12

Thackeray examinó una tenue mancha azul en la taza de café que sostenía. El calor de la copa había hecho lo que varios minutos de continuo restregar con jabón de sosa no habían conseguido antes: había quitado algo del residuo de tinta que había en sus dos primeros dedos. La evidencia de dos laboriosos días de copiar informes estaba ahora primorosamente marcada en la porcelana de Gran Scotland Yard, porque él y el sargento Cribb estaban sentados en sillas tapizadas de cuero, siendo tratados con desacostumbrada hospitalidad por el inspector Jowett.

– Desde la posición que uno ocupa aquí, en la oficina central, tiene uno que estar constantemente en guardia para no perder el contacto con, si me perdonan la frase, los humildes buscadores de pistas, los hurones de la policía, resumiendo, señores, con ustedes. ¿Otra galleta digestiva, sargento?

La nuca de Cribb se había puesto sensiblemente más colorada por los aires de superioridad de Jowett. Movió la cabeza. Thackeray también notó calor alrededor del cuello de la camisa y una sensación de frío en el estómago. Ambas digestiones necesitarían algo más fuerte que una galleta después de esto. Los dos recordaban claramente un tiempo en el que Jowett era un sargento detective competente sólo en evitar los problemas. Esa habilidad y unas ciertas conexiones familiares, se decía que habían hecho inevitable su promoción. Si Cribb y Thackeray eran hurones, Jowett era un conejo con pedigrí, y mucho más aceptable en el Yard. Durante la conversación movía la nariz de forma muy molesta.

– Nosotros, aquí, en la oficina central -continuó-, a menudo les envidiamos a ustedes, habitantes de los bajos fondos. Desgraciadamente, un departamento de investigación criminal eficiente requiere sus planificadores, sus coordinadores, sus cabezas pensantes. Por eso nos vemos obligados a permanecer en nuestras sillas dirigiendo los esfuerzos de respetables policías como ustedes, mientras el detective que hay en nosotros grita por acompañarles. Por ejemplo, caballeros, he estado leyendo con interés su informe de la muerte de la joven el pasado martes en aquel teatro de variedades.

– El Paragon, señor.

– Sí. Un suceso tremendamente desgraciado. ¡Pero qué marco tan espléndido para una investigación! ¿Deduzco que también han estado ustedes en otros teatros?

– Sólo en el Grampian, en la calle Blackfriars, señor, -dijo Cribb. Curioso por conocer las intenciones de Jowett, añadió:

– ¿Está usted interesado en los espectáculos de variedades?

– No, no. Esa no es en absoluto mi forma de divertirme. Casi nunca he puesto el pie en semejante sitio. La opereta es mucho más de mi gusto.

– Cuando se tiene que hacer servicio de policía, ¿verdad señor? -dijo Cribb.

– ¿Cómo?

– Los piratas de Penzance, señor.

– ¡Ah, sí! Claro. -El Inspector Jowett no captó en absoluto la alusión-. También me gustan las carreras de caballos. -Dejó la taza sobre la mesa y buscó tabaco en el bolsillo-. Pero su visita al Paragon me interesa. Dígame lo que sabe de ese lugar.

– ¿Del Paragon? Creo que hemos hecho una descripción bastante clara de lo que sucede allí, señor. Lo hemos visto por nosotros mismos y hemos documentado esas actividades con treinta declaraciones o más.

– Infórmeme, por favor.

– Bien, señor. Para la mayoría de la gente es un teatro ordinario, algo más caro que algunos de ellos, pero que ofrece el mismo tipo de espectáculo tres noches por semana, como cientos de otros. Tiene su zona de a pie, desde luego, y hay algo de libertinaje en esa zona, pero aparte de eso, lo demás está bien, es decir, si le gustan las variedades.

– Le aseguro que no, pero siga.

– El dueño del Paragon es el magnate de la ginebra, sir Douglas Butterleigh. Parece que le tiene cariño a las variedades. Abrió un hogar para artistas desamparados en Kensington, Philbeach House. Quizás haya usted oído hablar de él. Su intención fue que los artistas enfermos o que sufrieran un accidente pudieran ser rescatados de la casa de caridad y puestos al cuidado de una tal señora Body en Philbeach House. Cuando estuviesen lo suficientemente restablecidos, volverían al escenario del Paragon. El empresario de allí es un tal señor Plunkett, y él me dio su versión del Paragon la otra noche. Ahora bien, Plunkett es un hombre de negocios realista y en ningún momento creyó que la idea de Butterleigh pudiese llenar ese teatro tres noches por semana.

– Los filántropos raramente se plantean la caridad en términos comerciales -observó Jowett desde el centro de una nube de humo.

– Bien, Plunkett insistió durante unos meses, pero el cartel del Paragon no reaccionaba muy bien ante la caridad. Las tres cuartas partes de los huéspedes de Philbeach House eran cantantes, y no muy buenos. No se puede reclutar una compañía de variedades sólo de cantantes. Así pues, se hicieron innovaciones, y pronto el Paragon funcionó como cualquier otro teatro, y atrajo a una audiencia regular. Sir Douglas Butterleigh no sabía nada de eso porque su invalidez le tiene apartado de todo ello. Para salvar su conciencia, supongo, Plunkett decidió que tendría que encontrar algo para ocupar a los desheredados de Philbeach House. Concibió la idea de una función especial sólo para que vieran que no se les había olvidado.

– ¿Además de la función regular?

– Exactamente. Pero ésa era una clase de público totalmente distinta. Plunkett dejó bien claro que lo que ofrecía era un espectáculo caritativo. Les puso a las entradas un precio alto, puso el nombre de sir Douglas en ellas y después hizo su ronda por la alta sociedad de Londres. Les prometió un espectáculo de media noche, estrictamente para una buena causa, y todas las entradas se vendieron en una semana.

– Realmente, no me lo explico.

– Yo tampoco me lo explicaba, señor, hasta que Plunkett me dijo lo que les había dicho a sus clientes: que ya que compraban entradas para una función privada, podrían esperar un espectáculo algo distinto. Lo que hizo, de hecho, fue convencer a un par de cantantes para que se dejaran transportar a través del escenario llevando puesto poco más que un rayo de luz de calcio.

– ¡Por mi alma, qué idea tan increíble!

– Eso es lo que yo opino, señor, pero eso no justifica el mal gusto. Plunkett me ha contado que la actuación fue un tremendo éxito. El público no dejó que la función continuase hasta que hubieron paseado a las dos cantantes arriba y abajo una docena de veces, como el cuadro favorito de una linterna mágica. Y cuando acabó la velada, le bombardearon con solicitudes de entradas para la siguiente función. Se dio cuenta de que había descubierto una mina de oro. Un teatro de variedades secreto para la gente bien, con algunos atractivos adicionales.

– Eso es muy ingenioso.

– Sí, señor -dijo Cribb-, pero Plunkett era un empresario demasiado inteligente para creer que podría continuar así durante mucho tiempo. Aunque convenciese a todas las mujeres que vivían en Philbeach House de que hicieran el papel de estatuas vivientes, y la mayoría de ellas estaban lo suficientemente cerca de la penuria para hacerlo, sus clientes se cansarían pronto de la distracción. Como cualquier otro cartel, su espectáculo de media noche necesitaba variedad. Pero él no podía convertir a cantantes en tragasables de la noche a la mañana. Ni tampoco quería contratar artistas en la forma habitual, a través de sus representantes. Eso no haría más que complicar sus planes. No, la compañía para el espectáculo de medianoche tenía que proceder de Philbeach House. Una vez que un artista fuese lo suficientemente desgraciado como para vivir de la caridad, no era muy probable que discutiese sobre la clase de trabajo que se le ofrecía. El problema de Plunkett era que la lista de huéspedes de la señora Body no le proveía de la variedad que él necesitaba. No había ni un volatinero ni un artista del trapecio entre ellos.

– Singularmente desgraciado -dijo Jowett-. ¿Les puedo ofrecer más café, caballeros?

– Nunca tomamos una segunda taza, señor. Ahora debe de hacer unas tres semanas que empecé a interesarme en una incomprensible serie de accidentes ocurridos a artistas de las variedades: un tragasables, una trapecista, un cómico, un mago, etc. Podría no haber investigado más si alguien no me hubiese avisado de un inminente accidente en un determinado teatro, el Grampian, en la calle Blackfriars. Lo indicaban en términos excesivamente dramáticos: «Esta noche, sensacional tragedia», decía la nota, y lo que hubo fue un forzudo al que le mordió la pierna un dogo, pero eso hizo que me plantease una serie de preguntas, señor. Empecé a buscar similitudes en los accidentes. ¿Era sólo un bromista, o había algo más? Thackeray, dígale al inspector lo que resolvimos acerca de los accidentes.

El policía dio un respingo en su silla.

– ¿Los accidentes? Ah, sí, sargento. Bien, señor, pudimos establecer que habían sucedido todos en teatros distintos. Y todas las víctimas, si las puedo llamar así, se quedaron sin trabajo. También hacían números completamente distintos en el teatro. Y más tarde supimos que todos habían sido llevados a Philbeach House.

– Y una cosa más -dijo Cribb, con aire de trascendencia-. La naturaleza de los accidentes era tal, que no era probable que ninguno de ellos volviese a ser contratado de nuevo durante mucho tiempo. El factor común era el ridículo, señor. Esos desgraciados eran el hazmerreír: el cómico con la letra equivocada en la hoja de la canción, el tragasables que tose, las chicas del trapecio que colisionan, el bailarín sobre barriles que no se podía ni aguantar de pie sobre ellos, el forzudo al que muerden y se cae de la plataforma, y la infortunada chica del columpio.

– ¿Qué le pasó a ella?

– Me faltan las palabras, señor. Sin embargo, como los demás, está acabada como artista a menos que se cambie de nombre y haga un número distinto. Eso no es fácil.

Jowett aspiró su pipa con fuerza y exhaló despacio.

– A ver si lo entiendo bien, sargento. ¿Está usted sugiriendo que el señor Plunkett ideó todos estos accidentes para llevar a esa gente a Philbeach House?

– Todavía no estoy seguro de eso, señor. El no me dijo tanto. Pero había seis de ellos actuando en el Paragon la otra noche, incluyendo a la difunta señorita Lola Pinkus.

– Admito que hace usted que parezca verosímil. Sin embargo, ¿cómo justifica usted la muerte de esta joven? ¿Fue otro accidente que quizás salió mal?

– Con toda seguridad no, señor. Tengo el informe de la autopsia. Murió envenenada con ácido prúsico. Casi instantáneo. Eso no fue un accidente.

– ¡Ya lo creo que no! -Los ojos de Jowett se redujeron a dos hendiduras, llenas de arrugas a su alrededor. Todo indicaba que estaba a punto de hacer una profunda observación-. Entonces fue suicidio. Se mató. Qué suerte que el truco mágico la apartase de la vista del público en el momento crítico. El fallecimiento súbito de un artista debe de tener un efecto perturbador en el público.

– Ella gritó, señor -dijo Cribb-, pero apenas se la oyó por encima del retumbar del tambor. El público aún no sabe qué ocurrió. La mayoría de ellos estaba arrebatada por la ilusión y creyó que estaba viendo a Lola cuando Bella apareció en la galería. Aunque algunos de los presentes se imaginasen el secreto, ellos no supieron que Lola estaba muriéndose cuando golpeó el colchón debajo del escenario.

– ¡Menos mal! Y dígame, sargento, ¿cuál fue la reacción de la señorita Bella Pinkus?

– Ella no supo nada hasta que vino a buscar a Lola, señor. Le di yo mismo la noticia. Al principio no quería creerme. No entendía cómo el truco había funcionado tan perfectamente si había matado a su hermana. Tuve que enseñarle el cuerpo para convencerla. Se lo tomó bien, no obstante. Son gente práctica, estos del teatro. Tienen una vena de tenacidad que no me importaría encontrar en algunos miembros del cuerpo, señor. -Cribb dijo esto con una expresión tan suave que Jowett no pudo disentir.

Sin embargo, el inspector se levantó para adoptar una pose en la alfombra de piel de tigre frente a la repisa de la chimenea. Detrás suyo había una fotografía de él, vestido de cazador, de color sepia. Thackeray pensó, sin mucha caridad, que la silla que había en la foto era idéntica a una que había visto en un estudio en Bayswater.

– Sólo hay una cosa que no está totalmente clara para mí, sargento. Usted daba a entender que los clientes de esas funciones de medianoche eran miembros influyentes y ricos de la sociedad de Londres.

– La zona de a pie era como el Rotten Row en temporada alta, señor.

– En tal caso, explíqueme, cómo dos miembros ordinarios del cuerpo de policía fueron admitidos.

– Conocimos a la hija del señor Plunkett, señor -dijo Cribb, como si eso lo explicase todo.

– Ya veo -dijo Jowett en tono amenazador-. ¿Y ustedes se mezclaron libremente con el público? ¿Los dos?

La taza y el plato de Thackeray se oían vibrar en su mano.

– Nos separamos para evitar sospechas, señor -dijo Cribb-, Yo encontré un lugar en la platea. Thackeray estaba… esto… mejor situado.

– Lo que explica que él llegase primero al lugar en el que fue encontrada la señorita Pinkus -observó Jowett.

Thackeray asintió enérgicamente.

– Bien, sargento -dijo Jowett, esforzándose en parecer intrascendente-, espero que podrá usted llegar a una conclusión de sumario con este asqueroso pequeño asunto. No debería ser difícil establecer dónde compró la señorita Pinkus los medios para su autodestrucción. ¿Dice usted que fue ácido?

– Prúsico, señor. El más mortífero que se conoce. Había muchísimo. Más de la mitad de lo que había en aquel vaso debía ser ácido puro.

– Entonces no tendría que haber ninguna dificultad. Ningún farmacéutico habría vendido esa cantidad de ácido sin haberlo hecho constar en su libro de venenos.

– Estoy haciendo las comprobaciones habituales, señor, pero no soy optimista. Ya hay demasiado de eso por ahí. Se utiliza para las ratas, ¿sabe? Las compañías de ferrocarril fumigan los vagones con ese ácido periódicamente. También hay un montón de ratas en las bodegas de los barcos. Sólo Dios sabe el ácido que utilizan en el puerto de Londres. Plunkett incluso creyó que tenían una botella en el Paragon, pero no la hemos encontrado. Después de la exhibición del martes por la noche, entiendo muy bien que la sala necesite ser fumigada con regularidad, señor.

Jowett golpeó varias veces su pipa sobre la repisa de la chimenea y comenzó a escarbar en el contenido con el palo de una cerilla.

– Vamos, vamos, sargento. Eso se parece extraordinariamente a las andanadas que uno lee en la prensa diaria, escritas por maestros retirados que firman «Padre de tres hijas», o «Puro de Corazón». No puedo creer que se esconda un remilgado detrás de esas patillas que lleva.

¿Cribb acusado de remilgado? Al sargento no le gustaría nada. Thackeray cerró los ojos y esperó la explosión.

– Dios me libre de alentar la perversidad -continuó el inspector-, pero por Dios, hombre, se ven peores cosas en Londres que unas cuantas señoras de buen ver en mallas. Es usted lo bastante mayor como para haber hecho una ronda de servicio por la casa de Kate Hamilton en sus tiempos, ¿no?

De alguna forma, Cribb estaba controlándose.

– Pero no puedo ver cómo afecta eso las funciones del Paragon. Había gente entre el público con nombres respetados en todo el país, señor. Sentados ahí, abiertamente, en compañía de mujeres perdidas, cortesanas caras, lo admito, pero no por ello mejores en mi opinión, y contemplando indecencias que ninguna licencia para oír música y bailar da a un empresario el derecho a exhibir. Ciertamente tengo la intención de ver a Plunkett llevarse su merecido, dejando aparte la muerte de la señora Pinkus.

– Era una función indecente, señor -corroboró Thackeray-, Le arrestaremos bajo la ley de la policía.

– ¿Y le pondrán una multa de cuarenta chelines por permitir que se cante una canción indecente delante de un policía? -dijo Jowett desdeñosamente-. No pueden ustedes perjudicar a Plunkett así. Déjenme que les dé un consejo, caballeros. El martes por la noche consiguieron ustedes entrar a una función organizada para una clase de público acostumbrado a disfrutar de sus placeres en privado. Pueden ustedes ser perdonados por creer equivocadamente que lo que ustedes vieron podría corromper a tales personas. Pero ustedes no estaban en posición de juzgar, ni deben ustedes constituirse en jueces. Ellos viven en un plano distinto al suyo, caballeros, o al mío.

– ¿Está usted diciendo que están por encima de la ley, señor?

– No, por Dios, sargento. Pero la ley tiene en cuenta las circunstancias, y las circunstancias en las que ustedes se introdujeron el pasado martes eran totalmente extrañas a su experiencia. Tales funciones privadas no son desconocidas en Londres. Los clientes saben lo que esperan cuando van, y no recibimos quejas de la naturaleza de la diversión. Si hay algo que uno aprende en el Yard sobre administrar la ley es la importancia de la discreción. Discreción, caballeros, la discreción lo es todo.

Éste era ahora el Jowett ortodoxo. Cribb dirigió a Thackeray una mirada de complicidad, casi un guiño.

– Entonces, ¿usted quisiera que concentrásemos nuestras investigaciones en la muerte de la señora Pinkus, señor, y fuésemos discretos en el asunto de las funciones de medianoche?

El inspector asintió con satisfacción.

– Precisamente, sargento. Dedique sus energías al asunto en cuestión. No debería llevarle mucho tiempo el descubrir por qué se mató. Hay una casa completa de chismosos en Kensington listos para darle a usted información. La murmuración forma parte de la tradición teatral. Ya tiene usted las declaraciones del Paragon. No necesita usted perder más tiempo allí, ¿verdad?

Cribb movió la cabeza denegando.

– Lo siento, señor. El lugar del óbito. Seguro que tendremos que volver allí.

– Sargento, sargento, -rogó Jowett, blandiendo su pipa-, ¿dónde está la discreción que usted me prometió emplear? El señor Plunkett tiene una reputación que mantener. No quiere detectives dando tumbos por su escenario.

Cribb se levantó con decisión.

– Si así es como usted ve nuestro trabajo, señor…

– ¡Por el amor de Dios, sargento! No se ofenda, hombre. Todos somos miembros del mismo cuerpo, ¡maldita sea! Seguro que no somos tan condenadamente susceptibles como para que no podamos decirnos claramente unas cuantas palabras. Yo simplemente le sugería que concentrase usted sus pesquisas en Philbeach House y que dejase al señor Plunkett…

– ¿Continuar con su caritativo trabajo, señor? Sí, ya le comprendo -dijo Cribb-, y si es una orden lo que me está usted dando de que deje al señor Plunkett en paz, no la desafiaré. Pero le estaré muy agradecido si me la da usted como una orden, porque yo tengo tendencia a tomar las sugerencias como lo que son, y a dejarlas de lado si no las encuentro lógicas.

Jowett suspiró.

– Es usted un hombre difícil, Cribb. Muy bien. Le ordeno que no vuelva a entrar en el Paragon sin consultármelo.

– Gracias, señor. Y ya que nos estamos diciendo las cosas claras, quisiera dejar sentado que dar tumbos no es una descripción correcta de la forma en que sus oficiales se comportan. No estoy seguro de qué ha motivado ese comentario, señor, pero si lo que se cuestiona es la parte que jugó el agente Thackeray en la representación del pasado martes, debo decirle que me responsabilizo totalmente. Fue un inmaculado trabajo de detective, tan discreto como usted pudiera desear y que merece el mayor elogio. Eso constará en mi informe, señor.

– Estaré encantado de leerlo, sargento -dijo Jowett fríamente-, La expresión que utilicé era una simple expresión. Estaba intentando ver las cosas desde el punto de vista del señor Plunkett. No había ninguna intención personal. No tengo nada más que decirles en este momento.

Indicó que la entrevista había terminado yendo hacia la ventana y mirando por ella.

– Hay un asunto, señor -insistió Cribb-. Woolston, el prisionero de Newgate. Un ilusionista… Le clavó una espada en la pierna a su ayudante, si recuerda usted el caso.

– Realmente -contestó Jowett sin volverse.

– Es inocente, señor, si nuestras teorías son correctas. Los cargos deberían ser retirados. Estaba casi con toda seguridad destinado a Philbeach House y al Paragon. No dudo que el señor Plunkett…

– Lo investigaré. Buenos días, caballeros.

Cuando salieron al bálsamo de una suave llovizna de octubre, Thackeray se sintió impelido a expresar su gratitud a Cribb.

– Fue muy generoso de su parte, sargento.

– ¿El qué?

– El hablar por mí de aquella manera. Trabajo inmaculado de detective y todo aquello. Yo no lo consideré como algo especial.

– Ni yo -dijo Cribb-, pero que me aspen si acepto insultos de tipos como ese Jowett.

Entraron en la calle Whitehall en silencio y apretaron el paso bruscamente, indistinguibles con sus sombreros hongos de los funcionarios civiles, que se apresuraban desde el Ministerio de Marina para conseguir almorzar los primeros en las tabernas alrededor de Charing Cross.

– ¿Cree usted realmente que fue un suicidio, sargento? -preguntó Thackeray finalmente.

– No -dijo Cribb-. Ni nunca lo he dicho.

– Pero el inspector sí, y usted no le expresó sus dudas. Parecía tener ya una idea hecha.

– Sus ideas se paran en el suicidio -dijo Cribb-. El asesinato es impensable en su situación.

– ¿Y por qué, sargento?

– Hemos hurgado en un avispero, agente, y hay en él algunos especímenes muy grandes.

– ¿Miembros del parlamento?

– Sí, y otros. Había un par de caras en el Paragon la otra noche que por mi vida que no podía identificar. Unos tipos fuertes, de pelo corto y bigotes prusianos, sentados en un palco y alimentando con ostras a sus queridas. He perdido casi una noche de sueño intentando recordar dónde los había visto. Me vino a la mente esta mañana de repente: los directores del Yard.

– ¡Dios mío!

– Ahora, un asesinato traerá toda clase de publicidad no deseada al Paragon, si la prensa lo olfatea. No haría mucho por la carrera de Jowett si los nombres de los espectadores del martes se dieran a conocer. ¿Recuerda toda esa cháchara sobre la discreción? Por lo tanto, probablemente sea mejor que Jowett continúe pensando que la muerte de Lola es un suicidio. Si menciono el asesinato, es probable que a alguien le entre el pánico. Usted y yo podríamos encontrarnos de vuelta a las rondas.

– Hace que se le hiele la sangre a uno, sargento.

En aquel momento fueron necesarias dos o tres pintas para reavivar las circulaciones de ambos detectives.

– ¿Vamos a Philbeach House como sugirió el inspector, sargento? -preguntó Thackeray, cuando vio que Cribb estaba dispuesto a discutir de nuevo el caso.

– Hubiese ido allí de todos modos. Necesito saber más sobre las hermanas Pinkus y sobre cómo las veían los demás huéspedes. De hecho, quiero una descripción de lo que realmente sucede en Philbeach House.

– Pero eso tomará días, sargento, preguntar a todos los huéspedes.

– Hay un atajo -dijo Cribb-, Si usted lo recuerda, recibí una invitación para volver allí en una visita social.

– ¡La señora Body!

– No hay nadie mejor situado para decirme lo que necesito saber. No hay más remedio, Thackeray. Voy a aceptar la oferta de la señora Body para inspeccionar el palco del antiguo Alhambra.

– ¿Su sala privada? Seguro que le comprometerá. No lo tenga en cuenta, sargento. Es un suicidio moral. El Yard no tiene ningún derecho a esperar eso de usted. Estoy totalmente seguro de que el inspector Jowett no iría.

– A Jowett no le han invitado -dijo Cribb-. El Yard no tiene nada que ver con esto. Es una decisión totalmente mía. Si le digo la verdad, me hace ilusión.

Éste era el hombre al que Jowett había considerado remilgado… Thackeray se fue al bar para pedir un whisky doble.

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