5

Cribb preguntó:

– ¿Es ésta la casa?

El coche tirado por cuatro caballos se había arrastrado hasta un callejón sin salida mal iluminado que salía de la calle Kennington. Las paredes del manicomio de Bethlehem se alzaban a un lado más altas que una hilera de humildes casas escalonadas al otro, construidas con los mismos ladrillos grises, con la intención de guardar una apariencia armónica. Unos muchachos descalzos abandonaron el juego de cara o cruz bajo una farola del final y se disputaron el privilegio de abrir la puerta del coche.

Albert asintió con la cabeza.

– Sólo es una pequeña habitación arriba. No es la plaza Grosvenor, pero yo tampoco soy George Leybourne o el Gran Vance. Leybourne me invitó una vez a tomar algo y me dijo que levantando pesos nunca sería cabecera de cartel. «Lo que se necesita en las variedades -me dijo-, es una voz que arrastre.» Acarrear pesos es un trabajo de porteros.

Con la última frase en la mente, Thackeray soportó al forzudo mientras descendía. Cribb pagó al cochero y echó medio penique al golfillo más cercano.

– ¿Puede usted subir los peldaños con el brazo por encima de los hombros de Thackeray, o quiere que le lleve a hombros? -preguntó el sargento cuando estuvieron dentro, pronto, como siempre, a prestar los servicios de su agente. Albert aceptó la primera sugerencia.

Thackeray tampoco era un hombre pequeño y la suma de la anchura considerable de Albert mientras lo sujetaba hicieron laboriosa la ascensión por la estrecha escalera sin alfombra. Cribb les siguió, enderezando los cuadros que torcía el hombro de su ayudante. En el rellano, Albert abrió la primera puerta de un empujón.

– ¿Dónde están las cerillas? -preguntó Cribb.

– En la cómoda alta, a su derecha.

La luz de gas iluminó una habitación de modesto tamaño, dominada por un grotesco mobiliario de dormitorio lacado obviamente diseñado medio siglo antes para una habitación tres veces más grande. Cómo lo habían podido subir por las escaleras era un misterio.

Thackeray condujo a Albert hacia la cama, lo depositó allí, aliviado, y empezó a cepillarse el moho de su capa en los lugares en que había tocado la pared en la subida.

– Tiene usted un buen peso, señor -dijo sin aliento-. ¿No llevará una pesa en el bolsillo, espero?

Albert sonrió.

– Me pregunto si mi patrona habrá visto algo. Estará recelosa, seguro. Es muy exigente en cuanto a la templanza.

– No se preocupe por eso -le tranquilizó Cribb-, le diré quiénes somos.

– Sería mejor que no lo hiciera, sargento. Es más seguro que me despidiera dándome una semana de plazo por llegar a casa con dos policías que por haber pasado una noche en la taberna.

Thackeray ocultó su sonrisa a Cribb tomando un súbito interés por un estudio canino de Landseer que había en la pared detrás suyo. Albert lo identificó.

– «Dignidad e Impudicia.» La patrona es tan amante de los perros como mi madre, pero sólo en pintura. Puede usted darle la vuelta.

Thackeray lo hizo. Los ganchos que soportaban el cuadro estaban atornillados a la parte superior de forma que era reversible. Pegado en la parte de atrás había un grabado de una mujer joven con una estrecha tira de muselina sobre un hombro, de pie junto a una columna griega.

– Ahora ya estoy en casa -dijo Albert riendo-. Ésa es mi única contribución al decorado. Siéntense, caballeros, si pueden ustedes encontrar una silla. Confío en que no les importará que vaya a recostarme en la cama.

Thackeray se aposentó en una silla de mimbre cerca de la ventana y observó el impresionante físico de Albert, apretado ahora por el inadecuado armazón de cobre de la cama. Este forzudo era un tipo extraño, con su acento de escuela privada y su lírico bigote. ¿Cómo podía un hombre de esa clase encajar en una casa en mal estado como aquélla, pegando estudios de figuras de dudoso gusto en la parte posterior de un Landseer y viviendo con miedo a una patrona de Lambeth?

– No le entretendremos mucho tiempo -dijo Cribb-, pero le agradecería que nos dedicase unos momentos. Usted probablemente dedujo, por la conversación que tuvimos en el Grampian, que su accidente de esta noche era uno más de una serie de accidentes sufridos por artistas de variedades durante las últimas semanas. Quiero descubrir si el suyo tiene algo en común con el resto. Espero que me perdone si le hago algunas preguntas que pudieran parecerle demasiado personales.

– Puede usted preguntar lo que quiera -dijo Albert.

– Se lo agradezco. -El sargento corrió una silla hacia el lado de la cama, y puso el respaldo frente a ésta. Luego pasó una pierna por encima para sentarse a horcajadas, cruzó los brazos a lo largo del respaldo y apoyó en ellos la barbilla, a un metro de la cara de Albert-. Está claro como el agua que alguien se tomó la molestia de arreglar lo que ha sucedido esta noche en el escenario, ¿no? No hay por ahí dogos sueltos que se vendan a un penique los seis por las calles de Londres. Cualquier poli que haya hecho servicio de perreras se lo podría decir. Tampoco es fácil cambiar dos perros entre los bastidores de un teatro cuando la actuación ha comenzado. Ya sé de sus tradicionales bromas pesadas: sombreros de seda cubiertos de hollín y similares, pero ésta era de otro tipo, ¿verdad? Quienquiera que lo hiciese sabía muy bien que no podría trabajar durante una semana o más.

Albert movió la cabeza.

– Me temo que más. ¿Quién me va a contratar para un teatro de variedades de Londres como artista serio después del ridículo de esta noche? Verá usted un artículo sobre el accidente en el Era de la próxima semana y ésa será la última nota que me dediquen como hombre forzudo.

Cribb asintió con gravedad.

– ¿Quién podría haber hecho eso, pues? Quizás otro hombre forzudo.

– No, con toda seguridad. No hay más que dos docenas que nos dediquemos a levantar pesos profesionalmente en Londres, y hay más de cien salas, ya lo sabe usted. No competimos entre nosotros.

– ¿Y no tiene usted enemigos entre los demás artistas del Grampian?

– No, sargento. La gente no permanece el tiempo suficiente como para tener celos los unos de los otros. Se puede conseguir un contrato de tres semanas y luego te vas, a menos que seas Champagne Charlie o la Chispa Vital y te hagan un contrato por tres meses.

– Veamos entonces fuera del teatro -dijo Cribb-. ¿A quién ve usted en su tiempo libre? ¿Conoce a alguien que pueda haberse enfadado con usted?

Albert se rió.

– ¿Tiempo libre? ¡Pero si no tenemos! Desde que me levanto el lunes por la mañana hasta el entrenamiento con las pesas del domingo por la noche, toda mi vida está dedicada al teatro. Incluso mi madre y mi chica forman parte de él.

– ¿La señorita Blake?

– Ellen. Es una belleza, tiene usted que admitirlo. Cuando su encanto esté a la altura de su rostro y de su figura será el fulgor de las variedades.

– No lo dudo. -La voz de la señorita Blake necesitaba un milagro, pero Cribb habló con convicción-. Supongo que tendrá otros admiradores.

– A cientos, estoy seguro. Cada noche recibe ramos de flores y cajas de bombones en su camerino. -Albert parecía ingenuamente orgulloso de ello.

– Entonces tiene usted rivales.

– Ah, pero ella no les anima. Ni siquiera se come los bombones. Las demás chicas se los reparten después que Ellen se haya ido a casa. Me es totalmente fiel, sargento… Sí, ríase si quiere, pero conozco a Ellen. Es extraordinariamente resuelta. No quisiera ser el moscón que intenta imponerle sus atenciones.

– Quizás un tipo así provocó su caída esta noche -le sugirió Cribb.

– Lo dudo. Quienquiera que sacase a Beaconsfield de su cesto sabe muchísimo de mi actuación. Alguien que sepa tanto sabrá también que hacerle proposiciones a Ellen es una pérdida de tiempo.

Cribb hizo una pausa en su interrogatorio, rascándose las patillas pensativamente. Thackeray, a quien disgustaban los silencios, bajó los ojos y lentamente fue dando vueltas al ala del sombrero de seda que tenía en el regazo. Tenía la intuición de que Cribb estaba a punto de abordar una serie de preguntas delicadas.

– Entonces parece que hemos eliminado a todo el mundo menos a su madre, Albert. No puedo creer que ella le jugase una trastada como ésta.

Se oyó una carcajada desde la cama.

– ¿Mamá? No hay mucho a lo que no se haya rebajado en sus tiempos, sargento, ¡créame!, pero no puedo entender por qué habría querido arruinar la actuación. Además, no haría nada que pudiese molestar a Beaconsfield. Adora a ese animal.

– ¿Ha formado siempre parte de su actuación? No creo que su contribución sea indispensable.

Albert se rió de nuevo.

– Se ha ido cuatro o cinco veces para poner sus garras sobre algún desafortunado prójimo con pasta de sobra, pero siempre vuelve. Soy demasiado blando para echarla. Es el lazo sanguíneo, supongo. Ella fue en tiempos una figura famosa de las variedades, no se lo va a creer usted, una segunda bailarina del ballet. Así fue como papá la conoció. Él era el empresario del teatro de Moy, en Pimlico, allá por los años cincuenta, antes de que se convirtiera en el Royal Standard. En ocasiones también había hecho monólogos dramáticos. ¡Las horas que se pasó enseñándome las vocales! Quizás pensaba que podría necesitar seguir sus pasos algún día. Hace unos quince años le dijo a mamá que debería dejar de bailar porque ya estaba demasiado gorda y pasaba de los cuarenta. Ella se ofendió, hubo una terrible discusión, papá salió de nuestras vidas y mamá se compró a Beaconsfield. Aunque parezca mentira, dejó el ballet y empezó a cantar, conmigo vestido de marinero y con Beaconsfield andando para distraer un poco al público. No canta mal, ¿saben? Intenté persuadirla de que le diese algunos consejos a Ellen, pero no quiso. A menos que uno tenga las piernas arqueadas y una nariz negra y húmeda, mamá no está interesada en cómo hace las cosas.

– Pero, ¿está usted totalmente seguro de que ella no es responsable de lo que ha sucedido esta noche?

– Ya vio usted cómo estaba después de haber recuperado a Beaconsfield, sargento.

– Ya. -Cribb se puso en pie-. Le dejaremos ahora para que descanse un poco. Pronto sentirá los efectos de la experiencia de esta noche. ¿Hay algo que podamos hacer por usted antes de que nos vayamos? Muy bien. Entonces sólo hay una cosa que quiero que haga por mí. Suceda lo que suceda en los próximos uno o dos días, y creo que puede suceder algo, evite la violencia. Scotland Yard no estará lejos de usted.

Y con eso, Cribb cogió su sombrero y su bastón y salió de la habitación. Thackeray se levantó de un salto, desconcertado por el último comentario del sargento. ¿Violencia? Miró a Albert fijamente; ¿de qué clase de violencia era capaz un hombre que tenía que guardar cama, aunque fuese el Hércules de Rotherhithe? Y salió, moviendo la cabeza.


Llamaron suavemente a la puerta de la sala de entrevistas de la comisaría de policía de la calle Kensington. El sargento Cribb se frotó las manos.

– Más vale que sea de Cadbury -le dijo a Thackeray-. ¡Pase!

Un policía de ojos despiertos, vestido totalmente de uniforme, con casco, abrigo y brazal, hizo su entrada.

– ¡Dios mío!, cada vez son más jóvenes -murmuró Cribb-. Puedes dejar ahí la bandeja, chico. ¿Cómo te llamas?

– Oliver, sargento.

– ¿Y cuánto hace que estás en la policía?

– Cuatro meses, mi sargento.

– ¿De veras? Llevas un bonito uniforme nuevo, Oliver, pero no necesitas vestirte así para traernos una taza de cacao.

– Estoy de servicio esta noche, sargento, y el sargento Flaxman insiste…

– ¿Ahora insiste?, pues yo no voy a interferirme. Estás de servicio hasta las seis de la mañana, ¿verdad?

– Sí, mi sargento.

– ¿Y haces la ronda de Little Moors Place? Pues entonces escúchame, joven Oliver. Quiero que hagas una vigilancia especial esta noche en esa calle, en el número nueve en particular. Quizás lo sepas, es un alojamiento para gente del teatro. Tan pronto como alguien entre, tienes que venir aquí como un rayo y hacérselo saber al agente Thackeray. Puedes quedarte al final de la calle, no tiene salida y por lo tanto, podrás estar fuera de la vista. Es una pena que no seas un policía de paisano, pero tendremos que arreglárnoslas contigo. Apaga la linterna, no hay nada como una lumbrera para deshacerse de un poli. Y quítate el brazal cuando llegues allí.

– Pero mi sargento…

Cribb levantó la mano.

– Yo arreglaré esto con Harry Flaxman. Es tu oportunidad para hacerte un nombre por ti mismo, chico, no me decepciones. A ver, echémosle un vistazo a ese brazal tuyo. Mira esto, Thackeray. ¿Qué crees que es eso?

– Soda, mi sargento, sin duda.

– Inconfundible. No laves nunca el brazal con soda, joven Oliver. Hace que el color se vaya tan rápido como tú vas a volver aquí desde Little Moors Place en cuanto tengas alguna noticia para nosotros. Así estará bien. ¡Qué taza de cacao tan rica!

Se volvió a Thackeray mientras el agente de policía Oliver salía para comenzar su vigilia.

– Puede usted relevarlo a las seis. No creo que ocurra nada antes, pero no puedo arriesgarme. Bueno, Thackeray, conozco los síntomas. Ha estado usted con una cara tan larga como el Big Ben durante toda la noche. Quiere confiarme sus pensamientos. Bien, ahora es el momento. Límpiese de cacao el bigote y le prestaré toda mi atención.

– Bien, sargento -dijo Thackeray un momento después-, supongo que sólo es que no puedo tomarme todo eso de las variedades en serio. No me parece la clase de investigación de la que usted se acostumbra a encargar. No es para usted, sargento. Un condenado perro fraudulento en un cesto y un forzudo con un tobillo torcido…, no parece que valga la pena perder una sola noche de sueño. A veces nos hemos encargado de casos extraños, ya lo sé, pero siempre ha habido un cadáver que hacía que la cosa valiera la pena.

– Podría haber tenido usted uno esta noche si ese perro hubiese tenido la rabia -dijo Cribb-, Pero le comprendo. Por lo que se ve, el asunto de esta noche en el Grampian parece una bagatela. Pero mírelo como el último episodio de esta cadena de accidentes en el escenario, y recuerde que tuvimos el aviso de que pasaría esta noche, y se convierte en algo bastante más siniestro. Lo que vimos en el Grampian no fue un asesinato, ciertamente, Thackeray, pero desde el punto de vista de Albert fue un asesinato profesional. Ya le oyó usted decir que estaba acabado como hombre forzudo. Y oímos a Woolston decir algo similar en Newgate. Esto es bastante serio para mí, agente.

Thackeray admitió que lo era.

– Hagamos memoria de los sucesos -continuó Cribb, alcanzando una hoja de papel-. Los apuntaré aquí. Primero fue la colisión de las hermanas Pinkus en sus trapecios acortados, luego la caída de Belloti del barril engrasado, los cambios vergonzosos en la hoja de la canción de Sam Fagan, el accidente del tragasables, la terrible calamidad sufrida por la señorita Tring, y el sable clavado en la pierna de la ayudante de Woolston. Y ahora el ataque a Albert por un dogo cambiado. ¿Me diría usted qué es lo que tienen en común? Le dio la lista a Thackeray y volvió a su cacao.

– He pensado mucho en esto, sargento, porque esperaba que me lo preguntase más tarde o más temprano.

– Bien. ¿Y qué conclusiones ha sacado?

Thackeray inspiró profundamente. No he podido sacar ninguna, sargento. Cuanto más pienso en ello más ridículo me parece todo.

Para su sorpresa, Cribb se echó hacia adelante, riendo.

– Thackeray, es usted incomparable. Ya sabía yo que no me fallaría. ¡Pues claro que parece ridículo, hombre! ¡Ésa es la cuestión!

– ¿La cuestión?

– ¡Maldita sea! ¿Todavía no lo ve usted? El elemento común, Thackeray, es el ridículo. El absurdo. No hay mejor manera de arruinar una actuación seria en escena. Imagínese a su querido Irving cayéndose por el escotillón en el último acto de Las Campanas. ¡Estaría acabado! Como se acabó Albert cuando el bulldog le mordió esta noche. ¿Puede usted imaginarse al público de los teatros de variedades volviéndoselo a tomar en serio alguna vez? Claro que no. En cuanto aparezca en algún sitio se oirán gruñidos y ladridos por todo el teatro. El ridículo, Thackeray, es un arma devastadora.

Thackeray se mostró de acuerdo, refugiándose en la creencia de que un hombre del temple de Cribb debía de saber más acerca de la ofensiva utilización del ridículo que él.

– Es decir, que alguien tiene la intención de convertir a todos estos actores en un hazmerreír. Así pues, estamos buscando a alguien con un motivo de rencor contra cada uno de ellos. ¿No deberíamos entrevistarlos a todos para encontrar con quién se han peleado en los últimos meses?

– ¿Y encontrar un nombre común? Eso es lo que pensé hasta que intenté seguirles la pista. ¿Sabe usted, Thackeray, que todos han dejado sus alojamientos y han desaparecido, a excepción de Woolston? Al menos a él no le será fácil mudarse de Newgate a la chita callando.

– ¿Por qué lo habrán hecho, sargento?

– Podría ser que ya no pudiesen pagar el alquiler, al no tener trabajo -dijo Cribb-, Es más barato vivir en una pensión. Ahí es donde están la mitad de las personas desaparecidas en Londres, en mi opinión. No sirve de nada preguntar a los patrones a quién tienen bajo su techo, cuando su única obligación es informar de enfermedades infecciosas y encalar las paredes y los techos dos veces al año. Sí, ahí es donde podrían muy bien estar. Con todas sus lentejuelas y su champán, el artista de variedades está sólo a un paso de la casa de caridad.

– ¿No dejaron ninguna dirección? -preguntó Thackeray en una inspiración.

– Tuve el mismo pensamiento -dijo Cribb-, pero parece que eso no se hace en el teatro. Se mueve uno tanto que se utiliza la oficina del representante como dirección oficial, y ahí se recogen periódicamente las cartas. Esta mañana se hicieron indagaciones en cinco representantes distintos de la calle York. Sólo hay que subir esta calle, la «Esquina de la Pobreza» la llaman en los teatros. Pues bien, ninguno de nuestros amigos tan propensos a los accidentes ha visitado a sus representantes. Hay un montón de cartas grandes como su sombrero para las hermanas Pinkus, y lo que ellas se hicieron no era grave, según el informe del sargento Woodwright. Es un caso extraño, agente.

– Podríamos ponerles en la lista de personas desaparecidas en la Gaceta de la Policía.

– Eso ya está. Pero queda el hecho de que seis personas han sufrido un desastre en escena, han perdido sus empleos y han desaparecido, en el espacio de cuatro semanas. Con Woolston podrían haber sido siete. ¿Se da usted cuenta ahora de por qué quiero vigilar a Albert?

Thackeray estaba de pie.

– ¡Caray sargento! ¡Sí! No podemos dejar un trabajo como éste a ese imberbe que nos trajo el cacao. ¡Voy a ir por allí ahora mismo!

Cribb alzó la mano.

– Y con su chistera y su capa quedaría usted elegantísimo, de paisano, toda la noche en la calle Lambeth. Es mejor que se lo deje al joven Oliver y que duerma usted un poco. Pregúntele al sargento Flaxman si hay una cama de más en alguna de las casas de la sección. Y tome usted prestada una muda de ropa para la mañana. ¿Qué hora es?

– Pasan diez minutos de la medianoche, sargento.

– ¡Fantástico! Me tomaré un tranquilo combinado de ron y zumo de fruta antes de que cierren. Venga a buscarme por la mañana.

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