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Mientras Connie aparcaba el coche junto al bordillo, Reynolds observó la vieja casa de piedra rojiza.

– Adams debe de ganar lo suyo. Esta zona no es barata. Connie echó un vistazo alrededor.

– Tal vez debería vender mi casa y comprarme un apartamento por aquí -dijo-. Pasear por la calle, sentarme en el parque, disfrutar de la vida…

– ¿Ya te ha entrado el gusanillo de la jubilación?

– Después de ver a Ken en una bolsa para transportar cadáveres se me han quitado las ganas de trabajar toda la vida en esto. Se encaminaron hacia la puerta de entrada. Los dos vieron la cámara de vídeo; Connie pulsó el botón del portero automático.

– ¿Quién es? -preguntó una voz que parecía enfadada.

– El FBI -respondió Reynolds-. Los agentes Reynolds y Constantinople.

La puerta, sin embargo, no se abrió.

– Muéstrenme las placas -exigió la voz cascada-. Sosténganlas en alto frente a la cámara.

Los dos agentes se miraron.

Reynolds sonrió.

– Seamos buenos y hagamos lo que nos piden, Connie.

La pareja enseñó sus credenciales a la cámara. Los dos las llevaban de la misma forma: la placa dorada prendida en el exterior de la funda de la documentación, por lo que se veía primero el distintivo y luego la foto. Su intención era intimidar y solían lograrlo. Al cabo de un minuto, oyeron que una puerta se abría en el interior del edificio y el rostro de una mujer apareció detrás del cristal de las anticuadas puertas de dos hojas.

– Enséñenmelas de nuevo -les indicó-. Mi vista ya no es lo que era.

– Señora… -comenzó a decir Connie acaloradamente, pero Reynolds le propinó un codazo. Sostuvieron en alto las placas.

La mujer las examinó y luego abrió la puerta.

– Lo siento -dijo mientras entraban-, pero después de todos los tejemanejes de esta mañana, me falta poco para hacer las maletas y marcharme para siempre. Y hace veinte años que vivo aquí.

– ¿Qué tejemanejes? -inquirió Reynolds con brusquedad. La mujer la miró con hastío.

– ¿A quién han venido a ver?

– A Lee Adams -contestó Reynolds.

– Me lo imaginaba. Pues no está.

– ¿Sabe dónde lo podríamos encontrar, señora…?

– Carter. Angie Carter. Y no, no tengo la menor idea de adónde ha ido. Se ha ido esta mañana y no lo he vuelto a ver.

– ¿Qué es lo que ha ocurrido esta mañana? -inquirió Connie-. Ha sido esta mañana, ¿no?

Carter asintió.

– Era muy temprano. Me estaba tomando el café cuando Lee me llamó y ene pidió que cuidara de Max porque pensaba marcharse. -Los agentes la miraron con curiosidad-. Max es el pastor alemán de Lee. -Le temblaron los labios-. Pobre animal.

– Qué le ha pasado al perro? -preguntó Reynolds.

– Le han pegado. Se pondrá bien, pero le han hecho daño. Connie se acercó a la mujer.

– ¿Quién le ha hecho daño?

– Señora Carter, ¿por qué no nos deja entrar para que nos sentemos? -sugirió Reynolds.

En el apartamento había muebles viejos y cómodos, pequeñas estanterías con chucherías curiosas colocadas de cualquier manera; en el ambiente se respiraba un aroma a cebolla y col rizada.

– Quizá lo mejor será que usted comience por el principio y nosotros le haremos preguntas sobre la marcha -dijo Reynolds una vez que se sentaron.

Carter les explicó que había accedido a cuidar del perro de Lee.

– Lo hago a menudo, Lee está fuera muchas veces. Es investigador privado, ¿saben?

– Lo sabemos. ¿No dijo adónde iría? ¿Nada de nada? -inquirió Connie.

– Nunca me lo dice. Lee se tomaba al pie de la letra lo de ser un investigador «privado».

– ¿Tiene un despacho en algún otro lugar?

– No, usa de despacho un cuarto que tiene libre. También vigila el edificio. Instaló la cámara en el exterior, las cerraduras resistentes de las puertas y cosas así. Nunca ha aceptado un centavo a cambio. Si alguno de los inquilinos tiene problemas, y casi todos son tan mayores como yo, acude a Lee y él se hace cargo.

Reynolds sonrió afectuosamente.

– Parece un buen tipo. Continúe.

– Bueno, acababa de quedarme con Max cuando llegó el mensajero de UPS. Lo vi por la ventana. Entonces Lee me llamó y me dijo que soltara a Max.

– ¿La telefoneó desde el edificio? -interrumpió Reynolds.

– No lo sé. Se oían interferencias; tal vez llamara desde un móvil. Pero lo cierto es que no lo vi salir del edificio. Supongo que habrá salido por detrás, por la escalera de incendios.

– ¿Cómo se le oía?

La señora Carter se frotó las manos mientras pensaba.

– Bueno, creo que estaba un tanto nervioso. Me sorprendió que me pidiera que soltara a Max; acababa de dejármelo. Me dijo que tenía que ponerle una inyección o algo así. No me parecía que tuviese mucho sentido, pero hice lo que me pedía y luego se armó una buena.

– ¿Vio al hombre de UPS?

La señora Carter resopló.

– No era de UPS. Quiero decir, llevaba el uniforme y todo, pero no era nuestro mensajero habitual.

– Tal vez fuera un sustituto.

– No es muy normal que un repartidor de UPS lleve pistola, ¿no?

– ¿Así que vio una pistola?

Carter asintió.

– Se la vi cuando bajaba corriendo por las escaleras. La llevaba en una mano y la otra le sangraba. Pero me estoy adelantando un poco. Antes de eso, oí a Max ladrar como un poseso. Luego escuché una refriega con toda claridad: pisadas fuertes, gritos de hombre y las uñas de Max en el parqué. Después oí un ruido sordo y luego al pobre de Max aullando. Entonces alguien comenzó a aporrear la puerta de Lee. Poco después escuché que varias personas subían por la escalera de incendios. Miré por la ventana de la cocina y vi a un montón de hombres subir por la escalera de incendios. Parecía una serie de televisión. Fui hasta la puerta de entrada y eché un vistazo por la mirilla. Entonces vi al hombre de UPS salir por la puerta principal. Supongo que dio la vuelta y se reunió con los otros. No lo sé.

Connie se inclinó hacia adelante.

– ¿Iban uniformados los otros hombres?

La señora Carter pareció extrañarse.

– Bueno, supongo que ustedes deberían saberlo mejor que nadie.

Reynolds la miró, confundida.

– ¿A qué se refiere?

Sin embargo, la señora Carter se apresuró a proseguir la narración.

– Cuando derribaron la puerta trasera, la alarma se disparó. La policía llegó de inmediato.

– ¿Qué sucedió cuando llegó la policía?

– Los hombres todavía estaban aquí. Al menos, algunos de ellos.

– ¿La policía los arrestó?

– Por supuesto que no. La policía se llevó a Max y dejó que continuaran registrando el lugar.

– ¿Sabe por qué motivo la policía les permitió quedarse? -Por el mismo motivo que les he dejado pasar a ustedes. Reynolds, perpleja, miró a Connie y luego a Carter. -Quiere decir que…

– Quiero decir -la cortó Carter, molesta- que eran del FBI.

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