Thackeray estaba mudo de asombro. No porque Cribb hubiera engañado al mayor Chick; estaba claro (para un hombre de la perspicacia de Thackeray) que la elaborada charada que había representado en casa del mayor iba únicamente encaminada a conseguir que el mayor fuese al Paragon. Tampoco fue una sorpresa que cuando el mayor hubiera partido hacia su misión y se lo hubiese tragado la niebla, Cribb sugiriese tomar una cerveza en la taberna más cercana. Y era también de esperar que Cribb anunciase entonces que no tenía la intención de pasar el resto de la mañana en Philbeach House. Thackeray tampoco pestañeó cuando el sargento se lanzó a un análisis de toda la investigación que duró dos horas, suceso por suceso, culminando, unos vasos más tarde, en un repaso de los sospechosos de asesinato. Cribb no hacía esas cosas habitualmente, pero el hombre era también humano y probablemente necesitaba probar sus teorías en unos idos inteligentes. Lo que finalmente acabó con la compostura de Thackeray fue el punto culminante de la disquisición de Cribb. De forma tan enérgica y definitiva como si fuese el hombre del torniquete, el sargento fue examinando a los sospechosos uno a uno. Sólo quedó una persona, sólo una, que hubiese podido asesinar a Lola Pinkus.
– No me lo puedo creer, sargento.
– ¿Quiere usted decir que he estado perdiendo el tiempo?
– No, por Dios. Parece bastante lógico. Realmente, desde el principio no podía haber sido nadie más, aunque no lo supe ver. Es su frialdad lo que me deja sin aliento. Imaginarse que matando a Lola… ¡es abominable, sargento!
– ¿Y qué asesinato no lo es? No hay razón para que se inquiete, agente. Si quiere usted preocuparse por algo, piense en el próximo martes por la noche. Eso, al menos, debería poder evitarse, aunque me aspen si sé cómo.
– El Yard no intervendrá, sargento, e intentar parar el espectáculo nosotros solos está por encima de nuestro trabajo.
Cribb se sacó el reloj.
– Es hora de que nos vayamos. No podemos llegar tarde a nuestra cita con el mayor. Cuando lleguemos allí, quiero que usted me deje hablar a mí y no se muestre sorprendido por nada de lo que yo sugiera. ¿Entendido?
Thackeray suspiró mientras seguía a Cribb hacia la calle. ¿Era realmente así de transparente?
Cuando llamaron a la puerta, el mayor la abrió tan bruscamente que debía de haber estado allí esperando.
– ¿No llegamos tarde, verdad? -preguntó Cribb.
– ¿Tarde? No, no. Yo volví pronto. Tuve tiempo de darme una vuelta por Knightsbridge. -El mayor señaló un lugar del mapa.
– Ah, bien hecho. Acabó usted su entrevista con Plunkett muy de prisa, entonces.
– Endiabladamente de prisa. De hecho, mis armas fueron inútiles. El tipo no estaba dispuesto a hablar en absoluto. Estaba demasiado preocupado por su hija. Me dijo que no podía pensar en nada. Fue a visitar a su novio ayer, un comportamiento extraño para cualquier chica, en mi opinión, y no ha sabido nada de ella desde entonces.
– ¿La señorita Blake?
– No, la hija de Plunkett, le he dicho.
– Pero ella es la señorita Blake, mayor. Ellen Blake, la amiga de Albert, el forzudo. Fue a visitar a Albert a Philbeach House. Yo mismo hablé con ella. Debemos ir allí en seguida. Es espantoso. Espero, por Dios, que no sea demasiado tarde.
Encontrar un coche de alquiler en la niebla era tan improbable que los detectives se dirigieron a Kensington Palace Gardens a pie. Cribb marcaba el paso yendo a un rápido trotecillo, el mayor, de paso ligero y, obviamente, muy en forma, igualaba sus zancadas, mientras el tercer miembro del grupo intentaba penosamente mantenerse al alcance del oído de los demás, maldiciendo interiormente a Cribb y sus almuerzos líquidos. A pesar de todo, no tardó en unirse a ellos, cuando llegaron a Philbeach House, con los sombreros, abrigos y cejas blancos por la helada niebla.
La llamada de Cribb fue imperiosa, como lo fue su entrada, exclamando «¡Policía!» mientras apartaba la puerta y al feo sirviente con los hombros y atravesaba el vestíbulo a grandes pasos con los demás a sus talones.
– ¿Quién hay ahí? -dijo una voz de mujer desde el salón. No era la de la señora Body.
Entraron en aquel excéntrico cuarto de caras. En el sillón de la señora Body, como un cuco monstruoso, estaba la madre de Albert.
– ¿Qué es eso de la policía? -dijo con voz atronadora, tan fuerte que Beaconsfield, postrado a sus pies, abrió un ojo para vigilarles-. Yo no he mandado llamar a la policía.
– ¿Dónde está la señora de la casa, señora? -preguntó Cribb.
– ¿Están ustedes siendo groseros? -preguntó la madre de Albert, alargando una mano hacia el collar del dogo.
– La señora Body. Tenemos que ver a la señora Body.
– ¿Tenemos?, -repitió la madre de Albert-, Ésa no es manera de solicitar una audiencia con una señora. Ella no puede verles, de todos modos. Está indispuesta. Por consiguiente, me he hecho cargo de la casa. Escribiré a sir Douglas…
– ¿Indispuesta, dice usted? ¿Qué le pasa?
– Tiene un ataque de vapores y no puede salir de su habitación. Alguien se tenía que hacer cargo y por eso yo…
– ¡Los vapores! -dijo Cribb-. ¡Lo mejor es que suba usted allí en seguida, mayor! Thackeray, haga sonar el gong del vestíbulo. Quiero que todo el mundo salga de sus habitaciones y baje. -Se volvió hacia la madre de Albert, quien estaba visiblemente ofendida por tales libertades-. Su hijo, señora. ¿Está en la casa, espero? Necesitaré hacerle unas preguntas.
– Usted no tiene autoridad…
– Señora, estoy investigando un asesinato e intentando evitar otro. Espero que no estará usted pensando en estorbarme en la ejecución de mi deber. Si es autoridad lo que necesita, le recordaré que actúo en nombre de una señora cuya autoridad se extiende bastante más allá que la suya o la de la señora Body; de hecho se extiende sobre un imperio.
– Oficial -dijo la madre de Albert, con una voz que graznaba de emoción-, Su Graciosa Majestad no tiene súbditos más leales que Dizzie -su mano buscó el consuelo de la lengua de Beaconsfield-, y yo. Si usted tuviese algún conocimiento de los teatros de variedades, sabría usted que nuestras carreras están dedicadas al rojo, blanco y azul. No es necesario que nos recuerde dónde está nuestro deber.
– Gracias, señora -dijo Cribb lacónicamente-. Entonces le hará usted a esa señora un buen servicio si nos ayuda a inculcar un espíritu de cooperación entre los demás huéspedes cuando mi agente haya…
Thackeray había encontrado el gong, y estaba totalmente contagiado por el sentimiento de urgencia de su sargento. Residentes alarmados llegaron corriendo desde distintos lugares de la casa.
– Aquí, por favor -dijo Cribb, cuando pudo hacerse oír-. ¿Hay alguien fuera esta mañana? -preguntó a la madre de Albert por encima de las cabezas de los que iban entrando.
– Estamos permanentemente aquí. Es una norma de la casa.
Thackeray empezó a pasar lista mentalmente. Muy pronto todos los que él podía recordar haber visto allí antes se habían dirigido al salón, excepto la señora Body. Albert, sofocado por el ejercicio reciente y llevando un batín, fue uno de los primeros. Se situó cerca de la puerta, lejos de su madre. El Profesor Virgo sacó la cabeza y se disponía a marcharse, pero Cribb alargó el brazo hacia él de forma que era a la vez una invitación y una coacción. Sam Fagan, Bellotti y los de la Funeraria llegaron juntos haciendo su entrada con el aplomo de los residentes bien establecidos. Pronto fue imposible llevar la cuenta porque otros miembros del coro del Paragon, o quizás de la orquesta, o sirvientes, entraban por la segunda puerta. Bella Pinkus, vestida de crepé negro, llegó la última, sostenida sin necesidad por la señorita Tring. El Profesor Virgo, a quien se le crispaba todo el cuerpo cada vez que sus ojos se encontraban con los de alguien más, parecía estar al borde de un colapso.
– Le daremos cinco minutos a la señora Body -anunció Cribb.
– Le puede usted dar todo el día y también la semana que viene, compañero -dijo Sam Fagan-, El gong de la cena no la va a hacer salir cuando puede hacer que le envíen la comida arriba por el montacargas. No tiene la intención de bajar aquí. Está allí desde ayer por la tarde y no quiere tener nada que ver con nosotros. Afortunadamente para nosotros, tenemos ahora una nueva ama de llaves.
La nueva ama de llaves le dedicó una efusiva sonrisa a Sam Fagan. Albert lanzó una penetrante mirada a su madre y una más larga y especulativa a Sam Fagan. Thackeray sintió una ligera corriente de simpatía hacia el forzudo.
El mayor volvió a aparecer sacudiendo la cabeza. La señora Body no bajaría.
– No le puedo sacar una palabra -dijo-, pero oí algunos movimientos. Ese condenado lugar está construido para resistir un asedio. La única forma de conseguir que salga, en mi opinión, es enviarle el dogo por el montacargas.
La madre de Albert contuvo la respiración con horror.
– ¡Qué pena! -dijo Sam Fagan, ligeramente a destiempo como para resultar convincente.
– Señoras y caballeros -anunció Cribb, inesperadamente de pie en la mismísima silla utilizada por W.G. Ross cuando cantaba la Balada de Sam Hall- les estoy muy agradecido por haber respondido tan pronto a mi llamada. Muchos de ustedes saben que soy oficial del Departamento de Investigación Criminal de la Policía Metropolitana. Mis ayudantes y yo estamos investigando la repentina muerte -perdóneme usted, señorita Pinkus- de uno de ustedes. No es mi deseo alarmarles; por tanto, lo consideraré como un favor particular si ustedes escuchan con calma lo que tengo que decirles. Tengo razones para creer que otra señorita, no una de ustedes, se lo aseguro, está en peligro.
Se produjeron unos gritos sofocados.
– La joven en cuestión es la señorita Blake, la hija del señor Sam Plunkett, conocido, creo, por todos ustedes como el empresario del teatro Paragon. La señorita Blake visitó ayer tarde esta casa y no se la ha visto desde entonces.
Hubo una pequeña interrupción mientras la señorita Tring, que se había desmayado en los brazos de Bella, era depositada en un sillón.
– Por ello, no escatimaremos esfuerzos para encontrarla -continuó Cribb-, y espero que ustedes valorarán la necesidad de lo que tengo que decirles ahora: me propongo buscar en esta casa habitación por habitación. Mientras mis ayudantes llevan a cabo la búsqueda, debo insistir en que el resto de ustedes permanezcan aquí o en la sala de ensayos de al lado. Y con su posterior colaboración, me gustaría pedir a cualquier señora o caballero que viese ayer en algún momento, o esta mañana, a la señorita Blake, que se adelante y me informe de las circunstancias. Eso es todo lo que tengo que decirles por ahora. Estén seguros de que mis colegas guardarán el mayor respeto hacia sus propiedades. Espero que no les molestaremos durante demasiado rato.
La impresión que había causado la exposición de Cribb era clara por el estrépito de excitadas, e incluso histéricas, conversaciones que comenzaron antes de que se bajara de la silla. Algunas señoras se dirigieron hacia él, no para darle información sobre la señorita Blake, sino para buscarla. Se liberó a la primera oportunidad, fue a buscar a los de la Funeraria y les pidió que vigilasen cada puerta; luego, cogió a Albert por el brazo y lo llevó fuera, hacia la pequeña sala de espera al otro lado del vestíbulo.
– Le estuve mirando mientras daba la noticia ahí dentro -dijo Cribb cuando se hubieron sentado a cada lado de la mesa-. Se tomó usted la noticia de la desaparición de la señorita Blake muy valientemente.
– Eso era porque ya lo sabía -dijo Albert-. El señor Plunkett vino esta mañana antes del desayuno preguntando si la habíamos visto. Mamá y yo éramos los únicos que estábamos en aquel momento; me levanto pronto para estar en forma, ¿sabe?, y mamá estaba atendiendo a las necesidades de la casa. No les dijimos nada a los demás huéspedes porque ellos no están enterados de que Ellen es la hija del señor Plunkett. Aquí se la conoce simplemente como la señorita Blake. Si ellos supiesen quién es, algunos podrían tomárselo a mal, teniendo el señor Plunkett la posición que tiene.
– ¿Quiere usted decir que podrían estar celosos de que usted saliese con la hija del empresario?
– Bueno, sí, excepto que salir es la única cosa que nadie puede hacer aquí.
– Ah, sí. Normas de la casa. -Cribb se dio una vuelta por la pequeña sala y volvió para apoyar sus codos en la silla en la que Ellen Blake se había sentado la tarde anterior-. Bien, todos conocen su identidad ahora, gracias a mi anuncio. Inevitable. No habrá rencores, ¿verdad?
– Encontrar a Ellen es más importante para mí que un puñado de lenguas largas.
– Me alegro de que piense usted así, muchacho. Bien, concentrémonos en eso. ¿Cree usted que ella está aquí en alguna parte?
Albert denegó con la cabeza.
– La acompañé hasta afuera ayer a las cuatro y diez. Se fue directamente a la verja, como hace habitualmente para ir andando hasta la parada de coches de Kensington. Ellen no hubiese vuelto, sargento. Estoy seguro.
– ¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
– Tres cuartos de hora, creo. Mamá estuvo allí de carabina.
– ¿Puede usted recordar su conversación con la señorita Blake?
Albert reflexionó mientras se atusaba las puntas de su bigote.
– Hablamos de mi lesión y le dije que ya estaba casi totalmente recuperado. Le hablé de mis entrenamientos y de mis esfuerzos para lograr estar en forma para el próximo martes. Ésa es una ocasión que no tengo la intención de perderme, sargento. El honor, usted ya comprende.
– Usted no estuvo en el Paragon el martes pasado, entonces.
– ¿Por qué lo dice? No, no estaba, sargento. Fue mi madre con Beaconsfield, pero yo me quedé aquí tomando baños calientes para reducir la rigidez de la pierna lesionada. Pero claro que me enteré de la trágica noticia de la muerte de Lola cuando volvieron todos.
– Ya. Pero me estaba usted hablando de la señorita Blake. ¿Estaría contenta de verle en forma de nuevo?
– Menos de lo que esperaba -dijo Albert con cierta pena-. Siempre se me han dado bien las mujeres, ¿sabe?, porque tengo un torso bien desarrollado, pero que me maten si las entiendo. La última vez que vino, Ellen estaba fuera de sí, muy preocupada por mi lesión. Me aconsejó que tomase baños calientes y me trajo una cataplasma. Ayer cuando le dije que ya estaba totalmente restablecido y levantando pesas de nuevo, no quiso creerlo. Supongo que no quiere que me lastime otra vez, pero le dije que no tengo ni rastro de dolor en la pierna.
– ¿Se separaron sin enfadarse?
– Oh, sí. Puede usted preguntarle a mamá. Quedamos en que Ellen vendría de nuevo el próximo viernes. Por eso es por lo que estoy seguro de que no volvió. -Se removió en su silla-. ¿Cómo se lo diría? Nunca ha habido nada clandestino en mi amistad con Ellen, sargento. Ella es una joven muy honesta. No es de la clase de las que se quedarían un momento en la calle para volver después y entrar a escondidas por una ventana, si eso es lo que sospecha usted. Es imposible que ella pase una noche fuera de casa. Puedo comprender cómo está su padre. Ni siquiera se quedaba para las fiestas de los camerinos por temor a apenarle si llegaba tarde a casa. Es bueno que esto se haya convertido en un asunto policial, se lo aseguro.
– ¿No le mencionó ninguna otra cita cuando estaba con usted?
– Entendí que iba directamente a su casa, sargento. Desde luego, si se le ocurrió visitar a alguna tía o prima de los barrios de las afueras, es posible que la niebla hubiese retrasado su vuelta. Ayer noche ya la había a las diez.
– Creo que entonces ella hubiese vuelto a casa antes -dijo Cribb-, Pues si no hay nada más que pueda ser importante, le agradecería que volviese con los demás. Quisiera hablar con su madre si tiene usted la amabilidad de pedirle que salga.
Pero no fue así. La siguiente persona que entró en medio de una agitación de encajes negros y rizos en movimiento fue la señora Body. Los vapores se habían intensificado claramente hasta llegar a un punto en que la tormenta era inminente.
– ¡Señor Cribb! Me propongo hacer constar mi más absoluta protesta por la forma en que he sido tratada. No contento con golpear mi puerta durante cinco minutos enteros, desciende usted a la más vil de las estratagemas para arrancarme a mí, una pobre y débil mujer, de mi cama. Un ramo, me aseguró una voz, una docena de rosas rojas recién compradas en la florista de delante de la comisaría de policía de la calle Paradise, por orden expresa de un sargento detective que deseaba permanecer en el anonimato. Pero cuando descorrí el cerrojo y abrí la puerta, fui apartada por ese bárbaro con barbas que le acompaña. No se veía ni una rosa. Y cuando le acusé de comportamiento poco caballeroso, ¿qué cree usted que me contestó?
– No tengo ni idea, señora.
– Que lo sentía, pero que era su trabajo hacerme salir. Bien, señor Cribb, salir ya he salido, pero no soy la viuda indefensa por la que me toma usted ¡El ministro del Interior se enterará de esto!
– Ha sido imperdonable, señora -dijo Cribb-. ¿Quiere usted decir que no le entregó las rosas? Ese agente responderá por esto. -En un impulso metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una flor amarilla bastante marchita-. Mientras tanto, si usted me lo permite…
La señora Body se derritió.
– Señor Cribb, no me había dado cuenta. Después de ayer estaba dispuesta a pensar… ¡Oh, qué hombre tan galante!
Es muy probable que el sargento se hubiese encontrado rodeado por negros encajes si la madre de Albert no hubiese escogido ese momento para entrar.
– ¿Qué quiere usted? -preguntó la señora Body.
– Tenía una cita con el sargento. Parece usted haberse recobrado espectacularmente, querida. ¿Debo retirarme?
– No, no -se dio prisa en contestar Cribb-. La señora Body sólo se estaba interesando por la búsqueda. Ahora que ya hemos visto sus habitaciones debe volver a la cama. No puede arriesgarse con los vapores.
Con una sonrisa afectada y un suspiro, la señora Body se colocó la bata por encima de los hombros y se retiró. Cribb cerró la puerta tras ella y se quedó con la espalda apoyada en la madera durante varios segundos.
– Es un escándalo -dijo la madre de Albert, colocando a Beaconsfield sobre una silla.
– ¿El qué, señora?
– Esa cara dura y sinvergüenza haciendo el papel de ama de casa. No tiene ni idea de cómo dar de comer a gente de gusto. Es una charlatana, sargento. Si el propietario de esta casa supiese lo que sucede aquí en su nombre, pronto estaría de nuevo en las calles, que es donde le corresponde estar. ¡Los vapores! ¿Es que parecía que tuviese ni la más mínima cosa?
– Quizás estaba un poquito febril -dijo Cribb.
– Demasiado colorete. No está más enferma que usted o que yo. Su curiosidad pudo más que ella cuando oyó el tumulto aquí abajo. Ahora que está satisfecha, no volverá a bajar en días. Me veré obligada a hacer sus funciones.
– Eso es muy amable de su parte, señora. Los demás residentes se lo agradecerán, y me atrevo a decir que la experiencia no se desperdiciará.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Pues estaba pensando que si la señora Body por cualquier motivo perdiese su puesto aquí, y estuviese usted llevando a cabo las obligaciones de forma tan competente como pareció insinuar el señor Fagan, parecería justo que sir Douglas Butterleigh le ofreciese a usted el puesto.
– ¿De veras? -La madre de Albert sonrió a Cribb de forma altruista-. No se me había ocurrido. Pero llegará un momento en que, desde luego, tendré que ir pensando en retirarme de las tablas. Una mujer viuda debe pensar en su futuro.
– Naturalmente -dijo Cribb. Piense en ello. El señor Plunkett podría estar dispuesto a hablar en su favor. Es decir, si a su hija no le ha sucedido nada malo, claro. Creo que usted vio a la señorita Blake cuando vino a visitar a Albert ayer.
La madre de Albert parpadeó por el brusco desvío de la conversación.
– Mmm… sí, la vi.
– Parecía estar completamente bien, ¿no?
– Oh sí, creo que le tiene mucho cariño a mi Albert.
– Eso parece, señora. Se preocupó mucho por su lesión, tengo entendido, trayéndole cataplasmas y esas cosas.
– Así es, sargento. La señorita Blake será una esposa muy agradable, ¿no cree usted?
– Si todavía vive, señora -contestó Cribb-. ¿Le oyó usted decir algo que pudiese ayudarnos a encontrarla? ¿Si tenía que ir a visitar a alguien más, por ejemplo?
– Me temo que no puedo ayudarle. Los jóvenes se vieron en el salón y ya sabe usted lo grande que es. Yo estaba allí de carabina, una norma de la casa, y me quedé al otro lado, donde no se oía, remendando un par de mallas de Albert. Una observa el decoro, pero intenta no estorbar, ¿me comprende? Las únicas palabras que le oí a la señorita Blake fueron las formalidades del principio y del final de la visita. Se fue algo después de las cuatro. Usted no cree realmente que esto esté conectado con la muerte de Lola Pinkus, ¿verdad?
– ¿Por qué no? -preguntó Cribb.
– Lola era una clase de persona totalmente distinta, descarada como nunca encontré a nadie en los teatros, sargento. Como comparsa barata no dudo de que hacía un papel útil, pero no servía para nada más. Su conducta aquí fue imperdonable. Tú se lo podrías contar al sargento, ¿verdad, Dizzie?
Beaconsfield, respirando rítmicamente en su silla, casi parecía asentir.
– Supongo que se está usted refiriendo al incidente del merengue, señora -aventuró Cribb.
– ¿Se enteró usted de eso? Era una Jezabel, sargento -continuó la madre de Albert, inspirada para tomar vuelos más injuriosos-, una liante y también una frívola con los afectos de los hombres. Oh, siento mucha simpatía por el pobre infeliz que tomó sobre sí el poner fin a los líos de esa joven.
Cribb se levantó para contestar a una llamada en la puerta. Thackeray y el mayor Chick estaban allí. Por el estado de su ropa, la búsqueda no había dejado ni un rincón por examinar.
– Hemos estado por toda la casa, sargento. Desde el sótano hasta el ático, incluyendo las habitaciones de la señora Body.
– Eso tengo entendido.
– Y también las dependencias del edificio. No hemos encontrado a nadie, sargento. Estoy seguro de que no está aquí.
– Tampoco hay señales de que se haya cavado en el jardín recientemente, hasta donde pudimos ver por la condenada niebla -dijo el mayor con tristeza.
– Pero les he dicho que se fue de aquí ayer por la tarde -insistió la madre de Albert-, Si quisieran escucharme…
Fue interrumpida por un fuerte timbrazo en la puerta principal.
– Conteste, Thackeray -ordenó Cribb, y pidió al mayor que acompañase a la madre de Albert al salón.
El visitante era Plunkett, con la cara muy pálida. Se echó sobre una silla sin quitarse el abrigo.
– ¿Qué podemos hacer por usted, señor? -preguntó Cribb.
– Tengo que hablar con Albert, el forzudo. En privado. Es un asunto de la mayor urgencia.
– ¿De la mayor urgencia? -Cribb hundió sus pulgares en los bolsillos de su chaleco como un granjero valorando un redil de ovejas-, ¿Y por qué motivo, algo relacionado con la desaparición de su hija?
– Eso a usted no le importa.
Cribb movió lentamente la cabeza.
– Esta vez sí, señor. Puede usted ver a Albert si quiere, pero yo estaré presente, y también el agente Thackeray. Tengo razones para creer que lo que le ha sucedido a su hija tiene mucho que ver con las investigaciones que realizo en estos momentos, sobre la muerte de la señorita Lola Pinkus.
Plunkett se sobresaltó al oír el nombre.
– ¿Cómo? ¿Cree usted que el asesino de esa chica…?
– Lo creo tan firmemente, señor Plunkett, que quiero oír lo que tiene usted que decirle a Albert, y no me importa si protesta usted ante mi inspector o el jefe de policía, o el mismísimo director de investigaciones criminales. Espectáculos deshonestos de caridad pueden estar fuera del alcance de la ley, pero no lo están los asesinos de jóvenes. Vaya a buscar a Albert -le dijo a Thackeray-, y que todos los demás se queden fuera, incluyendo al mayor.
Plunkett se dio la vuelta en la silla como si fuese a detener a Thackeray, pero no encontró palabras. En lugar de eso, se volvió a la mesa y se dejó caer sobre ella, arañando la silla con los dedos.
– No le voy a hablar con remilgos -dijo Cribb-, Le tengo poca simpatía, señor Plunkett. Me ha dado muchos problemas el conocer los métodos que emplea para proveer su teatro de artistas. Al final, supe lo suficiente como para empapelar las paredes del Paragon con hojas de cargo. Pero por Dios, esas paredes están protegidas, ¿no es así? Todo lo que he conseguido por las molestias que me he tomado ha sido una considerable reprimenda de Scotland Yard. Pero este es un mundo extraño, ¿verdad? Voy a ayudarle a usted a encontrar a su hija, lo quiera o no. Eso es lo que se llama altruismo, ¿a que sí? Más vale que no perdamos más tiempo, pues. Es una carta lo que tiene usted, ¿no?
Un murmullo de Plunkett confirmó que así era.
Thackeray volvió con Albert, claramente nervioso ante la perspectiva de un segundo interrogatorio. Él y Plunkett intercambiaron saludos con la cabeza.
– Bien, señor -dijo Cribb.
Plunkett soltó un taco, más por su propia situación que por la intransigencia de Cribb. Luego sacó una carta del bolsillo interior de su chaqueta.
– Esto llegó con el segundo correo. Mejor que la lean ustedes. -Después de una pausa, añadió-: todos ustedes.
Albert extendió las dos hojas de papel escritas sobre la mesa, de forma que su contenido fuese visible para todos:
Viernes
Querido papá:
En estos momentos ya sabrás que después de mi visita a Albert esta tarde, no he vuelto a casa. La razón es que he sido raptada y me mantienen cautiva hasta que se pueda llegar a un acuerdo para mi liberación. Te aseguro papá, que hasta ahora no me han hecho daño, y que he sido tratada con educación. Como prueba, me han permitido que te escriba esta carta, párrafos de la cual estoy autorizada a decir que me serán dictados para que los escriba con mi propia mano. Un mechón de mi cabello se adjuntará a esta carta como una prueba más de mi identidad.
En tus manos está el que me liberen ilesa. Si quieres que me devuelvan sin daño alguno, debes seguir meticulosamente las instrucciones que te doy.
Tienes que poner quinientas libras en billetes de banco usados de cualquier valor en una maleta de cuero. Esta noche a las doce menos cuarto, después de que el público del Paragon se haya dispersado, no debes correr el cerrojo de ninguna puerta. La cartera debe ser llevada al centro del escenario por Albert (eso lo he sugerido yo porque temo por tu corazón), que deberá obtener permiso de Philbeach House con algún pretexto. Tienes que preparar que un rayo de luz desde los bastidores ilumine el lugar donde Albert debe depositar la maleta, pero el resto de la sala debe estar oscuro, y nadie más que Albert deberá estar en el edificio. Cuando la haya dejado en el lugar debe retirarse y volver a Philbeach House. El dinero será recogido, llevado y contado, y si todo está en orden me soltarán en una hora, para encontrarme contigo fuera del Paragon, en la entrada principal. Cualquier fallo en llevar a cabo estas instrucciones, o cualquier intento de comunicárselo a la policía, o intento de seguir a la persona que recoja el dinero, tendrá consecuencias que te ocasionarán una aflicción duradera. Te repito que nadie excepto el correo (Albert) debe estar dentro de la sala. Se debe ordenar al vigilante de noche que cierre con llave todas las puertas a la una, hora en la que, Dios mediante, te seré devuelta. Por favor, no me falles, papá. Estoy muerta de miedo.
Tu hija que te quiere,
Ellen
– ¿Ve usted ahora por qué no le podía hablar de la carta? -dijo Plunkett-, Quizás ya haya condenado a mi hija a muerte. Oh, Dios mío, ¿he hecho eso?
– Lo dudo, señor -dijo Cribb-, Nadie fuera de esta casa sabe que el Yard está aquí. Vinimos a pie, ¿sabe?, en medio de la niebla. Los cuatro que estamos en esta habitación somos las únicas almas vivientes que sabemos de esta reunión.
– Bien, ¿y qué tengo que hacer? -suplicó Plunkett.
– ¿Qué piensa usted hacer, señor?
– Exactamente lo que ellos quieren. ¡Cielos, mi hija vale más que quinientas libras para mí! Venía a informar a Albert de su parte en el procedimiento.
– Bien, Albert -dijo Cribb-. ¿Te atreves?
La barbilla del forzudo se inclinó hasta mostrar su lado más intrépido.
– Haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a Ellen, sargento.
– Bien, hombre. ¿Tiene usted esa suma de dinero, señor Plunkett?
Tengo varios cientos en la caja fuerte. Después de la representación de esta noche tendré suficiente.
– Fantástico. Yo le suministraré la maleta -dijo Cribb-, y luego tendremos que contribuir. Oh, una cosa más, Albert. Quisiera pedir prestado a Beaconsfield. No le ocurrirá nada, pero no queremos alarmar a su madre, ¿eh? Dígale que ambos son requeridos por el señor Plunkett para un ensayo secreto para el próximo martes.
– No es un perro guardián muy bueno, sargento.
– Bastará para mis propósitos -dijo Cribb.