Sólo veinte minutos después, un turismo se detuvo junto a la entrada de la casita y un hombre y una mujer salieron del mismo. El metal de sus armas reflejaba la luz de los faros del coche. La mujer se aproximó al cadáver, se arrodilló y observó el cuerpo. Si no hubiera tratado mucho a Ken Newman, tal vez no lo habría reconocido. No era la primera vez que veía a un hombre muerto y sin embargo sintió que algo le subía por el estómago hasta la garganta. Se incorporó rápidamente y desvió la vista. La pareja registró la casa a conciencia y acto seguido rastreó la zona que lindaba con el bosque antes de regresar al lugar donde yacía el cadáver.
El hombre, fornido y corpulento, observó el cuerpo de Ken Newman y soltó un juramento. Quienes conocían a Howard Constantinople lo llamaban «Connie». Había visto muchas cosas durante su larga carrera de agente del FBI. Sin embargo, lo que había ocurrido esa noche era algo nuevo incluso para él. Ken Newman era un buen amigo suyo; parecía que en cualquier momento rompería a llorar.
La mujer estaba a su lado. Medía un metro ochenta y cinco, tanto como Connie. Tenía el cabello castaño cortado por encima de las orejas y el rostro alargado y estrecho. Sus rasgos destilaban inteligencia. Llevaba un elegante traje de pantalón y chaqueta. Debido a los años y el estrés del trabajo, pequeñas arrugas le surcaban la comisura de la boca y los ojos, oscuros y tristes. Echó un vistazo alrededor con la soltura de quien está acostumbrado no sólo a observar sino también a efectuar deducciones precisas a partir de lo que ve. Su semblante traslucía una furia interna incontenible.
A sus treinta y tres años, las atractivas facciones de Brooke Reynolds, así como su cuerpo alto y esbelto, la convertían, siempre que lo quisiera, en objeto de admiración para los hombres. Sin embargo, puesto que estaba sumida en el proceso de un amargo divorcio que había afectado mucho a sus dos hijos, Reynolds se preguntaba si desearía de nuevo la compañía de un hombre.
Su padre, fanático del béisbol, la había bautizado, desoyendo las objeciones de su madre, con el nombre de Brooklyn Dodgers Reynolds. Su padre nunca volvió a ser el mismo después de que su amado equipo se marchara a California. Desde el principio, su madre había insistido en que le pusieran Brooke a la niña.
– Dios mío -dijo finalmente Reynolds sin apartar la mirada del cadáver.
Connie se volvió hacia ella.
– ¿Y ahora qué hacemos?
Reynolds se sacudió la desesperación que se había apoderado de ella. Debían actuar con rapidez pero de forma metódica.
– Tenemos un crimen entre manos, Connie. No nos quedan muchas alternativas.
– ¿Las autoridades locales?
– Se trata de una AAF -repusó Reynolds, refiriéndose a una agresión a un agente federal-, por lo que el FBI se hará cargo. -Era incapaz de quitar ojo al cadáver-. Aun así, tendremos que colaborar con la policía del condado y la estatal. Tengo contactos, así que estoy bastante segura de que podremos controlar el flujo de información.
– Como se trata de una AAF, la Unidad de Crímenes Violentos del FBI también intervendrá. Eso rompe nuestra Muralla China.
Connie sabía que su colega se refería a la prohibición de pasar información confidencial de un departamento a otro.
Reynolds respiró a fondo para contener las lágrimas que comenzaban a humedecerle los ojos.
– Haremos lo que podamos. Primero tenemos que acordonar la escena del crimen, aunque no creo que haya muchos problemas por aquí. Llamaré a Paul Fisher, de la oficina central, y lo pondré al corriente de todo. -Reynolds ascendió mentalmente por la cadena de mando de la Oficina de Campo en Washington del FBI, o OCW. Habría que notificar al ASAC, al AEC y al SEF; el SEF, o subdirector en funciones, era el máximo responsable de la OCW, y era casi tan importante como el director del FBI. Reynolds pensó que dentro de poco habría siglas suficientes como para hundir un acorazado.
– Me juego lo que quieras a que el director también vendrá -añadió Connie.
A Reynolds comenzaron a arderle las paredes del estómago. La muerte de un agente era un golpe muy duro. La pérdida de un agente bajo su vigilancia era una pesadilla de la que jamás despertaría.
Un hora después, los cuerpos policiales habían acudido a la escena del crimen y, por suerte, sin los medios de comunicación. El médico forense estatal confirmó lo que ya sabían quienes habían visto la terrible herida: a saber, que el agente especial Kenneth Newman había fallecido a consecuencia de una herida de bala, que había entrado por la parte superior de la nuca y había salido por la cara. Mientras la policía local hacía guardia, los agentes de la UCV, o Unidad de Crímenes Violentos, acumulaban pruebas metódicamente.
Reynolds, Connie y sus superiores se reunieron junto al coche. Fred Massey era el SEF, el agente de mayor rango presente en la escena del crimen. Era un hombre de baja estatura y sin sentido del humor que agitaba sin cesar la cabeza. Llevaba desabotonado el cuello de la camisa blanca y la calva le resplandecía bajo la luz de la luna.
Un agente de la UCV llegó con una cinta de vídeo procedente de la casita y un par de botas cubiertas de barro. Reynolds y Connie las habían visto mientras inspeccionaban la casa, pero habían decidido que no tocarían las pruebas.
– Alguien ha entrado en la casa -informó el agente-. Las botas estaban en la entrada trasera. No han forzado las puertas. La alarma estaba desactivada y el armario del equipo estaba abierto. Tal vez veamos a la persona en la cinta. Seguramente pasó por el láser.
El agente entregó la cinta a Massey, quien se la tendió de inmediato a Reynolds. No fue un gesto sutil. Reynolds era la responsable de todo aquello; se llevaría el mérito o pagaría los platos rotos. El agente de la UCV introdujo las botas en una bolsa para pruebas y regresó a la casa para proseguir con el registro.
– Agente Reynolds, sus impresiones -pidió Massey en tono cortante; todos sabían por qué.
Alguno de los otros agentes habían derramado lágrimas abiertamente y proferido maldiciones al ver el cadáver de su colega. Reynolds, la única mujer presente y, por si fuera poco, supervisora de la brigada de Newman, sentía que no podía permitirse el lujo de llorar en su presencia. La gran mayoría de los agentes del FBI no desenfundaban sus armas en toda su carrera, excepto para certificar su buen estado. Reynolds se había preguntado en más de una ocasión cómo reaccionaría si una catástrofe de este tipo la afectara personalmente. Ahora ya lo sabía: no muy bien.
Sin duda, éste sería el caso más importante de Reynolds. No hacía mucho, la habían asignado a la Unidad de Corrupción Pública del FBI, que formaba parte de la conocida División de Investigación Criminal. Tras recibir una noche una llamada de Faith Lockhart y encontrarse con ella varias veces en secreto, a Reynolds se le había designado para el puesto de supervisora de brigada de una unidad destacada para un caso especial. Si lo que Lockhart decía era cierto, ese «caso especial» podría hacer caer a algunos de los cargos más importantes del Gobierno de Estados Unidos. La mayoría de los agentes darían la vida por ocuparse de un caso así alguna vez. Uno ya lo había hecho esa noche.
Reynolds sostuvo en alto la cinta.
– Espero que esta cinta nos desvele qué ha ocurrido aquí y qué ha sido de Faith Lockhart.
– Cree que quizá ella matara a Ken? Si así fuera, habría que cursar orden de busca y captura en un abrir y cerrar de ojos -dijo Massey.
Reynolds sacudió la cabeza.
– Mi instinto me dice que ella no tuvo nada que ver. Pero lo cierto es que no lo sabemos. Comprobaremos el grupo sanguíneo y otros restos. Si corresponden a los de Ken, entonces sabremos que ella no ha resultado herida. Sabemos que Ken no llegó a utilizar su arma y que llevaba puesto el chaleco antibalas. Sin embargo, algo arrancó un trozo de su Glock.
Connie asintió.
– La bala que lo mató. Entró por la nuca y le salió por la cara. Ken había desenfundado el arma, probablemente a la altura de los ojos, la bala impactó en la misma y se desvió. -Connie tragó saliva-. Los restos que hay en la pistola de Ken confirman esta hipótesis.
Reynolds miró con tristeza al hombre y continuó con el análisis.
– Entonces, es posible que Ken se hallara entre Lockhart y el tirador, ¿no?
Connie asintió despacio con la cabeza.
– Un escudo humano. Creía que sólo el Servicio Secreto hacía esas estupideces.
– He hablado con el médico forense. No sabremos nada hasta que se practique la autopsia y veamos la trayectoria de la bala, pero es probable que se trate de un disparo de rifle. No es el tipo de arma que una mujer suele llevar en el bolso -apuntó Reynolds.
– Entonces, ¿los esperaba otra persona? -conjeturó Massey. -¿Y por qué entraría en la casa esa persona después de matar a Ken? -inquirió Connie.
– Tal vez Newman y Lockhart entraran en la casa -aventuró Massey.
Reynolds sabía que Massey no había trabajado en una investigación de campo desde hacía muchos años, pero era su SEI y no podía hacer caso omiso de sus suposiciones. Sin embargo, no tenía por qué estar de acuerdo con él.
Reynolds negó con la cabeza.
– Si hubiesen entrado en la casa, Ken no habría muerto en la entrada. Todavía estarían dentro de la casa. Interrogamos a Lockhart durante al menos dos horas. Como máximo, llegamos aquí media hora después que ellos. Y esas botas no eran de Ken, pero son botas de hombre, diría que un cuarenta y cinco. Debe de ser un tipo corpulento.
– Si Newman y Lockhart no entraron en la casa y las puertas no están forzadas, entonces la tercera persona disponía del código de acceso de la alarma. -El tono de Massey era claramente acusatorio.
Reynolds parecía abatida, pero no podía darse por vencida.
– Dado el lugar en el que Ken se desplomó, parece que acababa de salir del coche. Por tanto algo debió de asustarlo, antes de que desenfundara la Glock y se volviese.
Reynolds los condujo hasta la entrada.
– Aquí se ven las marcas de los neumáticos del coche. El suelo está bastante seco, pero las ruedas se hundieron en la tierra. Creo que alguien intentaba salir de aquí a todo trapo. Qué diablos, tan deprisa que se olvidó las botas.
– ¿Y Lockhart?
– Quizá el tirador se la llevó consigo -dijo Connie. Reynolds reflexionó por un momento.
– Es posible, pero no veo por qué querría llevársela. Le convenía matarla también.
– En primer lugar, ¿cómo es posible que el tirador conociese este lugar? -preguntó Massey y, acto seguido, respondió-: ¿Una filtración?
Reynolds había contemplado esa posibilidad desde el momento en que había visto el cadáver de Newman.
– Con el debido respeto, señor, no creo que ése sea el caso.
Massey, fríamente, enumeró las circunstancias con los dedos.
– Tenemos un cadáver, una mujer desaparecida y un par de botas. Si lo juntamos todo, parece que hay una tercera persona implicada. Explíqueme cómo llegó aquí esa tercera persona sin que alguien le proporcionase la información necesaria.
Reynolds respondió en voz may baja.
– Tal vez fuese una casualidad. Es un sitio solitario, idóneo para perpetrar un robo a mano armada. A veces sucede. -Respiró profundamente-. Pero si está en lo cierto y hay una filtración, no es completa. -Todos la miraron con curiosidad-. Salta a la vista que el tirador no estaba al tanto de nuestro cambio de planes a última hora, de que Connie y yo vendríamos aquí esta noche. En circunstancias normales, yo habría estado con Faith -aclaró Reynolds-, pero tenía otro caso entre manos. No salió como esperaba y, justo en el último momento, decidí unirme a Connie y venir aquí.
Connie miró hacia la furgoneta.
– Es cierto, nadie podía saberlo. Ni siquiera Ken lo sabía.
– Intenté contactar con Ken unos veinte minutos antes de llegar aquí. No quería aparecer de repente. Si él hubiera oído llegar un coche a la casita sin previo aviso, se habría asustado, y es posible que disparara primero y preguntara después. Con seguridad ya estaba muerto cuando lo llamé.
Massey se aproximó a Reynolds.
– Agente Reynolds, sé que se ha ocupado de esta investigación desde el principio. Sé que se le ha permitido usar este piso franco y el circuito cerrado de televisión para vigilar a la señora Lockhart. Comprendo lo difícil que le ha resultado llevar adelante este caso y ganarse la confianza de la testigo. -Massey se calló por unos instantes, como si estuviera eligiendo con sumo cuidado cada una de sus palabras. La muerte de Newman había sorprendido a todos, aunque los agentes solían correr muchos peligros. Aun así, todos sabían que se culparía a alguien-. Sin embargo, sus métodos no han sido del todo ortodoxos -prosiguió Massey-. Y ahora, un agente ha muerto.
La réplica de Reynolds no se hizo esperar.
– Tuvimos que hacerlo todo con mucha discreción. No podíamos rodear a Lockhart de agentes. Buchanan habría desaparecido antes de que consiguiéramos las pruebas suficientes para llevarlo a juicio. -Suspiró-. Señor, me ha pedido mis impresiones. Son éstas: no creo que Lockhart matara a Ken. Creo que Buchanan está detrás de todo esto. Tenemos que encontrar a Lockhart, pero debemos actuar con prudencia. Si cursamos una orden de busca y captura, entonces Ken Newman habrá muerto en vano. Y si Lockhart sigue viva, no lo estará durante mucho tiempo si el asunto sale a la luz.
Reynolds echó un vistazo a la furgoneta cuando las puertas se cerraban ante el cuerpo de Newman. Si ella hubiera escoltado a Faith Lockhart en lugar de Ken, probablemente ahora estaría muerta. Para un agente del FBI, la muerte, por muy remota que pareciese, siempre era una posibilidad. Si la mataran, ¿se olvidarían sus hijos de Brooklyn Dodgers Reynolds? Estaba segura de que su hija de seis años siempre se acordaría de «mami». Sin embargo, tenía sus dudas sobre David, su hijo de tres años. Si muriera, ¿hablaría David de ella, en el futuro, como de «su madre biológica»? El mero hecho de pensarlo le resultaba insoportable.
Un día había tomado la ridícula decisión de que le leyeran la mano. La pitonisa la había recibido con amabilidad, le había ofrecido una infusión y había charlado con ella, formulándole preguntas en un tono más bien despreocupado. Reynolds sabía que de este modo la pitonisa obtendría información sobre su pasado a la que luego añadiría la palabrería propia de su oficio mientras «veía» el pasado y el futuro de Reynolds.
Tras estudiar con detenimiento la mano de Reynolds, la pitonisa le había dicho que su línea de la vida era corta. De hecho, era muy corta, la más corta que jamás había visto. Mientras la mujer hablaba, observaba la cicatriz que Reynolds tenía en la palma de la mano. A los ocho años, Reynolds se había caído sobre una botella rota de Coca-Cola en el patio trasero de su casa.
La pitonisa había retirado su infusión, al parecer esperando a que Reynolds le pidiese más información, por la que sin duda tendría que pagar un recargo respecto a la suma inicial. Reynolds le había asegurado que estaba fuerte como un toro y que podía pasar varios años sin siquiera contraer la gripe.
La pitonisa le había replicado que la muerte no siempre se produce por causas naturales, enarcando las cejas para hacer hincapié en la obviedad de sus palabras.
Entonces Reynolds le había pagado cinco dólares y se había marchado.
Ahora se preguntaba si la pitonisa tenía razón.
Connie removía la tierra con la punta del pie.
– Si Buchanan está detrás de todo esto, entonces es probable que ya se haya marchado hace tiempo.
– No lo creo -repuso Reynolds-. Si huyese justo ahora sería como si se declarara culpable. No, se lo tomará con calma.
– Esto no me gusta -dijo Massey-. Creo que debemos avisar a la policía de todo el país y, si Lockhart está viva, ordenar que la detengan.
– Señor -dijo Reynolds con la voz marcada por la tensión-, no podemos considerarla sospechosa de un homicidio cuando tenemos motivos para creer que no estaba implicada en el asesinato sino que, de hecho, también debe de ser una víctima. Eso significa que si el FBI llega a aprehenderla tendría que hacer frente a una serie de problemas de acción judicial. Ya lo sabe.
– Entonces como testigo esencial. Podemos considerar que lo es, ¿no? -insistió Massey.
Reynolds lo miró de hito en hito.
– Una orden de busca y captura no es la mejor solución; más que ayudarnos, nos perjudicará. A todos.
– Buchanan ya no la necesita con vida.
– Lockhart es inteligente -aseveró Reynolds-. He pasado bastante tiempo con ella y he llegado a conocerla bien. Es una superviviente. Si resiste varios días más, entonces nos quedaría alguna baza por jugar. Es de todo punto imposible que Buchanan sepa qué nos ha contado ella. Pero si ordenamos que la busquen como a un testigo esencial, entonces habremos firmado su acta de defunción.
Guardaron silencio durante un rato.
– De acuerdo, comprendo su postura -dijo finalmente Massey-. ¿Cree que podrá encontrarla de forma discreta?
– Sí. -¿Acaso cabía otra respuesta?
– ¿Se guía por su intuición o por su cerebro?
– Por ambos.
Massey la escrutó durante varios segundos.
– De momento, agente Reynolds, concéntrese en encontrar a Lockhart. Los de la UCV investigarán el asesinato de Newman.
– Yo les diría que intentaran encontrar en el patio la bala que acabó con Ken y que luego rastrearan el bosque -sugirió Reynolds.
– ¿Por qué el bosque? Las botas estaban en la entrada de la casa.
Reynolds miró hacia el lindero del bosque.
– Si tuviera que tender una emboscada a alguien, ésa -señaló hacia los árboles- sería mi primera elección táctica. Es un buen lugar para esconderse, proporciona una excelente línea de fuego y una inmejorable ruta de huida. También permite ocultar un coche, hacer desaparecer un arma y llegar rápidamente al aeropuerto de Dulles. Al cabo de una hora, el tirador estaría en otro huso horario. El disparo que mató a Ken entró por la nuca; estaba de espaldas al bosque. Ken no debió de ver al tirador porque, de lo contrario, no le habría dado la espalda. -Se volvió hacia la espesura-. Todo apunta hacia allí.
Llegó otro coche y el director del FBI salió del mismo. Massey y sus ayudantes se apresuraron a ir a su encuentro, y Connie y Reynolds se quedaron a solas.
– Y bien, ¿cuál es nuestro plan de acción? -preguntó Connie.
– Intentaré encontrar a la Cenicienta que se ha dejado esas botas -contestó Reynolds mientras observaba a Massey hablar con el director. Él había sido agente de campo y Reynolds sabía que se tomaría la catástrofe como algo personal. Toda persona y objeto relacionado con los sucesos de esa noche se vería sometido a un análisis minucioso-. Recurriremos a los medios habituales -Reynolds golpeteó la cinta con los dedos-, pero esto es todo cuanto tenemos. Iremos a por quien salga aquí, sea quien sea, como si la vida nos fuera en ello.
– Dependiendo de quien aparezca en la cinta, la vida nos irá en ello -replicó Connie.