9

La tacañería de Cribb provocó algunas dificultades en el Paragon a la noche siguiente. Su teoría era que dos entradas para estar de pie reunían todas las condiciones para una detección minuciosa. Por la modesta inversión de dos chelines, él y Thackeray podrían patrullar por todo el pasillo exterior de la sala durante toda la noche. Desgraciadamente, estas facilidades eran también disfrutadas por las señoras más acomodadas de la ciudad. El resultado fue que, cuando el Yard se paseaba, también lo hacía la hermandad, y Cribb y Thackeray se encontraron acorralados en el bar a un lado de la sala, donde era necesario hacer más gasto para crearse una reputación más de bebedores que de buscadores de placer. Incluso allí, fueron abordados varias veces con solicitudes de «una copa de ginebra sola» que rechazaron enérgicamente; la política del departamento no era la de contratar ayudantes.

Las pintarrajeadas paseantes iban notablemente mejor vestidas que las esposas y novias de los mecánicos y tenderos, que se sentaban en el lugar de la virtud, dentro de la barandilla, y eran infinitamente más elegantes que el contingente que desfilaba por los pasillos del Grampian, al otro lado del río. Podían ser mujeres caídas, pero iban decentemente enguantadas, vestidas a la moda y, tenía uno que admitirlo, no carecían de encanto. Los hombres que conversaban con estas mujeres parecían ser en su mayoría de clase alta, y estar dispuestos a gastar liberalmente. Se hablaba de las últimas cenas a base de caza y ostras del país en el Café de l’Europe, regadas con vino del Mosela y champán. Thackeray miró fijamente su pinta de cerveza Kop y se auguró que la virtud también tendría su recompensa.

Detrás de las candilejas los actores iban ejecutando su repertorio sin atraer demasiado el interés del bar. Las conversaciones animadas por la ginebra eran totalmente aturdidoras, y también lo eran las calientes olas de perfume, empujones y risitas. Un ventrílocuo de labios rígidos y su muñeco no eran un oponente para una bocanada de París en el propio hombro y el aleteo de pestañas cepilladas con carbonilla. Como todos los que les rodeaban, los detectives gritaban en señal de aprecio cuando aparecía el ballet, y dejaban caer con estrépito contra el mostrador sus jarras de peltre cada vez que una bailarina levantaba una pierna más arriba que sus compañeras; la autenticidad lo requería. Pero a la mitad de la noche, el trémulo humo por encima de las candilejas iba separando cada vez más a los actores del público. Eso, al menos, era lo que Thackeray suponía después de cinco pintas de cerveza Kop, aunque el humo de los puros y los vapores de la ginebra más a mano podían haber tenido su parte en ello. Fuera cual fuera la causa, era muy difícil concentrarse. Su memoria era inexplicablemente lenta también. Se sabía la letra de todos los estribillos, pero, por alguna razón, le salían un poco más tarde. La gente empezaba a alejarse de él.

– Es una función decepcionante, ¿no es así, sargento? -le confió a Cribb-. Y pensar que estuvimos a punto de pagar cinco chelines por un maldito palco. No daría ni dos peniques por todo esto.

– Las variedades son más que una lista de actores, Thackeray. Es todo lo que hay alrededor suyo -le dijo el sargento en tono de conferencia, secándose la cerveza de la barbilla-. Los pasteles de riñón y la conversación son igual de vitales para ellas que aquel tío cantando fatal Dear Old Pals. ¿Cree usted que a los chicos del gallinero y a sus chicas les importa si están viendo acróbatas, o animales, o rubicundos bailarines en zuecos? Les tirarán naranjas si no son buenos, pero eso es parte de la diversión. Están igualmente encantados de volverlos a ver en el cartel a la siguiente ocasión, para poder echarles naranjas de nuevo. Es la participación lo que cuenta. Mírelos ahí en el centro. Respetables tenderos y dependientes engalanados con sus trajes de etiqueta y sentándose en las mesas de una guinea. Eso es a lo que ellos llaman «buen tono». La semana que viene volverán a estar en el gallinero, pero esta noche han vivido como peces gordos. Ellos no se sienten decepcionados con la función.

Thackeray sorbió su bebida en silencio. Nunca valía demasiado la pena discutir con Cribb, y menos durante una de sus homilías. Misericordiosamente hubo una interrupción, una voz de mujer detrás de ellos:

– Buenas noches, caballeros. Creo recordar un acuerdo entre nosotros.

– ¡Ya! -dijo Cribb, dándose la vuelta. La frescura de algunas de esas señoras le dejaba sin habla. Como en esta ocasión, porque la que hablaba era la señorita Ellen Blake. El rechazo cayó de sus labios limpiamente, como el puente Tay.

– Les estaba sugiriendo simplemente si querían ustedes ver lo que hay detrás de la escena -dijo sonriendo-. Espero hacerme entender. Dentro de media hora debo irme hacia el Grampian. Ya no estoy la primera en el cartel, ¿saben?, por eso ahora es el momento, si todavía están ustedes interesados.

Envuelta en una capa negra de ópera adornada con pieles, tenía una apariencia tan fresca que eclipsaba completamente a la perfumada y empolvada compañía que había a su alrededor.

– Nada nos gustaría más -dijo Cribb.

– Iremos por la cantina, pues.

Les condujo hacia el escenario. Thackeray controlaba totalmente sus movimientos, pero hubiera deseado que la pendiente de la zona de a pie no fuese tan pronunciada. En el escenario, un cómico con la cara negra y un viejo sombrero gris recitaba:

– No hay nada como una esposa. Os lo digo a todos, jóvenes y viejos, tomad una esposa, la de cualquiera. Casáos, casáos pronto y a menudo. Tomad una esposa, casaos y tened hijos. Criadlos a todos y cuando seáis viejos, ellos os lo devolverán olvidándose de vosotros.

A la izquierda del foso de la orquesta había una puerta. Bajaron por un tramo de escaleras de hierro en espiral, y se aventuraron por debajo del escenario.

En contraste con la brillantez de arriba, la cantina estaba oscura, iluminada por cuatro débiles quemadores con pantallas de color naranja. En una barra semicircular se servían bebidas a soldados de uniforme, que las llevaban a los bancos de madera en los que se sentaban mujeres jóvenes.

– Sirve como sala de esparcimiento -explicó la señorita Blake-. Ésas de los chubasqueros grises son las chicas del ballet. ¿Ven ustedes sus zapatillas blancas y sus mallas? En su mayoría son las figurantes, que saben bailar muy poco. Se les paga unos quince chelines a la semana, por eso están encantadas de que las inviten a champán. Los soldados son amigos suyos, casi todos ellos son oficiales de la Guardia Real. Las chicas bajan aquí entre baile y baile. Tenemos que subir la escalera del otro lado.

Salieron a los bastidores a tiempo para ver al cómico saludando a unos aplausos irregulares. Una mujer pálida con un par de cacatúas en el brazo se preparaba para tomar su puesto. Thackeray estaba exactamente debajo de donde estaba el chico encargado del calcio, y se tuvo que sacudir la chaqueta, salpicada de polvo blanco.

– Si vienen ustedes por aquí -dijo la señorita Blake-, les podré enseñar uno de los vestuarios. En muchas salas tienen que arreglárselas con dos, pero papá tiene seis. Las chicas del ballet están todas abajo, creo, así que podemos ver su vestuario sin problemas.

Cuando seguían a la señorita Blake por un estrecho pasillo entre una plataforma de escena y una colección de cestos con accesorios, Cribb se agachó inesperadamente para atarse un cordón del zapato. Thackeray chocó con él y sólo pudo evitar caerse de cabeza por encima de la espalda de Cribb agarrándose a un guardapolvo que había a su derecha.

– Bien hecho -murmuró el sargento-. Vuélvalo a tapar, deprisa. -Bajo la sábana había un montón de barriles, recientemente barnizados. El nombre de «G. Belloti» estaba claramente inscrito en el de arriba en esmalte rosa. En la forma de caminar de Cribb, según marchaba hacia adelante, había cierto pavoneo.

La señorita Blake se acercó a una puerta en la que ponía «Vestuario de señoras. Prohibida la entrada a caballeros», entreabrió la puerta, se asomó y luego les llamó por señas, de forma conspiradora. Entraron a una habitación estrecha, de unos cuarenta pies de largo, dividida por una cuerda para tender ropa sobre la que estaban colgadas las prendas de calle del ballet, grises vestidos de estameña y lana gruesa, y camisas de batista, desgastadas y manchadas por la orilla de llevarlas por las calles de Londres. En la habitación flotaba un perfume barato, pero el mal olor de las ropas era más fuerte. Una hilera de estanterías alrededor de las paredes, a una altura de tres pies, servía de tocador, con trozos de espejos empañados, velas, cepillos para el pelo y potes de crema, para indicar el territorio de cada chica. Unas pocas tenían cajones de cerveza como taburetes. Corsés, ligas y medias estaban esparcidos por el suelo de piedra. Thackeray carraspeó.

– ¿Les sorprende? -preguntó la señorita Blake-. Cuando se las ve en el escenario en sus tisús y oropeles, probablemente no se las imagina volviendo a sus casas con estos trapos. Sorprende a sus amigos oficiales al final de la noche, se lo puedo asegurar. No hay mucho hechizo en ellas entonces, pobrecillas.

– Dijo usted que las figurantes ganaban quince chelines por semana -dijo Cribb-. ¿Cuánto paga su padre a las mejores bailarinas?

– ¿A las segundas bailarinas? Treinta chelines, si están en la primera fila, y eso está bien pagado para lo que se paga en las variedades. De eso tienen que pagarse las zapatillas y las mallas. No se puede comprar un par de medias de seda por menos de diez chelines. -La señorita Blake cogió a Cribb del brazo-. Vengan y vean lo que utilizan para maquillarse la cara. -Cogió un tarro del estante-. Como base, tiza pulverizada con colorete. Una pastilla de un penique de tinta india. Un paquete de azul armenio. Y arcilla para empolvarse.

– ¿Y para qué sirve el periódico quemado? -preguntó Cribb.

– Para delinear y sombrear la cara. Algunas de ellas también queman una vela contra un recipiente de porcelana y utilizan el depósito marrón que se forma como sombreador de ojos. No se sorprendan tanto, caballeros. Después se quita todo con manteca de cerdo. Tienen que admitir que es una receta de belleza barata. A veces miro a las llamadas mujeres caídas que pasean por la zona de a pie donde les encontré y me encuentro odiándolas, sargento. Odiándolas por sus caros perfumes y labios maquillados y por sus hileras de joyas, mientras estas pobres criaturas tienen que zurcirse las mallas y remendar sus vestidos y sentarse abajo con los soldados si quieren ser tratadas con consideración. Intenten explicarles que la virtud se recompensa mientras estén en la calle esta noche mirando cómo a estas Jezabeles las ayudan a subir a los coches.

Entre las mujeres jóvenes se estaban poniendo de moda exaltados discursos sobre cuestiones sociales, pero uno no se esperaba tales argumentos de la cantante de Fresca como el heno recién segado. El joven del Ejército de Salvación no había hablado con ni siquiera la mitad del fervor de Ellen Blake.

– Sólo hay una manera de cambiar las cosas, señorita -dijo Cribb-, y es la de convencer a su padre para que no admita a mujeres solas en esta sala. Pero, en mi opinión, ése es el paso previo a la bancarrota. Están intentando llevar el viejo teatro Victoria que hay al otro lado del río con directrices basadas en la templanza, y he oído que están actuando con la sala medio vacía. El hecho es que cuando un teatro cierra, las chicas del ballet pierden sus empleos, mientras que las mujeres de la otra clase, simplemente se van a los casinos y al Cremorne y otros sitios así.

La señorita Blake volvió a colocar los cosméticos en el estante.

– Realmente mi padre no va a desanimar a esas mujeres para que no vengan al Paragon. Yo tengo conciencia de lo que ocurre aquí, sargento, y le aseguro que no la heredé de mi padre.

– Bien, si le sirve de consuelo, señorita, Thackeray y yo conocemos muy bien el lado más miserable de la vida de Londres por nuestra profesión, y no hay muchas de esas paseantes que vayan a escapar del asilo o del río, se lo aseguro. Recuerde sus caras mientras se contonean arriba y abajo en el teatro de su padre. Uno de estos días verá usted esas mismas caras mirándola a usted desde el gallinero de tres peniques en el Grampian…

– ¡El Grampian! -exclamó la señorita Blake-. ¡Dios mío, tengo que irme! Y no tengo tiempo de enseñarles el vestuario o la sala de accesorios.

– No importa, señorita. Volveremos nosotros solos por la cantina. Tiene usted que darse prisa, o tendrá usted que enfrentarse con el señor Goodly. ¿Podemos darle un mensaje a Albert de su parte?

– ¿A Albert? -la señorita Blake estaba visiblemente alterada por la mención de ese nombre-. Pero él está…

– ¿En cama en Philbeach House, señorita? Pues claro. Sólo pensé que si teníamos ocasión de visitarle allí, para aclarar algunos asuntos importantes, ¿sabe?, podríamos transmitirle sus deseos de pronta recuperación.

– Claro. Háganlo, por favor. -Se tranquilizó, les dio la mano y dijo-: ¿Conocen ustedes el camino? -y les dejó.

Cribb permaneció en actitud contemplativa durante varios segundos, con la mano izquierda sosteniendo su codo derecho, y el índice derecho en el puente de la nariz. Por fin dijo:

– No estaría bien que nos encontrasen en el vestuario de señoras, agente. Sigamos con la inspección.

Thackeray estaba a punto de comentar que la señorita Blake esperaba que ellos volviesen directamente a su sitio y que dar vueltas entre bastidores sin ir acompañados podría ser considerado como una sospechosa, por no decir impropia, práctica, cuando vio una expresión especial en los rasgos del sargento, una tensión de los músculos anteriores a sus patillas, normalmente en reposo. La crispación de la mejilla de Cribb era el equivalente a la orden de apuntar en uno de los cañoneros de Su Majestad. Thackeray se puso el sombrero y le siguió.

No habían recorrido muchos metros por el corredor cuando Cribb se detuvo ante una puerta, escuchó, la abrió, entró y arrastró a Thackeray detrás suyo. Husmeó en la oscuridad.

– La carpintería. No nos molestarán aquí. Quiero echar un buen vistazo a este teatro. Esperaremos a que se acabe la función y se hayan ido todos. Debería haber un banco aquí en algún sitio. ¡Ah, sí! Tenga cuidado en dónde se sienta. Los carpinteros son tremendamente descuidados con los formones. ¿Y bien, agente, cuáles son sus observaciones?

Hubo una pausa seguida por el sonido de rascar una barba.

– Venga, hombre. Usted vio los barriles de Belloti, ¿no es así?

– Sí, sargento.

– ¿Y el cesto de Beaconsfield ayer? ¿Y a los de la Funeraria?

– Sí.

– ¿Y qué deduce usted?

Más rascarse la barba.

– Bien, sargento, creo que podría haber una conexión con Philbeach House.

– ¡Demonio!, ¿y qué otra evidencia espera usted, a la señora Body en tutú? Un agente de servicio no debería beber si eso ralentiza su pensamiento, Thackeray. Pues claro que hay una conexión, hombre. Si los barriles están aquí, Belloti no puede estar lejos. No le sirven a nadie más, ¿no es así?

– Pero el baile sobre barriles no está anunciado, sargento.

Cribb suspiró.

– Ni tampoco dogos, ni ninguno de la lista de huéspedes de la señora Body. ¿Esperaba usted verlos aquí esta noche? Pero apostaría una guinea contra un chelín a que aquí, en algún sitio, hay una habitación con sus accesorios.

La inspiración descendió sobre Thackeray en la oscuridad.

– ¡Quizás están preparando una vuelta al escenario, sargento! El señor Plunkett les deja utilizar la sala para ensayos. Sólo se utiliza tres noches por semana, acuérdese. Cuando hayan recuperado la confianza en sí mismos, podrán volver a las variedades.

– Olvida usted algo, agente. No es su confianza lo que cuenta. Pueden ensayar cuanto quieran, pero eso no es probable que sirva de mucho para la confianza de los empresarios. Los artistas de quienes se han reído en el escenario no van a tener otro contrato en Londres así de fácil. A lo más que pueden esperar es a cambiar sus nombres y sus actuaciones y empezar de nuevo en provincias. Además, Plunkett no me da la impresión de ser un hombre caritativo. No tendría esta sala atestada de vagabundos y sus equipajes a no ser que haya algún provecho en ello.

– Parecía tener algo que ocultar, sargento.

– Por eso es por lo que estamos aquí, agente. Un hombre de mi posición no arriesga su reputación paseándose por las zonas de a pie de los music halls sin una razón perfectamente válida. Hay cosas que van a pasar esta noche que Plunkett no quiere que sepamos. Acuérdese de ayer, cuando le pedí entradas. Una petición muy simple, sin embargo, las cejas del tipo saltaron como un saltamontes cuando dije que esta noche. Su hija también estaba igual de nerviosa. No se preocupe por los ensayos secretos, Thackeray. Quiero saber qué pasa esta noche.

– ¿No deberíamos volver, pues, y ver la actuación? Puede haber otro accidente mientras estamos aquí escondidos.

Cribb hizo un extraño ruido de desprecio haciendo vibrar sus labios.

– Muy poco probable, en mi opinión. De todas maneras, no hay necesidad de que estemos allí. Hay un hombre perfectamente capaz de vigilar algo así.

– No me lo dijo usted, sargento. ¿Otro hombre del departamento?

– ¡Por el amor de Dios, Thackeray! El tercer violín de la orquesta. ¿No lo reconoció usted?

– No será el mayor…

– Rascando como un profesional. Al menos sabemos que no se hizo pedazos en la explosión de gas. Estoy sorprendido de que usted no lo descubriese. Había demasiadas cosas a las que mirar, ¿eh? Está usted bostezando, Thackeray.

– Es la oscuridad, sargento.

– Más bien la cerveza. Mire, tendremos que estar aquí una hora. Estírese en el banco y duérmala. Es una orden. Le quiero sobrio, agente.

Era un poco humillante, pero Thackeray tuvo otra idea mejor que la desafiar las órdenes. No se dormiría realmente, pero sería un alivio quitar el peso de sus pies. Fue tentando el banco, buscando clavos perdidos y astillas, y puso la mano sobre algo blando, quizás un abrigo, doblado en forma de almohada. Puso ahí la cabeza con alivio. ¿No sería el abrigo de Cribb, verdad? No era propio de él; no había un átomo de compasión en él, no para los policías, de todos modos. Cribb no creía en los descansos, descabezar un sueño en cualquier momento era negligencia. Si estaba haciendo la vista gorda era que estaba planeando algo, podías estar seguro.

Thackeray no estaba seguro de cuánto había dormido cuando un codazo de Cribb le espabiló, pero le dolían los huesos y tenía la boca seca.

– ¿Qué pasa, sargento?

– Pronto entraremos en acción. Ha pasado media hora desde que se oyó el himno nacional. Muchos de ellos ya se han ido. ¿Está usted mejor, espero?

Estaba temblando y le dolía todo, pero dijo:

– Estoy más fresco que una lechuga.

– Bien. Páseme el abrigo, ¿quiere?

– ¡Dénse prisa todos! El señor Plunkett quiere que todo el mundo esté fuera en cinco minutos -gritó una voz desagradable cerca de la puerta. Chillidos de protesta respondieron desde el vestuario de señoras al final del corredor-. Cinco minutos, estén como estén -reiteró la voz, y el ballet, evidentemente, se tomó en serio la advertencia, porque grupos de pies con botas pasaron al cabo de muy poco rato, y al poco se hizo el silencio.

Después de un estratégico intervalo, Cribb abrió con cuidado la puerta que daba al pasillo, que aún estaba totalmente iluminado. Thackeray pestañeó, miró su esmoquin y empezó a sacudirse las virutas.

– ¡Deje estar eso, maldita sea! -susurró Cribb-, y sígame.

Thackeray obedeció, advirtiendo en silencio que su sargento había vuelto a su estado natural. Se deslizaron por el pasillo lo más silenciosamente que dos hombretones podían, y cruzaron la plataforma de escena y los barriles de Belloti hasta la zona del escenario. Un movimiento delante de ellos les paró en seco, y volvieron a las sombras entre algunos decorados amontonados en los bastidores. Grupos de hombres en ropa de trabajo, chalecos de pana y piel de gamo, o chaquetas cortas de estameña, hablaban en grupos en el escenario, detrás del telón bajado. Lejos de prepararse a marchar, parecían estar esperando algo. Algunos miraban las cajas del alumbrado y los puentes de iluminación como si nunca antes hubiesen estado en un escenario. Subían más por la escalera de la cantina. Plunkett les seguía.

Alguien corrió un taburete al centro del escenario y Plunkett se subió a él y dio una palmada.

– Gracias, caballeros. Si se acercan todos, no tendré que gritar. La mayoría de ustedes me conoce, pero para aquellos que sean nuevos en el Paragon, les diré que soy el empresario. Ustedes son responsables ante mí. El trabajo que tengo para ustedes no es abrumador, en el sentido físico, pero es trabajo de responsabilidad y ustedes han sido empleados porque tienen fama de ser trabajadores responsables. La paga, ya lo sabrán, es generosa, por no decir más. Se lo ganarán llevando a cabo sus órdenes con diligencia, en silencio y sin hacer preguntas. Las cosas que puedan ustedes ver y escuchar esta noche mientras trabajan no son para que se hagan preguntas o las comenten, esta noche o más tarde. Soy muy exigente en cuanto a la lealtad entre mi personal y hay formas de parar en seco la palabrería. ¿Me han entendido todos?

Asentimientos y gruñidos coordinados indicaban que se tomaban en serio a Plunkett.

– Muy bien. Trabajarán en equipos de tres y cuatro bajo la dirección de tramoyistas experimentados y ejecutarán sus órdenes incondicionalmente. Yo estaré entre el público, pero sus capataces, para utilizar un término que les es conocido, me darán un completo informe antes de que se les pague al final de la noche. Pueden ustedes dirigirse ahora hacia la sala de los comparsas, que está en el lado del escenario frente a la concha del apuntador, detrás mío. Allí encontrarán sus uniformes para esta noche. Tienen ustedes que vestirse de lacayos… ¡ah!, ya veo las miradas de consternación entre ustedes, imaginándose el desprecio de sus compañeros artesanos cuando sepan que han sido ustedes vistos con medias y peluca. Pero permítanme que les recuerde que lo que sucede en el Paragon no debe ser el tema de conversaciones de bodegón. El recuerdo de su excéntrica aparición, que puedo asegurarles será perfectamente aceptada por el público, les ayudará a controlar sus lenguas. Tienen pues diez minutos para escoger un juego de ropas que les vayan bien, después de lo cual volverán ustedes aquí para dividirse en grupos de trabajo y recibir sus instrucciones. ¡Dense prisa!

Lejos de eso, los reclutados parecían pasmados, pero alguien se movió hacia el lado opuesto a la concha del apuntador y el resto le siguió arrastrando los pies con desánimo y sin protestar. Plunkett se bajó del taburete y se fue por donde había venido.

– ¡Fantástico! -exclamó Cribb en voz baja-. El primer golpe de suerte que hemos tenido, Thackeray. Quítese la chaqueta y los pantalones.

¿Lo había oído bien?

– Mi…

– Dése prisa, hombre. Quíteselos y espéreme aquí.

– ¿Dónde va usted, sargento?

Pero Cribb ya iba trotando abiertamente por el escenario vacío, y había tal aire de urgencia en sus movimientos que contagió a Thackeray y se encontró a sí mismo empezando a llevar realmente a cabo la absurda orden. Colgó su chaqueta de un clavo apropiado, se desabrochó el chaleco y aflojó los cordones de los zapatos. Una vez ahí, el decoro requería un alto hasta que aproximadamente un minuto más tarde Cribb volvió con un juego de ropa en el brazo.

– Los pantalones también, agente; no puede usted aparecer como un lacayo con una chaqueta de satén y unos pantalones negros de tela cruzada. Va usted a reunirse con la brigada de tramoyistas. Póngase esto rápidamente. Primero las medias.

¡Cielo santo! ¿El Yard con medias blancas de seda? ¿Se había trastornado Cribb finalmente?

– Sargento, realmente, yo no creo que esto sea conveniente para nuestra posición como oficiales. Usted como sargento…

– Está bien, Thackeray. Sólo es usted el que se va a disfrazar. Por supuesto que estaré entre el público vigilando la evolución. Pruébese los calzones ahora. Son los más grandes que pude encontrar. Tendrá usted que ajustar las hebillas a sus pantorrillas. No tenemos mucho tiempo, así que escuche atentamente. No hay nadie que pueda reconocerle, pero lleve puesta la peluca todo el tiempo, y, si sube usted al escenario, intente no mostrar su cara al público.

– ¿Lo haría usted, vestido así? -preguntó Thackeray amargamente, de pie con sus pantalones de satén amarillo-. No puedo hacerlo, sargento.

– Tonterías. No va a ser usted distinto de los demás. Cogí estas ropas de la habitación en la que se están cambiando. Me tomaron por uno de la plantilla. Están equipados de amarillo como usted, y tan sensibilizados como usted por tener que parecer lacayos. ¿No lo ve, Thackeray? Usted estará perfectamente situado para observar lo que sucede. Esta noche puede solucionar este caso para nosotros. Estamos a punto de conseguir respuestas. Ahora póngase la chaqueta y la peluca. Sus compañeros llegarán pronto y yo debo haberme ido. ¡Espléndido! Eso le cae mejor que los pantalones. Ponga su esmoquin en aquella esquina. Cuando ellos se reúnan, usted simplemente se les une como si fuese uno de los reclutados. Haga lo que le ordenen, como los demás, pase lo que pase. Y, Thackeray…

– ¿Qué sargento?

– Me siento obligado a advertirle de que esta noche podrían suceder cosas extrañas.

Thackeray ajustó su peluca y miró fijamente sus pantorrillas de seda y sus zapatos con hebillas de plata. Cribb había bajado las escaleras de la cantina antes de que pudiese responder.

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