Danny Buchanan presenció una escena que le resultaba familiar. El acto era típico de Washington: una cena para recaudar fondos para algún político en un hotel del centro. El pollo estaba fibroso y frío, el vino era barato, la conversación dinámica, los intereses en juego impresionantes, el protocolo rebuscado y los egos casi siempre insoportables. Los comensales que no eran ricos o gozaban de influencias eran empleados mal pagados de los políticos que trabajaban muchas horas a todo tren durante el día y con una recompensa por tales esfuerzos prodigiosos consistía en tener que seguir trabajando en este tipo de reuniones por la noche. Se esperaba la asistencia del ministro de Hacienda, junto con otros pesos pesados de la política. Desde que se había prometido con una famosa actriz de Hollywood aficionada a exhibir el escote a la menor ocasión, el ministro estaba más solicitado que sus antecesores en el cargo. Sin embargo, en el último momento, había recibido una oferta mejor para pronunciar un discurso en otro acto, lo cual era lo habitual en el eterno juego del «¿dónde está más verde el césped de la política?». Había mandando a un subalterno en su lugar, una persona nerviosa y desgarbada que no conocía a nadie ni despertaba ningún interés.
El acto constituía otra oportunidad de ver y ser visto, de comprobar la jerarquía siempre cambiante de cierto subgrupo de la clase política. La mayoría de los asistentes ni siquiera se sentaba a comer. Dejaban su cheque y se marchaban a otro acto organizado para recaudar fondos. La red de contactos se extendía por la sala como el agua de un manantial. 0 la sangre de una herida, según el cristal con el que se mirara.
¿A cuántos actos como ése había asistido Buchanan a lo largo de los años? Durante los períodos más frenéticos de recaudación de fondos, cuando representaba a las grandes empresas, Buchanan asistía a desayunos, almuerzos, cenas y fiestas varias sin parar durante semanas. En alguna ocasión, debido al agotamiento, se había presentado en el acto equivocado: una recepción para el senador de Dakota del Norte en vez de una cena para el congresista de Dakota del Sur. Desde que había decidido tomar a su cargo a los pobres del mundo, esos problemas habían desaparecido por la sencilla razón de que ahora él tenía dinero que dar a los políticos. Sin embargo, Buchanan era perfectamente consciente de que el tópico de la recaudación de fondos con fines políticos era que nunca había dinero suficiente. Eso significaba que siempre existiría la posibilidad de traficar con las influencias. Siempre.
Tras regresar de Filadelfia, el día había empezado verdaderamente para él, sin Faith. Se había reunido con media docena de congresistas distintos en el Capitolio y con su correspondiente equipo para abordar una infinidad de asuntos y fijar fechas para futuras reuniones. Los equipos eran importantes, sobre todo los de los comités y, en especial, los de los comités de gastos. Los congresistas iban y venían, pero el equipo tendía a conservarse pues conocía los temas y los procesos a la perfección. Además, Danny sabía que no era muy recomendable sorprender a un congresista intentando eludir al equipo. Quizá la primera vez uno saldría airoso, pero no la siguiente ya que los airados asesores se vengaban haciendo el vacío a quien cometiera tal error.
A continuación acudió a un almuerzo tardío con un cliente de pago del que se habría ocupado Faith. Buchanan tuvo que excusar su ausencia con su habitual aplomo y sentido del humor.
– Lo siento, hoy le toca el segundón -dijo al cliente-. Pero intentaré no meter demasiado la pata.
Si bien no había necesidad de reafirmar la excelente fama de Faith, Buchanan había referido a dicho cliente la historia de cómo Faith había entregado en mano, en una caja de regalo adornada con un lazo, a los quinientos treinta y cinco miembros del Congreso los resultados de una encuesta que ponían de manifiesto que el pueblo estadounidense estaba a favor de donar fondos para la vacunación de todos los niños del mundo. La caja también contenía informes detallados y fotografías del antes y el después de niños vacunados en tierras lejanas. A veces las fotografías eran las armas más importantes. Luego Faith se había pasado treinta y seis horas seguidas al teléfono recabando apoyo en el país y en el extranjero y había realizado exposiciones exhaustivas sobre cómo alcanzar semejante objetivo en colaboración con varias organizaciones internacionales de ayuda humanitaria durante un período de dos semanas en tres continentes distintos. Aquello era de suma importancia. El resultado: se aprobó un provecto de ley en el Congreso para financiar un estudio a fin de determinar si tal esfuerzo funcionaría. Ahora los consultores cobrarían millones de dólares y destruirían varios bosques en aras de las montañas de papeleo que generaría el estudio para justificar los descomunales honorarios, por supuesto, sin ofrecer garantías de que un solo niño recibiría una vacuna.
– Un éxito pequeño, sin duda, pero es un paso adelante -había dicho Buchanan al cliente-. Cuando Faith persigue algo, más vale apartarse de su camino.
Buchanan era consciente de que el cliente ya conocía esa faceta de Faith. Quizá lo dijera para levantarse el ánimo. Tal vez lo único que quería era hablar de Faith. Durante el último año se había mostrado duro con ella, muy duro; por temor a que se viera arrastrada hacia la pesadilla de Thornhill, Buchanan la había alejado de sí sin miramientos. En realidad parecía que lo que había conseguido era lanzarla a los brazos del FBI. «Lo siento, Faith», pensó.
Tras el almuerzo regresó al Capitolio, donde se puso a esperar con un puñado de Rolaids los resultados de una serie de votaciones. Mandó sus tarjetas al hemiciclo solicitando una cita con algunos congresistas. Acorralaría a otros en cuanto salieran del ascensor.
La reducción de la deuda externa es esencial, senador -dijo en persona y por separado a más de una docena de miembros, apremiándolos delante de sus séquitos excesivamente protectores-. Gastan más dinero en pagar la deuda que en sanidad y educación alegaba Buchanan-. ¿De qué sirve un buen balance si un diez por ciento de la población muere cada año? Dispondrán de un crédito fantástico, pero nadie podrá usarlo. Distribuyamos la riqueza desde aquí.
Sólo existía una persona más apropiada para hacer ese tipo de llamamientos, pero Faith no estaba allí.
Bueno, bueno, Danny, nos pondremos en contacto contigo. Mándame material.
Al igual que los pétalos de una flor que se cierran por la noche, el séquito cerraba filas alrededor del político y Danny la abeja se marchaba a libar el néctar de otra flor.
El Congreso era un ecosistema igual de complejo que el de Los océanos. Danny, mientras recorría los pasillos, observaba la actividad que se desplegaba alrededor. Los encargados de imponer la disciplina del partido pululaban recordando continuamente a los políticos la línea que debían seguir. Cuando estaban en sus despachos, Buchanan sabía que los teléfonos funcionaban a todas horas con el mismo propósito. Los recaderos iban de aquí para allá en busca de gente más importante que ellos. Pequeños grupos de personas se congregaban en los espaciosos vestíbulos para tratar asuntos de importancia con expresión solemne y abatida. Hombres y mujeres entraban a empujones en ascensores repletos de gente con la esperanza de pasar unos preciados segundos con un congresista cuyo apoyo necesitaban desesperadamente. Los congresistas hablaban entre sí, sentando las bases para tratos futuros o afianzando acuerdos ya alcanzados. Todo era caótico pero al mismo tiempo poseía cierto orden, ya que las personas se acoplaban y desacoplaban como los brazos de un robot en torno a trozos de metal sobre una línea de montaje. Un toque aquí y pasamos al siguiente. Danny se atrevía a pensar que su trabajo quizá resultara tan agotador como dar a luz y estaba dispuesto a jurar que era más emocionante que el paracaidismo. El trabajo representaba su mayor adicción. Lo echaría de menos.
– ¿Te pondrás en contacto conmigo? -era su forma de despedirse del asesor de cada uno de los congresistas.
– Por supuesto, cuenta con ello -era la respuesta típica de los asesores.
Y, por descontado, nunca se ponían en contacto con él. Pero Buchanan seguía insistiendo. Una y otra vez, hasta que recibía noticias suyas. Era cuestión de disparar los perdigones de la escopeta y esperar que alguno diera en el blanco.
A continuación, Buchanan había pasado unos minutos con uno de los «elegidos» para repasar el párrafo que Buchanan quería insertar en la enmienda de un proyecto de ley. Aunque casi nadie leía esos informes, los resultados importantes se obtenían gracias a esos detalles monótonos. En este caso, el párrafo especificaba a los directivos del ODI cómo había que gastar los fondos aprobados por el proyecto de ley subyacente.
Como estaba inspirado, Buchanan despachó enseguida el asunto y se dispuso a rondar a otros congresistas. Gracias a sus años de experiencia, se orientaba con facilidad por las laberínticas oficinas del Senado y de la Cámara de Representantes donde incluso los miembros más veteranos del Capitolio se perdían. El único otro lugar donde pasaba las mismas horas era el propio Capitolio. Dirigía la mirada a izquierda derecha, fijándose en todo el mundo, ya fueran miembros del equipo o cabilderos como él, calibrando rápidamente si una persona en concreto podía servir a su causa o no. Y cuando uno entraba en los despachos con los congresistas, o se los encontraba por los pasillos, debía darse prisa. Por lo general estaban muy ocupados, nerviosos y tenían miles de asuntos en la cabeza.
Por fortuna, la habilidad de Buchanan de resumir las cuestiones más complejas en pocas frases era legendaria; tratar con los miembros del Congreso, acosados por todas partes por intereses de toda clase, exigía esa habilidad. Además, él sabía exponer con pasión la situación de sus clientes. Todo ello en dos minutos mientras caminaba por un pasillo atestado de gente, en el interior de un ascensor o, si tenía mucha suerte, en un vuelo de larga distancia. Era esencial acercarse a los congresistas verdaderamente importantes. Si conseguía que el presidente de la Cámara de los Representantes manifestara su apoyo a uno de los proyectos de ley, aunque fuera de modo informal, Buchanan podía aprovechar ese comentario para influir en otros políticos. A veces bastaba con eso.
– ¿Está dentro, Doris? preguntó al asomar la cabeza al despacho de uno de los congresistas, dirigiéndose a la secretaria con aspecto de matrona, una veterana en el lugar, que concertaba sus citas.
– Se marcha dentro de cinco minutos para tomar un avión, Danny.
– Perfecto, porque dos minutos me bastan. Puedo dedicarte los otros tres para que me pongas al día. De hecho prefiero hablar contigo. Y lo siento por Steve, pero tú resultas mucho más agradable a la vista, querida.
El severo rostro de Doris se arrugó en una sonrisa.
– Cuánta labia tienes.
Y así consiguió sus dos minutos con el congresista Steve.
Acto seguido, Buchanan se detuvo en el guardarropa y se enteró de a qué comisiones del Senado se les había asignado una serie de proyectos de ley que le interesaban. Había comisiones de jurisdicción primaria, secundaria y, en muy pocos casos, concurrente, según el contenido del proyecto de ley. El mero hecho de desentrañar quién tenía qué proyecto y qué prioridad se le había otorgado constituía un rompecabezas enorme y siempre cambiante que los miembros de los cabilderos debían resolver. A menudo suponía un reto desesperante, y a nadie se le daba mejor que a Danny Buchanan.
Como de costumbre, en el transcurso de ese día Buchanan había importunado a los empleados de las oficinas de los congresistas con sus «recados», información y resúmenes que los equipos necesitarían para concienciar a sus jefes de los temas en cuestión. Si expresaban una duda o preocupación, él no tardaba en encontrar la respuesta o a un experto. Además, Buchanan había concluido todas y cada una de las reuniones con la pregunta fundamental: «¿Cuándo me dirás algo?» Si no concretase una fecha nunca volvería a recibir noticias de ellos. Lo olvidarían y cientos de personas ocuparían su lugar luchando con la misma pasión por sus clientes.
Había pasado las últimas horas de la tarde tratando con otros clientes a quienes normalmente atendía Faith. Se disculpó y dio explicaciones vagas sobre su ausencia. ¿Qué alternativa tenía?
Más tarde, participó en un seminario sobre el hambre en el mundo patrocinado por un comité asesor y luego regresó a su despacho para hacer varias llamadas de todo tipo: desde recordar a los equipos de los distintos congresistas varias cuestiones que serían sometidas a votación, hasta conseguir el apoyo para alguna coalición por parte de otras organizaciones benéficas. Concertó un par de cenas y reservó viajes al extranjero, así como una visita a la Casa Blanca en junio, donde se encargaría personalmente de presentar al presidente al nuevo director de una organización internacional destinada a defender los derechos de los niños. Se trataba de un auténtico golpe de efecto, y Buchanan y las organizaciones que él defendía esperaban que generara mucha publicidad positiva. Constantemente buscaban el patrocinio de las celebridades. A Faith esto se le daba especialmente bien. Los periodistas pocas veces se interesaban por los pobres de tierras lejanas, pero si conseguían implicar a alguna estrella de Hollywood, la sala de prensa se abarrotaba de reporteros. Así era la vida.
Acto seguido, Buchanan había dedicado algún tiempo a redactar los informes trimestrales de la ley de Registro de Agentes Extranjeros, que eran un verdadero calvario, sobre todo porque tenía que estampar en cada una de las páginas presentadas en el Congreso el siniestro sello de «propaganda extranjera», como si fuera Tokyo Rose y estuviese haciendo llamamientos a derrocar el Gobierno de Estados Unidos, en vez de vender el alma para conseguir semillas de cultivo y leche en polvo.
Tras dar la lata por teléfono y repasar unos pocos cientos de páginas de informes, había decidido dar por concluida la jornada laboral. Un día intenso en la vida del típico miembro de un cabildero de Washington solía acabar cuando él caía rendido en la cama pero hoy no había podido permitirse ese lujo. En cambio, se encontraba en un hotel del centro de la ciudad, donde se celebraba otro acto para recaudar fondos; el motivo de su presencia allí se encontraba en el otro extremo de la sala, bebiendo una copa de vino blanco y con expresión aburrida. Buchanan se dirigió hacia él.
– Parece que necesitas algo más fuerte que el vino blanco -comentó Buchanan.
El senador Russell Ward se volvió y esbozó una sonrisa al verlo.
– Es agradable ver un rostro honesto en este mar de iniquidad, Danny.
– ¿Qué te parece si cambiamos este sitio por el Monocle? Ward depositó la copa en la mesa.
– Es la mejor oferta que me han hecho en todo el día.
El Monocle era un restaurante con una larga trayectoria a sus espaldas situado cerca del edificio del Senado en el Congreso. El restaurante y el edificio de la policía del Capitolio, que había albergado la sede de Inmigración y Nacionalización, eran las dos únicas estructuras que quedaban en ese emplazamiento donde antes se alzaba una larga hilera de edificios. El Monocle era uno de los lugares preferidos de los políticos, cabilderos y otras personalidades para reunirse, almorzar, cenar y tomar copas.
El maitre d'hotel dio la bienvenida a Buchanan y a Ward saludándolos por su nombre y los acompañó a una mesa tranquila situada en una esquina. La decoración era clásica y las paredes estaban adornadas con suficientes fotografías de políticos pasados y actuales como para llenar el monumento a Washington. La comida era buena pero los comensales no acudían a disfrutar de las delicias de la carta sino a exhibirse, a hacer negocios y a hablar del trabajo. Ward y Buchanan eran clientes habituales.
Pidieron algo de beber y examinaron la carta por separado durante unos minutos.
Russell Ward recibía el sobrenombre de Rusty desde que Buchanan tenía memoria. Y eso era mucho tiempo ya que los dos habían crecido juntos. Como presidente de la Comisión Investigadora sobre Inteligencia del Senado, Ward influía directamente en el buen -o mal- funcionamiento de todas las agencias de información del país. Era inteligente, muy perspicaz, honrado y trabajador. Provenía de una familia muy acaudalada del nordeste que había perdido su fortuna cuando Ward era joven. Se había desplazado a Raleigh, en el sur, y poco a poco se había labrado una carrera en el sector público. Era el senador más antiguo de Carolina del Norte y lo adoraban en todo el estado. De acuerdo con el sistema de clasificación de Buchanan, Rusty Ward podía calificarse sin duda alguna de «creyente». Estaba familiarizado con todos los juegos políticos en los que participaba. Conocía todos los secretos de la ciudad, por lo que estaba al tanto de las virtudes y, lo que era más importante, los defectos de todo el mundo. Buchanan sabía que físicamente el hombre estaba destrozado y que lo aquejaban dolencias de todo tipo, desde la diabetes a problemas de próstata. Sin embargo, mentalmente, Ward se encontraba mejor que nunca. Quienes habían infravalorado su impresionante capacidad intelectual a causa de sus problemas de salud habían acabado por lamentarlo.
Ward levantó la mirada de la carta.
– ¿Traes algo interesante entre manos, Danny?
Ward tenía una voz profunda y sonora y un acento deliciosamente sureño, pues había perdido hacía tiempo todos los vestigios del característico acento áspero del Norte. Buchanan era capaz de sentarse a escucharlo durante horas. En realidad lo había hecho en muchas ocasiones.
– Lo de siempre, lo de siempre, ¿y tú? -respondió Buchanan.
– He asistido a una sesión importante esta mañana. El servicio de inteligencia del Senado. La CIA.
– ¿Ah, sí?
– ¿Alguna vez has oído hablar de un tal Thornhill, Robert Thornhill?
Buchanan ni se inmutó al oír el nombre.
– No me suena de nada. Háblame de él.
– Es una de las viejas glorias. Subdirector adjunto de operaciones. Inteligente, astuto, se rodea sólo de los mejores. No me inspira confianza.
– No me extraña.
– Sin embargo, tengo que reconocer su eficacia. Ha hecho una labor magnífica y ha durado más en el cargo que varios directores de la CIA. Ha servido al país extraordinariamente bien. De hecho, allí es toda una leyenda. Por eso le dejan hacer más o menos lo que quiere. No obstante, esa actitud es peligrosa.
– ¿De veras? Parece que es un buen patriota.
– Eso es lo que me preocupa. La gente que se considera patriota tiende a ser fanática. Y, en mi opinión, los fanáticos están a un sólo paso de la locura. La historia ya nos ha proporcionado suficientes ejemplos de ello. -Ward sonrió-. Hoy me ha venido con las sandeces de siempre. Se lo veía tan pagado de sí mismo que he decidido bajarle los humos.
Buchanan parecía muy interesado.
– ¿Y cómo lo has hecho?
– Pues le he preguntado sobre los escuadrones de la muerte. -Ward se calló y miró en torno a sí por unos momentos-. En el pasado ya habíamos tenido problemas con la CIA por esto. Financian esos pequeños grupos insurgentes, los visten y los entrenan, luego los sueltan como si fueran un perro sabueso. Pero, a diferencia de los sabuesos, hacen cosas que se supone que no deberían hacer. Por lo menos según las normas oficiales de la agencia.
– ¿Y qué ha contestado él?
– Bueno, lo que le dije no estaba en su guión. Ha consultado sus notas como si intentara librarse de una pequeña banda de hombres armados. -Ward soltó una carcajada-. Luego me ha salido con una jerigonza que en realidad no significaba nada. Ha dicho que la «nueva» CIA no hacía más que compilar y analizar información. Cuando le he preguntado si estaba reconociendo que algo iba mal con la «vieja» CIA, por poco se me echa encima. -Ward volvió a reír-. Lo de siempre, lo de siempre.
– ¿Y qué se trae ahora entre manos que te tiene tan enfadado?
Ward sonrió.
– ¿Pretendes que te haga confidencias?
– Por supuesto.
Ward volvió a echar un vistazo alrededor antes de inclinarse hacia adelante y empezar a hablar en voz queda.
– Estaba ocultando información, ¿qué si no? Ya conoces a los secretas, Danny, siempre quieren más fondos pero cuando empiezas a hacer preguntas sobre cómo gastan el dinero, cielos, es como si estuvieras matando a su madre. Pero ¿qué voy a hacer cuando me entreguen informes del inspector general de la CIA con tanta información confidencial que el papel parece negro? Así que se lo he hecho notar al señor Thornhill.
– ¿Y cómo ha reaccionado? ¿Se ha enfadado? ¿Se lo ha tomado con filosofía?
– ¿Por qué sientes tanta curiosidad por él?
– Tú has empezado, Rusty. No me culpes si tu trabajo me fascina.
– Bueno, me ha dicho que esos informes tienen que censurarse para proteger la identidad de las fuentes de información, que se trataba de un asunto muy delicado y que la CIA lo abordaba con el máximo cuidado. Le he replicado que era como cuando mi nieta juega a la rayuela. No puede saltar en todos los recuadros así que se salta algunos a propósito. Le he dicho que me hacía mucha gracia, pero sólo cuando lo hacen los niños pequeños. De todos modos, tengo que reconocer sus méritos. Lo que me ha contestado tenía sentido. Me ha dicho que es un error pensar que vamos a derribar a los dictadores mejor afianzados con unas sencillas fotos hechas por satélite y con módems de alta velocidad. Necesitamos medios antiguos sobre el terreno. Necesitamos agentes dentro de las organizaciones, dentro de sus propios círculos. Ésa es la única forma que tenemos de vencerlos. Pero la arrogancia de ese hombre me saca de mis casillas. Además, estoy convencido de que aunque Robert Thornhill no tuviera motivos para mentir tampoco diría la verdad. Caramba, es que incluso tiene un truco: cuando da un golpecito en la mesa con el bolígrafo, uno de sus asesores finge susurrarle al oído, de forma que dispone de un par de minutos más para pensar en alguna otra mentira. Lleva utilizando este código muchos años. Supongo que cree que soy una especie de imbécil y que ni siquiera me doy cuenta.
– Preferiría pensar que ese tal Thornhill no es tan tonto como para subestimarte.
– Oh, es bueno. Debo reconocer que se ha llevado la mejor parte en las justas de hoy. Me refiero a que es capaz de no decir prácticamente nada y aun así lograr que sus palabras parezcan tan profundas y nobles como los Diez Mandamientos. Y cuando lo he acorralado, ha salido con todas esas sandeces sobre la seguridad nacional porque piensa que así asusta a todo el mundo. En resumen: me ha prometido un montón de respuestas. Y le he dicho que estaba deseoso de colaborar con él. -Ward tomó un sorbo de agua-. Sí, hoy ha ganado pero siempre nos queda el mañana.
El camarero regresó con las bebidas y ellos pidieron sus platos. Buchanan saboreó un vaso de whisky escocés con agua mientras Ward hacía lo propio con un bourbon solo.
– Por cierto, ¿cómo está tu colaboradora? ¿Está quemándose las pestañas para desplumar a los pobres e indefensos funcionarios elegidos en beneficio de algún cliente?
– De hecho, creo que ahora está fuera de la ciudad. Por motivos personales.
– Espero que no sea nada grave.
Buchanan se encogió de hombros.
– Ya lo veremos. De todos modos, estoy seguro de que saldrá adelante. -Pero ¿dónde estaba Faith?, se preguntó una vez más.
– Supongo que todos somos supervivientes. Sin embargo, no sé cuánto tiempo más aguantará esta vieja carcasa mía. Buchanan levantó su copa.
– Nos enterrarás a todos, palabra de Danny Buchanan.
– Cielos, espero que no. -Ward lo miró de hito en hito-. Es duro pensar que han pasado cuarenta años desde que dejamos Bryn Mawr. Sabes, a veces te envidio por haberte criado en aquel apartamento situado encima de nuestro garaje.
Buchanan sonrió.
– Tiene gracia, yo estaba celoso de ti porque te criaste en la mansión con tantísimo dinero mientras mi familia servía a la tuya. Bueno, ¿quién de los dos está más borracho?
– Eres el mejor amigo que he tenido jamás.
– Y sabes que el sentimiento es recíproco, senador.
– Lo más sorprendente es que nunca me has pedido nada. Sabes perfectamente que presido un par de comités que podrían ayudarte en tus batallas.
– Me gusta evitar la falta de decoro.
– Debes de ser el único de toda la ciudad. -Ward rió. -Digamos que para mí nuestra amistad es mucho más importante que todo eso.
– Nunca te lo había dicho -murmuró Ward-, pero lo que dijiste en el funeral de mi madre me conmovió profundamente. Te juro que pienso que la conocías mejor que yo.
– Era una persona excelente. Me enseñó todo lo que necesitaba saber. Se merecía una despedida a lo grande. Lo que dije no le hacía justicia ni por asomo.
Ward contempló su vaso.
– Si mi padrastro se hubiera dedicado a vivir a costa de la herencia de mi familia en vez de intentar jugar a los negocios quizá habría conservado las propiedades y no se habría volado la tapa de los sesos. Por otro lado, si yo hubiera tenido una fortuna que dilapidar quizá no habría jugado a los senadores durante todos estos años.
– Si participara más gente como tú en el juego, Rusty, el país funcionaría mucho mejor.
– No pretendía que me halagaras, pero agradezco tus palabras.
Buchanan tamborileó sobre la mesa.
– Fui a la vieja casa hace un par de semanas.
Ward levantó la mirada, sorprendido.
– ¿Por qué?
Buchanan se encogió de hombros.
– No estoy muy seguro. Pasaba por la zona y tenía tiempo. No ha cambiado mucho, sigue siendo un lugar hermoso.
– No he vuelto por allí desde que me marché para ir a la universidad. Ni siquiera sé quiénes son los propietarios.
– Una pareja joven. Vi a la mujer y a los niños a través de la verja, jugando en el jardín delantero. Probablemente un banquero o algún magnate de Internet. Una idea y diez pavos en el bolsillo ayer; una empresa innovadora y cientos de millones en acciones hoy.
Ward levantó la copa.
– Dios bendiga a América.
– Si yo hubiese tenido dinero entonces, no habría permitido que tu madre perdiese la casa.
– Lo sé, Danny.
– Pero todo tiene una razón de ser en la vida, Rusty. Como bien has dicho, quizá no habrías entrado en política. Tu trayectoria ha sido impresionante. Eres un creyente.
Ward sonrió.
– Tu sistema de clasificación siempre me ha intrigado. ¿ Lo tienes escrito en algún sitio? Me gustaría compararlo con mis propias conclusiones sobre mis distinguidos colegas.
Buchanan se dio un golpecito en la frente.
– Está todo aquí dentro.
– Toda esa riqueza almacenada en la mente de un hombre. Qué pena.
– Tú también lo sabes todo sobre el mundo en esta ciudad. -Buchanan se calló y luego se apresuró a añadir con voz queda-: ¿Qué sabes de mí?
A Ward pareció sorprenderle la pregunta.
– No me digas que el mejor cabildero del mundo duda de sí mismo. Pensaba que las cualidades de Daniel J. Buchanan eran la seguridad inquebrantable, una mente enciclopédica y una agudeza sin igual para analizar a los políticos charlatanes y sus flaquezas innatas, que, por cierto, podrían llenar el Pacífico.
– Todo el mundo tiene dudas, Rusty, incluso gente como tú y como yo. Por eso duramos tanto. A unos centímetros del abismo. La muerte puede sorprendernos en cualquier momento si bajarnos la guardia.
Al oír esto, Ward adoptó una expresión más seria.
– ¿Hay algo que quieras contarme?
– Ni lo sueñes -respondió Buchanan sonriendo-. Si empiezo a confiar mis secretos a desgraciados como tú, entonces tendré que poner el tenderete en otro sitio y empezar de nuevo. Y soy demasiado viejo para hacer eso.
Ward se recostó en el blando respaldo y observó a su amigo.
– ¿Por qué lo haces, Danny? Seguro que no es por dinero. Buchanan asintió lentamente.
– Si sólo lo hiciera por dinero me habría retirado hace diez años.
Apuró su copa y miró hacia la puerta, donde se encontraban el embajador de Italia y su abultado séquito, junto con varios funcionarios de alto rango del Capitolio, un par de senadores y tres mujeres con vestidos negros cortos que parecían contratadas para la noche, lo que no sería de extrañar. En el Monocle había tantas personalidades que no se podía dar un paso sin encontrar al líder de algo. Y todos querían comerse el mundo. Y que los demás se lo sirviesen en bandeja. Devorarlo sin dejar ni las migas y luego llamarte amigo. Buchanan se sabía la canción.
Alzó la vista hacia una vieja fotografía de la pared. Un hombre calvo de nariz prominente, expresión adusta y ojos fieros lo miraba. Había muerto hacía tiempo, pero había sido uno de los hombres más poderosos de Washington durante décadas. Y el más temido. Allí el poder y el temor parecían ir de la mano. Ahora Buchanan ni siquiera recordaba cómo se llamaba, lo cual decía mucho.
Ward dejó la copa en la mesa.
– Creo que lo sé. Las causas por las que luchas se han tornado mucho más benéficas con el paso de los años. Te has lanzado a salvar un mundo por el que muy pocos se preocupan. De hecho, eres el único cabildero que lo hace.
Buchanan negó con la cabeza.
– ¿Un pobre irlandés que salió adelante sin ayuda de nadie y amasó una fortuna ve la luz y dedica sus años dorados a ayudar a los más desfavorecidos? Cielos, Rusty, me muevo más por temor que por altruismo.
Ward lo miró con curiosidad.
– ¿Cómo es eso?
Buchanan irguió la espalda, juntó las palmas de las manos y se aclaró la garganta. Nunca le había contado esto a nadie, ni siquiera a Faith. Tal vez hubiera llegado el momento. Parecería una locura, pero por lo menos Rusty no lo iría contando por ahí.
– Tengo un sueño que se repite. En el sueño, Estados Unidos continúa enriqueciéndose y engordando sin parar. Es el lugar donde un deportista consigue cien millones de dólares por botar una pelota, una estrella de cine gana veinte millones por actuar en una película mala y una modelo obtiene diez millones por pasearse en ropa interior. Donde un joven de diecinueve años puede ganar miles de millones de dólares en opciones sobre acciones utilizando Internet para vendernos más cosas que no necesitamos con más rapidez que nunca. -Buchanan se calló y se quedó con la mirada perdida por unos instantes-. Y donde un cabildero gana lo suficiente para comprarse un avión. -Volvió a posar los ojos en Ward-. Seguimos acaparando la riqueza del mundo. Si alguien se interpone en nuestro camino, lo aplastamos, de cien maneras distintas, mientras les vendemos el mensaje de las maravillas de Estados Unidos. Es la única superpotencia que queda en el mundo, ¿no?
»Luego, poco a poco, el resto del planeta se despierta y se da cuenta de lo que somos: un fraude. Entonces empiezan a volverse contra nosotros. Se acercan en balsas y aviones de hélices y sabe Dios qué más. Primero a miles, luego a millones y después a miles de millones. Y nos barren. Nos tiran por alguna cañería y nos hacen desaparecer para siempre. A ti, a mí, a los deportistas, a las estrellas de cine, a las supermodelos, Wall Street, Hollywood y Washington. La tierra de la fantasía.
Ward lo observaba con ojos bien abiertos.
– Dios mío, ¿sueño o pesadilla?
Buchanan le clavó una mirada severa.
– Dímelo tú.
– Es tu país, lo tomas o lo dejas, Danny. Ese lema tiene parte de verdad. No somos tan malos.
– También absorbemos una parte desproporcionada de la riqueza y la energía del mundo. Contaminamos más que cualquier otro país. Destrozamos las economías extranjeras sin siquiera mirar atrás. Sin embargo, por un montón de razones importantes y nimias que no sabría explicar, amo a mi país. Por eso me atormenta tanto esta pesadilla. No quiero que se haga realidad. Pero cada vez me cuesta más conservar la esperanza.
– Si es así, ¿por qué lo haces?
Buchanan contempló de nuevo la vieja fotografía.
– ¿Quieres una respuesta sucinta o filosófica? -dijo.
– ¿Qué tal si me dices la verdad?
Buchanan miró a su viejo amigo.
– Lamento profundamente no haber tenido hijos -empezó a decir con voz pausada-. Un buen amigo mío tiene doce nietos. Me contó que había asistido a la reunión de la asociación de padres en la escuela de una de sus nietas. Yo le pregunté que por qué se molestaba en ir. «¿No es cosa de los padres?», le dije. ¿Sabes qué me contestó? Que, teniendo en cuenta cómo está el mundo, tenemos que pensar en lo que pasará cuando nosotros no estemos. Más allá de la vida de nuestros hijos, de hecho. Es nuestro derecho, nuestra obligación; eso es lo que me dijo. -Buchanan alisó la servilleta-. Así que quizá haga lo que hago porque la suma de las tragedias del mundo supera a la de las alegrías. Y eso no es justo. -Guardó silencio por unos segundos mientras se le humedecían los ojos-. Aparte de eso, no tengo la menor idea.