Lee se había despertado muy tarde con una resaca terrible y había decidido superarla corriendo. Al principio, cada uno de los pasos por la arena le enviaba dardos letales al cerebro. Luego, a medida que se desentumecía, respiraba el aire fresco y notaba la brisa salada en el rostro, cuando hubo recorrido más de un kilómetro y medio, los efectos del vino y de las Red Dog desaparecieron. Cuando volvió a la casa de la playa, se acercó a la piscina y recuperó su ropa y su pistola. Se sentó un rato en una tumbona para sentir el calor del sol. Al entrar en la casa, olió a huevos y a café.
Faith estaba en la cocina sirviéndose una taza de café. Llevaba unos vaqueros, una camisa de manga corta e iba descalza. Cuando lo vio entrar, tomó otra taza y la llenó. Por unos instantes, aquel sencillo acto de compañerismo le resultó placentero, pero acto seguido su comportamiento de la noche anterior hizo que esa sensación se desvaneciera como un castillo de arena arrasado sin piedad por las olas.
– Pensaba que dormirías todo el día -dijo ella. Lee pensó que le hablaba con un tono excesivamente desenfadado aunque no lo miró al hablar.
Aquél podía considerarse el momento más embarazoso de toda su vida. ¿Qué se suponía que debía decir?: «0ye, siento lo de la agresión sexual de anoche.»
Se acercó a los quemadores toqueteando la taza, deseando hasta cierto punto que el gran nudo que se le había formado en la garganta acabara por ahogarlo.
A veces el mejor remedio después de hacer algo estúpido e inexcusable es correr hasta caer extenuado. -Echó un vistazo a los huevos-. Huelen bien.
– Nada comparado con la cena que preparaste anoche. Pero bueno, ya te dije que no soy una gran cocinera. A mí me va más lo de llamar al servicio de habitaciones. Aunque supongo que ya te habrás percatado de ello. -Cuando ella se acercó a los quemadores, Lee advirtió que cojeaba ligeramente. Tampoco pudo evitar reparar en los cardenales que tenía en las muñecas. Dejó la pistola sobre la encimera para no sucumbir a la tentación de pegarse un tiro.
– ¿Faith?
Ella continuó revolviendo los huevos en la sartén sin darse vuelta.
– Si quieres que me marche, me marcharé -dijo Lee. Mientras ella parecía pensárselo, él decidió contarle lo que había estado cavilando durante su carrera matutina-. Lo que ocurrió anoche, lo que te hice anoche, no tiene justificación. Nunca, nunca he hecho una cosa semejante en mi vida. Yo no soy así. No puedo culparte si no te lo crees, pero es la verdad.
De repente, ella se volvió hacia él con los ojos brillantes.
– Bueno, no voy a decir que no se me había pasado por la cabeza que ocurriera algo entre nosotros, aun a pesar de la pesadilla en que estamos metidos. Pero no pensé que sería así… -Se le quebró la voz y apartó la vista enseguida.
Lee bajó los ojos y asintió ligeramente porque las palabras de Faith le resultaban demoledoras por partida doble.
– Sabes -murmuró-, me enfrento a una especie de dilema. El instinto y la conciencia me dicen que salga de tu vida para que no tengas que recordar lo que sucedió anoche cada vez que me veas. Pero no quiero dejarte sola en esto. Sobre todo porque hay alguien que quiere matarte.
Ella apagó el quemador, repartió los huevos en dos platos, untó con mantequilla dos tostadas y lo dejó todo sobre la mesa. Lee no se movió. Se limitó a observarla mientras actuaba con lentitud, con la humedad de las lágrimas en las mejillas. Los cardenales de las muñecas eran para él como unos grilletes que le aprisionaban el alma.
Lee se sentó frente a ella y empezó a comerse los huevos.
– Podría haberte detenido anoche -afirmó Faith con rotundidad. Las lágrimas le resbalaban por el rostro pero no hizo ademán de enjugárselas.
Lee sintió que a él también se le humedecían los ojos. -Ojalá lo hubieras hecho.
– Estabas borracho. No digo que eso sirva de excusa, pero también sé que no lo habrías hecho si hubieras estado sobrio. Además no llegaste hasta el final. Prefiero creer que nunca caerías tan bajo. De hecho, si no estuviera absolutamente segura de ello, te habría pegado un tiro con tu pistola cuando perdiste el conocimiento. -Se calló y pareció buscar la combinación de palabras correcta-. Pero quizá lo que yo te he hecho sea mucho peor que lo que tú podrías haberme hecho anoche. -Apartó el plato y contempló por la ventana lo que parecía el principio de un hermoso día. Cuando volvió a hablar, empleó un tono nostálgico, ausente, a la vez que esperanzador y trágico-. Cuando era pequeña, tenía toda mi vida planificada. Iba a ser enfermera y luego médico. Me casaría y tendría diez hijos. La doctora Faith Lockhart salvaría vidas durante el día y luego regresaría a casa para estar junto a un hombre maravilloso que la amaría y sería la madre perfecta para sus hijos perfectos. Tras ir de aquí para allá durante todos aquellos años, lo único que quería era un hogar donde vivir el resto de mis días. Mis hijos siempre, siempre sabrían dónde encontrarme. Parecía tan sencillo, tan… alcanzable, cuando tenía ocho años. -Al final se secó los ojos con la servilleta de papel, como si acabara de darse cuenta de que tenía el rostro húmedo. Miró de nuevo a Lee-. Pero resulta que llevo esta vida. -Recorrió la agradable estancia con la vista-. De hecho no me puedo quejar. He ganado mucho dinero. ¿Por qué iba a quejarme? Éste es el sueño americano, ¿no? Dinero, poder, cosas bonitas… Incluso acabé haciendo el bien, en cierto modo, aunque fuera de forma ilegal. Pero luego lo estropeé todo. Como mi padre. Tienes razón, de tal palo tal astilla. -Volvió a callarse y se puso a juguetear con los cubiertos: formó un ángulo recto con el tenedor y el cuchillo de postre-. No quiero que te marches. -Acto seguido, se levantó, atravesó la cocina a toda prisa y subió las escaleras corriendo.
Lee oyó que daba un portazo tras entrar en su dormitorio.
Respiró a fondo, se puso en pie y se sorprendió al sentir las piernas tan gomosas. Sabía perfectamente que no era por la carrera. Se duchó, se cambió y regresó a la planta baja. La puerta de Faith seguía cerrada, y él no tenía la menor intención de interrumpir lo que estuviera haciendo, fuera lo que fuera. Puesto que estaba un poco más tranquilo, decidió dedicar una hora a la tarea mundana de limpiar la pistola a conciencia. El inconveniente de la sal y el agua residía en que estropeaban las armas y, de todos modos, las pistolas automáticas eran especialmente delicadas. Si la munición no era de la mejor calidad, seguro que el arma erraba el tiro y luego se encasquillaba. Un poco de arena y polvo podían provocar el mismo fallo. Además, las pistolas automáticas no se podían vaciar apretando el gatillo sin más y sacando un cilindro limpio, como se hace con un revólver. Antes de que uno acabase de cargar la pistola, ya lo habrían matado. Y teniendo en cuenta la suerte de Lee hasta el momento, ocurriría justo cuando necesitara que el arma disparara sin problemas. Sin embargo, una de las ventajas era que las balas Parabellum de 9 milímetros que disparaba la Smith amp; Wesson compacta resultaban de lo más eficaces. Derribaban todo cuanto alcanzaban. No obstante, Lee rezaba por no tener que utilizarla porque, con toda probabilidad, eso significaría que alguien dispararía contra él primero.
Rellenó de nuevo el cargador de quince municiones, lo introdujo en la empuñadura y colocó una bala en la recámara. Puso el seguro y enfundó la pistola. Pensó en ir con la Honda a la tienda a buscar el periódico pero decidió que carecía de la energía y las ganas para desempeñar incluso una tarea tan sencilla. Por otro lado, no le parecía bien dejar a Faith sola. Quería estar presente cuando ella bajara.
Fue a buscar un vaso de agua al fregadero, miró por la ventana y estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón. ¡Al otro lado de la calzada, sobre un alto muro de maleza espesa que se extendía hasta donde la vista alcanzaba, apareció de repente una avioneta! Entonces Lee recordó la pista de aterrizaje de la que Faith le había hablado. Estaba frente a la casa y quedaba protegida por ese seto.
Lee se dirigió rápidamente a la puerta principal para observar el aterrizaje pero cuando llegó al exterior, la avioneta ya había desaparecido. Entonces avistó la cola del avión por encima del muro de arbustos. Brilló ante él y continuó su trayectoria a toda velocidad.
Subió a la galería de la segunda planta y observó el aterrizaje del avión y el desembarco de los pasajeros. Un coche los esperaba para recogerlos. Descargaron las maletas y las introdujeron en el coche, que se alejó con los pasajeros tras salir por una pequeña abertura practicada en el seto bastante cercana a la casa de Faith. El piloto bajó del bimotor, comprobó varias cosas y volvió a subirse. Pocos minutos después la avioneta rodó hasta el otro extremo de la pista y dio media vuelta. El piloto aceleró y el aparato rugió por la pista en la misma dirección en que había aterrizado antes de elevarse en el aire con elegancia. Se dirigió hacia el mar, giró y no tardó en desaparecer en el horizonte.
Lee regresó al interior de la casa e intentó ver la televisión durante un rato, aunque estaba atento por si oía a Faith. Después de repasar unos mil canales, llegó a la conclusión de que no había nada que valiera la pena y se puso a jugar al solitario. Le gustaba tanto perder que echó doce partidas más, con el mismo resultado. Bajó a la sala de juegos y jugó un poco al billar. A la hora del almuerzo, preparó un sándwich de atún junto con un poco de sopa de carne y cebada y comió en la terraza que daba a la piscina. Observó que la misma avioneta volvía a aterrizar alrededor de la una. Descargó a los pasajeros y se elevó de nuevo. A Lee se le ocurrió llamar a la puerta del dormitorio de Faith para preguntarle si tenía hambre pero descartó la idea. Se dio un chapuzón en la piscina y luego se tumbó en el frío cemento para tomar el sol, que brillaba con intensidad. Se sentía culpable en todo momento por disfrutar de aquello.
Las horas transcurrieron, y cuando empezó a anochecer se planteó la posibilidad de preparar una buena cena. Esta vez iría a buscar a Faith y la instaría a que comiese. Se disponía a subir las escaleras cuando se abrió la puerta y apareció ella.
Lo primero en lo que se fijó fue en su atuendo: un vestido blanco de algodón, largo hasta la rodilla y ceñido, combinado con un suéter de algodón azul claro. Llevaba las piernas descubiertas y unas sandalias sencillas pero con mucho estilo. Iba bien peinada; un toque de maquillaje realzaba sus facciones, y los labios pintados de color rojo daban el toque final. Sostenía un pequeño bolso sin asas. El suéter le cubría los cardenales de las muñecas. Lee pensó que, probablemente, se lo había puesto por eso. Se sintió aliviado al notar que ya no cojeaba.
– ¿Piensas salir? -preguntó Lee.
– A cenar. Estoy muerta de hambre.
– Iba a preparar algo.
– Prefiero cenar fuera. Me está entrando claustrofobia.
– ¿Y adónde vas?
– Bueno, de hecho, pensaba que iríamos juntos.
Lee bajó la mirada hacia sus pantalones caquis descoloridos, las chanclas y el polo de manga corta.
– Voy un poco andrajoso comparado contigo.
– Vas bien. -Faith reparó en el arma enfundada-. De todos modos, yo dejaría la pistola.
Lee se fijó en el vestido.
– Faith, no sé si irás muy cómoda en la Honda con eso.
– El club de campo está a menos de un kilómetro calle arriba. Tiene un restaurante abierto al público. Podríamos ir andando. Creo que hará una noche estupenda.
Lee asintió, convencido de que lo mejor era salir, por una infinidad de razones.
– Parece buena idea. Enseguida estoy.
Subió corriendo las escaleras y dejó la pistola en un cajón de la habitación. Se lavó la cara, se humedeció un poco el cabello, tomó su chaqueta y se reunió con Faith, que estaba activando la alarma, en la puerta principal. Salieron de la casa y cruzaron el camino de acceso. Al llegar a la acera, que discurría paralela a la carretera principal, caminaron bajo un cielo cuyo color había pasado del azul al rosa con la puesta de sol. Las farolas se habían encendido en las zonas comunes y los aspersores se habían pues-to en marcha. El sonido del agua a presión relajaba a Lee. Observó que las luces conferían un ambiente especial al paseo. El lugar parecía despedir un brillo casi etéreo, como si se hallaran en el decorado perfectamente iluminado de una película.
Lee alzó la vista a tiempo de ver un bimotor preparándose para el aterrizaje. Negó con la cabeza.
– Me he llevado un susto de muerte la primera vez que he visto ese aparato esta mañana.
– Yo también me habría asustado, si no fuera porque vine aquí por primera vez en una de esas avionetas. Es el último vuelo del día. Ahora ya está demasiado oscuro.
Llegaron al restaurante, decorado con un inconfundible estilo náutico: un gran timón en la entrada principal, cascos de escafandra colgados de las paredes, redes de pescar suspendidas del techo, paredes recubiertas de pino nudoso, pasamanos y barandillas de cuerda y un acuario enorme lleno de castillos, flora y un extraño surtido de peces. Los camareros eran jóvenes, dinámicos e iban vestidos con el uniforme propio de la tripulación de un crucero. La que los atendió era especialmente vivaracha. Les preguntó qué deseaban beber. Lee optó por un té helado. Faith pidió vino con soda. Una vez que hubo tomado nota, la camarera procedió a recitarles los platos del día con un agradable aunque un tanto tembloroso tono de contralto. Cuando se marchó, Faith y Lee intercambiaron una mirada y no pudieron evitar reírse.
Mientras esperaban las bebidas, Faith echó un vistazo a la sala.
Lee le clavó la mirada.
– ¿Ves a alguien conocido?
– No. No salía mucho cuando venía aquí. Me daba miedo encontrarme con algún conocido.
– Tranquilízate. No te pareces a Faith Lockhart. -La examinó de arriba abajo-. Y debía haberlo dicho antes pero estás… bueno, estás muy guapa esta noche. Quiero decir que muy bien. -De repente pareció avergonzado-. No es que no estés bien siempre. Me refería a que… -Al notar que se le trababa la lengua, Lee se calló, se recostó en el asiento y leyó detenidamente la carta.
Faith lo miró, sintiéndose igual de incómoda que él, sin duda, pero con un atisbo de sonrisa en los labios.
– Gracias.
Pasaron allí dos agradables horas, hablando de temas intrascendentes, contándose cosas del pasado y conociéndose mejor el uno al otro. Como era temporada baja y día laborable, había pocos clientes. Terminaron de cenar, tomaron un café y compartieron una porción grande de pastel de coco. Pagaron en efectivo y dejaron una buena propina, que probablemente haría que su camarera se fuera cantando hasta su casa.
Faith y Lee regresaron caminando despacio, disfrutando del aire fresco de la noche y digiriendo la cena. Sin embargo, en vez de ir a la casa, Faith guió a Lee hasta la playa después de dejar el bolso junto a la puerta trasera de la casa. Se quitó las sandalias y prosiguieron su paseo por la arena. Había oscurecido por completo, soplaba una brisa ligera y refrescante y tenían toda la playa para sí.
Lee se volvió hacia ella.
– Salir ha sido buena idea -dijo-. Me lo he pasado muy bien.
– Puedes ser encantador cuando quieres.
Lee se mostró molesto por unos instantes hasta que se percató de que estaba bromeando.
– Supongo que salir juntos ha sido como empezar de nuevo.
– Eso también me ha pasado por la cabeza. -Faith se detuvo y se sentó en la playa, hundiendo los pies en la arena. Lee se quedó de pie, contemplando el océano-. ¿Qué hacemos ahora, Lee?
Se sentó junto a ella, se quitó los zapatos y dobló los dedos de los pies bajo la arena.
– Sería fantástico que pudiéramos quedarnos aquí, pero creo que no es posible.
– ¿Y adónde vamos? Ya no me quedan más casas.
– He estado pensando sobre el tema. Tengo buenos amigos en San Diego. Son investigadores privados como yo. Conocen a todo el mundo. Si hablo con ellos, estoy seguro de que nos ayudarán a cruzar la frontera de México.
A Faith no pareció entusiasmarle la idea.
– ¿México? ¿Y una vez allí?
Lee se encogió de hombros.
– No lo sé. Quizá podríamos conseguir pasaportes falsos y utilizarlos para ir a América del Sur.
– ¿A América del Sur? ¿Y qué hacemos, tú trabajas en las plantaciones de coca y yo en un burdel?
– Mira, he estado allí. No sólo hay drogas y prostitución. Tendremos muchas opciones.
– ¿Dos prófugos de la justicia con sabe Dios quién más pisándoles los talones? -Faith dirigió la vista a la arena y negó con la cabeza para dejar claras sus reservas al respecto.
– Si se te ocurre algo mejor, soy todo oídos -afirmó Lee.
– Tengo dinero. Mucho, en una cuenta numerada en Suiza.
Lee la miró con escepticismo.
– ¿0 sea que eso existe de verdad?
– Por supuesto. Y todas esas conspiraciones a escala global de las que has oído hablar y las organizaciones secretas que controlan el país, también. Pues, sí, todo es verdad. -Faith sonrió y le lanzó un puñado de arena.
– Bueno, si los federales registran tu casa o tu despacho, ¿encontrarán documentos relacionados con eso? Si saben los números de cuenta pueden rastrearla y localizar el dinero.
– La razón por la que la gente tiene cuentas numeradas en Suiza es por la confidencialidad absoluta. Si los banqueros suizos se dedicaran a dar información a todo aquel que la pidiese, su sistema entero se iría al traste.
– El FBI no es cualquiera.
– No te preocupes. No guardo ningún documento. Llevo toda la información de acceso conmigo.
Lee no parecía estar convencido.
– ¿Y tienes que ir a Suiza para disponer del dinero? Porque eso sería más bien imposible, ¿sabes?
– Fui allí a abrir la cuenta. El banco nombró a un fiduciario, un empleado del banco, con poder notarial para gestionar la transacción en persona. Es una operación bastante compleja. Hay que mostrar los números de acceso, demostrar la identidad real, firmar y entonces comparan la firma con la que ellos tienen registrada.
– Y a partir de ahí, ¿tú llamas al fiduciario y él hace lo que le digas?
– Correcto. Ya he realizado pequeñas transacciones con anterioridad, para asegurarme de que funcionaba. Es la misma persona. Conoce mi voz. Le doy los números y los datos de la cuenta a la que quiero enviar el dinero. Y funciona.
– Ya sabes que no puedes transferirlo a la cuenta corriente de Faith Lockhart.
– No, pero tengo una cuenta aquí a nombre de SLC Corporation.
– ¿Y consta tu firma como directiva? -preguntó Lee.
– Sí, a nombre de Suzanne Blake.
– El problema radica en que los federales conocen ese nombre. Por lo del aeropuerto, ¿recuerdas?
– ¿Sabes cuántas Suzanne Blake hay en este país? -repuso Faith.
Lee se encogió de hombros.
– Tienes razón.
– Así que por lo menos dispondremos de dinero para vivir. No nos durará eternamente, pero algo es algo.
– Más vale eso que nada.
Permanecieron en silencio durante unos minutos. Faith posaba los ojos alternativamente en él y en el mar.
Lee advirtió que lo escudriñaba.
– ¿Qué pasa? ¿Tengo restos de pastel de coco en la barbilla?
– Lee, cuando llegue el dinero puedes quedarte con la mitad y marcharte. No hace falta que sigas conmigo.
– Faith, esto ya lo hemos hablado.
– No, no es cierto. Prácticamente te ordené que vinieras conmigo. Sé que volver sin mí te causaría problemas, pero por lo menos tendrás dinero para ir a algún sitio. Mira, incluso puedo llamar al FBI. Les diré que tú no estás implicado. Que me ayudaste a ciegas. Y que yo te di esquinazo. Así podrás volver a casa.
– Gracias, Faith, pero vayamos por partes. No me marcharé hasta que sepa que te encuentras a salvo.
– ¿Estás seguro?
– Sí, completamente. No me iré a menos que me lo pidas e, incluso en ese caso, te vigilaré para asegurarme de que estás bien.
Faith alargó la mano y le tomó el brazo.
– Lee, nunca podré agradecerte todo lo que has hecho por mí.
– Considérame el hermano mayor que nunca tuviste.
Sin embargo, la mirada que intercambiaron destilaba algo más que cariño fraternal. Lee se volvió hacia la arena intentando mantener la cabeza fría. Faith volvió a dirigir la vista hacia el mar. Cuando Lee se volvió hacia ella de nuevo al cabo de un minuto, Faith sacudía la cabeza y sonreía.
– ¿En qué piensas? -preguntó Lee.
Faith se levantó.
– Estoy pensando que me gustaría bailar.
Lee la observó sorprendido.
– Bailar? ¿Tan borracha estás?
– ¿Cuántas noches nos quedan aquí? ¿Dos? ¿Tres? Luego quizá seamos fugitivos durante el resto de nuestras vidas. Vamos, Lee, es nuestra última oportunidad para divertirnos. -Se quitó el suéter y lo dejó caer en la arena. El vestido blanco tenía unos tirantes muy finos. Se los bajó de los hombros, le dedicó un guiño que lo dejó mudo y extendió los brazos para que Lee la tomara de las manos-. Vamos, muchachote.
– Estás loca, de verdad. -No obstante, Lee le asió las manos y se puso en pie-. Te advierto, hace mucho tiempo que no bailo.
– Eres boxeador, ¿no? Tu juego de piernas seguramente es mejor que el mío. Yo empiezo y luego tú me llevas.
Lee dio unos pocos pasos vacilantes y dejó caer las manos. -Esto es absurdo, Faith. ¿Y si nos ve alguien? Nos tomarán por locos.
Ella lo miró con expresión testaruda.
– Me he pasado los últimos quince años de mi vida preocupándome de lo que los demás pensaban. Así que ahora mismo me importa un bledo lo que piense el resto del mundo.
– Pero si ni siquiera tenemos música.
– Tararea una canción. Escucha el viento, ya saldrá.
Sorprendentemente, así fue. Al principio se balanceaban despacio, Lee se sentía torpe y Faith no estaba acostumbrada a llevar la batuta. Luego, a medida que se familiarizaban con los movimientos del otro, empezaron a describir círculos más amplios en la arena. Al cabo de unos diez minutos, Lee tenía la mano derecha posada con soltura en la cadera de Faith, y ella le rodeaba la cintura con el brazo y tenían entrelazadas las manos libres a la altura del pecho.
Se envalentonaron y comenzaron a realizar algunos giros, vueltas y otros movimientos que recordaban al swing y a otros bailes de pareja de la época de las grandes orquestas. Les costaba, incluso en las zonas en las que la arena era más compacta, pero se esforzaban al máximo. Cualquiera que los hubiera visto habría pensado que estaban ebrios o reviviendo su juventud y pasándoselo en grande. En cierto modo, ambas observaciones habrían sido acertadas.
– No hacía esto desde mis años en el instituto -confesó Lee, sonriendo-. Aunque entonces estaba de moda Three Dog Night y no Benny Goodman.
Faith guardó silencio mientras daba vueltas alrededor de él.
Sus movimientos eran cada vez más atrevidos y seductores, parecía una bailarina de flamenco envuelta en llamas de color blanco.
Se levantó la falda para gozar de mayor libertad de movimiento y el corazón de Lee se aceleró cuando vio sus muslos pálidos.
Incluso se aventuraron a entrar en el agua, chapoteando con fuerza mientras seguían dando unos pasos de baile cada vez más complejos. Se cayeron algunas veces sobre la arena y hasta en el agua salada y fría, pero se levantaron y continuaron bailando. En alguna ocasión, una combinación realmente espectacular, ejecutada a la perfección, los dejaba sin aliento y risueños como jovencitos en el baile del colegio.
Por fin llegó el momento en que ambos se callaron, sus sonrisas se desvanecieron y se acercaron más el uno al otro. Los giros y vueltas finalizaron, su respiración se hizo más lenta y descubrieron la proximidad de sus cuerpos a medida que se estrechaban los círculos que describían al bailar. Acabaron deteniéndose por completo y permanecieron de pie balanceándose ligeramente; entregados al último baile de la noche, abrazados con los rostros muy cerca, mirándose a los ojos mientras el viento ululaba en torno a ellos, las olas rompían con fuerza en la orilla y las estrellas y la luna los observaban desde el cielo.
Al final Faith se separó de él, con los ojos entrecerrados, mientras empezaba de nuevo a mover las extremidades sensualmente al son de una melodía silenciosa.
Lee extendió los brazos para tomarla por la espalda.
– No me apetece bailar más, Faith. -El significado de sus palabras era claro como el agua.
Ella también hizo ademán de abrazarlo y entonces, con la rapidez de un rayo, le dio un fuerte empujón en el pecho, y Lee cayó hacia atrás sobre la arena. Faith se volvió y echó a correr, prorrumpiendo en carcajadas al tiempo que él la miraba atónito. Sonrió, se incorporó y corrió tras ella. La alcanzó en las escaleras que conducían a la casa de la playa. La agarró por el hombro y la guió el resto del camino mientras ella agitaba piernas y brazos fingiendo resistirse. Habían olvidado que la alarma de la casa estaba conectada y entraron por la puerta posterior. Faith tuvo que correr como una loca hasta la puerta delantera para desactivarla a tiempo.
– Cielos, nos hemos librado por los pelos. Sólo nos faltaría que viniera la policía a ver qué ocurre -dijo.
– No quiero que venga nadie.
Faith agarró con fuerza la mano de Lee y lo condujo al dormitorio de ella. Se sentaron sobre la cama durante unos minutos abrazándose, meciéndose suavemente y a oscuras, como adaptando los movimientos de la playa a un lugar más íntimo.
Al final, Faith se separó un poco de Lee y le llevó la mano al mentón.
– Hace bastante tiempo, Lee. De hecho, hace mucho tiempo.
Había cierto deje de vergüenza en su voz, y Faith se sintió un tanto incómoda por hacer tal confesión. No quería decepcionarlo.
Lee le acarició los dedos con dulzura sin despegar los ojos de ella, mientras el sonido de las olas les llegaba a través de la ventana abierta. Resultaba reconfortante, pensó Faith, el agua, el viento, las caricias; un momento que quizá no volvería a experimentar en mucho tiempo, si es que llegaba a repetirse.
– Nunca lo tendrás más fácil, Faith.
Ese comentario la sorprendió.
– ¿Por qué dices eso?
Tenia la impresión de que, incluso en la oscuridad, el brillo de sus ojos la rodeaba, la sostenía, la protegía. ¿Se consumaría por fin el idilio del instituto? De hecho, no estaba con un jovencito, sino con un hombre. Un hombre único, por derecho propio. Ella lo estudió. No, definitivamente no era un jovencito.
– Porque no creo que jamás hayas estado con un hombre que sienta lo que yo siento por ti.
– Eso es fácil de decir -murmuró ella, aunque de hecho sus palabras la habían conmovido profundamente.
– No para mí -declaró Lee.
Pronunció esas tres palabras con tal sinceridad, con una falta de hipocresía tan absoluta, tan distinta del mundo en el que Faith se había desenvuelto durante los últimos quince años, que ella no supo cómo reaccionar. Sin embargo, ya no era momento para el diálogo. Sin más preámbulos, empezó a desnudar a Lee y, a continuación, él hizo lo propio con ella. Le masajeó los hombros y el cuello mientras la desvestía. Los grandes dedos de Lee eran sorprendentemente suaves al tacto, muy diferentes de como los había imaginado.
Todos sus movimientos eran pausados, naturales, como si hubieran hecho todo aquello miles de veces en el transcurso de un matrimonio largo y feliz, buscando las partes correctas en las que detenerse para dar placer al otro.
Se deslizaron bajo las sábanas. Al cabo de diez minutos, Lee se dejó caer, respirando agitadamente. Faith estaba debajo de él, también jadeando. Le besó el rostro, el pecho, los brazos. Sus respectivos sudores se fundieron, entrelazaron las extremidades, se quedaron tumbados charlando y besándose despacio durante otras dos horas más, durmiéndose y despertándose de vez en cuando. Alrededor de las tres de la mañana, volvieron a hacer el amor. Acto seguido, ambos se sumieron en un sueño profundo, agotados.