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Thornhill se dirigía a su casa tras un día productivo. Ahora que Adams ya estaba controlado, pronto tendrían en sus manos a Faith Lockhart. Quizá Lee intentara engañarlos, pero Thornhill lo dudaba. Había oído el pánico que traslucía la voz de Adams. Menos mal que existía la familia. Sí, en conjunto, había sido un día productivo. El timbre del teléfono pronto cambiaría esa sensación.

– Sí? -La expresión segura de Thornhill se esfumó en cuanto el hombre le informó de que, de alguna manera, inesperadamente, Danny Buchanan había desaparecido, nada menos que en la última planta del Capitolio.

– ¡Encontradlo! -bramó Thornhill por teléfono antes de colgarlo con brusquedad. ¿Qué pretendía ese hombre? ¿Había decidido emprender la huida un poco antes? ¿0 era por otro motivo? ¿Había conseguido ponerse en contacto con Lockhart? Todo aquello resultaba de lo más perturbador. A Thornhill no le interesaba que intercambiasen información. Rememoró el encuentro mantenido en el coche. Buchanan había mostrado su carácter de siempre, había hecho sus pequeños juegos de palabras, meras bravatas en realidad, pero por lo demás se había contenido bastante. ¿Qué podía haber precipitado esta última acción?

Preso de la inquietud, Thornhill tamborileó sobre el maletín que tenía sobre las rodillas. Cuando contempló el cuero rígido, se quedó boquiabierto. ¡El maletín! ¡El dichoso maletín! Le había dado uno a Buchanan. Llevaba una grabadora oculta. Durante la conversación del coche, Thornhill había reconocido que había mandado matar al agente del FBI. Buchanan le había tirado de la lengua para que se traicionara a sí mismo y lo había grabado. ¡Lo había grabado con los dispositivos de la propia CIA! ¡El taimado hijo de puta!

Thornhill agarró el teléfono; le temblaban tanto los dedos que se equivocó dos veces al marcar.

«El maletín, la cinta del interior. Encontradla. Y a él también. Tenéis que encontrarlo. Es una orden.»

Colgó y se recostó en el asiento. El cerebro de más de mil operaciones clandestinas estaba absolutamente anonadado ante esa situación. Buchanan podría destrozarlo si quisiera. Andaba por ahí sin vigilancia con pruebas suficientes para acabar con él. No obstante, Buchanan también se hundiría; era inevitable, no quedaba otra salida.

Un momento. ¡El escorpión! ¡La rana! Ahora todo cobraba sentido. Buchanan iba a hundirse y a arrastrar a Thornhill consigo. El hombre de la CIA se aflojó la corbata, se revolvió en el asiento e intentó combatir el pánico que lo atenazaba.

«Esto no va a acabar así, Robert -se dijo-. Después de treinta y cinco años éste no va a ser el fin. Tranquilízate. Ahora necesitas pensar. Ahora es cuando te ganarás un lugar en la historia. Este hombre no acabará contigo.» Poco a poco, la respiración de Thornhill se normalizó.

Quizá Buchanan se limitara a utilizar la cinta como medida de seguridad. ¿Por qué pasar el resto de su vida en prisión cuando podía desaparecer discretamente? No, de nada le serviría llevar la cinta a las autoridades. Tenía tanto que perder como Thornhill, y era imposible que fuera tan vengativo. De repente, se le ocurrió una idea: quizá había sido por lo del cuadro, ese estúpido cuadro. Tal vez aquello hubiera sido el origen de todo. Thornhill no debió habérselo llevado. Dejaría un mensaje en el contestador de Buchanan ahora mismo, diciéndole que le había devuelto su precioso cuadro. Así lo hizo y a continuación ordenó que llevaran el cuadro a la casa de Buchanan.

En cuanto se reclinó en el asiento y miró por la ventanilla recuperó la serenidad. Tenía un as en la manga. Un buen comandante siempre se reservaba algo. Thornhill realizó otra llamada y recibió buenas noticias, una información secreta que acababa de entrar. Se le iluminó el semblante y las imágenes catastrofistas se alejaron de su mente. Al final todo saldría bien. Esbozó una sonrisa. Arrancar la victoria de las fauces de la derrota podía envejecer a un hombre varias décadas de la noche a la mañana o volverlo invencible. A veces incluso sucedían ambas cosas.

Al cabo de unos minutos Thornhill salía de su coche y enfilaba el sendero que conducía a su hermosa casa. Su esposa, impecablemente vestida, lo recibió en la puerta y le dio un mecánico beso en la mejilla. Acababa de llegar de una recepción del club de campo. De hecho, siempre acababa de llegar de una recepción del club de campo, farfulló Thornhill para sus adentros. Mientras él combatía contra los terroristas que se introducían en el país con arsenales nucleares, ella pasaba las horas en desfiles de moda donde mujeres jóvenes y superficiales con piernas que les llegaban hasta sus pechos inflados se contorneaban con trajes que ni siquiera les tapaban el trasero. Él se dedicaba cada día a salvar el mundo y su esposa comía canapés y bebía champaña por la tarde en compañía de otras damas pudientes. Los ricos ociosos eran igual de estúpidos que los pobres sin educación, con menos cerebro que las vacas, en opinión de Thornhill. Por lo menos las vacas tenían cierta conciencia de ser esclavas. «Soy un funcionario público mal pagado -reflexionó Thornhill-, y si alguna vez bajo la guardia, lo único que quedará de los ricos y los poderosos de este país serán los ecos de sus alaridos.» Era una idea fascinante.

Apenas hizo caso de los comentarios intrascendentes de su esposa sobre «su día» mientras dejaba el maletín, se servía una copa y huía a su estudio, cerrando la puerta tras de sí. Nunca le hablaba a ella de su trabajo. Ella se lo contaría todo a su peluquero, quien a su vez lo transmitiría a otra clienta, que se lo soltaría a cualquier otro y el mundo se acabaría al día siguiente. No, nunca hablaba de esos temas con su mujer. Sin embargo, le consentía todos los demás caprichos. ¡Incluidos los canapés, claro está!

Resultaba irónico, pero el estudio que tenía Thornhill en casa se parecía mucho al de Buchanan. No había placas, trofeos ni recuerdos de su larga carrera a la vista. Al fin y al cabo era espía. ¿Se suponía que debía comportarse como los idiotas del FBI y llevar camisetas y gorras con la palabra CIA bordada? Casi se le atragantó el whisky al pensarlo. No, su carrera había permanecido invisible para el gran público pero perfectamente visible para quienes importaban. El país funcionaba mucho mejor gracias a él, aunque la gente de la calle nunca lo sabría. Eso no le parecía mal. Buscar el reconocimiento por parte del gran e ignorante público era propio de idiotas. Él hacía lo que hacía por una cuestión de orgullo. Orgullo de sí mismo, de su devoción por el país.

Thornhill recordó a su querido padre, un patriota que se llevó sus secretos, sus triunfos distinguidos, a la tumba. Servicio y honor. De eso se trataba.

Pronto, con un poco de suerte, el hijo se anotaría otro triunfo en su carrera. En cuanto Faith apareciera no sobreviviría más de una hora. ¿Y Adams? Bueno, también tendría que morir. Desde luego Thornhill le había mentido por teléfono. Para él el engaño no era ni más ni menos que una herramienta sumamente eficaz en su profesión. Sólo había que asegurarse de que las mentiras no afectaran a la vida privada de uno. Sin embargo, a Thornhill siempre se le había dado bien la compartimentación. No había más que preguntárselo a su esposa aficionada al club de campo. Era capaz de iniciar una acción encubierta en Centroamérica por la mañana y jugar y ganar al bridge en el club de campo del Congreso por la tarde. ¡Eso sí que era compartimentación!

Además, con independencia de lo que se dijera sobre él dentro de los límites de la Agencia, se portaba bien con su gente. Los sacaba de apuros cuando lo necesitaban. Nunca había dejado a un agente o funcionario a merced de la tormenta, desamparado, aunque también los mantenía a raya cuando sabía que podían escaparse de su control. Poseía un instinto para esos asuntos y casi nunca le había fallado. Tampoco participaba en juegos políticos en beneficio propio. Nunca se había limitado a decir a los políticos lo que querían oír, como hacían otras personas de la Agencia, a veces con consecuencias desastrosas. Bueno, él no podía hacer más que lo que estaba en su mano. Faltaban dos años para que la responsabilidad recayese en otra persona. Dejaría la organización tras haberla fortalecido en la medida de lo posible. Era su regalo de despedida. No tendrían que agradecérselo. Servicio y honor. Levantó su copa en memoria de su difunto padre.

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