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Los agentes Salt y Battree, en servicio especial, cantaban a coro:


Al sargento le gusta buscar

Anarquistas y espías

Al final de las escaleras del sótano mientras la cocinera

Cuece al horno sus empanadas de conejo.


En la mejor de las tradiciones teatrales, se habían prestado voluntarios para volver a las candilejas y distraer al público mientras se restablecía el orden entre bastidores. Por eso, delante del telón de boca con paisaje montañoso bajado a toda prisa, marcaban el compás con las porras cantando alegremente la vida en el Cuerpo.

Al otro lado del telón, el gran Albert yacía entre las ruinas de su estrado profiriendo quejidos que llegaban al corazón. Alrededor de él había un grupo de interesados, con los que se podía contar para representar a cualquier infortunado, desde un niño perdido hasta un coche de caballos roto.

– Los animales en el escenario son siempre la cosa más próxima al desastre -informaba al grupo un fumador de puros bajito, vestido de etiqueta. Era, evidentemente, el director de escena-. He tenido aquí de todo: perros, monos, muías y crías de elefante. Totalmente dóciles fuera de escena. Ponlos frente al público y los problemas serán interminables. Si no te muerden son capaces de tirar abajo el decorado, y si no lo hacen, tienen maneras de llamar la atención sobre sí mismos en las que no voy a entrar. No se creería usted los trabajos que les he tenido que pedir a mis tramoyistas que hicieran.

– Pues ahora mismo puede usted pedirles que levanten las maderas que este pobre tipo tiene encima -espetó el sargento Cribb-. ¿Dónde está el botiquín? Necesitará cuidados.

– Baje usted la voz, señor -le pidió el director-. No hay necesidad de perder la calma. Aquí somos profesionales.

– El botiquín -susurró Cribb.

– Sí… Ahora no estoy totalmente seguro de dónde… No importa. ¡Ustedes, los de accesorios de ahí! Empiecen quitando estos listones, ¿quieren? Posiblemente necesitarán herramientas de la carpintería. Y usted, el del chaleco púrpura, vaya rápido a por sal al bar más próximo. Bañaremos la pierna en sal en cuanto hayamos despejado el escenario. ¿Se encuentra usted bien, Albert?

Un sonoro quejido desde el medio de los escombros provocó pesimistas movimientos de cabeza entre el grupo de rescate. Murmullos de preocupación se levantaron en las filas de atrás, porque la mayor parte de la compañía había abandonado los vestuarios al primer grito de dolor de Albert, y ahora andaban por el escenario con lo que llevaban (o no llevaban) en el momento de la crisis. El agente Thackeray, sentado en la cesta que contenía al bulldog, había prestado toda su atención a sujetar las correas con seguridad. Era confusamente consciente de que había un grupo apiñado cerca de él, pero no de que fuesen chicas de ballet. Cuando levantó la cabeza estaba a menos de un metro de una zona normalmente oculta por un tutú. ¡Un verdadero ultraje a la decencia! Bajó la cabeza al instante, como un gabarrero que acabara de ver un puente bajo. Después, gradualmente, y estrictamente por cumplir su deber, dominó su molestia y levantó los ojos.

Entonces llegó alguien con una palanca. Hubo una repentina confusión, y la intervención de una joven vestida de lila y blanco que gritaba con voz aguda: «¡No se atreva a acercarse a Albert con eso!», alarmó tanto al hombre que dejó caer la herramienta con estrépito. El perro ladró ruidosamente dentro del cesto, y el público, que no veía, estalló en carcajadas.

– ¡Tengan cuidado! -gritó el ingenioso agente de policía Battree-, ¡les estoy vigilando!

La protectora de Albert era la señorita Ellen Blake, la que actuaba en el primer número de la noche. Se agachó de una forma singularmente conmovedora por encima de la plataforma hecha añicos y metió su reconfortante mano por un agujero lateral. La retiró inmediatamente con un grito de horror.

– ¡Su brazo, está mortalmente frío!

– Si se levanta usted, señorita, y mira por aquí -le sugirió Cribb-, verá que su cabeza está al otro lado. Ha puesto usted su mano justamente en el travesaño de las pesas de Albert. Ahora retírese y deje que lo saquemos.

Dos tablones más fueron levantados con una palanca. Cribb tomó prestada una lámpara y se asomó con aires de egiptólogo que descubre su primera momia.

– No está malherido. Dos tablones más y le podremos arrastrar hasta este extremo.

La señorita Blake se acercó de nuevo y, para alivio de todos, una pálida mano salió de dentro al encuentro de la suya.

– ¡Bueno, ya ha pasado todo! -anunció el director dando una palmada-. Todo el mundo a los vestuarios excepto los llamados a escena para dentro de diez minutos. La representación sigue como estaba anunciada. -Añadió-: Más vale que nos demos prisa, no deben quedar muchas canciones de policías.

Cribb miró las gigantescas sombras danzantes de Salt y Battree proyectándose a través del telón.

– No les haría daño a esos dos coger al pájaro. De todos modos, ¡vaya una pobre imitación que hacen de la policía!

El director chasqueó los dedos.

– Digo, ¿ustedes no son…? Pensé que tenían aire de autoridad. ¿Cómo es que ustedes estaban…?

– No importa -contestó Cribb-, ¿Dónde podemos llevar a Albert?

– La sala de accesorios es la más cercana.

– Muy bien.

Todavía apretando la mano de la señorita Blake mientras ésta andaba a su lado, Albert fue llevado fuera del escenario y depositado en una polvorienta tumbona de la sala de accesorios.

Thackeray les siguió, arrastrando el cesto con su gruñón ocupante.

– ¿Tiene que estar aquí ese animal? -fueron las primeras palabras comprensibles de Albert.

– El perro es la prueba, ¡maldita sea! Un auténtico investigador nunca deja la prueba fuera de su vista. ¡No se puede confiar en nadie! -dijo un nuevo hablante desde la puerta de entrada que había detrás. Era el tramoyista del chaleco color púrpura que había ido a por sal; un hombre de poca envergadura y de piel tersa y juvenil bastante eclipsada por unos fieros ojos azules, bajo un mechón de erizado cabello gris.

– Ha habido una desacostumbrada demanda de empanadas y patatas al horno esta noche en la sala y la sal es tan escasa allí como las mujeres honradas. Por eso me traje esto del estudio fotográfico de al lado. -Mostró una botella grande y marrón-. Yodo, el remedio infalible contra las mordeduras de perro. Desinfecta a fondo, y si se pone generosamente sobre la herida, tiene la extraña capacidad de animar a un hombre aturdido.

El director expresó su admiración:

– ¡Dios mío, mayor Chick, es usted el hombre apropiado para una emergencia! Permítame que le presente a este caballero. Es policía.

– ¿De veras?, nunca lo hubiera pensado. Parece demasiado inteligente.

– Sargento Cribb, señor. -Se dieron la mano-. Y aquel que está sentado en el cesto es el agente Thackeray. ¿Cómo se llama usted?

– Chick. Percival Chick, mayor retirado. Del octavo de húsares. Quizás haya oído hablar de mí. No soy, como ve usted, un tramoyista corriente. Eso es un simple subterfugio. Como usted, sargento, ahora soy detective. Pero mis investigaciones se limitan a la esfera privada.

– ¡Un detective privado! -gruñó Cribb para sus adentros con una ferocidad igual a la del dogo en el instante en el que hundió sus dientes en Albert. ¡Qué noche! ¡Policías de comedia y ahora un detective privado! Era su primer contacto con uno de la especie, aunque había visto bastante a menudo los anuncios que insertaban en los diarios, y las placas de latón en sus puertas. Cualquiera que hablase con afectación y pudiese pagar el precio de un alojamiento en una de las zonas de la clase alta de Londres podía poner un negocio y sacarse unos ingresos limpios. Llenaban las habitaciones de carretones de libros viejos y aparatos químicos obsoletos y en seguida había un tropel de visitantes ricos con fantasías de chantaje, secuestro y escándalos familiares. Y así, alimentando sus temores con unos cuantos descubrimientos falsos, acusaban sin fundamento de algún delito a algún desgraciado sirviente y reclamaban sus honorarios en guineas, con algunos selectos comentarios sobre la impotencia de Scotland Yard.

– Encantado de conocerle, señor. ¿Y qué hace usted aquí, si puedo preguntárselo?

El mayor Chick miró con cautela a su alrededor. Sólo quedaban allí el director de escena, la señorita Blake y los hombres de Scotland Yard, además de Albert.

– Creo que sería mejor que mi cliente, el señor Goodly, se lo explicase.

– Sí, claro, desde luego -dijo el director-. Una serie de desgraciados accidentes en los teatros de variedades de Londres me ha llevado a contratar a un detective. Dudaba de si realmente eran o no accidentes. Casi todos los teatros de algún renombre los han sufrido en los dos últimos meses, excepto el Grampian. Desde hace tiempo parecía inevitable que nos llegase el turno. Por eso el mayor Chick se ha disfrazado de tramoyista durante esta última semana, listo para investigar un suceso como éste, aunque parezca más que improbable que la pequeña dificultad de esta noche haya sido deliberadamente provocada. No se puede culpar a los anarquistas del veleidoso comportamiento de un perro, ¿no es así? Sin embargo, deduzco de su pronta llegada a escena que también ustedes estaban vigilando por si surgía algún problema.

– No se preocupe por eso -dijo Cribb-. Ocupémonos de Albert. Déme el yodo, mayor. -Su voz tenía la autoridad de un coronel por lo menos, y el mayor Chick casi se cuadró al obedecer la orden. Desde ese momento ya no se cuestionó quién era el responsable de las investigaciones.

– Por favor, déme usted su pañuelo de bolsillo, Thackeray.

Entre las curiosidades de ¡a sala de accesorios había una mesa para jugar a las cartas en la que Cribb colocó su chaqueta antes de subirse los puños de la camisa como un mago.

– Quizás podría usted sujetarle la pierna, mayor, y usted señorita Blake, intente evitar que Albert sienta dolor. Ahora le quitaré este trozo roto del traje de mallas y dejaré la herida al descubierto… ¡Muy bien! Es un mordisco feo. No hay mucha sangre, pero estos dientes se clavaron un poco, ¿eh, Albert? Ahora sólo voy a limpiar la superficie, así. Luego haré un tampón con el pañuelo, lo empaparé de yodo y lo aplicaré firmemente…

Albert inspiró a través de sus dientes apretados e hizo un ruido como de cohete ascendente. Cada uno le sujetó y empujó para abajo un miembro mientras sus músculos se tensaban. Primero cerró fuertemente los ojos, luego los abrió del todo, llenos de lágrimas. Su mano apretó tan fuerte la de la señorita Blake que ésta gritó de dolor.

– ¡Buen trabajo! -le dijo a Cribb el mayor Chick-. Podría usted ganarse la vida como cirujano del ejército, ¿sabe? Está perdiendo su tiempo en Scotland Yard, hombre.

Cribb examinó a su paciente.

– Ya verá como al principio le escuece un poco, pero las heridas han de limpiarse. ¿Alguna herida más? -preguntó con la botella de yodo preparada.

Albert sacudió la cabeza con energía.

– Sólo los rasguños que me hice al caer a través de la plataforma. Estoy seguro de que el yodo no será necesario. Es el tobillo lo que me duele. Me lo torcí al caer.

– Pues no podrá usted trabajar en una o dos semanas -dijo el director sin mucho sentimiento-. Y le puede dar las gracias a su perro por los salarios perdidos. Si quiere seguir mi consejo, no tenga nada que ver con animales en el futuro. ¡Escuchen cómo gruñe esa bestia! Si fueses mío, perro asqueroso, ya sabría yo qué hacer contigo.

Albert se sentó.

– ¡Pero ése no es mi perro! Ese es blanco con manchas marrones y Beaconsfield es blanco y negro. Seguro que alguien se dio cuenta… he estado haciendo ese número durante tres semanas o más. Algún canalla puso ese animal salvaje en el cesto de Beaconsfield sabiendo que me atacaría tan pronto lo soltasen.

– ¿Le he entendido bien? -preguntó el director-. ¿Está usted seguro de que el bulldog de ese cesto no es el suyo?

– Beaconsfield no me atacaría -dijo Albert, asombrado por la sugerencia-. No tiene la energía suficiente. Todo lo que puede hacer es mantenerse sobre sus cuatro patas mientras aguanto las pesas, e incluso a veces necesita que le pinchen. De todas formas, les digo que es blanco y negro.

– ¿Lo saco para que le eche usted un vistazo más de cerca, sargento? -sugirió Thackeray.

– No es necesario, sargento -intervino la señorita Blake-. Conozco a Beaconsfield, y no es ése. Si mira usted por el cesto verá una gran mancha marrón en el lomo, junto a la bandera.

– ¡Por Júpiter, una sustitución! -exclamó el mayor Chick-. ¡Ingenioso! ¡Ah, las extravagancias de una mente criminal! ¡Perseguimos a un astuto enemigo, sargento!

Cribb ignoró la suposición de que el mayor formase parte ahora de la investigación.

– Si ése no es Beaconsfield, Albert, entonces ¿quién es Su Señoría?, ¿cuándo lo vio usted por última vez?

– Durante la obertura, cuando lo bajé y lo puse entre bastidores en su cesto. Me gusta ver la actuación de Ellen… de la señorita Blake, desde la parte de atrás del patio de butacas; por eso primero lo preparo todo para mi actuación.

– Entonces los perros ¿podrían haber sido cambiados en cualquier momento durante los tres primeros actos?

– Los dos primeros, para precisar. Espero con mi madre entre bastidores desde el inicio del número de los policías.

– Entonces lo hicieron mientras la señorita Blake o los pieles rojas estaban actuando. ¿Quién podría haber estado entre bastidores en ese momento, señor Goodly?

El director sonrió.

– No es tan simple como eso, sargento. El teatro de variedades no es como el teatro verdadero en el que los movimientos de cada uno son planificados y conocidos. Dirijo un espectáculo de tres horas y media con veintisiete actuaciones, incluyendo a las bailarinas. A menudo tengo que variar el orden con muy poca antelación, para que encaje con lo anunciado en el cartel. Esta noche, por ejemplo, tengo a la señorita Jenny Hill a las ocho. Nada debe alterar eso, porque actúa en el Royal Aquarium a las nueve y en el London Pavilion a las diez y cuarto. Por tanto, tendré que cambiar el orden de las actuaciones para asegurarme de que sale a tiempo para llegar en coche hasta la calle Tothill. No hay dos noches iguales en las variedades, ¿sabe?

– Pero debe usted de tener alguna idea de quién estaba entre bastidores a esa hora -insistió Cribb.

– Muy bien -dijo ásperamente el director-, hagamos un inventario, si ésa es la forma en que lo quiere Scotland Yard. Estarían los Pieles Rojas, Henry y Cissie Greenbaum, esperando mientras actuaba la señorita Blake, y los policías que cantaban, los hermanos Dalton y Vicky, su ayudante. Después hay hasta nueve tramoyistas y escenógrafos dispersos a cada lado del escenario, dos mujeres y un hombre, encargados del vestuario, tres maestros del telar, que se encargan de las cortinas y de los telones, dos iluminadores subidos al puente de iluminación, dos traspuntes, el hombre que se encarga del gas en el puesto de control, mi ayudante, yo mismo y cualquier actor de los otros veinticuatro actos que quisiera pasarse por allí. Yo diría que casi un centenar de personas tenían derecho a estar allí, sargento.

– En ese caso seguro que hay alguien que haya visto cómo se cambiaban los perros.

– Lo dudo. La mayoría de nosotros estamos demasiado ocupados con nuestras propias obligaciones como para darnos cuenta de algo así. Además, los bastidores están en semioscuridad durante todo el acto del Piel Roja, para conseguir el efecto especial de iluminación en el escenario. Fue entonces cuando abrieron la cesta, en mi opinión.

Un murmullo de asentimiento a la izquierda de Cribb le hizo pensar repentinamente en algo.

– ¿Dónde estaba situado usted, mayor?

El mayor Chick se sonrojó apreciablemente.

– Bueno, pues… humm… en la galería de trabajo, en la pared lateral que hay sobre el escenario, donde se controlan las cuerdas y todo eso…

– En las bambalinas -explicó el director.

– ¿No vio usted nada?

El mayor se atusó el bigote.

– ¡Maldita sea, estaba mirando al escenario!

– Claro. -Cribb puso una mano tranquilizadora sobre el hombro de Chick-. Bien, mayor, soy realmente muy afortunado de tenerle a usted aquí para que me aconseje, un investigador profesional en la escena del crimen toda una semana antes de que fuese cometido. Eso es un regalo de la providencia, ¿no lo considera usted así?

El mayor asintió cautelosamente. Simplemente, no estaba acostumbrado a que se le considerase de esa manera.

– Ha tenido tiempo de conocer al personal y a los actores y formarse una opinión sobre ellos -continuó Cribb-, y se habrá usted dado cuenta de cualquier irregularidad que haya sucedido durante esta última semana.

Por la expresión del mayor podía adivinarse fácilmente que no había sido así.

– El hecho es, sargento, que no hay nada irregular en la vida del music hall, por lo que yo puedo apreciar. Ni siquiera se puede contar con ver las mismas caras de un día para otro. Hay tramoyistas que se contratan y se despiden en la misma semana, trabajadores, de los que entran por la puerta de artistas, por docenas, rondando entre bastidores, actores en paro que llegan para ofrecer audiciones…

Una inesperada explosión de ladridos procedentes de la cesta de picnic detuvo el torrente de palabras del mayor. Para sorpresa de todos, fue contestado por un sumiso quejido desde la puerta. La madre de Albert, vestida todavía con su vestido blanco y sus plumas de avestruz, llenaba las tres cuartas partes inferiores del marco de la puerta. Llevaba entre sus brazos un bulldog blanco y negro que por su actitud letárgica debía de ser Beaconsfield.

– ¡Mantenga quieto a su animal, Thackeray! -ordenó Cribb-, ¡Empújelo detrás del piano, por el amor de Dios!

– Estabas encerrado en la oscuridad, ¿verdad, pobre perrito mío? -canturreó la madre de Albert, sentándose pesadamente en la tumbona, peligrosamente cerca de la herida de su hijo. Beaconsfield se desplomó sobre sus rodillas con la lengua colgando y aceptando impasible sus caricias-. Encerrado en aquel horrible vestidor sin ni siquiera un platillo con agua. Si la señorita Charity Finch-Hatton no hubiese tenido que arreglar su liga podríamos no haberte encontrado durante horas y horas. El por qué esa tonta organizó esa escena cuando saltaste para ser rescatado, no lo entiendo.

– Quizás como el resto de nosotros creyó que Beaconsfield era un animal salvaje -sugirió Cribb-, Soy un oficial de policía, señora, y debo hacerle un par de preguntas.

– Las contestaremos si podemos -dijo, acariciando la papada de Beaconsfield con la punta del dedo.

– Gracias. ¿Podría usted decirme, pues, por qué no se dio usted cuenta antes de la actuación de que el perro que se encontraba en el cesto no era Beaconsfield?

No levantó la mirada.

– Nunca me acerco al cesto hasta que llega el momento de soltar a Dizzie. No quisiera que me considerase una traidora. Me duele verlo encerrado ahí noche tras noche. Todo lo que he visto esta noche ha sido que un perro, y suponía que era mi Beaconsfield, estaba en la cesta llevando la bandera.

– ¿Quién cree usted que podría ser el responsable del accidente de esta noche?

– Si lo supiese, inspector, a estas horas el canalla ya me lo habría pagado y usted estaría arrestándome. Tengo un fuerte par de brazos, ¿sabe?, y no me da miedo utilizarlos cuando alguien es desconsiderado con mi perrito.

– Lo recordaré, señora, pero creo de verdad que alguien debe cuidar de su hijo. Albert necesitará que le lleven a casa esta noche.

– ¿Sí? -dijo la gorda sorprendida, volviéndose hacia su hijo por primera vez-. ¿Qué te pasa? Un mordisco de perro no te impedirá andar un par de calles, ¿no?

– Me he torcido el tobillo al caerme, -explicó Albert.

– ¡Vaya!, ¡enhorabuena, hijo mío! -dijo con sarcasmo-. Así pues, el forzudo tiene que tomarse un descanso de dos semanas por tener un tobillo débil, mientras que su madre se verá obligada a volver a las canciones cómicas para evitar que tanto Beaconsfield como ella misma tengan que ir al asilo. Explícame, por favor, qué se supone que debo hacer para llevarte a la pensión. ¿Llevarte a cuestas?

– Nosotros nos ocuparemos de él -dijo Cribb-, Señorita Blake, quizás fuera usted tan amable de ir a buscar su ropa.

El mayor Chick se volvió hacia Cribb asombrado.

– Pero hay sospechosos a los que creo verdaderamente imprescindible interrogar, hay un caso que investigar. Usted no se puede ir del teatro, sargento.

– ¿Quién me lo va a impedir? -preguntó Cribb-. Usted es un competente detective, ¿no es así, mayor?

– Indudablemente, pero…

– Ha estado usted aquí durante una semana y, por tanto, conoce a los interesados.

– Sí…

– Se sobreentiende, desde luego, que si averigua usted algo importante en sus investigaciones tiene el deber de comunicármelo.

– Naturalmente, sargento, pero…

– ¡Magnífico! -El asunto estaba zanjado por lo que se refería a Cribb-, Thackeray, llame a un coche y hágalo esperar en la entrada de artistas, ¿quiere? En media hora estará usted en casa, Albert. ¡Ah!, y no se olvide de su amigo de cuatro patas de la canasta, mayor. Lo dejo a su buen cuidado. Podemos necesitarlo más tarde. Pruebas, ya sabe.

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