Peter Lovesey
Abracadáver

1

Irrumpió en el camerino número 4 del Middlesex y de un tirón se bajó el corpiño de lentejuelas hasta la cintura.

– ¿Ven ustedes esto? -preguntó, por si a alguien no le hubiese llamado suficientemente la atención el espectáculo-, ¡un morado como una colección de medallas de Crimea! ¡La lagarta!, ¡la tonta, torpe y descarada!

Jason Buckmaster, retórico, profesor de dicción de la realeza y con el privilegio de encontrarse en aquel momento en el vestuario de la hembra, levantó una disciplinada ceja.

– ¿Un rasguño, señorita Lola? ¡Cuán terriblemente molesto! ¿Debemos colegir que la coordinación entre hermanas en el trapecio alto fue algo menos que perfecta esta noche?

– ¡La condenada casi me mata, eso es todo! -respondió Lola temblando de indignación-. También en mi salto mortal. ¿Ha visto usted el final del acto cuando ella se balancea y salta para reunirse conmigo al tiempo que yo salto hacia sus tobillos? Bien, pues la muy imbécil llegó demasiado pronto y me dio en todo el pecho con sus grandes pies. Me sentí morir, colgada por encima del maldito público, con mis brazos alrededor, y perdone la expresión, de sus muslos y casi arrancándole las mallas para agarrarme. Me saltaban lágrimas de dolor y debía de estar roja de vergüenza. Estuvimos allí colgadas durante dos minutos, hasta que al señor Winter se le ocurrió rescatarnos con la pértiga. Parecíamos dos truchas boqueantes, prendidas de un sedal. No es dignificante para una artista seria. -Bajó la vista a la mancha color fresa y añadió-: Y no contribuye en nada a las perspectivas de una chica.

Desde lo profundo de los órganos vocales de Buckmaster llegó un inconfundible ronroneo.

– ¿Perspectivas? -sonrió-. «Porque dondequiera que vuelva mis embelesados ojos, alegres y bellas escenas y resplandecientes perspectivas aparecen.»

– ¿Cómo?

– Nada, querida. Una cita de Addison, en un contexto distinto. Perdóneme. No es más que la inquietud que siento por su desfiguración. Por si le sirviera de algún consuelo, le diré que sus… humm… perspectivas están intactas. La voy a dejar a usted ahora, antes de que vuelva la señorita Bella. La revelación de una segunda colección de lesiones podría afectarme profundamente.

Un hombre enorme, se fue rápidamente con la discreción de un veterano obseso de los camerinos.

«¡Gili!», pensó Lola.

Los demás presentes, una madre y una hija de Marsella que no hablaban inglés y que pasaban hasta una hora antes de cada representación dándose colorete y polvos para gritar Allez! y levantar el brazo derecho mientras papá realizaba hazañas de equilibrio, ignoraron a Lola, quien, chasqueando la lengua de exasperación, dedicó toda su atención a la mancha mirándosela en el espejo desde toda una variedad de ángulos. Después, puso agua en la palangana que tenía delante y sumergió sus manos para quitarse la resina.

La puerta se abrió. La doble de Lola, rubia, con lentejuelas, bonita como un estuche de mariposas, entró de puntillas y miró al espejo por encima de los hombros de su hermana.

– Cambia el tener una huella de pie en el pecho, ¿verdad, querida? Es original. ¡Dios mío, cuando se sepa en Leicester Square!

La esponja mojada voló sin peligro por encima de la cabeza de Bella, que la esquivó, pero la lluvia de artículos que siguió -cepillo de uñas, jabones, tarros de crema, caja de polvos- rebotó en un biombo que estaba detrás de ella y recibió varios fuertes impactos en la doblada espalda.

– ¡Muñeca estúpida! -gritó Lola-. ¡Lagartona inepta! -Había cogido un pesado cepillo de madreperla para la ropa y estaba a punto de arrojarlo después de todo lo demás cuando el grito de «Non!», lanzado desde el fondo de la habitación, la detuvo. Envalentonada por la amenaza hecha a su propiedad, la hija del funambulista corrió a recuperar su cepillo, y Bella aprovechó la ocasión para refugiarse del bombardeo detrás del biombo.

– Ahora escúchame, Lo -reclamó desde su refugio temporal-, Soy la única que tiene motivos para quejarse. Si tú te hiciste daño, fue por tu culpa.

– ¿Por mi culpa? -chilló su hermana-. ¿Qué quieres decir con eso, gusano apestoso? Tu balanceo fue absolutamente erróneo. Te soltaste condenadamente pronto. Casi me arrancas la cabeza, eso fue lo que hiciste. Me considero afortunada por haber acabado con un morado como un mapa de todas las Rusias en la delantera. ¡Podría haberme matado!

Era una pena que Bella estuviese detrás del biombo, porque se perdió el impacto de todas las Rusias moviéndose agitadamente con la fuerza de su invectiva.

– Salí perfecta -insistió Bella-. Deberías admitirlo, Lo. Tú fuiste demasiado lejos. Esa es la verdad, y tus insultos no podrán cambiarla, patosa chiflada.

Lola apartó bruscamente el biombo.

– ¿Demasiado lejos? ¿Cuándo he volado yo demasiado lejos? Supongo que no te tomarías un trago de algo antes de subir esta noche, ¿o sí?

Eso fue demasiado para Bella. Se enderezó, contusionada como estaba, e hizo frente a su acusadora con su habitual descaro.

– Sabes muy bien que ya hace siete meses que llevo la cinta azul, Lo, ¡y no he fallado ni una vez! Antes de empezar a echar la culpa a los demás, querida, te sugiero que domines tu pequeña debilidad. Por la hora en que regresaste a la pensión después de pasear anoche con tu soldadito, supe que no había sido pasear lo que habíais estado haciendo. Con la vida que llevas, lo raro es que no hayas estropeado el número hasta esta noche.

Lola estalló:

– ¡Lengua viperina! ¡Eso no se lo consiento a nadie!

Había cogido a su hermana por el cabello, la había arrastrado contra la pared y tenía la mano puesta en su traje, a punto de imponer su venganza, cuando se oyó una voz desde atrás:

– ¡Señoritas, señoritas, señoritas! -chilló Buckmaster-. ¡En nombre del cielo, desistan! No pueden imaginarse cómo me afecta la visión de unos talentos de su categoría en peligro. Tengo noticias para ustedes, ¡miren!

Mostró dos trozos de cuerda, de unas dieciocho pulgadas de longitud cada uno. Las hermanas se quedaron tan perplejas que se soltaron.

– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Lola.

– Eso, querida mía, son trozos de cuerda cortados del trapecio de su hermana. Los encontré entre los accesorios, en el escenario, por el lado del foso de la orquesta. Alguien acortó muy limpiamente la longitud de su trapecio, señorita Lola. El accidente de esta noche había sido planeado a sangre fría. Tiene usted suerte de estar viva.


Dos veces por semana tenía lugar una rigurosa prueba en una sala de la parte de atrás de la comisaría de policía de la calle Paradise, en Rotherhithe, Edward Thackeray, el policía más experimentado que pueda encontrarse en la división M, clavaba distraídamente en su barba la gastada punta de su lápiz, según se acercaba el momento de la decisión. Arrastró sus grandes botas y encogió sus enormes hombros. Se aclaró la garganta, se inclinó hacia adelante y se levantó decididamente de su silla, un pupitre ridículo, empujándolo hacia adelante con un chirrido mientras estiraba las rodillas.

– ¿Y bien, agente?

Suspiró profundamente:

– Un adjetivo, señor.

Y lo dijo con absoluta seguridad.

El inspector instructor hizo una mueca.

– ¿Qué ha dicho usted?

– Adverbio, es decir…, pronombre adverbial, señor.

El inspector resopló.

– Quizás, en lugar de decir lo que es, debería usted intentar deletrear la palabra.

Thackeray lo pensó y decidió que, dadas las circunstancias, era más acertado no intentarlo. Fingió que lo sabía y sonrió.

No hubo otra sonrisa en respuesta.

– Debería haberme acordado, agente, de que tiene usted por costumbre evitar cualquier palabra problemática. Debe de ser por eso por lo que, en el ejercicio que pronto le devolveré, evitó usted el peligro que representaba la expresión «abuso de confianza», y la sustituyó por la expresión alternativa «exceso de confianza». Una ingeniosa estratagema, concederán ustedes, caballeros, para no confundir una «b» con una «v». La pena es que la ortografía del agente Thackeray está por debajo de su ingenuidad. Su «exceso de confianza» se convierte, cuando él lo escribe, en «es seso de confianza».

Dramáticamente, el inspector fingió la postura de un hombre atormentado más allá de su resistencia, inclinando la cabeza y hundiendo en su cabello los dedos llenos de tiza. Luego, se levantó para mirar a Thackeray, moviendo lentamente la cabeza.

– No dudo agente, de que, a su manera, es usted un concienzudo y leal miembro de la policía. Si se concediera un certificado de eficiencia por cualidades como ésas, probablemente nuestros caminos nunca se hubiesen cruzado. Desgraciadamente para ambos, los comisarios del Servicio Civil exigen la evidencia de otros logros antes de conceder un rango superior a un policía. Por eso es por lo que, para nuestra mutua desgracia, nos hemos encontrado en esta situación dos veces por semana durante cuatro años en varias comisarías de toda el área metropolitana.

Thackeray asintió apesadumbrado. No necesitaba que se lo recordasen. Dos peniques de su paga al mes iban a parar obligatoriamente al salario del inspector instructor. ¡Dos peniques al mes! ¡Una docena de pintas de cerveza Kop al año!

– Lo que más me deprime -prosiguió el inspector, volviendo sus ojos al cielo, como si apelara a una autoridad superior-, es que, dondequiera que me lleve el deber, y en cuatro años he dado clases en cuatro divisiones muy separadas entre sí, puedo estar seguro de que, antes de que pasen muchas semanas, entraré en una sala y me encontraré al agente Thackeray sentado en el pupitre de delante como una sólida manifestación del fantasma de Banquo. Me persigue, caballeros, y su ortografía es un tormento continuo. Me ha seguido desde Whitechapel hasta Islington, hasta Hampstead y ahora hasta Rotherhithe. -Sacó un pañuelo y se secó la frente-. Sin embargo, nunca he llegado a perder totalmente la esperanza y me esforzaré, si la providencia me concede la ocasión…

La llamada, entrada y saludo del policía de servicio proporcionó una clemente interrupción.

– Perdón, señor. Un mensaje urgente acaba de llegar en el coche de despachos.

– Entre, agente. -El inspector examinó la nota-. ¡Extraordinario! Parece, agente Thackeray, que alguien me pide que le libere de mi clase. No me negaré. Puesto que los aspectos más sutiles de la ortografía se le han escapado durante tanto tiempo, estoy seguro de que pueden esperar otra semana. Debe usted presentarse al sargento Cribb, quienquiera que sea, en Gran Scotland Yard lo más pronto posible.

Por una vez en su carrera, Thackeray bendijo sinceramente al sargento Cribb.

Un recorrido en coche y treinta minutos más tarde estaba sentado en una antesala de Scotland Yard. En el centro, como si se tratara de una isla, había una alfombra descolorida, con dos sillas, un pupitre, un perchero y una papelera. Alrededor de la isla, sin poner nunca el pie en la alfombra, se movía intermitentemente un desfile de empleados con cuello duro, haciendo caso omiso de los ocupantes, atentos sólo a pasar entre las dos puertas situadas a ambos lados de la sala. El sargento Cribb dirigió su pulgar hacia la puerta que había tras él.

– Sección de Estadística. Todas las hojas de cargo que haya escrito usted han pasado por ahí. Diarios, agendas de comisaría, informes matutinos de delitos. Impide que un pequeño ejército de chupatintas arme líos, por eso no lo juzgo mal. Y de vez en cuando aparecen con algo interesante.

Thackeray se dispuso a interesarse. Él sabía que Cribb pedía total atención. El arrastrar los pies y rascarse la barba podía pasar con el inspector instructor, pero no con el sargento Cribb.

– ¿Pasa usted mucho tiempo en teatros de variedades?, -preguntó de pronto el sargento. Podía haber sido el comienzo de una conversación adecuada, si no fuera porque Cribb era raramente educado y no daba conversación.

– Normalmente no, sargento -admitió Thackeray-, Soy más bien hombre de melodrama. -Añadió entendidamente-: Irving, en el Lyceum o Wilson Barrett, en el Princess’s.

– ¡Lástima! Pero, ¿habrá estado usted en un teatro de variedades, supongo?

– ¡Oh, sí, sargento! Tuve un servicio regular cuando estuve en la división E. Es sólo que el teatro de variedades no es mi…

– De ahora en adelante lo será -le dijo Cribb-, Mire esto.

Alargó un fajo de papeles al policía y tensó los muslos para hacer que la silla se balanceara sobre las patas traseras mientras esperaba, sin mucha paciencia, a que la información fuese digerida.

– Informes de accidentes -aventuró Thackeray al cabo de un momento-. De varias divisiones distintas.

Un silencio desdeñoso recibió la observación. Volvió a la lectura.

Cribb se levantó para mirar por la ventana a los coches de caballos que eran sacados fuera de la Oficina de Transporte Público, que estaba en el patio de abajo. Era un hombre alto, flaco, de movimientos decididos y poco habituado a períodos de inactividad, pero era vital para su propósito que Thackeray examinase totalmente los informes. Esperó como un halcón encapuchado.

– ¡Ya lo veo, sargento! -anunció Thackeray unos minutos después.

– ¡Fantástico! -Cribb casi saltó de nuevo a su silla-, ¿Qué conclusión saca usted?

– Bueno, sargento, si los leyera de uno en uno, los pasaría por alto como simples accidentes, pero seis en cuatro semanas es increíblemente difícil de creer. Realmente, no se pueden achacar todos a una coincidencia.

Cribb asintió.

– Puede haber habido más, desde luego. Estos informes han sido hechos por policías de servicio muy observadores. Otros pueden haber desviado la vista en el momento crucial, o simplemente no se han molestado en informar de lo que veían. En un distrito de policía, un único accidente puede no parecer extraño en absoluto. Reunidos todos aquí, en la Sección de Estadística, forman una muestra, y no precisamente agradable.

– ¿Quiere usted decir que hay alguien detrás de todo esto, sargento?

– Podría ser. Podría ser muy bien. Ordénelos, ¿quiere?

Thackeray puso los papeles en orden cronológico.

– Parece haber empezado el 15 de septiembre, con las hermanas Pinkus en el trapecio, en el Middlesex.

– ¡Ah, el viejo Mo!

– ¿Cómo dice, sargento?

– El Middlesex -soltó Cribb-. El viejo Mo. ¡Despierte, hombre! Está construido sobre la vieja taberna Mogul, en Drury Lane.

Thackeray sonrió tímidamente.

– Sí, mi sargento, debería haberlo sabido. Bien, allí es donde las Pinkus se quejaron al sargento Woodwright de que alguien había trucado su trapecio. Podía haber tenido consecuencias muy desagradables, creo. No obstante, tal como sucedió, las jóvenes tuvieron suerte. El sargento menciona a la señorita Lola Pinkus mostrándole un importante cardenal «ligeramente por debajo del hombro izquierdo», dice, pero eso parece ser todo lo que sucedió.

– Humm. Lo suficiente para los que son como Woodwright. Las lesiones femeninas es mejor creerlas sin comprobarlas. He oído que más de un tobillo torcido ha hecho perder sus galones a un buen sargento. ¿Cuál es el segundo informe que tiene usted ahí?

Thackeray examinó la hoja.

– Belloti, el que baila sobre barriles, sargento. El 17 de septiembre en el Metropolitan, en la calle Edgware. Termina su número con una especie de baile de marineros sobre tres barriles. En cuanto puso el pie en el del centro, cayó de bruces, se rompió el brazo y se le prendió fuego en el cabello al golpearse contra las candilejas. No es sorprendente, con el macasar que algunos de estos extranjeros utilizan. Creo que es inflamable. Bueno, la sorpresa fue que encontraron una línea del eje untada de grasa alrededor de uno de los toneles. En cuanto Belloti lo tocase con el pie, era seguro que se daba un trompazo.

– Un episodio desgraciado -comentó Cribb con un resoplido-, Luego hubo esa lucha en el Oxford. ¿No fue eso a la noche siguiente?

– Sí, el 18. Un cómico llamado San Fagan le rompió la mandíbula a un tramoyista después de que se bajara el telón al finalizar su número. El agente Barton, que estaba en el lugar, le denunció inmediatamente por agresión, por supuesto, pero el juez de la calle Bow desestimó el caso a la mañana siguiente. Dice aquí que «Fagan actuó precipitadamente, pero que había sido sometido a excesiva prov… humm… prov…».

– Provocación. Ésa es la parte que nos interesa. Lea en voz alta el informe de Barton sobre lo que sucedió en el escenario.

– Sí, mi sargento. Aquí dice: «Nada impropio fue advertido hasta la tercera y última canción de Sam Fagan, Puedes tener la seguridad de que a ella le gusta, en la que invita a la audiencia a cantar con él. Por comodidad, tiene la letra de la canción escrita en una gran hoja enrollada en un rodillo.

»Aquella noche desenrolló la hoja como de costumbre y pidió a los clientes que cantasen. La primera línea era la correcta, Quisiera poder decirte lo que he visto, pero el resto de la canción había sido alterado vergonzosamente por algún desconocido y contenía ciertas referencias a un Gracioso Personaje que, como leal súbdito que soy, no puedo repetir en un informe abierto. Fueron anotadas en mi libreta, la cual el inspector Fredericks ha puesto en lugar seguro dentro de un sobre sellado en la caja de caudales de la comisaría. Desgraciadamente, los mil ochocientos espectadores ya habían cantado las tres cuartas partes de la canción antes de que se dieran cuenta del horrible significado de las palabras. Acto seguido, Fagan fue bombardeado con fruta y abucheado desde el escenario. Fue entonces cuando tuvo lugar la agresión al tramoyista». ¿Qué cree usted que decía la letra, Sargento?

– Más vale que no especulemos, agente -le advirtió Cribb- pero si es lo que me supongo, puede usted estar seguro de que a Ella no le gustaría.

Thackeray consideró prudente proseguir con el informe siguiente.

– Esto fue al lunes siguiente, sargento, el 20 de septiembre. El tragasables, si lo recuerda usted. Creo que eso fue absolutamente despreciable. Ya debe de ser bastante penoso de por sí el tener que introducirte una espada garganta abajo para ganarte la vida, como para que alguien unte de mostaza la mitad del filo. El pobre tío debió de toser espantosamente.

Cribb se llevó la mano a la garganta en señal de solidaridad.

– Ya es bastante malo cuando una espina se atraganta -dijo-. ¿Dónde sucedió? En el Tivoli Garden, ¿no? En cualquier caso, bastante cerca del hospital de Charing Cross. ¿Qué otros informes quedan?

– Los demás incidentes sucedieron dos semanas más tarde, a principios de octubre, sargento. Hubo esa… humm… desgracia de la señorita Penélope Tring, la Voz en el Columpio. ¡Vaya apuro! El policía de servicio parece que estaba muy bien situado para informar de todo de forma tan exacta.

– ¡Maldita sea, Thackeray! Parece usted obsesionado. Usted no estaba en el Royal esa noche y no podemos representarlo de nuevo para usted.

– ¿Cree usted que pudo haber sido un simple accidente, sargento, sin conexión con los demás sucesos? -Vio en seguida que Cribb no lo creía.

– Ya veo que no ha ido usted más allá de la descripción de lo que le sucedió a la señorita Tring -le reprendió Cribb-. Si continúa usted leyendo, verá que el vestido había sido descosido por tres sitios. En cuanto hubo presión…

– ¡Horrible! -murmuró Thackeray.

– Así es. No me sorprende que ella escogiese tirarse del columpio. Aterrizó en la platea, se rompió el brazo por dos sitios y dejó sin sentido a un espectador. No creo que le doliese siquiera.

Hubo una breve pausa, mientras cada uno de los policías lamentaba la desgracia de la señorita Tring. Cribb chasqueó la lengua y Thackeray se estiró los puños pensativamente. Luego carraspeó.

– El último es el accidente en el Canterbury, el 9 de octubre. Si eso fue deliberado, creo que estamos buscando a un loco, sargento. La chica de la caja podía haber muerto. ¿Cree usted realmente que está conectado con los demás accidentes?

Cribb se encogió de hombros.

– No puedo decirlo, pero si lo está, entonces tenemos en la cárcel de Newgate a un hombre inocente.

Su ademán improvisado fue algo precipitado, y Thackeray tenía un oído muy fino para el engaño.

– Hay algo más, ¿no es así, sargento? Usted no se tomaría esas molestias porque algunos actores de teatros baratos se abochornasen y se rompieran unos miembros aquí y allá, a menos que haya algo más que le preocupe.

Cribb le miró ferozmente y luego sacó una hoja de papel doblada.

– Esto fue entregado en la comisaría de policía de Stones End esta mañana.

Thackeray desdobló el papel, un ajado cartel del Grampian en la calle Blackfriars. Había una relación de veinte números o más, y ninguno que se distinguiera, por lo que él podía ver.

– ¿Ve usted los círculos? -preguntó Cribb.

Examinó de nuevo el cartel. El segundo número de la lista era «Cuchillo Reluciente, ¡sensacional lanzador de machetes piel roja!». «Sensacional» estaba subrayado en tinta negra. Más abajo, la palabra «Tragedia» también estaba marcada de forma similar con referencia a «Jason Buckmaster, actor trágico y retórico». Un tercer círculo había sido trazado alrededor de las palabras «Esta noche», que aparecían con un tipo de letra muy adornado al pie de la hoja.

Thackeray pronunció las palabras en voz alta.

– Suena a baladronada, sargento. Este tío es un loco, seguro. ¿Qué hacemos?

– Podría ser sólo un chiflado -dijo Cribb-, pero no me puedo arriesgar. Todo está siendo revisado en el teatro, como medida de seguridad, y usted y yo, y cuatro policías de paisano de Stones End estaremos allí esta noche para vigilar cada movimiento en el escenario, desde la acróbata voladora japonesa hasta la bailarina transformista. Pero ahora mismo vamos a ir a ver a ese hombre que está en Newgate, si cree usted que nos enfrentamos a un nuevo caso, desde luego.

Thackeray hojeó de nuevo los informes, intentando establecer una conexión entre ellos. Cosas raras sucedían en el teatro, extrañas coincidencias. Se rascó la barba.

– Estará usted libre de todo servicio en la calle Paradise -le prometió Cribb.

– ¿Y de las clases, sargento?

Cribb le guiñó un ojo y poco después dejaban juntos Scotland Yard.

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