornhill no tenía refuerzo celular, sólo la línea alámbrica normal. Aquello constituía un punto débil importante. El refuerzo celular no podía manipularse ya que se trataba de un sistema inalámbrico que habría impedido que Lee accediese a la línea de alimentación. Prácticamente todos los sistemas de alarma del país poseían el mismo eje de líneas de tierra y de datos. Así pues, se podía acceder a todas por la «puerta trasera». Lee acababa de hacerlo.

Recogió sus utensilios y se abrió camino por el bosque hasta la parte posterior de la residencia de los Thornhill. Encontró una ventana que no resultaba visible desde la calle. Contaba con una copia del plano de la casa y del sistema de alarma. Fred Massey se lo había proporcionado. Si entraba por esa ventana, llegaría al panel de alarma de la planta superior sin pasar por ningún sensor de detección de movimiento.

Extrajo una pistola de descargas eléctricas de la mochila y la sostuvo contra el travesaño. Lee sabía que todas las ventanas estaban cableadas, incluso las de la segunda planta. Además, tanto los travesaños superiores como inferiores de la ventana disponían de contactos. En la mayor parte de las casas sólo había contactos en el marco inferior de la ventana; si aquél hubiera sido el caso, Lee sólo habría tenido que forzar el cierre y bajar la hoja superior sin tener que romper los contactos.

Apretó el gatillo de la pistola de descargas y la colocó en otra posición en la ventana, allí donde pensó que se encontraban los elementos del contacto. En total realizó ocho disparos contra el marco de la ventana. La descarga eléctrica de la pistola fundía los contactos, de forma que quedaban inutilizados.

Forzó el cierre del marco, contuvo la respiración y subió la hoja. No saltó la alarma. Entró rápidamente por la ventana y la cerró. Encontró las escaleras con ayuda de una pequeña linterna que extrajo del bolsillo y subió por las mismas. Enseguida se percató de que los Thornhill vivían rodeados de toda clase de lujos. Casi todas las piezas del mobiliario eran antigüedades, óleos auténticos colgaban de las paredes y los pies se le hundían en una alfombra tupida y también cara, supuso.

El panel de la alarma se encontraba en el lugar habitual para ese tipo de dispositivos: el dormitorio principal de la planta superior. Desatornilló la placa protectora y encontró el cable del timbre. Dos tijeretazos y el sistema de alarma contrajo laringitis. Ahora podía recorrer la casa a sus anchas. Fue a la planta baja y pasó frente al detector de movimiento, agitó los brazos en un acto de desafío, e incluso hizo un corte de mangas, como si Thornhill estuviera frente a él con el ceño fruncido, incapaz de impedir esa intrusión. Se encendió la luz roja y el sistema de alarma se activó, aunque sin lanzar advertencias sonoras. El ordenador enseguida llamaría a la central pero la llamada nunca llegaría a su destino. Marcaría el número ocho veces, no recibiría ninguna respuesta y entonces dejaría de intentarlo y se desconectaría. En la central de control todo parecería normal: aquél era el sueño de cualquier ladrón.

Lee observó que la luz roja del detector de movimiento se apagaba. Sin embargo, cada vez que pasara frente a él se pondría en marcha el mismo mecanismo, con igual resultado. Ocho llamadas y luego nada. Lee sonrió. Por el momento todo iba bien. Antes de que los Thornhill regresaran a casa tenía que volver a conectar los cables de la alarma para que Thornhill no sospechara si no oía el característico pitido al abrir la puerta. No obstante, a Lee todavía le quedaba mucho por hacer.

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