El sargento Cribb gruñó:
– Scotland Yard no es el Banco de Inglaterra. ¡Cuatro chelines! Eso es lo que yo pago por una semana de alquiler en los alojamientos de los hombres casados. No sé lo que le pasó, agente, haciéndose el señor por Londres en cabriolé. ¿Cómo puedo anotarlo como gastos razonables? Al menos de regreso podría usted haber tomado el autobús.
Thackeray aceptó la reprimenda. Era mejor sentirse avergonzado por la irritabilidad de la lengua de Cribb que por un viaje en bombachos en autobús. Nunca sabría la verdadera razón de aquel costoso viaje de vuelta. Confidencias de esa naturaleza era mejor ocultárselas a Cribb.
Cómodo ahora, con sombrero hongo y pantalones de franela, Thackeray le mostró el camino por Kensington Palace Gardens hasta Philbeach House. Una perfecta tarde de otoño, el destello de las hojas era increíblemente carmesí en su serpenteante caída. Realmente, no era la ocasión para que Cribb perdiera el tiempo con los precios de los coches de alquiler. Pasó una niñera uniformada, empujando un cochecito de tres ruedas. Thackeray levantó el sombrero y ella casi se cayó encima del niño que iba delante dando sus primeros pasos.
– Que me aspen si está usted escuchando -dijo Cribb-. ¿Dónde dice que está esa casa de reposo? Ya es hora de que lleguemos, necesito algún lugar donde apoyar mis pies.
Thackeray tosió forzadamente.
– Le dije que había un buen trozo desde la parada del autobús, sargento.
Recordaba para sí la dramática afirmación de Cribb al comienzo de la tarde:
– Scotland Yard ya ha vigilado y esperado lo bastante. Es imperativo que entremos inmediatamente en esa casa. Ha llegado la hora de la acción, agente.
Y así, salieron al momento hacia la calle Westminster Bridge. Y esperaron veinte minutos para tomar el autobús y hacer un viaje de tres peniques hasta Kensington.
Y llegó el momento en el que estuvieron ostentosamente en la entrada principal de Philbeach House y Cribb tiró de la campanilla.
– Policía -anunció al sirviente, que abrió parcialmente la puerta-. ¿Quiere tener la bondad de informar al propietario?
El rostro tenía las cicatrices y la mirada brutalizada de un expúgil. La comprensión aparecía lentamente en él. Se retiró sin decir palabra.
– ¿Oye usted algo? -preguntó Cribb.
Thackeray se quitó el sombrero y puso un oído en la puerta.
– Suena como si cantasen, sargento. Himnos, supongo. En domingo por la tarde.
Cribb no estuvo de acuerdo.
– Tommy hazle sitio a tu tío no está en mi libro de himnos.
El rostro volvió a aparecer.
– La señora dice que pasen.
– ¿La señora? -Cribb repitió la palabra, arqueó las cejas, se quitó bruscamente el sombrero de hongo y caminó hacia adelante. Fueron descortésmente conducidos a través de un vestíbulo embaldosado, flanqueado por hileras de marchitos arbustos en tiestos de cobre, pulidos para una somera inspección. En las paredes se alineaban carteles enmarcados del teatro de variedades, como en Scotland Yard los carteles de recompensa. Desde algún lugar delante de ellos el canto se convirtió en un coro, claramente no eclesiástico. En otro lugar de la casa alguien estaba dando martillazos.
El sirviente arrastró los pies hasta que se detuvo, se apoyó contra la puerta y murmuró entre dientes:
– Aquí hay dos guindillas -dijo al abrir.
Después se volvió, apartó a los detectives con el hombro como si fuesen cortinajes drapeados, y se fue arrastrando los pies. Si esto era una antigua estrella del teatro, tenía sus talentos bien escondidos.
Cribb abrió más la puerta y entraron en una sala notable. El obligatorio mobiliario de salón estaba allí: aparador, mesa y sillas de caoba oscura, sillones y sofás tapizados en terciopelo, piano, vitrina y biombo. Pero la ornamentación era tan inesperada que se pararon, momentáneamente anonadados. Las paredes, donde debía haber habido un discreto papel de tela, estaban decoradas a mano con cientos de rostros humanos individualizados mirando fijamente hacia dentro con expectación, un deslumbrante desfile de manchas rosas y naranjas, roto por trozos sombreados que representaban sombreros, corbatas y barbas, y todos haciéndose más pequeños y menos destacados hacia el techo para conseguir el efecto de profundidad. Era como perderse en un escenario, frente a una sala atestada de espectadores.
Después de esa sensación vinieron otras. Más caras, caras blancas y sin expresión, una hilera de mascarillas de yeso bajo cúpulas de vidrio, alineadas en el aparador, una, grotescamente adornada con una peluca de crepé; otra, coronada con un viejo sombrero de seda. Cada una rotulada en dorado con el nombre de la fallecida estrella de las variedades. La parte superior del piano soportaba un pequeño ejército de cáscaras de huevo pintadas para representar aún más rostros, miniaturas de cómicos y payasos con todo su maquillaje, y con mechones de pelo de caballo pegados para darles realismo. Y las vitrinas estaban atestadas de marionetas y muñecos de ventrílocuos que miraban con sus ojos saltones inexpresivamente al frente, como el resto.
Un rostro de entre los cientos se movió.
– Pasen, por favor. Es un poco enervante, creo, si uno no pertenece al mundo del teatro. La mayoría de nosotros, aquí, en Philbeach, lo somos, ya ve. Mi nombre es Body. Viuda, hace siete años. ¿Cuál es el suyo?
Una figura como de muñeca, envuelta en un chal negro, hablaba desde el centro de un gran sillón de orejas, con las piernas fuera de la vista sobre el fondo del sillón. La cara estaba meticulosa y bellamente moldeada, radiante, aunque era imposible precisar dónde empezaba el colorete y dónde terminaba el arrebol del fuego. El cabello, demasiado rubio para ser natural, encuadraba unos rasgos con profusión de rizos, como un estudio de niño de Reynolds.
– Cribb, señora. Sargento Cribb y agente Thackeray. Investigando personas desaparecidas. Creo que esto es un hogar para artistas de variedades desamparados.
– Correcto. -La dicción de la señora Body, como su cabello, era algo demasiado pomposa-. El canto que puede usted oír forma parte de una función que están ensayando. Uno nunca se retira realmente del teatro, ¿saben? Los golpes no forman parte de la actuación. Tengo aquí al empleado del gas.
– ¿En domingo, señora? Esto no es normal.
– Sí, pero los escapes de gas no respetan la observancia del día del Señor. El empleado del gas me ha dicho que podía ser peligroso si se dejase. Ahora, por favor, siéntense y díganme cómo puedo ayudarles.
Thackeray escogió una silla al lado del sillón que cogió Cribb. El mobiliario tapizado parecía inapropiado para el rango de agente mientras hubiese disponible un sólido trabajo de carpintería. La señora Body se le dirigió:
– Está usted sentado en una de nuestras más preciadas reliquias, señor Thackeray. No, está muy bien que la utilice. No se levante. Es la mismísima silla que W.G. Ross utilizaba para sentarse en los años cuarenta cuando cantaba la Balada de Sam Hall en las bodegas de sidra.
– ¡Aquella maldita redada! -dijo Cribb.
– ¡Lo recuerda usted! ¡Espléndido! ¡Señor Cribb, es usted un entendido de la escena de variedades, de veras!
– Eso sería exagerar, señora. Mi interés por Sam Hall es más por su historial criminal que por su leyenda en la canción. Es una bella colección de artículos del music hall la que tienen ustedes. ¿Podría ser eso un depósito de calcio utilizado como carbonera allí en el hogar?
Ella aplaudió.
– ¡Es usted realmente un entendido! Deben de haberle enviado a usted a propósito. Espero que podré ayudarle a encontrar a algunas de sus personas desaparecidas y luego puede usted volver siempre que quiera para charlar conmigo.
Las preguntas del sargento raramente se volvían tan personales. ¿Era eso un toque de color asomando a sus mejillas? Thackeray se abstuvo de mirarle demasiado atentamente. Seguro que era el fuego.
Estallaron aplausos en la habitación de al lado, sorprendentemente estridentes para un domingo por la tarde, incluso entre artistas de variedades. Pero éstos dieron paso a una exquisita interpretación de barítono bajo de una de las canciones cómicas más finas y populares de John Orlando Parry.
– Se necesita una institutriz, adecuada para ocupar -cuando, inexplicablemente, un estallido de risas sofocadas interrumpió al solista. Consiguió cantar-: El puesto de enseñante con habilidad -y de nuevo se vio obligado a parar por la ruidosa reacción de su público-. En la familia de un caballero muy gentil -comenzó de nuevo-, en la que se espera que la señorita intentará ocultar… -y ya incontroladas carcajadas le hicieron imposible continuar.
Cómo una simple tonada podía dar lugar a tales risotadas, era un desafío para la imaginación.
– Perdóneme. -La señora Body se levantó decididamente de su silla, cruzó la habitación hacia la puerta que comunicaba y fue en la dirección de donde procedía el escándalo, que paró casi al momento. Sólo continuó el martilleo procedente de una habitación, al otro lado.
– ¡Vaya a ver al empleado del gas, rápido! -ordenó Cribb yendo a zancadas hacia la puerta que la señora Body había utilizado-. Yo vigilaré.
Thackeray reaccionó al instante, casi tirando la silla de W.G. Ross en la acción. Abrió la puerta y vio un largo comedor con paneles. Había varias mesas puestas para la cena. Entre los adornos de la mesa había candelabros de plata. Casi al final, en una tenue neblina, estaba el empleado del gas, con mono, metido hasta las rodillas en los cimientos y con media docena de tablas de suelo abiertas con una palanca a su alrededor. Se volvió con el martillo en la mano e hizo un guiño. ¡El mayor Chick!
– Exactamente en el campo del enemigo, ¿eh? -dijo el mayor en un teatral susurro-. Soy una verdadera caja de sorpresas, agente. -Thackeray cerró la ventana y asintió con pesar en respuesta a las enarcadas cejas de Cribb.
– Ustedes perdonarán que haya salido con tanta precipitación -dijo la señora Body volviendo a entrar- no eran en absoluto conscientes de que su pequeño concierto nos estaba molestando.
– ¿Sus huéspedes son exclusivamente masculinos? -preguntó Cribb, tocando un par de zapatillas de ballet que estaban sujetas al lado de la repisa de la chimenea junto con otras, y que recordaban ratas muertas a tiros en la puerta de un granero.
– ¡No, no! Recojo a cualquiera que tenga problemas temporalmente. Da la casualidad de que tengo a nueve señoras residiendo aquí en este momento. Pero nunca ha habido ni el más mínimo asomo de algo indecoroso en Philbeach House, ¿me entienden?
– Eso se da por supuesto -contestó Cribb.
Thackeray también asintió.
– ¡Qué encantadores! ¿Sabe usted, señor Cribb?, me recuerda sorprendentemente al malogrado esposo de la señora Body, salvo que él no era tan alto como usted y llevaba gafas. Usted ve bien, ¿verdad?
– Creo que sí, señora.
– No se confíe. Nusquam tuta fides, como el señor Body acostumbraba a decirme a menudo. «Nuestra confianza no está segura en ningún sitio», y perdió sus gafas en Hyde Park, y se ahogó en el Serpentine. ¿En qué puedo ayudarle, señor Cribb?
– ¿Lleva usted un registro de sus huéspedes, señora?
– ¿Un registro? Me temo que nada tan formal. Sin embargo, puedo decirle quiénes son.
– Muy bien. Thackeray, necesitará usted su libreta. ¿Quizás quiera usted empezar por las damas, señora Body?
Se dio una palmada en las mejillas.
– ¡Oh, Dios mío, una libreta! Eso es suficiente para hacerme olvidar mi propio nombre, aparte de los nombres de los huéspedes.
– Olvide que Thackeray está aquí, señora -le sugirió Cribb-. Considérele otra cara pintada de la pared. Puede usted recordar los nombres para mí, ¿verdad?
Se revolvió de placer en su sillón.
– Si me lo pone usted así, creo que puedo. Bien, están Beatrice y Alexandra, mis más antiguos residentes. Son cantantes.
– ¿Sus apellidos, señora? -preguntó Thackeray.
Cribb le miró con ferocidad.
– ¿Cuándo llegaron?
– Oh, hace por lo menos dieciocho meses -dijo la señora Body-. Son hermanas, ¿sabe? Su apellido es Dartington. Ahora tengo aquí dos parejas de hermanas. Las otras son artistas de trapecio, Lola y Bella Pinkus. Si no fuese hacer un viejo chiste de music hall las describiría como muy excitables. Decentes, pero muy fogosas. Creo que echan de menos el ejercicio que acostumbraban a hacer.
– ¿Están sin trabajo, entonces?
– Sí, pobres niñas. Una pequeña desgracia en el Middlesex y las despidieron. No podían pagar el alquiler ni encontrar otro empleo, así que les ofrecimos que viniesen aquí. Y lo mismo con la mayoría de las demás: la señorita Goodbody, la señorita Archer, la señorita Tring…
– ¿La Voz del Columpio? -dijo Cribb.
– ¡Sí! ¡Qué ilusión le hará a Penélope cuando le diga que sabe usted su nombre! Estaba en un terrible estado cuando llegó aquí. Tuvo una experiencia insoportable en su columpio, pero aquí, a nuestra alegre manera, estamos intentando que no se lo tome tan en serio.
– Estoy seguro de ello -dijo Cribb. El ruido de la habitación contigua, reiterándose de nuevo, era una evidencia de ello-. Eso hace siete señoras. ¿Quiénes son las demás?
La señora Body hizo un rápido inventario de sus huéspedes con los dedos.
– ¡Ah!, la señorita Harriet Morris, cantante y bailarina. Ha sufrido unas desgracias tan lamentables la pobre niña… y luego está mi último huésped que llegó ayer después de comer, y debo confesar que aún no sé su nombre. Es la madre de un forzudo que fue atacado por un perro y que trajeron aquí esta mañana.
– El gran Albert -dijo Cribb-, ¿Quién se lo trajo?
– ¡Pues la Funeraria! No les habré sorprendido, ¿o sí, caballeros? Deben de haber oído hablar de la Funeraria, George y Bertie Smee, uno de los más fantásticos números cómicos de Londres hasta que tuvieron un accidente hace dos meses. Son una muy buena compañía, ¡y ayudan tanto! Fueron hasta Lambeth en un coche de alquiler para persuadir a Albert de que se viniese aquí a convalecer.
– ¿De veras? ¿Y cómo se enteró usted de la lesión de Albert?
La señora Body sonrió beatíficamente.
– Hay muchos más buenos samaritanos en las variedades de los que usted cree, señor Cribb. Cuando un artista sufre una lesión puede usted estar seguro de que alguien de la misma compañía, o entre los espectadores, habrá oído hablar de Philbeach House. En este caso fue un conocido personal de Sir Douglas Butterleigh.
– ¿Su benefactor?
– El mismo. Vemos poco a Sir Douglas, pero tiene muchos amigos, y a algunos de ellos les gusta unirse a nuestra filantropía. Prefieren permanecer en el anonimato.
Cribb asintió de manera que expresaba que no había esperado menos.
– ¿También les dio su informante la dirección de Albert? Le trajeron aquí increíblemente deprisa.
Hubo una pausa mientras la señora Body enroscaba uno de sus rizos alrededor del dedo índice de la mano izquierda.
– Señor Cribb, hace usted unas preguntas tan sospechosas… ¿Cree usted que me cogerá diciendo algo indiscreto? Creo que me gusta la perspectiva de ser atrapada por un verdadero policía. ¿Qué le gustaría que dijera?
El lápiz de Thackeray se le escapó entre los dedos y rodó por el suelo. Murmuró una disculpa y lo recogió. ¿Cómo puede uno reaccionar como una pintura mural cuando su superior está siendo expuesto a un peligro moral?
– Simplemente preguntaba cómo supo la dirección de Albert, señora -dijo Cribb.
– A través de su representante, claro, -contestó la señora Body-. Todo artista se asegura de que su representante tenga su última dirección. Señor Cribb, arriba tengo algo que le interesará, como amante que es usted del teatro de variedades. Debió usted haber estado en el viejo Alhambra de la Plaza Leicester antes de que perdiese su licencia musical y de baile. Pues tengo una pequeña salita amueblada como una perfecta copia de un palco del Alhambra, incluso con las cortinas y las sillas que le compré al propietario.
– No creo que tenga tiempo hoy, señora… -empezó a decir Cribb.
– Quizás en otra ocasión, cuando quiera usted interrogarme más -aventuró la señora Body-. Puede usted comprender mi deseo de escapar de mis responsabilidades de vez en cuando. Es entonces cuando me retiro a mi pequeño palco de arriba.
Thackeray se sonó ruidosamente.
– Pero deseará usted saber los nombres de mis huéspedes masculinos, -dijo la señora Body, cuyos pensamientos habían sido evidentemente desviados por la interrupción-. No sé si podré recordarlos todos. Alojo a la mayoría de la antigua orquesta del Alhambra.
– La comprendo, señora -dijo Cribb con convicción-, Pero ellos no constan en mi lista. ¿Tiene usted a un italiano que baila sobre barriles, llamado Belloti?
– ¡Sí, sí! -Abrió los brazos con exageración-, ¡Qué espléndido! ¡Le puede tachar de su lista!
– ¿Y a un cómico llamado Fagan?
– ¡Sam Fagan! Es la voz de Sam la que oye usted en la habitación contigua.
– Ésa es una buena noticia, -dijo Cribb-. ¿Podemos pasar?
La señora Body levantó una mano.
– Esta tarde no. Hay ensayo, ¿sabe? Insisten en que los ensayos sean privados.
– ¿Y para qué están ensayando, señora?
Por un momento la señora Body pareció confundida.
– ¿Para qué, señor Cribb? Pues para cuando vuelvan a las candilejas, cuando estén totalmente recuperados. A algunos de ellos ya no los contratarán nunca más, pero sería muy cruel si les privásemos de sus pocas esperanzas.
Esta patética visión de los huéspedes era difícil de reconciliar con lo que salía en ese momento de la puerta de al lado. Una voz, presumiblemente la de Sam Fagan, estaba intentando recitar un poema del difunto Thackeray. Como la canción, estaba siendo acogido de la forma más extraña.
El señor Fagan recitaba:
Pero de todos los pobres tesoros que adornan mi nido,
Hay uno que me encanta y es el que más aprecio,
Ni por el más bello de los sofás acolchado de cabello
Te cambiaría jamás, silla mía de mimbre.
En ese momento, carcajadas de risa indecorosa interrumpieron la interpretación. Era imposible creer que un conocido poema de salón pudiese ser acogido así.
Tienes las patas arqueadas, el respaldo alto y el fondo comido
Con el respaldo crujiente y las viejas patas retorcidas
Pero desde la bella mañana en la que Fanny se sentó ahí
Te bendigo y te amo, vieja silla de mimbre.
– ¡Extraordinario! -exclamó Cribb, no por el poema, sino por el persistente rumor de risitas que lo acompañaba, con las voces de las mujeres tan destacadas como las de los hombres. ¿Estaban interpretando alguna inexplicable pantomima como acompañamiento?
Si las sillas también sienten, al soportar tales encantos
Un estremecimiento debe de haber sacudido tus secos y viejos brazos.
Yo quería, anhelaba y deseaba desesperadamente
Deseaba haberme convertido en una silla de mimbre.
Un verdadero estruendo infernal de risotadas provocó la esperada reacción de la señora Body.
– Perdónenme, caballeros. Otra vez se están pasando.
No había llegado a la puerta cuando la detuvo en su camino una estremecedora explosión que procedía de la dirección contraria.
– ¡El mayor! -dijo Thackeray, y corrió hacia la puerta del comedor.
Al abrir la puerta, la polvareda se esparció. Por un momento fue imposible ver nada. Después, se pudieron apreciar los efectos de la explosión: suelos de madera destrozados, mesas caídas y ventanas rotas. No había ni rastro del mayor, pero una ventana abierta daba pie a la esperanza.
– ¡Vaya al conducto principal y cierre el gas! -ordenó Cribb al primer rostro asustado que apareció de la habitación contigua. El hombre tuvo el buen sentido de obedecer al instante-. Cuide de la señora Body, ¿quiere? -pidió Cribb a alguien más.
La habitación se fue llenando rápidamente de gente, chocando unos con otros en medio de la envolvente polvareda.
– He cerrado la puerta, sargento -dijo Thackeray cuando encontró al sargento-. El mayor parece haberse ido. No creo que fuese lo bastante violenta como para haberlo…
– ¿Hecho pedazos? Lo dudo -dijo Cribb-. ¿Qué lleva usted debajo del brazo?
Thackeray volvió a colocar el fardo que llevaba.
– Creo que es Beaconsfield, sargento. Casi tropiezo con él hace un segundo. La pobre bestia está temblando como un flan.
– Y está absolutamente ridículo también con esa cinta rosa alrededor de su garganta. Creo que está temblando de humillación.
La atmósfera de la habitación se iba aclarando, aunque persistía un murmullo de agitada conversación. Dos mujeres jóvenes en trajes de malla cuidaban de la señora Body, que estaba echada en su sillón en un estado de postración nerviosa.
– ¿No es aquél Albert, sargento, en aquel grupo de allí? -preguntó Thackeray.
– Probablemente. Es mejor no reconocerle abiertamente. Nos podemos enterar de mucho más con la ayuda de Albert. Y vigile a su madre. Si viene por aquí, mejor será que deje usted a Beaconsfield y se largue por la puerta principal. Este estúpido y baboso animal es capaz de estropearlo todo. ¿Le tiene usted cariño a los dogos, quizás?
– No especialmente, sargento. Sólo parecía estar falto de confianza en medio de la confusión.
Cribb miró con desprecio al perro.
– Ése es su estado natural.
Al otro lado de la habitación, Albert llamaba la atención de Thackeray.
– Parece que le ocurre algo a Albert, sargento. ¿Cree usted que está bien? Creo que me señaló. Ésos son los hombres que estaban con él en el coche.
Cribb miró al grupo con interés. Los señores Smee, la Funeraria, eran difíciles de imaginar como número cómico. Albert estaba entre ellos, aflojándose el cuello de la camisa con el dedo índice.
– A lo que parece le ha entrado polvo en la camisa -dijo Cribb-. No le mire fijamente. Todos saben que somos polis. Suelte al perro y veremos si puede reconocer a alguien. Ésas deben de ser las hermanas Pinkus.
Un momento después, Thackeray insistió tozudamente con el tema de Albert.
– Sargento, se está rascando el cuello como un mono. No es natural. Se está quitando el cuello de la camisa.
– ¿El cuello de la camisa? -Cribb giró en redondo-. ¡Dios mío! ¿Qué ha hecho usted con Beaconsfield?
– Lo solté, como me dijo, sargento -dijo Thackeray, totalmente desconcertado. No se veía al perro.
– Bueno, pues encuéntrelo otra vez, ¡rápido, por el amor de Dios! Albert nos está haciendo señales. Tiene que haber algo escondido bajo esa cinta que lleva el perro al cuello. ¿Adónde habrá ido ahora ese puñetero animal?
Cada detective salió en dirección distinta por la habitación, con el paso de mono habitualmente adoptado por los miembros del cuerpo cuando hacían rondas para buscar animales extraviados. Una de las jóvenes en mallas que estaba inclinada sobre la señora Body se irguió y lanzó a Thackeray una dura y larga mirada, pero, por lo demás, la confusión reinante desvió el interés de la búsqueda.
Fue Cribb quien localizó a Beaconsfield, jadeando detrás de un biombo. Llevó una mano hacia la cinta.
– Quieto, ahora. Quieto.
Beaconsfield gruñó. Cribb retiró la mano.
– ¡Ah, está usted ahí, agente! ¡Con cuidado, vea qué hay debajo de esa cinta inmediatamente!
El perro dejó que Thackeray se acercase. Quitó un pedazo de papel de debajo de la cinta y se lo dio a Cribb.
– ¡Malditos sean sus ojos! -dijo el sargento cuando lo hubo leído-. ¿Qué opina usted de esto?
Thackeray leyó el mensaje: «Todo está en perfecto orden. Gracias por su interés. Albert».