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Lee desenfundó la pistola y apuntó al frente mientras recorría el pasillo. Con la otra mano dirigía el haz de la linterna a uno y otro lado.

La primera estancia que vio fue la cocina, en la que había un pequeño frigorífico de los años cincuenta, electrodomésticos General Electric y un suelo de linóleo con cuadros amarillos y negros. El agua había descolorido partes de las paredes. El techo no estaba acabado y se veían las vigas y el forjado de la planta de arriba. Lee se percató de que las viejas tuberías de cobre y los añadidos de PVC formaban una serie de ángulos rectos entre los tachones ennegrecidos de la pared.

No olía a comida, sino a grasa, probablemente incrustada en los fogones de la cocina y en el interior del respiradero, junto con varios millones de bacterias. En el centro de la cocina había una mesa de formica desportillada y cuatro sillas de metal curvado y respaldos de vinilo. No había platos a la vista sobre la encimera, ni tampoco trapos, cafeteras, botes de especias ni otro objeto o toque personal que indicara que la cocina se había utilizado en los últimos diez años. Era como si Lee hubiera retrocedido en el tiempo o hubiese topado con uno de los refugios antiaéreos habilitados durante la histeria de los años cincuenta.

El pequeño comedor estaba enfrente de la cocina. Lee observó los paneles de madera, oscurecidos y rajados por el paso de los años. Sintió un escalofrío, aunque el aire estaba viciado y resultaba agobiante. Al parecer, la casa no disponía de calefacción central ni de aparatos de aire acondicionado instalados en la pared. En el exterior de la casa tampoco había un depósito de gasóleo para la calefacción, al menos por encima del nivel del suelo. Lee examino las pequeñas estufas eléctricas sujetas con tornillos a lo largo de las paredes y los cables de los mismos enchufados en las tomas de corriente. Al igual que en la cocina, el techo estaba incompleto. El cable de la polvorienta araña de luces pasaba por varios agujeros practicados en las vigas. Lee dedujo que la electricidad se había instalado después de que se construyera la casa.

Mientras recorría el pasillo en dirección al frente de la casa, Lee no vio el rayo invisible que cruzaba el pasillo a la altura de la rodilla. Atravesó este perímetro de seguridad y en algún lugar de la casa sonó un clic apenas audible. Lee se detuvo por unos instantes, apuntó con la pistola en círculos amplios y luego se relajó. Era una casa vieja y en las casas viejas siempre hay ruidos. Estaba nervioso, eso era todo, aunque no le faltaban motivos para estarlo. La casita y el emplazamiento parecían sacados de una de las películas de la saga de Viernes 13.

Lee entró en una de las habitaciones de la parte delantera. A la luz de la linterna vio que alguien había colocado todos los muebles contra las paredes y que, a juzgar por las huellas, los habían arrastrado sobre las capas de polvo que cubrían el suelo. En el centro de la habitación había varias sillas plegables y una mesa rectangular. En uno de los extremos de la mesa, junto a una cafetera, había varas tazas de poliestireno, paquetes de café, leche en polvo y azúcar.

Lee miro alrededor asimilando todas estas circunstancias y se sobresaltó al ver las ventanas. Las pesadas cortinas estaban completamente corridas y las ventanas cubiertas con grandes hojas de contrachapado, por lo que las cortinas colgaban por detrás de la madera.

«Mierda», murmuró Lee. Acto seguido se percató de que las pequeñas ventanas cuadradas de la puerta de entrada estaban tapadas con cartón. Extrajo la cámara y tomó varias fotografías de estos detalles tan desconcertantes.

Deseoso de acabar la búsqueda lo antes posible, Lee se apresuró a subir a la planta superior. Abrió con cautela la puerta del primer dormitorio y escudriñó el interior. La pequeña cama estaba hecha y el olor a moho le impactó de inmediato. Las paredes tampoco estaban terminadas. Lee colocó la mano sobre la pared descubierta y noto que el aire se filtraba por entre las grietas. Dio un respingo al ver que un pequeño haz de luz se colaba por la parte superior de la pared. Luego cavó en la cuenta de que era la luz de la luna, que entraba por una fisura que había entre la pared y el techo.

Lee abrió con sigilo la puerta del armario. Emitió un chirrido que le hizo contener el aliento. No hahía ropa, ni siquiera una percha. Lee negó con la cabeza y entró en el pequeño baño que comunicaba con el dormitorio, que tenía un techo mas moderno e inclinado, suelo de linóleo con un diseño de guijarros y paredes de placa de yeso recubiertas de un papel estampado con un motivo floral. La ducha era una unidad de fibra de vidrio de una sola pieza. Sin embargo, no había toallas, papel higiénico ni jabón. Nadie podría ducharse o refrescarse siquiera en ese baño.

Se dirigió a la habitación contigua. El olor a moho de los cubrecamas era tan intenso que Lee por poco se tapó la nariz. El armario también estaba vacío.

Todo aquello carecía de sentido. Lee permaneció bajo la luz de la luna que se introducía por la ventana y cuando las corrientes de aire que penetraban por las grietas de las paredes le cosquillearon la nuca, agitó la cabeza. ¿A qué venía aquí Faith Lockhart si no empleaba la casa como nidito de amor? Esa había sido su conclusión inicial, aunque sólo la había visto con la mujer alta. Las personas tienen todo tipo de tendencias y gustos sexuales, pero nadie haria el amor sobre esas sabanas aunque se tapara la nariz con cemento.

Lee bajo a la planta inferior, cruzó el pasillo y entró en otra habitación situada en la parte delantera de la casa, que Lee supuso que era la sala. También allí unas tablas cubrían las ventanas. Había una estantería en una de las paredes, aunque desprovista de libros. Al igual que en la cocina, el techo estaba inacabado. Lo enfocó con la linterna y vio que había pequeños trozos de madera clavados entre las vigas en ángulos de cuarenta y cinco grados, formando una hilera de varias equis a lo largo del techo. La madera era diferente de la de la construcción original; más clara y con un veteado distinto. ¿Servirían como puntales? Por qué las habrían colocado?

Negó con la cabeza, con la resignación de un hombre que acepta su destino. Ahora, a la lista de preocupaciones que ya lo acosaban había que añadir la posibilidad de que la maldita planta de arriba se viniera abajo en cualquier momento. Lee imaginó que en su nota necrológica escribirían algo así: DESAFORTUNADO INVESTIGADOR PRIVADO FALLECE APLASTADO POR UNA BAÑERA-DUCHA; SU ACAUDALADA EX MUJER SE NIEGA A HACER COMENTARIOS.

Lee alumbró el espacio que lo rodeaba y se quedó petrificado. En una de las paredes había una puerta; debía de ser la de un armario. Nada en ella llamaba la atención excepto un cerrojo de seguridad. Lee se aproximó, lo observó con detenimiento y reparó en el montoncito de serrín que había justo debajo. Lee dedujo que lo había dejado allí la persona que instaló el mecanismo y taladró la puerta de madera. Cerrojos de seguridad en la zona exterior de la casa. Sistema de seguridad. Un pestillo colocado recientemente en la puerta de un armario situado en el interior de una casa de alquiler que estaba en el culo del mundo. ¿Por qué se habían tomado tantas molestias? ¿Qué ocultaban allí?

«Mierda, masculló de nuevo Lee. Le habría gustado salir de allí, pero no podía apartar los ojos del cerrojo. Si Lee Adams tenía un defecto, aunque resultaría injusto calificarlo de defecto teniendo en cuenta su profesión, era su curiosidad. Los secretos lo atormentaban. Las personas que intentaban ocultarle cosas lo sacaban de quicio. Lee, que respondía al prototipo de hombre convencido de que las grandes fuerzas adineradas asolaban la Tierra y sumían en la confusión a personas normales y corrientes como él, creía ciegamente en el principio de la revelación y claridad absolutas. Fiel a su convicción, Lee sostuvo la linterna entre el costado y el brazo, enfundó la pistola y sacó el equipo para forzar puertas. Con gran destreza acopló una ganzúa al dispositivo. Respiró a fondo, introdujo la ganzúa en la cerradura y puso en marcha la máquina.

Cuando el cerrojo se descorrió, Lee realizó otra profunda inspiración, sacó la pistola y apuntó a la puerta mientras hacia girar el pomo. Dudaba que alguien se hubiera escondido en el armario y estuviera a punto de abalanzarse sobre él, pero lo cierto es que había visto cosas más raras en su vida. No era del todo imposible que alguien se ocultase tras la puerta.

Cuando Lee vio lo que había en el armario, en parte deseó que el problema fuese tan sencillo como que le hubiesen tendido una emboscada. Soltó varios insultos en voz baja, enfundó la pistola y salió corriendo.

El parpadeo de las luces rojas del equipo electrónico resplandecía en la oscuridad a través de la puerta abierta del armario.

Lee se dirigió a toda prisa hacia la otra habitación de la parte delantera de la casa y alumbró las paredes trazando líneas regulares y ascendentes. Entonces la vio: había una cámara en la pared, junto a la moldura. Debía de tener un objetivo diminuto, diseñado para la vigilancia encubierta. Resultaba invisible en aquella penumbra, pero la luz de la linterna se reflejaba en ella. Lee desplazó el haz y enfocó un total de cuatro cámaras.

«Mierda», pensó. El sonido que había oído antes. Seguramente habría tropezado con algún dispositivo que había accionado las cámaras. Regresó corriendo al armario del salón e iluminó con la linterna el aparato de vídeo.

¡«Expulsar»! ¿Dónde diablos estaba el botón de «expulsar»? Lo encontró, lo pulsó pero no ocurrió nada. Lo apretó una y otra vez. Pulsó los otros. Nada. Entonces se percató de que había otro sensor de infrarrojos en la parte delantera del vídeo y entonces comprendió por qué no funcionaban los botones: el vídeo se controlaba mediante un mando a distancia especial. Se le heló la sangre al imaginar todas las posibilidades que se derivaban de ello. Le pasó por la cabeza disparar contra el video para que escupiera la cinta. Sin embargo, no sería de extrañar que el maldito aparato estuviese blindado, en cuyo caso la bala rebotaría y lo alcanzaría a él. ¿Y si estaba conectado a un satélite en tiempo real y la cinta solo era una copia de seguridad? ¿Había una cámara en la habitación? Tal vez lo observaran en ese preciso instante. Por un momento, pensó en hacerles un corte de mangas.

Se disponía a salir disparado de nuevo cuando, de repente, se le ocurrió una idea. Rebuscó a tientas en la mochila y se dio cuenta de que sus dedos no se movían con la destreza habitual. Rodeó con las manos la pequeña caja. La sacó rápidamente, forcejeó durante unos segundos con la tapa para abrirla y extrajo un imán pequeño pero potente.

Los imanes gozaban de gran popularidad entre los ladrones porque eran idóneos para localizar v descorrer los pasadores de las ventanas una vez cortado el cristal. De lo contrario, ni el más experto de los ladrones sería capaz de quitar los pasadores. Ahora el imán desempeñaría el papel contrario: no le ayudaría a entrar en la casa sino a salir de la misma sin dejar indicios, o al menos eso esperaba.

Sujetó el imán y lo deslizó por delante y por encima del video. Lo hizo una y otra vez mientras transcurría el minuto que se había concedido antes de huir. Rezó para que el campo magnético borrara las imágenes de la cinta. Sus imágenes.

Guardo el imán en la mochila, se volvió y voló hacia la puerta. En cualquier momento podía llegar alguien. De repente, Lee se detuvo.

¿ No sería más prudente regresar al armario, arrancar el vídeo v llevárselo? Oyo un ruido y, de inmediato dejó de pensar en el vídeo.

Un coche se aproximaba a la casa.

«¡Hijo de puta!», exclamo Lee entre dientes.

¿Se trataba de Lockhart y su acompañante? Siempre habían ido a la casa un día sí y otro no. Al parecer, habían cambiado de costumbre. Lee regresó como una exhalación al pasillo, abrió de golpe la puerta trasera, salió y salvó las escaleras de un salto. Cayó pesadamente sobre el césped húmedo, le resbalaron los pies y dio con su cuerpo en el suelo. El impacto le cortó la respiración y sintió un dolor intenso en el codo. No obstante, el miedo es el mejor de los analgésicos. Bastaron unos segundos para que se incorporara y arrancara a correr hacia el bosque.

Cuando Lee estaba a medio camino, el coche enfiló el camino de acceso; la luz de los faros osciló ligeramente cuando el coche pasó de la carretera al terreno más irregular que conducía a la casa. Lee dio varias zancadas más y se apresuro a ocultarse entre los árboles.


El punto rojo había permanecido por unos instantes en el pecho de Lee. Serov lo habría matado sin problemas, pero eso habría alertado a los ocupantes del coche. El ex agente del KGB encañonó con el rifle la puerta del conductor. Confiaba en que el hombre que acababa de esconderse en el bosque no fuera tan estúpido como para intentar hacer algo. Hasta el momento había tenido mucha suerte; se había salvado no una vez, sino dos. Más valía que no tentara a la suerte. Sería de muy mal gusto, pensó Serov mientras volvía a apuntar con el láser.


Lee debió seguir corriendo, pero se detuvo, jadeando, y regresó con sigilo al límite del bosque. Su característica más marcada, tal vez en exceso, había sido siempre la curiosidad. Además, era probable que las personas que se ocupaban del equipo de vigilancia electrónico ya lo hubieran identificado. Qué demonios, con seguridad ya sabrían a qué dentista iba y que prefería la Coca-Cola a la Pepsi, así que la situación no empeoraría mucho aunque se quedara para ver qué sucedía. Si los ocupantes del coche se encaminasen hacia el bosque, emularía al mejor corredor de maratón olímpico, y, aun descalzo, los desafiaría a que lo atraparan.

Se agachó y sacó un monóculo de visión nocturna. Se basaba en una tecnología de infrarrojos de mira amplia, que suponía una enorme mejora respecto al intensificador de luz ambiental que Lee había utilizado en el pasado. Los infrarrojos de mira amplia detectaban el calor. No requería luz y, a diferencia del intensificador, distinguía las imágenes oscuras de los fondos negros y traducía el calor en nítidas imágenes de vídeo.

Lee enfocó la imagen; su campo de visión se había visto reducido a una pantalla verde con imágenes rojas. Veía el coche tan de cerca que tenía la sensación de que si alargaba la mano lo tocaría. La zona del motor era la que más brillaba ya que todavía estaba muy caliente. Un hombre salió del lado del conductor. Lee no lo reconoció, pero tensó las facciones al ver a Faith Lockhart apearse del coche. En aquel momento, el hombre y Faith estaban el uno junto al otro. El hombre vaciló, como si hubiera olvidado algo.

«Maldita sea -renegó Lee-. La puerta.»

Miró la puerta trasera de la casita. Estaba abierta de par en par.

El hombre reparó en ello. Se volvió hacia Faith, y se llevó la mano al interior del abrigo.

Desde el bosque, Serov apuntó con el láser al cuello del hombre. Sonrió satisfecho. El hombre y la mujer estaban bien alineados. Las balas que el ruso empleaba eran un tipo de munición militar muy personalizada con revestimiento metálico. Serov conocía a la perfección las armas y las heridas que inferían. La bala, con su gran velocidad, atravesaría el blanco limpiamente. Sin embargo, causaría un efecto devastador cuando la energía cinética del proyectil se liberara v se extendiera por el cuerpo. La cavidad y el tamaño inicial de la herida, antes de cerrarse parcialmente, serían mucho más grandes que la bala. La destrucción de los tejidos y huesos se produciría de forma radial, como un terremoto, por lo que ocasionaría graves daños en partes alejadas del impacto. Serov creía que, en cierto modo, todo aquello poseía su propia belleza.

Sabía que la velocidad constituía la clave de los niveles de energía cinética, que a su vez, determinaban el destrozo que sufriría el blanco. Si se doblaba el peso de la bala, la energía cinética se duplicaba. Sin embargo, Serov habia aprendido hacía ya tiempo que si multiplicaba por dos la velocidad de la bala entonces la energía cinética se cuadruplicaba. Y el arma y la munición de Serov eran las más rápidas del mercado. Sí, sin duda, todo aquello poseía su propia belleza.

No obstante, la bala, gracias a su revestimiento metálico, podía atravesar a una persona y luego acertar y matar a otra. Ese método gozaba de gran popularidad entre los soldados que se lanzaban al combate y los asesinos a sueldo con dos objetivos. Sin embargo, si hacía falta otra hala para acabar con la mujer, Serov la gastaría. La munición era relativamente barata. Por consiguiente, también lo eran los humanos.

Serov inspiró, se quedó completamente inmóvil y apretó el gatillo con suavidad.


«¡Oh, Dios mío!», grito Lee al ver que el cuerpo del hombre se retorcía y luego se abalanzaba sobre la mujer. Los dos cayeron al suelo como si los hubieran cosido juntos.

Lee, de forma instintiva, se dispuso a salir corriendo del bosque para ayudarlos. Un disparo alcanzó el árbol que tenía al lado de la cabeza. Lee se lanzó al suelo de inmediato y buscó refugio al tiempo que otra bala iba a parar muy cerca. Lee, tumbado de espaldas, temblando tanto que apenas podía enfocar con el maldito monóculo, escudriñó la zona desde la que creía que procedían los tiros.

Otro tiro impactó junto a él, arrojándole un poco de tierra mojada a la cara. Quienquiera que estuviera disparando, sabía lo que hacía y disponía de munición suficiente como para acabar con un dinosaurio. Lee intuyó que el tirador estaba acorralándolo poco a poco.

Notó que utilizaba un silenciador ya que cada disparo sonaba como si alguien diese palmadas en una pared. ¡Paf, paf, paf! También podían ser globos que estallasen en una fiesta infantil y no trozos de metal cónicos que volaban más deprisa que un avión para acabar con cierto investigador privado.

Aparte de la mano con la que sostenía el monóculo, Lee intentó no moverse ni respirar. Por un instante terrible, vio que la línea roja del láser se movía junto a su pierna como una serpiente curiosa, pero desapareció de repente. Lee no tenía mucho tiempo. Si permanecía allí, era hombre muerto,

Se apoyó la pistola sobre el pecho, extendió la mano y buscó a tientas en la tierra hasta que encontró una piedra. La lanzó a menos de dos metros moviendo apenas la muñeca y esperó; la piedra golpeó un árbol y, acto seguido, una bala impactó en el mismo lugar.

Lee, con el monóculo de infrarrojos, avistó de inmediato el calor que había despedido el último fogonazo de la boca del rifle ya que el gas caliente y carente de oxigeno que emanaba el cañón se distinguía claramente del aire. Esta sencilla reacción de elementos físicos les había costado la vida a muchos soldados ya que delataba su posición. Ahora, Lee confiaba en obtener el mismo resultado.

Lee se valió del fogonazo para localizar la imagen térmica del hombre entre la espesura de los árboles. No estaba muy lejos; de hecho se hallaba a tiro. Lee, que sabía que probablemente sólo tendría una oportunidad, agarró con fuerza la pistola, levanto el brazo e intentó encontrar un hueco por el que disparar. Sin apartar la mirada del blanco, quitó el seguro, rezó en silencio y abrió fuego ocho veces. Las balas salieron prácticamente en la misma dirección, lo que aumentaba las posibilidades de acierto. Las detonaciones de su pistola eran mucho más ruidosas que las del rifle con silenciador, todos los animales huyeron de aquel conflicto humano.

Uno de los disparos de Lee dio en el blanco de milagro, quizá porque Serov se había interpuesto en la trayectoria del proyectil mientras intentaba aproximarse a él. El ruso gruñó de dolor cuando la bala le penetro el antebrazo izquierdo. Durante un rato sólo sintió una punzada, pero luego, a medida que la bala se abría paso por los tendones y las venas, le destrozaba el humero y se detenía en la clavícula, el dolor se torno insoportable. A partir de aquel momento, tendría inutilizado el brazo izquierdo. Después de matar a mas de una docena de personas, siempre con una pistola, Leonid Serov por fin supo qué se sentía al recibir un disparo. El ex agente del KGB sujetó con firmeza el rifle con la otra mano y se dispuso a retirarse con profesionalidad. Dio media vuelta y huyó, salpicando de sangre el suelo con cada paso.

A través del monóculo de infrarrojos, Lee observó al hombre mientras se alejaba. Coligió, por su manera de correr, que al menos uno de los disparos lo había alcanzado. Decidió que sería arriesgado e innecesario perseguir a un hombre herido y armado. Además, tenía otras cosas que hacer. Recogió la mochila y se dirigió a toda prisa a la casita.

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